Capítulo 5

Huevos. Reviéntalos y extiéndelos —dijo Helen Arches—. Cerdo sentado, patatas asadas, tejas cardíacas.

Prendió la nota en la pinza de los pedidos, cogió una nueva taza de café y se fue a servirlo a los clientes.

Desde que tenía dieciocho años, hace ya cuarenta y tres, Helen es una excelente camarera. Tras tanto buen trabajo, los tobillos se le han puesto rígidos y los pies planos, de modo que, al andar, sus zapatos golpean contra el suelo como chanclas.

Este singular golpeteo es uno de los ritmos fundamentales de la hermosa banda sonora del Pico Mundo Grille, junto al chisporroteo de lo que se cocina, el tintineo de la cubertería y el entrechocar de platos. La conversación de clientes y empleados proporciona la melodía.

Aquella mañana de martes estábamos muy atareados. El local estaba prácticamente lleno. Me gusta estar ocupado. La cocina es el escenario central del restaurante. Está a la vista de todos y atrae a los admiradores con tanta fuerza, tanto poder sugestivo, como el nombre de un actor en una cartelera de Broadway.

Ser cocinero de comida rápida en un turno poco ajetreado equivale a ser director de orquesta sin músicos ni público. Te quedas inmóvil, listo para la acción, con un delantal en lugar de un frac, blandiendo una espátula en lugar de una batuta, anhelando interpretar el arte de los pollos, no el de los compositores.

Sin duda, los huevos son un arte. Si a un hombre hambriento le dan a elegir entre Beethoven y un par de huevos fritos con mantequilla, siempre escogerá los huevos o, mejor, un pollo, y al comerlos su ánimo se elevará tanto o más que si le sirviesen un réquiem, una rapsodia o una sonata.

Cualquiera puede cascar un huevo y verter su contenido en la sartén, la plancha o una cazuela, pero son pocos los que logran tortillas tan sabrosas, huevos revueltos tan esponjosos o huevos fritos con la yema tan amarilla como los que preparo yo.

No es que hable por orgullo. Bueno, en realidad sí, pero se trata de orgullo por los propios logros, no de vanidad ni alarde vacíos.

No nací con el arte de un consumado freidor. No es congénito. Aprendí a base de estudio y práctica, bajo la tutela de Terri Stambaugh, propietaria de Pico Mundo Grille.

Mientras que otros no supieron ver mis posibilidades, Terri creyó en mi potencial y me dio una oportunidad. Lucho por devolverle el favor, haciendo hamburguesas con queso de calidad ejemplar y crepés tan ligeros que casi flotan sobre el plato.

No sólo es mi jefa, sino también mi mentora en lo culinario, mi segunda madre y mi amiga.

Además, es mi principal fuente de autoridad sobre Elvis Presley. Si mencionas cualquier fecha de la vida del Rey del Rock and Roll, Terri te dirá, sin dudar, dónde se encontraba y qué estaba haciendo ese día.

Yo, por mi parte, estoy más familiarizado con las actividades que desarrolló después de muerto.

Sin necesidad de leer la nota que Helen había puesto en la barandilla, amplié un plato de huevos, lo que significa que se le agrega un tercero a la habitual ración de dos. Después, los reventé, lo que quiere decir que iban revueltos.

Un «cerdo sentado» es jamón frito. Los cerdos se sientan sobre sus jamones. Se tumban sobre su abdomen, que es de donde sale el beicon, de modo que, si Helen hubiese dicho «un cerdo tumbado», yo debería haber preparado una loncha de beicon para acompañar los huevos.

«Tejas cardiacas» es una tostada con extra de mantequilla.

Patatas asadas son meras patatas asadas. No todo lo que decimos durante la jornada se expresa en la jerga propia de la comida rápida. De igual manera, no todos los cocineros ven muertos.

Durante aquel turno de martes en el Pico Mundo Grille sólo vi a los vivos. Siempre es fácil identificar a los muertos en un comedor, porque los muertos no comen.

Hacia el final de la ajetreada hora del desayuno, llegó el jefe Wyatt Porter. Se sentó solo en una mesa.

Como de costumbre, se tomó una pastilla de antiácido con un vaso de leche desnatada antes de pedir los huevos revueltos y las pautas fritas al estilo casero que he mencionado antes. Su rostro tenía un tono lechoso, gris, al tiempo que sudoroso y ceniciento.

