Camp’s End no es una población independiente, sino un barrio de Pico Mundo que sirve de recordatorio viviente de los malos tiempos, incluso cuando el resto de nuestra comunidad experimenta un auge económico. Hay más césped muerto que verde y, en algunos jardines, lo han sustituido por grava. La mayor parte de las casas necesita, como mínimo, un estucado, una mano de pintura y la firma de una tregua con las termitas.
A finales del siglo XIX se construyeron allí unas chozas, cuando aventureros con más sueños que sentido común llegaron a la región atraídos por la plata y los rumores sobre la plata. Encontraron principalmente ricas vetas de lo segundo.
Con el tiempo, estos aspirantes a mineros entraron en la leyenda y dejaron de ser individuos de carne y hueso, y las desgastadas chozas fueron reemplazadas por cabañas, bungalows con techo de pizarra y casitas con tejas.
Pero en Camp’s End la renovación se convirtió en ruina más rápido que en otros lugares. Generación tras generación, el vecindario conservó su personalidad esencial, un aire no tanto de derrota como de fatigada paciencia: las paredes que ceden, la pintura que se cae, la herrumbre, el espíritu sombrío y descolorido, pero no del todo desesperado. Una especie de representación del purgatorio.
La mala suerte parecía brotar de la tierra misma, como si los aposentos del demonio estuvieran justo debajo de aquellas calles, como si el dormitorio infernal se encontrara tan cerca de la superficie que su fétido aliento pudiera salir de la tierra a la superficie con cada ronquido.
El destino del hombre hongo era una casita de paredes estucadas, de color amarillo pálido, con una puerta delantera de tono azul desvaído. El tejadillo destinado a cobijar los coches tenía una inclinación tan marcada que daba la impresión de que la simple luz del sol lo haría derrumbarse.
Aparqué al otro lado de la calle, frente a un terreno baldío lleno de resecos estramonios y zarzas intrincadamente entretejidas. Era un solar de pesadilla. Las zarzas, sin nada que atacar, habían atrapado unos paquetes de papel, botes de cerveza vacíos y lo que parecían ser unos harapientos calzoncillos.
Bajé las ventanillas, apagué el motor y contemplé al hombre hongo, que transportaba el helado y los demás paquetes al interior de la casa. Entró por una puerta lateral ubicada a la sombra del tejadillo.
Las tardes de estío en Pico Mundo son largas y agobiantes. Hay poca esperanza de que sople una brisa, ninguna de que llueva. Mi reloj de pulsera y el del salpicadero coincidían en que eran las cinco menos diez de la tarde. Quedaban, pues, horas de ardiente sol por delante.
El pronóstico meteorológico de la mañana había anunciado una temperatura máxima de cuarenta y tres grados, lo cual no es excepcional, en modo alguno, para el Mojave. Sospeché que el pronóstico se había quedado corto.
Cuando parientes y amigos de lugares con climas más frescos se espantan al oír hablar desemejantes temperaturas, los nativos de Pico Mundo, presentando nuestra meteorología con retórica digna de un vendedor de crecepelo, afirman que la humedad es sólo del quince o el veinte por ciento. Insisten en que nuestros días de verano se parecen más a una vigorizante sauna que a un sofocante baño de vapor.
Ni siquiera a la sombra de un viejo e inmenso laurel de Indias, cuyas raíces sin duda llegaban tan hondo como para alimentarse en la laguna Estigia, podía convencerme de que estaba disfrutando de un sauna. Me sentía como un niño perdido que, al entrar a la casita de dulces de una bruja de la Selva Negra, se encontrara metido en su horno, con el botón puesto en la función «fuego lento».
De tarde en tarde pasaba un coche, pero nadie se atrevía a salir a pie.
No se veían niños jugando. No parecía que ninguno de los propietarios estuviese dispuesto a trabajar en los marchitos jardines.
Pasó un perro con la cabeza gacha y la lengua colgando, como si rastreara, empecinado, el espejismo de un gato.
Podía haber puesto en marcha el Mustang y encendido el aire acondicionado, pero no quería recalentar el motor ni gastar el combustible de Terri. Además, como sabe cualquiera que viva en el desierto, eso de alternar calor y frío tal vez sea bueno para templar algunos metales, pero ablanda la mente humana.
