En mis veinte años de vida he estado en muchos lugares tenebrosos, algunos por falta de luz, otros, de esperanzas. No recuerdo ninguno tan oscuro como aquella extraña habitación en la casa del hombre hongo.
La estancia no parecía tener ventanas. Si las tenía, estaban tapiadas y selladas para evitar que importunase siquiera un solo rayo de sol. No había lámparas. En tan honda sombra, la leve luminiscencia de los números de un reloj digital habría relucido como un faro.
Desde el umbral, escudriñé una negrura tan absoluta que me provocó la sensación de no estar mirando una habitación, sino un espacio muerto en alguna lejana región del universo donde las antiguas estrellas ya no fueran más que cenizas extinguidas. Un frío que llegaba a los huesos, más intenso que en cualquier otro lugar de la casa, y acompañado de un silencio opresivo, también parecía indicar que se trataba de un desolado lugar de paso en el vacío interestelar.
Lo más raro era que la luz del pasillo no penetraba ni una fracción de centímetro en el espacio que se extendía más allá de la puerta. El límite entre la luz y su total ausencia era tan nítido como si se tratara de una línea pintada en el borde interno del umbral, que subiera por las jambas hasta el dintel. La sombra perfecta no sólo se resistía a la intromisión de la luz, sino que la repelía con total éxito.
Parecía tratarse de un muro de la más negra de las obsidianas; pero de una obsidiana sin lustre, que no centellea.
No soy un intrépido. Si me arrojas a una jaula con un tigre hambriento y llego a escapar, requeriré, como cualquier otro, un baño y unos pantalones limpios.
Sin embargo, la singularidad de mi camino en la vida me ha llevado a temer a las amenazas conocidas, pero no, por lo general, a lo desconocido. La mayor parte de las personas teme a ambas cosas.
El fuego me da miedo, sí, también los terremotos y las víboras. Lo que más me asusta son las personas, pues sé demasiado bien de cuánta crueldad es capaz el ser humano.
Pero para mí, los misterios más desalentadores de la existencia —la muerte y lo que viene después— no son temibles, porque apechugo a diario con los difuntos. Por otro lado, confío en que el lugar al que iré a parar no es la mera nada.
En las películas de terror, ¿no ruegas en tu interior a los personajes que abandonen de una vez la casa encantada, que sean inteligentes y se marchen cuanto antes? Hurgan en habitaciones donde se cometieron sangrientos asesinatos, en desvanes llenos de telarañas y sombras, en sótanos atestados de cucarachas y espíritus malignos, y cuando finalmente son rajados-apuñalados-destripados-decapitados-quemados con suficiente espectacularidad como para satisfacer al más psicótico de los directores de Hollywood, suspiramos y nos estremecemos para luego pensar: «idiota», pues tanta estupidez los ha hecho merecedores de su destino.
No soy estúpido, pero sí de los que no abandonan la casa embrujada. El don especial de visión paranormal con que nací me impulsa a explorar. Resistirme a las exigencias de mi talento me es tan imposible como lo sería para un genio de la música rechazar la atracción magnética de un piano. El peligro de muerte me importa tan poco como a un piloto de caza deseoso de combatir en los cielos desgarrados por la guerra.
Por eso, entre otras cosas, Stormy se pregunta a veces si mi don no será más bien una maldición.
Al borde de aquella oscuridad invencible, alcé la mano derecha como si estuviese a punto de prestar juramento y puse la palma sobre la aparente barrera que tenía enfrente. Aunque la oscuridad rechazaba la luz, no ofreció resistencia alguna a mi presión. Mi mano desapareció en la negrura.
Con lo de «desaparecer» me refiero a que no pude discernir ni el más leve indicio de mis dedos tras el muro de negrura. Mi muñeca terminaba de forma tan abrupta como la de un amputado.
Debo admitir que mi corazón se aceleró, aunque no sentí dolor, y que suspiré con alivio, aunque sin sonido, cuando, al retirar la mano, vi que mis dedos estaban intactos. Sentí como si hubiera sobrevivido a un truco de ilusionismo de esos autoproclamados chicos malos de la magia, Penn y Teller.
Pero cuando crucé el umbral, sujetándome con fuerza a la jamba con una mano, no me adentré en una ilusión, sino en un lugar real que parecía más irreal que cualquier sueño. La oscuridad mantuvo su sobrenatural pureza; el frío no cedió, y el silencio se cerró de la forma implacable en que se coagula la sangre en los oídos de un muerto por un balazo en la cabeza.