El jefe me saludó con una sonrisa de circunstancias y una inclinación de cabeza. Yo le respondí alzando mi espátula.

Puede que algún día cambie lo de freír comidas por la venta de neumáticos, pero nunca se me ocurriría hacerme policía. Es un trabajo que corroe el estómago y que nadie te agradece.

Además, las armas de fuego me dan miedo.

La mitad de los reservados y todos los taburetes de la barra, excepto dos, estaban vacíos en el momento en que un bodach entró en el comedor.

Al parecer, los de esa especie no pueden atravesar las paredes como lo hacen los muertos como Penny Kallisto. En cambio, se cuelan por cualquier rendija, resquicio o cerradura.

Éste se filtró por el espacio, delgado como un hilo, que separaba la puerta de cristal de su marco metálico. Como una ondulante cinta de humo, igual de insustancial que el vapor pero no translúcido, sino intensamente negro, el bodach entró.

Este cliente no deseado iba de pie, en lugar de a cuatro patas, de forma fluida y sin rasgos discernibles, aunque sugería algo medio humano y medio canino; avanzó en silencio, encorvado, desde la entrada hasta la parte trasera del comedor, sin que nadie más que yo lo viera.

Parecía volver la cabeza hacia cada uno de nuestros parroquianos, mientras se deslizaba por el pasillo que separa los taburetes de la barra de las mesas, titubeando ante algún cliente, como si ciertas personas le interesaran más que otras. Aunque no tenía rasgos faciales distinguibles, parte de su silueta recordaba a una cabeza provista de algo parecido al hocico de un perro.

Por fin, la criatura regresó del fondo del comedor y se quedó en el lado de la barra destinado al público. Aunque no tenía ojos, era evidente que me veía trabajar frente a la plancha.

Fingiendo no darme cuenta de su presencia, me apliqué a la tarea en la parrilla más de lo que era necesario cuando la avalancha de la hora del desayuno casi había pasado. De cuando en cuando alzaba la cabeza, pero nunca para mirar al bodach, sino a los clientes, a Helen, que les servía con su característico claqueteo de chanclas, a nuestra otra camarera —la dulce Bertie Orbic, de nombre y figura redondos—, a las grandes ventanas por donde se veía la asfixiante calle, sobre la que las Jacarandas arrojaban sombras demasiado escasas como para refrescar y de la que ascendían desde el asfalto vapores de calor en forma de serpientes, encantados no por los sones de una flauta, sino por el silencioso ardor del sol.

Como ocurrió en esta ocasión, a veces los bodachs se interesan especialmente por mí. No sé por qué.

Creo que no se dan cuenta de que los percibo. Si supieran que puedo verlos, tal vez correría peligro.

Dado que los bodachs parecen no ser más sustanciales que una sombra, no sé de qué forma podrían hacerme daño. No tengo prisa por averiguarlo.

El espécimen en cuestión, aparentemente fascinado por los rituales propios de la preparación de comidas rápidas, sólo perdió su interés por mí cuando un cliente de peculiar aspecto entró en el restaurante.

En aquel verano del desierto, que había tostado a todos los residentes de Pico Mundo, el recién llegado llamaba la atención porque era pálido como el pan sin hornear. Sobre su cráneo brotaba un cabello corto, de agrio color amarillo, que recordaba el aspecto del moho.

Se sentó en la barra, no lejos de mi lugar de trabajo. Haciendo girar su taburete de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como lo haría un niño inquieto, se quedó mirando la parrilla, el cuenco para mezclar salsas y los grifos de bebidas gaseosas, con aire de ligero desconcierto y leve sorpresa.

El bodach se olvidó de mí y, tras situarse muy cerca del recién llegado, se concentró intencionadamente en él. Si la cabeza de esta negra entidad era de veras una cabeza, entonces la ladeó a la izquierda, luego a la derecha, como si el sonriente hombre le intrigase. Si la parte que parecía un morro de verdad lo era, entonces la sombra husmeó con ademán de lobo.

Desde el lado de la barra reservado al servicio, Bertie Orbic saludó al recién llegado.

—Cariño, ¿qué puedo hacer por ti?

Apañándose para sonreír y hablar al mismo tiempo, se dirigió a ella con voz tan queda que no pude oír sus palabras. Bertie pareció sorprendida, pero garabateó algo en la libreta donde anotaba los pedidos.

