Capítulo 6

Sus ojos no son dorados ni de un azul celestial, pero Terri Stambaugh tiene la visión de los ángeles, pues aunque su mirada te atraviesa y descubre la verdad de tu corazón, te ama. No importa que vislumbre claramente todas tus faltas, todos tus pecados.

Tiene cuarenta y un años, de modo que podría ser mi madre. Sin embargo, no es lo suficientemente excéntrica como para serlo. Le falta mucho para eso.

Terri heredó el Grille de sus padres, y lo lleva adelante según las exigentes normas que ellos establecieron. Es una jefa justa y trabaja mucho.

El único elemento chocante de su personalidad es su obsesión por Elvis y todo lo relacionado con él.

Como sé que le gusta que pongan a prueba sus conocimientos enciclopédicos, lo hice otra vez.

—Mil novecientos sesenta y tres.

—Muy bien.

—Mayo.

—¿Qué día?

Escogí uno al azar.

—El veintinueve.

—Cayó en miércoles —dijo Terri.

El aluvión de gente de la hora del almuerzo ya había pasado. Mi jornada de trabajo terminó a las dos de la tarde. Estábamos en una mesa del fondo del Grille, a la espera de que Viola Pealiody, una camarera del segundo turno, nos trajera el almuerzo.

Poke Barnett me había relevado al frente de la cocina. Poke tiene treinta y tantos años más que yo, es esbelto y vigoroso, su rostro está curtido por el Mojave y tiene ojos de pistolero. Es silencioso como un dragón que toma el sol sobre las rocas, y autosuficiente como un cactus.

Si, en una encarnación anterior, Poke había vivido en el Viejo Oeste, lo más probable es que hubiera sido un sheriff que desenfundaba con la rapidez del rayo, o tal vez incluso un integrante de la banda de los Dalton. Desde luego, no habría sido el cocinero de una caravana. Sea cual sea su experiencia en vidas pasadas, es único con la parrilla y la plancha.

—El miércoles 29 de mayo de 1963 —dijo Terri— Priscilla se graduó en la escuela secundaria Inmaculada Concepción, en Memphis.

—¿Priscilla Presley?

—Por entonces se llamaba Priscilla Beaulieu. Durante la ceremonia de graduación, Elvis esperó en un coche aparcado frente a la escuela.

—¿No le invitaron?

—Claro que sí. Pero si hubiese entrado al auditorio, se habría producido un grave tumulto.

—¿Cuándo se casaron?

—Demasiado fácil. El 1 de mayo de 1967, poco antes del mediodía, en una suite del hotel Aladdin, en Las Vegas.

Terri tenía quince años cuando Elvis murió. Por aquel entonces no era un hombre como para enamorarse de él. Se había convertido en una hinchada caricatura de sí mismo, vestido con trajes repletos de bordados y pedrería falsa, más apropiados para Liberace que para el duro cantante de blues que había alcanzado la cima de las listas de éxito por primera vez en 1956 con Heartbreak Hotel.

Terri aún no había nacido en 1956. Su fascinación por Presley sólo comenzó dieciséis años después de la muerte de éste.

Los orígenes de tal obsesión le resultan parcialmente misteriosos. Una de las razones por las cuales Elvis importa, decía, es porque, en su mejor momento, la música popular era inocente desde el punto de vista político, lo que la convertía en una celebración de la vida y a la vez la volvía relevante. Cuando murió, casi todas las canciones populares, por lo general sin intención consciente por parte de quienes las escribían y cantaban, se habían convertido en himnos que apoyaban los valores del fascismo, situación que no ha cambiado hasta el día de hoy.

Sospecho que, en parte, la obsesión de Terri por Elvis se origina en que, en un nivel inconsciente, ella percibe que él anda entre nosotros, aquí en Pico Mundo, por lo menos desde que yo era niño, verdad que le revelé hace sólo un año. Sospecho que es una médium latente, que percibe su presencia espiritual y que, en consecuencia, se siente poderosamente atraída por el estudio de su vida y su carrera.

No tengo ni idea de por qué el Rey del Rock and Roll no se fue al otro lado, sino que, después de tantos años, sigue paseándose por este mundo. Al fin y al cabo, Buddy Holly no se quedó dando vueltas por ahí; murió como es debido.

¿Y por qué Elvis se queda en Pico Mundo y no en Memphis o Las Vegas?

Según Terri, que sabe todo lo que hay que saber de los frenéticos cuarenta y dos años que duró la existencia de Elvis, él nunca visitó nuestra ciudad en vida. En toda la literatura referida a lo paranormal, no hay ningún otro ejemplo de una aparición tan dislocada desde el punto de vista geográfico.

