Capítulo 3

Los muertos no hablan. No sé por qué.

Las autoridades se habían llevado a Harlo Landerson. En su cartera, llevaba dos fotos Polaroid de Penny Kallisto. En la primera aparecía desnuda y viva. En la segunda, muerta.

Stevie estaba en la planta baja, en brazos de su madre. Wyatt Porter, jefe del departamento de policía de Pico Mundo, me había dicho que esperara en la habitación del niño. Me senté en el borde de la deshecha cama.

No llevaba mucho tiempo solo cuando Penny Kallisto atravesó una pared y se sentó junto a mí. Las marcas del cuello habían desaparecido. Parecía que nunca la hubieran estrangulado, que jamás hubiese muerto.

Como antes, permaneció en silencio.

Tiendo a creer en la idea tradicional de la vida y lo que viene después de ésta. Nuestro mundo es un viaje de descubrimiento y purificación. El que le sigue consiste en dos lugares: uno es un palacio para el espíritu y un reino de maravillas sin fin, mientras que el otro es frío, oscuro e inconcebible. O sea, el cielo y el infierno. Dirás que soy un simplón. No eres el único. Stormy Llewellyn, una mujer de opiniones poco convencionales, cree, en cambio, que nuestro paso por el mundo tiene el fin de endurecernos para la vida futura. Dice que nuestra honestidad, integridad, coraje y decidida resistencia al mal se evalúan cuando terminan nuestros días aquí, y que si aprobamos el examen, se nos enrolará en un ejército de almas destinado a alguna grandiosa misión en el otro mundo. Quienes no pasan la prueba, simplemente dejan de existir.

En síntesis, Stormy ve la vida como un campo de entrenamiento militar. Llama «servicio activo» a la vida futura, para la que hemos de prepararnos.

Me agradaría mucho que se equivocara, pues una de las consecuencias de su cosmología es que los muchos terrores que conocemos aquí son como una vacuna contra otros, peores, que afrontaremos en la otra vida.

Stormy dice que, sea lo que sea lo que nos espera en el otro mundo, valdrá la pena soportarlo; en parte por mero sentido de la aventura, pero ante todo porque la recompensa por los servicios prestados llegará en una tercera existencia.

Sinceramente, yo preferiría recibir mi recompensa una vida antes de lo que ella calcula.

Pero Stormy cree en el aplazamiento de la gratificación. Si el lunes anhela un helado en particular, espera a que sea martes o miércoles para tomárselo. Insiste en que la espera hace que le sepa mejor.

Mi punto de vista es éste: si tanto te gustan los helados, tómate uno el lunes, otro el martes y un tercero el miércoles.

Según Stormy, si vivo demasiado tiempo según esta filosofía, me convertiré en uno de esos hombres de trescientos kilos de peso que, cuando enferman, deben ser sacados de sus hogares con grúas y trabajadores de la construcción.

—Si quieres sufrir la humillación de que te lleven al hospital en camión —dijo una vez—, no esperes que me siente sobre tu gran tripa hinchada, como Pepito Grillo en la frente de la ballena cantando Cuando pides un deseo a una estrella.

Tengo la razonable certeza de que en el Pinocho de Disney Pepito Grillo nunca se sienta sobre la frente de la ballena. A decir verdad, no estoy seguro de que llegue a conocer a la ballena.

Sin embargo, si le hiciera esta observación a Stormy, me dedicaría una de esas miradas agrias que vienen a preguntar: «¿Eres completamente estúpido o te haces el gracioso?». Es una mirada que conviene evitar o, mejor, temer.

Mientras aguardaba sentado en el borde de la cama del niño, ni siquiera pensar en Stormy me levantaba el ánimo. De hecho, pensaba que si las sonrientes imágenes de Scooby Doo estampadas en las sábanas no me alegraban, tal vez nada pudiera hacerlo.

No dejaba de pensar en cómo Harlo había perdido a su madre a los seis años, en cómo su vida podría haber sido un feliz y bondadoso tributo a ella, y en cómo, en cambio, había deshonrado su memoria.

Y, claro, pensaba en Penny, en su vida, terminada tan pronto, en la terrible pérdida sufrida por su familia, en el perdurable dolor que había cambiado sus vidas para siempre.

Penny me cogió la mano derecha con su izquierda y me la apretó, para darme consuelo.

