Capítulo 12

Un grupo de bodachs en movimiento me recuerda a veces a una manada de lobos en busca de presas. Otras, me hace pensar en una cuadrilla de gatos de paso furtivo.

Aquel grupo en particular tenía algo horriblemente evocador de los peores insectos. Avanzaban a la manera recelosa y tentativa, pero veloz y repugnante, de una colonia de cucarachas.

Su cantidad también hacía pensar en tales bichos. Veinte, treinta, cuarenta, entraron en la sala, silenciosos y oscuros como sombras, aunque, a diferencia de éstas, eran independientes de la entidad que las hubiera proyectado.

Como hollín llevado por el viento, se dirigieron a la desajustada puerta delantera, a las ventanas de la sala de estar, mal selladas. Metiéndose por todas las rendijas y resquicios, salieron a la soleada tarde de Camp’s End.

Seguían saliendo del pasillo en enjambres: cincuenta, sesenta, setenta, más. Nunca había visto tantos bodachs juntos.

Aunque desde mi puesto en la cocina no podía ver más allá del arco que comunicaba la sala de estar con el pasillo, sabía por dónde habían entrado los intrusos. No habían brotado de forma espontánea de las bolas de pelusa gris y los mohosos calcetines que se apelotonaban bajo la cama sin hacer del hombre hongo. Tampoco provenían de un armario infestado de fantasmas, de un grifo, ni del inodoro. Habían entrado a la casa por la habitación negra.

Parecían ansiosos por dejar atrás aquel lugar e ir a explorar Pico Mundo, hasta que uno de ellos se separó del alborotado tropel. Se detuvo de golpe en medio de la sala de estar.

En la cocina, contuve el aliento. Pensé aterrorizado que no había cubierto ni producto tóxico para la limpieza doméstica que pudieran herir a esa bestia carente de sustancia.

El bodach estaba tan encorvado que sus manos, si es que eran tales, le colgaban hasta la altura de las rodillas. Volviendo su cabeza gacha de un lado a otro, husmeó la alfombra, en busca del rastro de su presa. Ni siquiera un troll disfrutando del aroma de la sangre de un niño, agazapado entre las sombras del arco de un puente, habría tenido un aspecto tan malévolo.

Sentí una opresión en el ojo izquierdo, con el que espiaba por el espacio que separaba la jamba de la puerta. Lo tenía atrapado como si mi propia curiosidad fuese un cepo dentado que lo mantenía allí, fisgoneando, incluso en momentos en que lo más prudente habría sido salir corriendo.

Mientras sus congéneres seguían pasando frente a él como una riada, mi Némesis se enderezó. Cuadró los hombros. Alzó lentamente la cabeza y la giró, primero a la izquierda, después a la derecha.

Lamenté utilizar champú con olor a melocotón y, de pronto, pude percibir la fragancia a carne asada que el humo grasiento de la parrilla había depositado en mi piel y mi cabello. Un cocinero de comida rápida que acaba de salir del trabajo es una presa fácil de rastrear por fieras carnívoras o seres peores.

El bodach, negro como la tinta y prácticamente carente de facciones, tenía algo que recordaba un morro, pero sin fosas nasales. No se le veían orejas y, si tenía ojos, yo no podía distinguirlos. Pero escrutaba la sala de estar en busca del olor o el sonido, fueran cuales fuesen, que le había llamado la atención.

La criatura pareció concentrarse en la puerta de la cocina. Aunque, como Sansón en Gaza, no tenía ojos, me percibía.

He estudiado la historia de Sansón con cierto detenimiento, pues es un ejemplo clásico del sufrimiento y el negro destino que pueden tocarle en suerte a quienes tienen… un don.

El bodach se puso muy erguido. Era más alto que yo. A pesar de su falta de sustancia, era una figura imponente. Su actitud algo arrogante y la forma en que alzaba la cabeza sugerían que yo era para él como el ratón para la pantera, que tenía el poder de quitarme la vida en un instante.

Los pulmones me dolían de tanto contener el aliento.

El deseo de huir se había vuelto casi irresistible, pero me quedé inmóvil, por si el bodach no me hubiera visto y un mínimo movimiento de la puerta de vaivén pudiera hacer que me descubriera y atacara.

La tensa expectativa hizo que los segundos pareciesen minutos hasta que, para mi sorpresa, la figura volvió a encorvarse y salió como los otros bodachs. Con la fluidez de una cinta de seda negra, se deslizó por el resquicio que quedaba entre la ventana y su marco y salió a la luz del sol.

Suspiré y luego aspiré aire fresco mientras observaba cómo un lote más de sombras pasaba por el arco que separaba la sala de estar del pasillo.

Cuando el último de los repugnantes espíritus salió al calor del Mojave, regresé a la sala de estar. Con cautela.

Al menos cien bodachs habían pasado por esa habitación. Lo más probable es que mi cálculo se quedara corto y fueran unos ciento cincuenta.

A pesar de tanto trasiego, ni una página de las revistas o de las novelas románticas se había movido. Su paso no había dejado huella alguna en la alfombra.

Por una de las ventanas delanteras, escruté furtivamente el césped calcinado y la calle requemada. Aparentemente al menos, ni uno de los integrantes de la manada que acababa de pasar se había quedado en el vecindario. El incomprensible frío había desaparecido con ellos. El calor del desierto penetraba por los delgados muros, haciendo que todas las superficies de la sala de estar parecieran tan radiantes como la resistencia de una estufa eléctrica.

El paso del tumulto de sombras no había dejado ni una mancha en las paredes. Tampoco quedaban huellas del olor a cable quemado y demás cosas.

Por tercera vez, me acerqué a aquella puerta.

La habitación negra ya no estaba allí.