Estábamos debatiendo, desde luego no por primera vez, acerca de este misterio cuando Viola Peabody nos sirvió nuestro tardío almuerzo. Viola es tan negra como Bertie Orbic redonda, y tan delgada como planos son los pies de Helen Arches.

—Raro, ¿me lees el futuro? —preguntó Viola mientras depositaba nuestros platos sobre la mesa.

Más de un habitante de Pico Mundo cree que soy un superdotado psíquico, tal vez un clarividente, un taumaturgo, un adivino, un curandero o alguna cosa por el estilo. Sólo unos pocos saben que veo a los muertos que no descansan en paz. Los demás han esculpido mi imagen con los distorsionados cinceles del rumor, y para cada uno de ellos soy una figura distinta.

—Ya te dije, Viola, que no soy quiromántico ni un frenólogo. Y las hojas de té sólo son basura para mí.

—Léeme el rostro, entonces —dijo—. Dime, ¿ves lo que soñé anoche?

Por lo general, Viola era una persona alegre, aunque su marido, Rafael, la había cambiado por una camarera de un pretencioso local de fritangas en Arroyo City, y desde entonces no se ocupaba de ver a sus dos niños ni de pagar su manutención. Sin embargo, en ese momento Viola tenía un aire solemne y preocupado que nunca le había visto.

—Si hay algo que no hago es leer caras —respondí.

La expresión de cada rostro humano es más enigmática que la de la Esfinge, desgastada por el tiempo y las arenas de Egipto.

—En mi sueño —continuó Viola— me vi a mí misma y mi rostro estaba… quebrado, muerto. Tenía un agujero en la frente.

—Tal vez fuese un sueño sobre las razones por las que te casaste con Rafael.

—No tiene gracia —me reprendió.

—Pensaba que tal vez me habían pegado un tiro —comentó Viola.

—Cariño —la consoló Terri—, ¿cuál fue la última vez que un sueño se te hizo realidad?

—Creo que nunca ha pasado —respondió Viola.

—Entonces, no te preocupes por éste.

—Por lo que recuerdo —aseguró la angustiada camarera—, nunca había visto mi propia cara en un sueño.

Ni siquiera en mis pesadillas, que a veces sí que se hacen realidad, he atisbado mi propia cara.

—Tenía un agujero en la frente —repitió—, y mi rostro estaba horrible, desencajado.

Una bala de alta potencia y calibre considerable, al perforar la frente, libera una tremenda energía que puede distorsionar la estructura de todo el cráneo, con el resultado de que las facciones quedan, a la vez, sutil y horriblemente deformadas.

—Mi ojo derecho —añadió Viola— estaba inyectado en sangre y parecía… hinchado, hasta el punto de casi salirse de su cuenca.

En nuestros sueños no somos, como los personajes de las películas, observadores imparciales. Por lo general, esas representaciones se contemplan estrictamente desde el punto de vista de quien sueña. En las pesadillas sólo podemos ver nuestros propios ojos de forma indirecta, tal vez porque tememos descubrir que allí es donde viven los peores monstruos que nos acosan.

Una expresión implorante distorsionó el rostro de Viola, habitualmente dulce como el chocolate con leche.

—Dime la verdad, Raro. ¿Ves a la muerte en mí?

No le dije que la muerte duerme como una semilla en cada uno de nosotros y que, con el tiempo, siempre germina.

Aunque no se me había revelado ni un solo detalle, sombrío o alegre, del futuro de Viola, el delicioso aroma de mi intacta hamburguesa con queso me indujo a mentir para poder almorzar de una vez.

—Tendrás una vida larga y feliz, y morirás de vieja, dormida.

—¿De veras?

Sonreí y asentí, sin sentirme avergonzado por engañarla. Para empezar, quizá mis palabras fueran ciertas. No me parece que darle esperanzas a la gente esté del todo mal. Además, yo no había pedido hacerle de oráculo.

Viola se marchó para atender a los clientes, con mejor ánimo del que mostraba al llegar.

Cogí mi hamburguesa con queso y seguí mi charla con Terri.

—23 de octubre de 1958.

—Elvis estaba en el ejército —dijo deteniéndose sólo para darle un mordisco a su sándwich de queso fundido—. Destinado en Alemania.

—Eso no es muy concreto.

—La noche del veintitrés fue a un concierto de Bill Haley en Francfort.

—Tal vez te lo estés inventando.

—Sabes que no es así. —Su crujiente bocadillo hizo un sonido peculiar cuando lo mordió—. Entre bastidores, le presentaron a Haley y a una estrella del rock sueco llamado Little Gerhard.

—¿Little Gerhard? Eso no puede ser verdad.