Los ojos del cliente, agrandados por sus gafas de montura metálica, me perturbaban. Su nebulosa mirada flotó hacia mí como una sombra en un estanque del bosque; no parecía percibirme más de lo que la sombra percibe el agua.

Los rasgos blandos de su rostro mortecino me recordaron las setas pálidas que una vez atisbé en el oscuro y húmedo rincón de un sótano, o los pastosos hongos que se apiñan sobre el musgo en el bosque.

El jefe Porter, enfrascado en sus huevos revueltos, parecía tan poco consciente de la presencia del hombre hongo como del bodach que lo observaba. Evidentemente, su intuición no le dijo que el nuevo cliente justificara especial atención o cuidado.

A mí, sin embargo, el hombre hongo me preocupaba; en parte porque el bodach seguía fascinado por él, pero no sólo por eso.

Aunque en cierto modo me comunico con los muertos, no tengo premoniciones, salvo alguna vez, cuando estoy profundamente dormido y sueño. Despierto, soy tan vulnerable a las sorpresas mortales como cualquiera. La muerte me puede llegar desde el cañón del arma de un terrorista o por una cornisa de piedra que se desploma durante un temblor de tierra, y ni sospecharía que estoy en peligro hasta oír la detonación del disparo fatal o sentir que la tierra se estremece con violencia bajo mis pies.

La desconfianza que me inspiraba aquel hombre no provenía de una sospecha basada en la razón, sino del crudo instinto. Quien sonríe de forma tan implacable es un simplón, o alguien que busca engañarte y que tiene algo que ocultar.

Aquellos ojos grises, similares al humo, parecían desorientados y enfocados sólo a medias; pero no vi estupidez en ellos. De hecho, me pareció detectar una atención astutamente velada, como la de una serpiente que, quieta como una piedra, finge indiferencia ante el jugoso pajarillo que está a punto de zamparse.

Mientras colgaba el pedido, Bertie Orbic lo transmitió.

—Dos vacas que lloren, dales mantas y júntalas con los cerdos.

Dos hamburguesas con cebolla, queso y beicon.

En su dulce y clara voz, semejante a la de una niña de diez años predestinada a ganarse una beca, continuó el canturreo.

—Doble de patatas, que pasen dos veces por el infierno.

Dos raciones de patatas fritas muy crujientes.

—Quema dos británicos, envíalos a buscar pescado a Filadelfia.

Dos bollos ingleses con queso cremoso y salmón ahumado.

Aún no había terminado.

—Limpia la cocina, con silbidos de medianoche y zepelines.

Una ración de picadillo y otra de judías negras con salchichas.

—¿Voy haciéndolo todo o espero a que lleguen sus amigos? —pregunté.

—Ponlo al fuego ya —repuso Bertie—. Es para uno que viene solo. Un flacucho como tú nunca lo entendería.

—¿Qué quiere primero?

—Lo que a ti te parezca.

El hombre hongo sonrió con aire ausente al salero de la barra, que giraba y volvía a girar como si su contenido cristalino le fascinara o intrigara.

Pese a lo que iba a zamparse, el tío no tenía el aire musculoso o forzudo de un fanático del gimnasio. Tampoco estaba fofo, sólo ligeramente redondeado, como una seta. Si todas sus comidas eran igual de copiosas, debía de tener el metabolismo de un demonio de Tasmania alimentado con metanfetaminas.

En primer lugar, tosté y terminé los bollos, mientras Bertie preparaba un batido de chocolate y vainilla. Nuestro tragón estrella también bebía por partida doble.

Cuando, ya terminados los bollos, me dedicaba al picadillo con salchichas, apareció un segundo bodach. Él y su predecesor recorrían el comedor con aire agitado, yendo y viniendo de aquí para allá, regresando siempre al sonriente glotón, que seguía sin notar su presencia.

Una vez que las hamburguesas con queso y beicon y las patatas fritas bien crujientes estuvieron listas, toqué el timbre que está junto a la parrilla para avisar a Bertie de que el pedido estaba listo. Lo sirvió caliente, haciendo, como siempre, que el plato besara la barra sin hacer ruido.

Tres bodachs se habían apiñado fuera frente a la cristalera, cual persistentes sombras inmunes al calcinante sol del desierto, observándonos como si estuviésemos en exposición en un escaparate.

A menudo pasan meses enteros sin que me encuentre a ninguno de su especie. El apresurado grupo que había visto antes en la calle, sumado a esta congregación, sugería que se avecinaban tiempos difíciles para Pico Mundo.