Aunque desde el otro lado del vano no se distinguía nada del interior de la habitación, desde dentro podía mirar hacia fuera y ver el pasillo iluminado, sin nada que me lo impidiera. Esa vista no arrojaba luz alguna a la oscura estancia; era simplemente como un cuadro que representara un paisaje soleado.
Casi deseaba que el hombre hongo hubiese regresado y que estuviera contemplando la única parte de mi persona visible desde fuera: mis dedos, desesperadamente aferrados a la jamba. Por fortuna, aún estaba solo.
Al descubrir que podía ver la salida que daba al pasillo y, por lo tanto, marcharme, solté la jamba. Me metí entero en la oscura cámara y, volviéndole la espalda a la puerta, quedé tan ciego como sordo estaba.
Sin oír ni ver, no tardé en desorientarme. Tanteé en busca de un interruptor, lo encontré y lo accioné una y otra vez, pero en vano.
Percibí una lucecita roja que, con seguridad, no estaba allí un momento antes. Parecía el ojo furioso e inyectado en sangre de un homicida, aunque no era un ojo.
Mi sentido de la realidad espacial y mi capacidad de calcular distancias con precisión me abandonaron, pues aquel minúsculo destello parecía estar a muchos kilómetros de mí, como si fuese una luz en el mástil de un barco que navegara a lo lejos, sobre un mar nocturno. Pero estaba claro que una casa tan pequeña no podía albergar una vastedad como la que yo imaginaba tener frente a mí.
Al dejar de porfiar con el interruptor, sentí una inquietante euforia, como la que invade a un desdichado borracho cuando los vapores del alcohol lo inflaman. Mientras me acercaba con decisión a la luz roja, mis pies parecían no tocar del todo el suelo.
Deseé haberme tomado una cucharada más de helado de coco a la cereza con trozos de chocolate, mientras daba seis, diez, veinte pasos. El destello no sólo no aumentaba de tamaño, sino que parecía retroceder exactamente con la misma velocidad a la que yo me aproximaba. Siempre mantenía la misma lejanía.
Me detuve, me volví y le eché un vistazo a la puerta. Aunque no me había acercado a la luz, llevaba recorridos, al parecer, unos doce metros.
Aún más interesante que la distancia cubierta era la silueta que se recortaba en el vano. No era la del hombre hongo. Iluminado desde atrás por la luz del pasillo estaba… yo.
A pesar de que los misterios del universo no me asustan demasiado, no he perdido mi capacidad para el asombro, la sorpresa, el temor reverencial. En aquel momento, esos tres sentimientos tocaron arpegios en el teclado de mi mente.
Aunque estaba convencido de que no se trataba de un reflejo y de que quien estaba ante mí era, de hecho, otro yo, puse a prueba mi certeza saludando con la mano. El otro Raro Thomas no devolvió el saludo como lo hubiera hecho un reflejo.
Puesto que yo estaba sumergido en la terrible ciénaga de oscuridad, no podía verme, de modo que traté de gritar para llamar su atención. Sentí que las cuerdas vocales vibraban en mi garganta, pero si emitieron un sonido, me fue imposible oírlo. Lo más probable es que también él fuese sordo a mi grito.
Con el mismo aire prudente que había adoptado yo, este segundo Raro Thomas tanteó la palpable oscuridad con mano inquisitiva, maravillándose, como yo un rato antes, ante la ilusoria amputación que le produjo.
Su tímida intrusión pareció perturbar algún delicado equilibrio. De pronto, la habitación negra se desplazó como un giroscopio sobre su pivote, mientras la luz roja se mantenía fija en el centro. Sacudido por fuerzas que no podía controlar, como le ocurre a un surfista al que una ola monstruosa arranca de su tabla, fui mágicamente expulsado de esa extraña cámara y acabé… en la sórdida sala de estar.
No me encontré tumbado y hecho un ovillo, como tal vez sería de esperar, sino de pie, aproximadamente en el mismo lugar que había ocupado hacía un rato. Cogí unas de las novelas románticas de tapa blanda. Como antes, las páginas no hicieron ruido alguno al pasarlas, y de nuevo sólo podía oír sonidos de origen interno, como el latir de mi corazón.
Le eché una mirada a mi reloj de pulsera y me quedé estupefacto al comprobar que era más temprano que hacía un rato. No sólo había sido transportado desde la habitación negra a la sala de estar como por arte de magia, sino que había retrocedido unos minutos en el tiempo.