—Supongo que se habría inspirado en Little Richard. No estoy segura. Nunca oí cantar a Little Gerhard. ¿A Viola le pegarán un tiro en la cabeza?

—No lo sé. —El sabor de la carne de la hamburguesa con queso, jugosa y en su punto, había sido realzado con una oportuna pizca de sal. Poke hacía las cosas bien—. Como dijiste, los sueños, sueños son.

—Las cosas no han sido fáciles para ella. No necesita eso.

—¿Un tiro en la cabeza? ¿Quién lo necesita?

—¿Cuidarás de ella? —preguntó Terri.

—¿Y cómo habría de hacerlo?

—Saca tus antenas psíquicas.

—No tengo antenas psíquicas.

—Entonces pregúntale a alguno de tus amigos, los muertos. A veces saben cosas que aún no han ocurrido, ¿no?

—Por lo general, no se trata de amigos, sino de gente que conozco ocasionalmente. De todos modos, sólo ayudan cuando quieren.

—Si yo estuviera muerta, te ayudaría —me aseguró Terri.

—Eres dulce. Casi me haces desear que estés muerta. —Dejé la hamburguesa y me chupé las yemas de los dedos—. Si hay alguien en Pico Mundo que se puede poner a dispararle a la gente, es el hombre hongo.

—¿Quién es?

—Estuvo sentado en la barra hace un rato. Pidió suficiente comida como para dos o tres tíos con buen saque. Tragó como un cerdo cebado.

—Ésos son los clientes que me agradan. Pero no lo vi.

—Estabas en la cocina. Era pálido, blando, redondeado, como un ser que se hubiera criado en el sótano de Hannibal Lecter.

—¿Emitía malas vibraciones?

—Cuando el hombre hongo se marchó, llevaba un séquito de bodachs tras él.

Terri se puso rígida y paseó la mirada por el restaurante, recelosa.

—¿Queda alguno por aquí?

—No. Lo más siniestro que hay en el local en este momento es Bob el Rata.

El verdadero nombre del tacaño en cuestión era Spinker, pero tenía bien ganado el apodo con que lo llamábamos en secreto. Fuese cual fuese el total de lo que gastaba, siempre dejaba una propina de veinticinco centavos.

Bob el Rata se creía dos veces y media más generoso que John D. Rockefeller, el multimillonario petrolero. La leyenda afirma que, aún en los más elegantes restaurantes de Manhattan, Rockefeller siempre dejaba una propina de veinticinco centavos.

Claro que en la época de John D., en la que tuvo lugar la Gran depresión, con veinticinco centavos uno podía comprarse el periódico y un almuerzo en un restaurante barato. Hoy en día, con esa miseria sólo te puedes comprar el periódico, y no querrás leerle a no ser que seas un sádico, un masoquista o un solitario infeliz con tendencias suicidas, desesperado por encontrar a tu amor verdadero en los anuncios personales.

—Tal vez ese hombre hongo sólo estuviera de paso y se echo a la carretera en cuanto dejó limpio su plato —dijo Terri.

—Tengo el pálpito de que no ha ido lejos.

—¿Lo vigilarás?

—Si lo encuentro.

—¿Quieres que te deje mi coche? —preguntó.

—Tal vez un par de horas.

Voy y vengo del trabajo a pie. Para distancias mayores, tengo una bicicleta. En casos especiales, empleo el automóvil de Stormy Llewellyn o el de Terri.

Hay tantas cosas que están más allá de mi control: las incesantes exigencias de los muertos, los bodachs, los sueños proféticos. Es probable que me hubiera vuelto loco de siete maneras distintas, una por cada día de la semana, de no haber reducido mi vida a todos los aspectos que sí controlo. Éstas son mis estrategias defensivas: no tengo coche, ni seguro de vida, ni más ropa que la absolutamente necesaria —en su mayor parte camisetas y pantalones vaqueros—, no voy de vacaciones a lugares exóticos ni tengo grandes ambiciones.

Terri deslizó las llaves de su vehículo sobre la mesa para acercármelas.

—Gracias —dije.

—Lo único que te pido es que no dejes subir a ningún muerto, ¿de acuerdo?

—Los muertos no necesitan coches. Pueden aparecer cuando quieran, donde quieran. Caminan por el aire. Vuelan.

—Sólo digo que si me cuentas que hubo algún muerto sentado en mi coche, malgastaría un día lavando la tapicería. Me daría escalofríos.

—¿Y si se tratara de Elvis?

—Eso es otra cosa. —Terminó su bocadillo—. ¿Cómo estaba Rosalía esta mañana? —preguntó. Se refería a Rosalía Sánchez, mi casera.

—Visible —dije.

—Me alegro por ella.