Capítulo 4

Veo muertos, pero cuando eso ocurre, sabe Dios que no me quedo como si tal cosa.

Esta estrategia intervencionista es fructífera pero peligrosa. Algunos días tiene como consecuencia la necesidad de lavar una cantidad infrecuente de ropa.

Tras ponerme unos vaqueros limpios y una nueva camiseta blanca, me dirigí al porche trasero de la señora Sánchez, para confirmarle, como hacía cada mañana, que aún era visible. A través del mosquitero de la puerta la vi sentada ante la mesa de la cocina.

—¿Me oyes? —preguntó cuando di unos toquecitos y me vio.

—Sí, señora —respondí—. La oigo muy bien.

—¿A quién oyes?

—A usted. A Rosalía Sánchez.

—Entra, pues, Raro Thomas —dijo.

Su cocina olía a chile, harina de maíz, huevos fritos y queso fresco. Soy estupendo para preparar comidas rápidas, pero Rosalía Sánchez es otra cosa, una cocinera nata.

Todo lo que hay en su cocina es viejo, muy usado, pero está escrupulosamente limpio. Las antigüedades son más valiosas cuando el tiempo y el uso las han cubierto de una cálida pátina. La cocina de la señora Sánchez es tan hermosa como la mejor antigüedad, gracias a su inapreciable pátina reveladora de una vida de trabajo, de guisos y asados elaborados con placer y amor.

Me senté al otro lado de la mesa, frente a ella.

Sujetaba con fuerza una taza de café entre las manos para que no le temblaran.

—Llegas tarde esta mañana, Raro Thomas.

Nunca deja de dirigirse a mí por mi nombre y apellido. A veces sospecho que cree que Raro no es un nombre, sino un título nobiliario, como «príncipe» o «duque», y que el protocolo exige que los plebeyos lo usen cuando me hablan. Quizá crea que soy hijo de un rey depuesto, reducido a la estrechez, pero, así y todo, merecedor de respeto.

—Sí, es tarde —convine—. Lo siento. He tenido una mañana extraña.

No sabe nada de mi especial relación con los difuntos. Ya tiene suficientes problemas como para ocuparse de los muertos que van en peregrinación a su garaje.

—¿Ves lo que llevo puesto? —me preguntó con preocupación.

—Pantalones de color amarillo claro. Blusa de color marrón.

Recurrió a la astucia.

—¿Te gusta la horquilla en forma de mariposa que llevo en el pelo, Raro Thomas?

—No hay ninguna horquilla. Tiene el pelo recogido hacia atrás con una cinta amarilla. Le queda bien así.

En su juventud, Rosalía Sánchez debió de ser muy guapa. A los sesenta y tres años de edad, con algunos kilos de más y tras adquirir los pliegues y arrugas propios de una larga e intensa experiencia, poseía la belleza profunda de quienes conocen la beatitud. Tenía la dulce humildad y la ternura que a veces enseña el tiempo, el atractivo resplandor del cariño, el carácter que, durante los últimos años que se pasa en esta tierra, sin duda marca el rostro de aquellos que luego son elevados a los altares.

—¿Por qué no viniste a la hora habitual? —preguntó—. Creí que habías venido pero no podías verme. Y creí que yo tampoco podía verte a ti, que cuando me volví invisible para ti, tú también te volviste invisible para mí.

—Sólo me retrasé —le aseguré.

—Ser invisible debe de resultar horroroso.

—Sí, pero no tendría que afeitarme tan a menudo.

A la señora Sánchez no le gustaba bromear cuando hablaba de la invisibilidad. Frunció su rostro de santa de manera desaprobadora.

—Cuando me he preocupado por la posibilidad de volverme invisible, siempre he creído que en ese estado podría ver a las demás personas, aunque ellas no podrían verme ni oírme.

—En las películas del hombre invisible se puede ver su aliento cuando hace mucho frío —dije.