El hombre hongo apareció al cabo de cuarenta minutos. Le echó la llave a la puerta lateral, lo que me hizo pensar que no quedaba nadie en la casa, y se sentó al volante de su coche rebozado de polvo.
Me deslicé hacia abajo en el asiento, para que no me pudiera ver por la ventanilla, y escuché cómo marchaba el todoterreno, que dejó una estela sonora que poco a poco se fue extinguiendo.
Crucé y me dirigí a la casa pintada de amarillo pálido, sin preocuparme demasiado por la posibilidad de que alguien me vigilara desde las ventanas que el sol plateaba. Vivir en Camp’s End conducía más al aislamiento que al espíritu curioso necesario para formar patrullas de vigilancia vecinal.
En vez de ir a la puerta principal de color azul y hacerme aún más visible, busqué la sombra del tejadillo y golpee la puerta lateral que había empleado el hombre hongo. Nadie respondió.
Si hubiese tenido una cerradura de dos vueltas, me habría visto obligado a forzar una ventana. Pero al no tenerla, confié en que, como a tantos otros jóvenes estadounidenses, las series televisivas de policías me hubieran enseñado a entrar en la casa con facilidad.
Para que mi vida sea más fácil, no tengo cuenta bancaria y sólo utilizo dinero en efectivo; es decir, que no manejo tarjetas de crédito. Pero el Estado de California ha tenido la bondad de suministrarme un carné de conducir plastificado lo suficientemente rígido como para abrir una cerradura de una sola vuelta.
Tal y como temía, la cocina no era un monumento a la decoración de estilo Martha Stewart, ni un altar consagrado a honrar la limpieza. Tampoco puede decirse que fuera una pocilga; sólo la invadía un desorden general, punteado aquí y allá con montoncillos de migas para los bichos que las quisieran.
Un leve olor desagradable flotaba en el aire fresco. No pude identificar su origen y pensé, al principio, que debía de tratarse del hedor particular del hombre hongo, pues parecía un buen candidato a emanar miasmas extrañas y dañinas, y tal vez también esporas letales.
No sé qué buscaba yo allí, pero tenía la certeza de que podría reconocerlo cuando lo viera. Algo de aquel hombre atraía a los bodachs, y yo había seguido sus pasos con la esperanza de encontrar algún indicio sobre el motivo de tal interés.
Después de reconocer la cocina, tratando en vano de encontrar significado a una taza medio llena de café frío, una putrefacta piel de plátano olvidada en la encimera y los platos sin lavar que se apilaban en el fregadero, me di cuenta de que el aire no sólo estaba fresco, sino inexplicablemente frío. Se me había secado casi todo el sudor de las partes descubiertas de mi piel. Y parecía haberse convertido en hielo en la nuca.
El penetrante frío era inexplicable, porque en el Mojave, donde ciertamente el aire acondicionado es esencial, es raro que una casa tan vieja y humilde como aquélla tenga una potente instalación central. Es más normal poseer modestos aparatos de los que se ponen en cada ventana, y que enfrían mucho menos, que hacer frente a la costosa reforma que implica el aire acondicionado central.
No había sistema de refrigeración en la cocina.
A menudo, los habitantes de casas como ésa sólo mantienen el calor a raya por la noche, en sus dormitorios. De no ser así, dormir les resultaría difícil. Sin embargo, incluso en una casa tan pequeña, el aire acondicionado del dormitorio no alcanzaría para enfriar toda la estructura. Y nunca podría convertir la cocina en una nevera.
Por otra parte, la parte que va encajada en la ventana es ruidosa: el zumbido del compresor, el traqueteo del ventilador. Nada de eso se oía.
Me quedé escuchando, con la cabeza ladeada, mientras la casa aguardaba en silencio. De pronto, caí en la cuenta de que tanta quietud no era normal.
Mi calzado debía de haberle arrancado algún sonido al linóleo cuarteado, a los tablones aflojados por el tiempo, el calor y la aridez que deteriora los materiales. Pero me movía tan silenciosamente como un gato sobre un lecho de almohadas.
