Al otro lado del umbral había un cuarto normal y corriente. Sus dimensiones no eran, como me había parecido hacía un rato, infinitas, pues no medía más que tres metros y medio por cuatro.
Una única ventana daba al follaje de una intrincada enredadera, que tapaba buena parte de la luz solar. Aún así, se veía lo suficiente como para que no me cupieran dudas de que no existía ninguna mortecina luz roja en ningún lugar del recinto.
No quedaba ni rastro del misterioso poder que había transformado y controlado aquella habitación, atrasándome y luego adelantándome unos pocos minutos en el tiempo.
Al parecer era el despacho de la seta humana. El mobiliario consistía en cuatro archivadores, una silla de oficina y un escritorio de metal, cuya parte superior estaba revestida de plástico laminado, imitación de madera.
En la pared situada frente al escritorio había tres fotografías en blanco y negro, muy ampliadas, sin duda impresas con algún procedimiento digital. Eran caras, retratos de hombres; uno tenía ojos febriles y sonrisa de regocijo, los otros dos fruncían el ceño, sombríos.
Los tres me resultaban conocidos, pero en un principio sólo pude ponerle nombre al de la sonrisa: Charles Manson, el atroz manipulador cuyas fantasías de revolución y guerra racial habían dejado al descubierto un cáncer en el corazón de la generación del flower-power y desencadenado el fin de la Era de Acuario. Se había grabado a navaja una esvástica en la frente.
Fuesen quienes fuesen los otros dos, no parecían cómicos de Las Vegas ni célebres filósofos.
Tal vez fueran mi imaginación y la luz que filtraba la enredadera lo que proporcionaba una leve luminiscencia a la mirada intensa de cada uno de ellos. Ese resplandor me recordaba la fosforescencia lechosa que alumbra la mirada de los cadáveres en las películas de muertos vivientes.
Encendí la luz del techo, en parte para que los ojos dejaran de tener tan macabra apariencia.
El polvo y el desorden que caracterizaban el resto de la casa no se veían allí. Cuando cruzaba aquel umbral, el hombre hongo dejaba su desidia en la puerta y se convertía en un ejemplo de aseada diligencia.
Los archivadores contenían carpetas, meticulosamente ordenadas y actualizadas, con artículos recortados de la prensa o bajados de Internet. Había cajones y más cajones llenos de archivos sobre asesinos en serie y asesinos en masa.
Los temas iban desde Jack el Destripador, de la Inglaterra victoriana, hasta Osama Bin Laden, para quien el infierno tiene preparada una especial morada de fuego. Ted Bundy, Jeffrey Dahmer. Charles Whitman, el francotirador que mató a dieciséis personas en Austin, Texas, en 1966. John Wayne Gacy: le gustaba vestirse de payaso en fiestas infantiles, se hizo fotografiar junto a la primera dama Rosalyn Carter en un evento político y enterró varios cuerpos descuartizados en su jardín y bajo su casa.
Había una carpeta especialmente gruesa referido a Ed Gein, que sirvió de modelo para el Norman Bates de Psicosis y el Hannibal Lecter de El silencio de los corderos. Gein acostumbraba a beber sopa en un cráneo humano y se había hecho un coqueto cinturón con los pezones de sus víctimas.
Los desconocidos peligros de la habitación negra no me habían arredrado, pero el mal que veía allí era otra cosa, porque era conocido y totalmente comprensible. A medida que iba abriendo cajones y archivadores, el temor me oprimía más y más el pecho y me hacía temblar las manos, hasta que por fin cerré una de golpe y me decidí a no abrir ninguna más.
El contenido de las carpetas me había refrescado la mente, y ahora podía poner nombres a los rostros que flanqueaban el de Charles Manson.
El individuo de la derecha era Timothy McVeigh. McVeigh fue condenado y ejecutado por hacer estallar una bomba en el edificio del Gobierno federal de la ciudad de Oklahoma en 1995, matando a ciento sesenta y ocho personas.
A la izquierda, Mohammed Atta, que estrelló un avión de pasajeros contra las torres del World Trade Center, matando a miles de personas. No había evidencia de que el hombre hongo simpatizara con la causa del islamismo radical. Al parecer admiraba a Atta, como a Manson y a McVeigh, por la crueldad de sus ideas, la brutalidad de sus acciones y su eficiente trabajo al servicio del mal.
La habitación no era tanto un despacho como un santuario. Quería salir de la casa. Ya había visto suficiente, demasiado. Anhelaba regresar a El Mundo del Neumático, oler el aroma a caucho presto para la carretera, y pensar cuál sería mi próximo paso.
En cambio, me senté en la silla de la oficina. No soy aprensivo, pero me encogí un poco cuando puse las manos sobre los brazos del asiento; tal vez él hubiera puesto las suyas allí.
Sobre el escritorio había un ordenador, una impresora, una lámpara de bronce y un calendario de los que tienen una hoja para cada día. No se veía ni una mota de polvo, ni pelusa alguna, sobre ninguna superficie.