Dado que hacía un momento me había visto a mí mismo, atisbando hacia la oscuridad desde la puerta del pasillo, podía suponer que, gracias a alguna anomalía en las leyes de la física, ahora existían simultáneamente dos Raros en aquella casa. Estábamos el yo que tenía una novela de Nora Roberts entre las manos y el yo metido en la habitación negra.
Ya te advertí al comienzo que mi vida no es como la de los demás.
La amplia experiencia en el campo de los fenómenos poco habituales ha producido en mí una flexibilidad mental y una predisposición imaginativa que algunos podrían llamar locura. Esa flexibilidad me ayudó a enfrentarme a aquellos acontecimientos y aceptar la realidad del viaje en el tiempo más fácilmente de lo que lo hubieras hecho tú. Eso no habla mal de ti, pues tú habrías tenido la prudencia de salir por patas de la casa.
No huí. Tampoco regresé, siguiendo mis propios pasos, al dormitorio del hombre hongo, con sus calzoncillos y calcetines esparcidos de mala manera y su bollo a medio comer en la mesilla. Tampoco volví a su cuarto de baño.
Lo que hice fue dejar la novela romántica y quedarme muy quieto, pensando detenidamente sobre las posibles consecuencias de encontrarme al otro Raro Thomas, procurando discernir cuál sería el comportamiento más seguro y racional.
De acuerdo, miento. Sí, podía preocuparme por las consecuencias, pero ni mi experiencia con este tipo de fenómenos ni mi inteligencia me alcanzaban para imaginarlas todas, y menos aún para decidir cuál sería la mejor manera de salir de tan inquietante situación.
Tengo más habilidad para crearme problemas que para salir de ellos.
Desde la sala de estar, atisbé con cautela hacia el pasillo y vi a mi otro yo, de pie ante la puerta de la habitación negra. Debía de tratarse del yo anterior que aún no había cruzado ese umbral.
De no haber sido porque en ese momento todos los sonidos de la casa habían enmudecido, habría podido hablarle al otro Raro Thomas. No sé si habría sido buena idea, y me alegro de que las circunstancias impidieran que le dirigiese la palabra.
Si hubiera podido hablarle, no sé bien qué le habría dicho. ¿Hola? ¿Cómo te va?
Tal vez si fuera hacia él y le diera un abrazo narcisista, la paradoja de los dos Raros Thomas se resolvería de inmediato. Quizá uno de nosotros desaparecería. O puede que ambos explotáramos. Sesudos físicos nos enseñan que bajo ninguna circunstancia es posible que dos objetos ocupen un mismo lugar. Nos advierten de que cualquier esfuerzo por poner dos objetos en idéntico espacio al mismo tiempo tendría consecuencias catastróficas.
Si lo piensas bien, buena parte de los fundamentos de la física consisten en afirmar con solemnidad lo que es absurdamente obvio. Cualquier borracho que haya tratado de aparcar su coche en el hueco que ocupa una farola de la calle es un físico autodidacta.
Así que, dando por sentado que dos Raros no podían coexistir sin que se produjese alguna calamidad, y temiendo la poco agradable perspectiva de estallar, me quedé observando hasta que mi otro yo cruzó el umbral y entró en la habitación negra.
Sin duda, supones que, cuando dejé de verlo, la paradoja temporal quedó resuelta y la posibilidad de crisis apocalíptica que describen los científicos se desvaneció. Pero tu optimismo se basa en que estás tan feliz en tu mundo de cinco sentidos corrientes. No te ves obligado, como yo, a ponerte en acción bajo los impulsos de un talento paranormal que no entiendes ni puedes controlar del todo.
Me alegro por ti.
En cuanto aquel Raro Thomas cruzó el umbral de la habitación sin luz, me dirigí a la puerta que dejó abierta a sus espaldas. Lógicamente, en medio de los misterios y tinieblas de la habitación negra no podía verlo, pero supuse que en cuanto volviese a salir, no tardaría en girarse y verme él a mí. Al fin y al cabo, yo ya tenía esa experiencia, sucedida minutos antes, o después, ya no sé bien.
Cuando calculé que ya habría visto la mortecina luz roja y, tras avanzar unos seis metros en su dirección, se habría detenido, se habría dado la vuelta y me habría visto, miré el reloj para establecer el comienzo del episodio. Después, palpé la negrura con la mano izquierda, sólo para cerciorarme de que esa extraña dimensión seguía igual que antes, y volví a cruzar el umbral.