—Pero si los demás se me hacen invisibles cuando yo me hago invisible para ellos —continuó—, es como si yo fuera la última persona que hay en el mundo, su única habitante, un ser errante en la más inmensa soledad.

Se estremeció. La taza de café que sujetaba chocó contra la mesa.

Cuando la señora Sánchez habla de invisibilidad se refiere a la muerte, pero no estoy seguro de que se dé cuenta de que es así.

El verdadero primer año del nuevo milenio, 2001, no fue bueno para el mundo en general, y menos aún para Rosalía Sánchez en particular. En primer lugar, perdió a su marido, Herman, una noche de abril. Se fue a dormir junto al hombre que amaba desde hacía cuarenta años y despertó al lado de un frío cadáver. La muerte le llegó de una de las maneras más agradables que pueda imaginarse, mientras dormía. Pero para Rosalía la conmoción de despertar junto a un muerto fue excesiva.

Más tarde, ese año, aún de luto por su marido, no fue con sus tres hermanas y sus familias a unas vacaciones en Nueva Inglaterra que tenían planeadas desde hacía tiempo. La mañana del 11 de septiembre despertó con la noticia de que el vuelo que las traía de regreso desde Boston había sido secuestrado y empleado como misil en uno de los actos terroristas más tristemente célebres de la historia.

Aunque Rosalía quiso tener hijos, Dios no se los dio. Herman, sus hermanas, sus sobrinas y sus sobrinos habían sido el centro de su vida. Los perdió a todos mientras dormía.

En algún momento entre aquel septiembre y la Navidad que siguió, Rosalía enloqueció de pena. Era una locura tranquila, pues había vivido toda su existencia de manera serena y no conocía otra manera de actuar.

En su amable locura, no quería reconocer que sus seres queridos hubieran muerto. Sólo se volvieron invisibles para ella. La naturaleza, por capricho, había recurrido a un infrecuente fenómeno, que tal vez cesara en cualquier momento, como se esfuma un campo magnético, haciendo que todos los amados parientes se le hicieran visibles de nuevo.

Rosalía conocía todos los detalles de las desapariciones de barcos y aviones en el Triángulo de las Bermudas. Había leído cuantos libros sobre el tema había podido encontrar.

Estaba al tanto de la inexplicable desaparición, al parecer de un día para otro, de cientos de miles de mayas de las ciudades de Copan, Piedras Negras y Palenque, en el año 610 de nuestra era.

Si hacías de oyente de Rosalía, podía llegar a reventarte el oído con sus entusiastas especulaciones sobre desapariciones históricas. Por ejemplo, sé más de lo que querría, e infinitamente más de lo que necesito saber, sobre la desaparición de cada uno de los hombres de un ejército de trescientos mil soldados cerca de Nanking, en 1939.

—Bueno —dije—, al menos usted es visible esta mañana. Tiene otro día entero de visibilidad por delante, y eso es una bendición.

El mayor temor de Rosalía era que el mismo día que sus seres queridos fueran visibles otra vez, ella desapareciera. Aunque anhelaba que regresaran, temía las consecuencias.

Se santiguó, paseó la mirada por su acogedora cocina y al fin sonrió.

—Podría preparar alguna cosa de comer.

—Claro. Podría preparar cualquier cosa —dije.

—¿Qué quieres que te prepare, Raro Thomas?

—Sorpréndame —consulté el reloj—. Será mejor que me vaya a trabajar.

Me acompañó hasta la puerta y me dio un abrazo de despedida.

—Eres un buen muchacho, Raro Thomas.

—Me recuerda a mi abuela Sugars —dije—, aunque usted no juega al póquer, ni bebe, ni conduce coches veloces.

—Eso que dices es muy dulce —contestó—. ¿Sabes que admiraba mucho a Pearl Sugars? Era tan femenina, pero al mismo tiempo…

—Expeditiva —sugerí.