Desde mi asiento, contemplé el despacho, tratando de comprender cómo se podía haber transformado en la habitación negra y después regresar a la normalidad.
En los bordes metálicos de los archivadores no se percibía el resplandor eléctrico de ninguna energía sobrenatural. Nada extraño se manifestó.
Durante un rato, la habitación se había transformado en… un portal, una puerta que conectaba Pico Mundo con un lugar mucho más extraño, y no me refiero a Los Ángeles, ni siquiera a Bakersfield. Tal vez durante un rato la casa había sido como una estación de paso entre nuestro mundo y el infierno, si es que éste existe.
O quizá, si hubiera llegado a la sanguinolenta luz roja que se encontraba en el centro de la oscuridad, me habría encontrado en un planeta regido por los bodachs, en alguna remota región de la galaxia. Como no tenía tarjeta de embarque, había sido arrojado a la sala de estar, en el pasado, y al tejadillo, en el futuro.
Por supuesto, evalué la posibilidad de que lo que había visto fuera una mera alucinación. Tal vez estuviera tan loco como una rata de laboratorio a la que hubiesen suministrado una dieta de toxinas que producen psicosis, antes de obligarla a ver programas de televisión que espían con todo detalle las vidas cotidianas de super-modelos pasadas de moda y estrellas del rock envejecidas.
De tiempo en tiempo, realmente pienso que tal vez sí esté loco. Sin embargo, como cualquier lunático con dignidad, siempre me apresuro a rechazar cualquier duda sobre mi cordura.
No vi ningún motivo para registrar el despacho en busca de un interruptor oculto que lo convirtiera en habitación negra. La lógica me sugería que el formidable poder necesario para abrir ese misterioso portal no había venido de la estancia, sino del otro lado, fuera cual fuese.
Lo más probable era que el hombre hongo ignorase que su santuario no sólo servía como archivo de sus fantasías homicidas, sino también como punto de llegada de los bodachs que acudieran a disfrutar de unas sangrientas vacaciones. Como carecía de mi sexto sentido, tal vez se pudiera sentar allí y trabajar feliz en alguna de sus tétricas carpetas, sin sospechar la ominosa transformación que sufría a veces la habitación ni la llegada de hordas de entidades demoníacas.
Cerca de mí se oyó un tic-tic-tic, una especie de castañeteo de huesos entrechocando, que hacía pensar en los esqueletos ambulantes de la noche de Halloween. A esto siguió el ruido de algo que corría rápida y levemente.
Me levanté de la silla y escuché alerta.
Pasaron unos segundos sin que se oyera ni un tic. Minutos sin castañeteo de huesos ni crujido alguno.
Tal vez una rata, incómoda o enferma por el calor, se hubiera movido en el interior de las paredes, o en el desván.
Me volví a sentar y abrí uno a uno los cajones del escritorio.
Además de lápices, bolígrafos, clips, una grapadora, tijeras y otros elementos triviales, encontré dos extractos de cuentas bancarias y un talonario. Los tres estaban a nombre de Robert Thomas Robertson, cuya dirección era la de aquella casita de Camp’s End.
Adiós, hombre hongo; hola Bob.
«Bob Robertson» no tenía el necesario sonido malévolo del nombre de un aspirante a asesino en masa. Parecía pertenecer más bien a un jovial vendedor de coches.
El extracto del Bank of América, de cuatro páginas, se refería a una cuenta de ahorro, dos certificados de depósito a seis meses, una cuenta del mercado financiero y otra del mercado de acciones. El valor combinado de todos los depósitos de Robertson en Bank of America era de 786.542,10 dólares.
Repasé la cifra tres veces, convencido de que me equivocaba al leer el punto y la coma decimal.
El extracto del Wells Fargo Bank, también de cuatro páginas, era una rendición de cuentas por inversiones a su nombre por valor de 463.125,43 dólares.
Robertson tenía mala letra, pero mantenía al día el saldo de sus talonarios. En este momento, los recursos disponibles de esa cuenta ascendían a 198.648,21 dólares.
Que un hombre con un capital de casi un millón y medio de dólares viviera en aquella miserable y sofocante casita de Camp’s End parecía sencillamente perverso.
Si yo dispusiera de todos esos billetes, tal vez prepararía alguna comida rápida de vez en cuando, pero sólo por pura satisfacción artística, nunca para ganarme la vida. Es posible que, en ese caso, ya no me interesara dedicarme a los neumáticos.
Quizá Robertson necesitase pocas comodidades, porque encontraba todo el placer que precisaba en las incesantes fantasías sanguinarias que chorreaban de su imaginación.
Un súbito y frenético aleteo estuvo a punto de hacer que me levantara otra vez, pero entonces un fuerte y repetido graznido me reveló que se trataba de cuervos que picoteaban el techo, marcando su territorio. En verano salen temprano por la mañana, antes de que el calor sea insufrible, y pasan la tarde retiradas en algún refugio umbrío antes de aventurarse a salir otra vez cuando el sol que se comienza a ocultar pierde algo de su capacidad para achicharrar. No temo a los cuervos.