Su mano era tan real como la de una niña viva. Yo no entendía cómo podía parecerme tan real y, al mismo tiempo, atravesar las paredes. Tan real para mí e invisible para los demás.

Lloré un poco. A veces lo hago. Las lágrimas no me avergüenzan. En momentos como ése, las lágrimas exorcizan malignas emociones que, de perdurar, me obsesionarían y que, al obsesionarme, me amargarían.

En el mismo momento en que las primeras lágrimas aún no derramadas empañaron mi visión, Penny me sujetó la mano entre las suyas. Sonrió y guiñó un ojo como diciendo: «Está bien, Raro Thomas. Sácalo, líbrate de ello».

Los muertos perciben a los vivos. Han recorrido esta senda antes que nosotros y conocen nuestros miedos, nuestras flaquezas, nuestros anhelos nunca satisfechos. Saben cuánto nos gusta atesorar cosas que no perduran. Creo que nos tienen lástima y, sin duda, no les falta razón.

Cuando mis lágrimas se secaron, Penny se puso de pie, volvió a sonreír y me apartó con cariño el pelo de la frente. «Adiós», parecía decir ese gesto. «Gracias y adiós».

Caminó hasta el otro lado de la habitación, atravesó la pared y salió a la mañana de agosto, un piso por encima del suelo del jardín delantero de la casa. O tal vez fue a un lugar aún más luminoso que el verano de Pico Mundo.

Al cabo de un momento, Wyatt Porter apareció en la puerta de la habitación.

Nuestro jefe de policía es un hombre fornido, pero su aspecto no es amenazador. Tiene ojos de perro de caza y carrillos de sabueso. El rostro es la parte de su persona más afectada por la fuerza de la gravedad. Lo he visto moverse con velocidad y decisión, pero, tanto en acción como en reposo, siempre parece cargar un gran peso sobre sus robustos hombros redondeados.

Con el correr de los años, a medida que las colinas bajas que rodean nuestras ciudades se convierten en ondulados vecindarios de casas construidas en serie y nuestras poblaciones crecen, el horror de un mundo cada vez más cruel se desliza por los últimos bastiones de la vida civilizada, como Pico Mundo. El jefe Porter tal vez haya visto demasiada ferocidad humana. Quizá el peso que soporta sobre los hombros sea el de los recuerdos que preferiría eliminar pero no puede.

—Así que volvemos a las andadas.

—Volvemos —asentí.

—Una puerta hecha trizas, muebles destrozados.

—No los destrocé yo. Sólo rompí la lámpara.

—Pero provocaste la situación que llevó a esto.

—Sí, señor.

—¿Por qué no acudiste a mí? ¿Por qué no me dejaste pensar en cómo meter a Harlo sólito en la boca del lobo?

En el pasado habíamos trabajado juntos de esa manera.

—Tuve la sensación de que era necesario atraparlo de inmediato, que era posible que volviera a hacerlo muy pronto —contesté.

—Tuviste la sensación.

—Sí, señor. Creo que eso es lo que Penny quería transmitirme. Había en ella una silenciosa urgencia.

—Penny Kallisto.

—Sí, señor.

El jefe suspiró. Tomó asiento en la única silla de la habitación. De tamaño adecuado para un niño, forrada de tela de color morado, con respaldo para el torso y la cabeza en forma de Barney, el dinosaurio, parecía estar sentado en el regazo del monstruo infantil.

—Hijo, no haces más que complicarme la vida.

—Son ellos quienes complican su vida, señor, y la mía mucho más que la suya —dije refiriéndome a los muertos.

—No te falta razón. Si yo fuera tú, habría enloquecido hace años.

—Ya lo he pensado —admití.

—Ahora escucha, Raro, quiero buscar una fórmula para que no tengas que declarar como testigo ante el tribunal en este caso, si llegara a plantearse esa posibilidad.

—También yo.

Son pocos los que conocen alguno de mis extraños secretos. Sólo Stormy Llewellyn está al tanto de todos.

Quiero el anonimato, una vida sencilla y apacible, al menos tan sencilla como lo permitan los espíritus. El jefe pensaba rápido.

—Creo que confesará en presencia de su abogado. Tal vez no haya juicio. Pero si lo hay, diremos que abrió su cartera para pagarte por alguna apuesta que le ganaste, tal vez por un partido de béisbol, y que las Polaroid de Penny se cayeron de él.

—Puedo contar eso —le aseguré.

—Hablaré con Horton Banks. Reducirá tu participación cuando escriba el informe.