—Exacto. Un año, en el festival de la fresa que se hace en la iglesia, había uno que alborotaba, trastornado por las drogas o la bebida. Lo derribó con sólo dos puñetazos.

—Tenía un estupendo gancho de izquierda.

—Bueno, la verdad es que primero le dio una patada en esa parte especial y tierna. Pero creo que sólo con los puñetazos habría dado buena cuenta de él. En ocasiones he deseado parecerme más a ella.

Recorrí a pie las seis manzanas que separan la casa de la señora Sánchez de Pico Mundo Grille, que está en pleno centro de la ciudad.

Con cada minuto que pasaba desde la salida del sol, el calor matinal aumentaba. Los dioses del Mojave no conocen el significado de la palabra «moderación».

Las largas sombras matutinas se iban acortando ante mis ojos. Abandonaban los jardines, cada vez más calientes, el hirviente asfalto, las aceras de cemento, tan apropiadas para freír huevos, como la plancha frente a la que pronto me pondría a trabajar.

Al aire le faltaban fuerzas para moverse. Los árboles parecían desmayados, mustios. Los pájaros se retiraban a sus refugios entre la fronda, o volaban más alto que al amanecer, hasta la altura en que el aire aprisiona el calor con menos tenacidad.

En aquella quietud marchita, entre la casa de la señora Sánchez y el Grille, vi tres sombras que se movían. Nada las proyectaba, pues no eran unas sombras cualquiera.

Cuando era más joven, llamaba «espectros» a esas entidades. Pero no es más que otra forma de decir «fantasmas», y no son fantasmas como, por ejemplo, Penny Kallisto.

Creo que nunca pasaron por este mundo en forma humana, ni conocieron la vida tal como la conocemos nosotros. Sospecho que no deberían estar aquí, que el lugar al que pertenecen es un reino de oscuridad eterna.

Su naturaleza es casi líquida. No tienen más sustancia que las sombras. Se mueven sin sonido alguno. Sus intenciones, aunque misteriosas, no creo que sean benignas.

A menudo se deslizan como gatos, pero gatos del tamaño de personas. A veces corren en posición semierecta, como criaturas oníricas, mitad hombre, mitad perro.

No los veo con frecuencia. Cuando aparecen, su presencia siempre augura problemas de mayor intensidad que la habitual, y de una naturaleza más oscura que la acostumbrada.

Ya no los llamo espectros. Ahora les considero «bodach».

Bodach es una palabra que le oí decir a un niño inglés de seis años que estaba de visita por aquí. La empleó para describir a estas criaturas cuando, estando conmigo, vio un grupo de ellas vagando en un atardecer de Pico Mundo. Un bodach es una bestia pequeña, vil y supuestamente mítica de las Islas Británicas que se mete por las chimeneas para llevarse a los niños que se portan mal.

No creo que estos espíritus que veo sean realmente bodachs. Tampoco creo que el niño inglés lo creyera. La palabra le vino a la mente sólo porque no tenía un nombre más adecuado para ellos.

Tampoco yo lo tengo.

De las personas que he conocido, era el único que compartía mi especial capacidad de visión. Minutos después de decir la palabra «bodach» en mi presencia, un camión que perdió el control lo aplastó contra un muro de cemento.

Cuando llegué al Grille, los tres bodachs se habían congregado en una especie de conciliábulo. Corrieron por delante de mí, temblaron al dar la vuelta a una esquina y desaparecieron como si no hubiesen sido más que ilusiones producidas por el calor, meros trucos del aire del desierto y el sol calcinante.

No lo eran.

A veces me resulta difícil concentrarme en la tarea de ser el mejor cocinero de comida rápida que se pueda. Aquella mañana necesitaría algo más que la autodisciplina habitual para centrar la mente en el trabajo y garantizar que las tortillas, las patatas fritas, las hamburguesas y los emparedados de beicon que salían de mi plancha estuvieran a la altura de mi reputación.