Estudié los registros de los talonarios, que abarcaban los últimos tres meses, pero sólo encontré los habituales pagos por diversos servicios, abonos a compañías de tarjetas de crédito y otras cosas por el estilo. Lo único anómalo era que Robertson había destinado una sorprendente cantidad de cheques a la retirada de dinero en efectivo.
Sólo durante el mes anterior había sacado treinta y dos mil dólares en tandas de dos mil y cuatro mil. En los últimos dos meses se había llevado cincuenta y ocho mil dólares.
Ni siquiera con su prodigioso apetito podía haberse gastado todo en helados de Burke & Bailey’s.
Era evidente que, a fin de cuentas, tenía gustos caros. Fueran cuales fuesen los lujos que se permitía, no parecían ser de los que compran de forma que queda registrada, con cheques o tarjetas de crédito.
Volví a colocar los extractos financieros en el cajón del escritorio. Sentía que llevaba demasiado tiempo en aquel lugar.
Daba por supuesto que el sonido del motor del Explorer al aparcar bajo el tejadillo me alertaría del regreso de Robertson y que podría escabullirme por la puerta lateral mientras él entraba por la principal. Pero si, por algún motivo, aparcaba en la calle o llegaba a su casa andando, podía quedarme atrapado antes de descubrir que había vuelto.
McVeigh, Manson y Mohamed Atta parecían mirarme. ¡Qué fácil me resultaba imaginar que los ojos de las fotografías veían realmente y que ahora centelleaban con maligna expectación!
Pese a todo, me quedé un momento más, repasé las hojas del calendario buscando registros de citas u otras notas que Robertson hubiese escrito en las últimas semanas. Todas las líneas para anotaciones estaban en blanco.
Regresé a la fecha actual —martes, 14 de agosto— y después pasé las páginas hacia delante, en dirección al futuro. Faltaba la correspondiente al 15 de agosto. No había nada escrito en el calendario después de esa fecha.
Dejé todo como lo había encontrado, me incorporé y me dirigí a la puerta. Apagué la lámpara del techo.
La dorada luz del sol, que el frondoso follaje de la enredadera recortaba creando formas flamígeras, encendía un falso fuego en las translúcidas cortinas, sin alumbrar mucho la habitación, y las marcadas sombras parecían más intensas en torno a los retratos de los tres asesinos.
Se me ocurrió una idea —cosa que ocurre con más frecuencia de lo que algunos suponen y, desde luego, más a menudo de lo que yo quisiera—, de modo que volví a encender la luz y me dirigí a los archivadores. Comprobé si en el cajón correspondiente a la erre, entre las demás carpetas sobre carniceros y lunáticos, había alguno que el hombre hongo se dedicara a sí mismo.
Lo había. La etiqueta decía: «Robertson, Robert Thomas».
Habría sido muy oportuno que esta carpeta contuviera recortes de periódico acerca de homicidios sin resolver, así como elementos altamente incriminatorios vinculados a tales crímenes. Habría podido memorizar el documento, devolverlo a su sitio e informar a Wyatt Porter de mis descubrimientos.
Con esa información, al jefe Porter se le podría ocurrir alguna manera de atrapar a Robertson. Pondríamos al degenerado elemento tras las rejas antes de que tuviera ocasión de cometer los delitos, fueran cuales fuesen, que preparaba.
Sin embargo, aquella carpeta contenía un solo elemento: la página que faltaba en el calendario de escritorio. Miércoles, 15 de agosto.
Robertson no había escrito nada en el espacio reservado para notas. Al parecer, en su mente la fecha en sí misma era lo suficientemente significativa como para constituir el primer elemento del archivador.
Consulté el reloj. Faltaban seis horas y cuatro minutos para que el 14 y el 15 de agosto se encontraran, es decir, para medianoche.
Y después de eso, ¿qué ocurriría? Algo. Algo… que no sería bueno.
Al volver a la sala de estar, con sus muebles manchados y polvorientos y sus publicaciones esparcidas por todas partes, me volvió a impresionar el marcado contraste entre el limpio y ordenado despacho y el resto de la casa.
Aquí, absorto a veces en revistas subidas de tono, otras en novelas románticas lo suficientemente inocentes como para que las leyera la esposa de un pastor, obviamente indiferente a pieles de plátano olvidadas, tazas de café vacías y calcetines que debían haberse lavado hacía mucho, Robertson parecía a la deriva, desenfocado. Era un hombre a medio formar, su identidad era dudosa.
En contraste, el Robertson que pasaba su tiempo en el despacho, creando y actualizando aquellos cientos de archivos, navegando por webs que trataban de asesinos en serie y en masa, sabía muy bien quién era; o, al menos, quién quería ser.