Capítulo 11

Mi mayor preocupación, aparte de la posibilidad de explotar y de la de llegar tarde a mi cena con Stormy, era que pudiese quedar atrapado en un bucle temporal, condenado a seguirme a mí mismo por la casa del hombre hongo, cruzando el umbral de la habitación negra una y otra vez, por toda la eternidad.

No sé si es posible que existan bucles temporales. Tal vez el físico medio se ría de mi preocupación y me acuse de ignorante. Pero como aquella crisis me afectaba a mí, me sentía en libertad de especular sin ataduras.

Quédate tranquilo: no se produjo ningún bucle temporal. Lo que queda de historia no consistirá en infinitas repeticiones de los eventos recién descritos, aunque tendría motivos para desear que así hubiera ocurrido.

Ya era mi segunda visita a la habitación negra, de modo que, más confiado, avancé con mayor decisión, aunque embargado por la misma desconcertante euforia que antes, hacia el destello rojo del centro de la estancia. La luz de la misteriosa lámpara parecía más visible e inquietante que en la ocasión anterior, aunque seguía sin iluminar el recinto.

En dos ocasiones me di la vuelta para mirar la puerta que daba al pasillo, y nunca me vi. Pero sí experimenté otra vez la súbita vuelta giroscópica, y volví a ser expulsado de las tinieblas, apareciendo esta vez… en la calurosa tarde de julio. Estaba bajo el tejadillo, salí y quede expuesto a un sol que se me clavaba en los ojos como un haz de agujas de oro.

Me detuve, entorné los ojos para protegerme del resplandor y retrocedí, deseoso de refugiarme en la sombra.

El profundo silencio que reinaba en la casa no se extendía más allá de sus muros. A lo lejos, un perro ladraba sin entusiasmo. Un viejo Pontiac, de motor ruidoso y chillona correa de ventilador, circulaba por la calle.

Estaba seguro de no haber pasado más de un minuto en la habitación negra. Volví a consultar mi reloj de pulsera. Al parecer, no lo había sido expulsado de la casa, sino que también había avanzado cinco o seis minutos en el futuro.

En el abrasado jardín y entre los resecos hierbajos que bordeaban la valla de alambre que separaba la casa de la propiedad de sus vecinos, las cigarras cantaban sin cesar. Era un infierno de chirridos. Se diría que aquella reseca porción del mundo sufría una miríada de cortocircuitos.

Muchas preguntas acudieron a mi mente. Ninguna tenía que ver con las ventajas de dedicarse a los neumáticos, ni con la estrategia financiera necesaria para que un cocinero de comida rápida de veinte años prepare su jubilación al llegar a los sesenta y cinco.

Me pregunté si un hombre que vive tras una perpetua sonrisa bobalicona, que es incapaz de mantener su propia casa en orden, que tiene el suficiente conflicto interior como para dividir sus lecturas entre revistas para hombres y novelas románticas, podría ser un super-genio anónimo que, con elementos electrónicos adquiridos en cualquier tienda, hubiera transformado en máquina del tiempo una habitación de su humilde morada. Años de experiencias fuera de lo común casi me han quitado hasta la última gota de escepticismo. Pero la hipótesis del super-genio no me satisfacía.

Me pregunté si el hombre hongo sería un ser humano o algún tipo de entidad hasta entonces desconocida.

Me pregunté cuánto tiempo llevaría viviendo allí, quién fingía ser y, sobre todo, cuáles serían sus intenciones.

Me pregunté si la habitación oscura no sería algo aún más extraño que una máquina del tiempo. Tal vez los fenómenos temporales que allí se producían fueran simples efectos secundarios de su función principal.

Me pregunté, en fin, cuánto tiempo más me quedaría bajo el tejadillo vencido en vez de hacer algo.

La puerta que daba a la cocina, por donde yo había entrado al principio a la casa, se había trabado de forma automática a mis espaldas cuando la cerré. Una vez más, la abrí con mi carné de conducir plastificado, satisfecho por el hecho de que al fin el Estado me diera algo a cambio del impuesto de la renta que pago habitualmente. En la cocina, la oscura piel de plátano seguía marchitándose sobre la encimera. Ninguna sirvienta había viajado en el tiempo para lavar los platos sucios del fregadero.

Las revistas de pornografía blanda y las novelas románticas seguían esparcidas por la sala de estar, pero en cuanto crucé el arco que daba al pasillo me detuve de golpe, sorprendido por un descubrimiento.

Podía oír con normalidad. Mis pisadas hacían crujir el linóleo de la cocina y los goznes sin engrasar de la puerta de vaivén que daba a la sala de estar habían chirriado. El vórtice de silencio ya no absorbía todos los sonidos de la casa.

El aire, antes glacial, ahora sólo era fresco. Y se calentaba por momentos.

El curioso mal olor que recordaba, sin serlo, al de cables que se queman mezclado con algo que parecía, aunque no lo era, amoniaco con hollín y nuez moscada, se había hecho mucho más intenso, aunque seguía siendo difícil de identificar.

El mero instinto, más que algún sexto sentido, me dijo que no fuese a la habitación negra. De hecho, sentí una urgente necesidad de alejarme del pasillo.

Regresé a la cocina y me oculté tras la puerta de vaivén, dejando una abertura de unos cinco centímetros, para ver de quién huía, si es que estaba huyendo de alguien.

Segundos después de esconderme, una turba de bodachs procedente del pasillo entró en la sala de estar.