Horton Banks era el editor del Maravilla County Times. Hace treinta años, estando de excursión en los bosques de Oregón, había cenado con Pie Grande; si puede llamarse cena a una ración para excursionistas y unas salchichas de lata.

A decir verdad, no sé con certeza si Horton cenó con Pie Grande, pero eso es lo que él dice. Dadas mis experiencias cotidianas, no estoy en condiciones de dudar de Horton ni de nadie que tenga una historia que contar sobre sus encuentros con lo que sea, desde extraterrestres hasta duendes.

—¿Estás bien? —preguntó el jefe Porter.

—Bastante. Pero detesto llegar tarde al trabajo. Ésta es la hora más atareada en el Grille.

—¿Avisaste de que llegarías tarde?

—Sí —respondí al tiempo que alzaba mi pequeño teléfono móvil, que estaba enganchado a mi cinturón cuando caí a la piscina.

—Aún funciona.

—Es probable que pase por allí más tarde a comerme un buen plato de patatas fritas con huevos revueltos.

—Desayuno todo el día —dije. Ésa ha sido la solemne oferta, casi una promesa, de Pico Mundo Grille desde 1946.

El jefe Porter desplazó su peso de una a otra de las posaderas haciendo crujir, o gruñir, a Barney.

—Hijo, ¿tienes intención de dedicarte a preparar comidas rápidas toda la vida?

—No, señor. He pensado seriamente en cambiar de carrera y dedicarme a los neumáticos.

—¿Neumáticos?

—Sí. Quizá ventas al principio, e instalación después. Siempre hay puestos disponibles en El Mundo del Neumático.

—¿Por qué neumáticos?

Me encogí de hombros.

—La gente los necesita. Y para mí es un terreno desconocido, algo nuevo que aprender. Quiero ver cómo es esa experiencia, la vida de los neumáticos.

Nos quedamos allí sentados durante medio minuto más, sin hablar. Luego siguió preguntando.

—¿Y eso es lo único que ves en el horizonte? Los neumáticos, digo.

—El mantenimiento de piscinas tiene su interés. Con todas estas nuevas urbanizaciones que están levantando por aquí, hay más o menos una nueva piscina cada día. —El jefe Porter asintió con aire pensativo—. Y trabajar en una bolera debe de ser agradable —proseguí—. Toda esa gente nueva que va y viene, la excitación del juego y la competición.

—¿Qué harías en una bolera?

—Para empezar, ocuparme del calzado que alquilan. Habrá que fumigarlo o algo así, entre un usuario y otro. Y sacarle lustre. Y habría que preocuparse por el mantenimiento de los cordones.

El jefe asintió y la morada silla Barney chilló, más como un ratón que como un dinosaurio.

Mi ropa casi se había secado, pero estaba muy arrugada. Miré el reloj.

—Será mejor que me marche. Tengo que cambiarme antes de ir al Grille.

Ambos nos pusimos de pie.

La silla Barney quedó aplastada. Contemplando el morado estropicio, el jefe Porter se mostró apesadumbrado, casi culpable.

—Eso podría haber ocurrido mientras te peleabas con Harlo.

—Podría —asentí.

—El seguro lo cubrirá, como todo lo demás.

—Siempre hay un seguro.

Fuimos a la planta baja. Stevie, que se encontraba sentado en un taburete de la cocina, comía un pastelillo de limón.

—Lo siento, pero he roto la silla de tu dormitorio —le confesó el jefe Porter, que no es un mentiroso.

—No es más que una estúpida y vieja silla Barney —respondió el niño—. Ya hace semanas que soy demasiado grande para esa vieja tontería de Barney.

La madre de Stevie estaba recogiendo cristales rotos con una escoba y un recogedor.

El jefe Porter le contó lo de la silla y, aunque ella aseguró que el asunto no tenía importancia, él le arrancó la promesa de que averiguaría cuánto le costó en su día y que le diría la cifra.

Se ofreció a llevarme a casa, pero no quise.

—La forma más rápida de irme será simplemente volver por donde vine.

Abandoné la casa por el agujero en el que antes estaba la puerta de cristal, di la vuelta a la piscina, en lugar de zambullirme, trepé por el muro de piedra, crucé la estrecha senda de la entrada, salté la valla de hierro forjado, rodeé el césped de la otra casa, crucé Marigold Lane y regresé a mi apartamento, encima del garaje.