Retrospectivamente, me di cuenta de que los cajones y las puertas de los armarios se habían abierto con el más suave de los suspiros, como si sus goznes y carriles no sufriesen rozamiento alguno.
Cuando me acerqué a la puerta que separaba la cocina de la siguiente habitación, el aire frío pareció espesarse, amortiguando aún más la propagación del sonido.
La sala de estar, con sus escasos muebles, resultó ser tan sórdida y desordenada como la cocina. El suelo, el sofá, la mesa de café, estaban cubiertos de revistas y viejos y manoseados libros de tapa blanda, comprados, sin duda, en librerías de segunda mano.
Las revistas eran previsibles. Fotos de mujeres desnudas adornaban con artículos sobre deportes de riesgo, coches lujosos y patéticas técnicas de seducción, todo ello rodeado de anuncios de hierbas que aumentan la virilidad y de dispositivos que garantizan que aumentarán el tamaño de la parte corporal favorita de la mayor parte de los hombres; y no me refiero al cerebro.
La parte de mi cuerpo que prefiero es el corazón, porque es lo único que le puedo dar a Stormy Llewellyn. Además, cuando despierto cada mañana, su latido es la mejor evidencia de que durante la noche no me he sumado a la comunidad de los muertos que insisten en quedarse aquí.
Los libros me sorprendieron. Eran novelas románticas. A juzgar por las ilustraciones de sus portadas, pertenecían a la variedad casta, en la que los senos rara vez palpitan y no es habitual que alguien desgarre unas enaguas con frenesí. Eran narraciones que se ocupaban más de amor que de sexo, y contrastaban extrañamente con las revistas llenas de mujeres que se acariciaban los pechos, abrían las piernas y se lamían los labios con expresión lasciva.
Cuando elegí un libro y lo hojeé, sus páginas no emitieron sonido alguno.
Me pareció que había llegado a un punto en que sólo percibía los sonidos que tuviesen un origen interno: el latir de mi corazón, el torrente de la sangre en mis oídos, la respiración.
Debí marcharme en ese momento. El incomprensible efecto de sordina de la malévola atmósfera de la casa debería haberme alertado.
Como lo que caracteriza mis días son, además del aroma de la carne al asarse y el sisear de la grasa en la plancha, las experiencias extrañas, no me alarmo con facilidad. Además, admito que tengo una tendencia, a veces lamentable, a ceder siempre a la curiosidad.
Mientras pasaba las silenciosas páginas de la novela romántica, pensé que tal vez el hombre hongo no viviera solo allí. Quizá los libros fueran el material de lectura de su compañera.
Pero lo que vi en el dormitorio no respaldó tal posibilidad. En el armario sólo había ropa de hombre. La cama desecha, la ropa interior y los calcetines del día anterior, tirados por ahí, y un bollo a medio comer sobre un plato de papel dejado en la mesilla testimoniaban que allí faltaba la influencia civilizadora de la mujer.
Había un aparato de aire acondicionado en la ventana, pero no funcionaba. No brotaba frío de su rejilla. Y, por supuesto, estaba en silencio.
El leve hedor que había detectado por primera vez en la cocina era más fuerte allí. Recordaba al olor característico de un cable que ha sufrido un cortocircuito, aunque tampoco era exactamente eso. Tenía un matiz de amoniaco, otro de hollín, y también un toque de nuez moscada; pero no era ninguna de esas cosas.
El corto pasillo que llevaba al dormitorio daba también a un cuarto de baño. El espejo estaba sucio. El tubo de pasta de dientes no había sido tapado. Un pequeño cubo de basura, quizá una papelera, rebosaba de pañuelos de papel usados y diversas inmundicias.
Al otro lado, frente al dormitorio, se abría una puerta más. Supuse que llevaría a un trastero o a un segundo dormitorio.
Frente a ese umbral, el aire era tan frío que hizo visible mi aliento, ahora una pálida nubecilla.
Bajo mi mano giró el pomo de la puerta, frío como el hielo. Al otro lado, un vórtice de silencio terminó de absorber hasta el último sonido de mis oídos, y dejé de oír incluso los latidos de mi corazón.
La habitación negra aguardaba.