La relación de los bodachs con la muerte es muy similar a la de las abejas con el néctar de las flores. Parecen beberla a sorbos.

Sin embargo, una muerte común no atrae a un bodach, y mucho menos a todo un enjambre. Nunca vi a una de estas bestias junto al lecho de un enfermo terminal de cáncer, ni en las cercanías de alguien que estuviera a punto de sufrir un ataque cardiaco fatal.

Les atrae la violencia. Parecen saber cuándo se acerca. Se amontonan como turistas a la espera de la predecible erupción de un géiser en el parque Yellowstone.

Nunca vi que uno siguiese a Harlo Landerson en los días previos a que asesinase a Penny Kallisto. Dudo que hubiera algún bodach presente cuando violó y estranguló a la niña.

El final de Penny estuvo lleno de terrible dolor y de miedo intolerable; sin duda, cada uno de nosotros reza, o simplemente espera, según la certidumbre que tenga con respecto a la existencia de Dios, para que la propia muerte no sea tan brutal como la suya. Pero parece ser que un simple estrangulamiento no excita lo bastante a los bodachs como para hacerles abandonar las guaridas en que moran, cualesquiera que sean.

Lo que ansían es el terror paralizante. La violencia que anhelan es extrema: múltiples muertes prematuras, condimentadas con prolongados horrores, servidas con una crueldad tan espesa como una mala salsa.

Cuando yo tenía nueve años, Gary Tolliver, un adolescente desquiciado por las drogas, durmió a su familia —el hermano pequeño, la hermana pequeña, la madre y el padre— echando sedante en una olla de sopa de pollo. Mientras estaban inconscientes, los encadenó. Aguardó a que despertaran y se pasó un fin de semana torturándolos antes de matarlos con un taladro eléctrico.

Durante la semana que precedió a estas atrocidades, me crucé con Gary Tolliver en dos ocasiones. La primera vez tres bodachs lo seguían de cerca. La segunda no eran tres, sino catorce.

No me cabía duda de que sus formas negras como la tinta se habían pasado ese sangriento fin de semana vagando por casa de los Tolliver, invisibles para víctimas y asesino, deslizándose de una a otra habitación, a medida que el escenario de la acción se desplazaba. Observando. Alimentándose.

Dos años después, un camión de mudanzas conducido por un tipo borracho derribó los surtidores de gasolina de una concurrida gasolinera de la calle Green Moon, desencadenando una explosión y un incendio que mataron a siete personas. Esa mañana yo había visto a siete bodachs dando vueltas por allí, al sol de la mañana, como sombras desveladas.

La furia de la naturaleza también los atrae. Hormigueaban sobre las ruinas de la residencia de ancianos Buena Vista después del terremoto ocurrido hace dieciocho meses, y no se fueron de allí hasta que el último superviviente herido fue rescatado de los escombros.

Si hubiese pasado por Buena Vista antes del terremoto, seguramente los habría visto allí reunidos. Tal vez podría haber salvado algunas vidas.

Al principio, de niño, creía que estas sombras tal vez fuesen espíritus malévolos que incitaban al mal a las personas en torno a las que se apiñaban. Sin embargo después descubrí que muchos seres humanos no necesitan tutores sobrenaturales para cometer actos terribles; hay personas que son diablos por voluntad propia, cuyos cuernos crecen hacia dentro para disimular, para que no les delaten.

He llegado a la conclusión de que los bodachs no incitan al mal, sino que, de alguna manera, se alimentan de él. Los considero vampiros psíquicos, similares a esos presentadores de televisión en cuyos programas se insta a invitados perturbados y autodestructivos a desnudar sus almas dañadas. Son parecidos, pero incluso más aterradores.

En el Pico Mundo Grille, acompañado por cuatro bodachs, además de otros que lo miraban desde el exterior, el hombre hongo tragó los últimos bocados de sus hamburguesas y patatas fritas con lo que le quedaba de los batidos. Dejó una generosa propina para Bertie, pagó la cuenta en la caja y abandonó el local acompañado de su pavoroso séquito de sombras escurridizas.

Le vi cruzar la calle bajo el deslumbrante sol y las difusas cortinas de calor que emanaban del asfalto requemado. Era difícil contar los bodachs que iban a su zaga o lo flanqueaban, pues se confundían entre sí, pero habría apostado el salario de una semana a que no eran menos de veinte.