Capítulo 2

Del asfalto al pavimento, del pavimento al césped, bordeando por el jardín trasero la casa que quedaba al otro lado de la calle, frente a la de la señora Sánchez; de ahí a una valla de hierro forjado. Tuve que saltarla, cruzar hasta un estrecho callejón, trepar por un muro de piedra… Harlo Landerson corría, trepaba, saltaba.

Me pregunté adonde iría. No podía correr más rápido que yo, ni que la justicia; y, desde luego, tampoco podía huir de sí mismo. Era imposible.

Detrás del muro de piedra había un jardín trasero con una piscina. Moteada por la luz de la mañana y por las sombras de los árboles, el agua centelleaba ofreciendo una amplia gama de matices azules; parecía un cofre de joyas abandonado por piratas que navegaran por un mar ya desaparecido y llevaran mucho tiempo muertos.

Al otro lado de la piscina, tras una puerta corredera de cristal, una joven en pijama sostenía una taza del brebaje, fuera cual fuese, que le daba valor para enfrentarse a su jornada.

Cuando vio a la sobresaltada observadora, Harlo cambió de dirección y se dirigió hacia ella. Tal vez pensara que necesitaba un escudo, un rehén. En cualquier caso, lo que buscaba no era café.

Llegué hasta él, lo agarré por la camisa, lo levanté en el aire. Los dos caímos en la parte más profunda de la piscina.

Como el agua había absorbido el calor del desierto durante todo un verano, no estaba fría. Miles de burbujas, semejantes a una resplandeciente lluvia de monedas de plata, cruzaron ante mis ojos, resonaron en mis oídos.

Forcejeando tocamos fondo y, mientras subíamos, él pataleó y braceó como un loco. Su codo, su rodilla, o quizá su pie, pero algo me golpeó en la garganta.

Aunque el agua que nos envolvía le quitó la mayor parte de la fuerza al impacto, jadeé, tragué y me atraganté con el líquido, que sabía a cloro y loción bronceadura. Solté a mi presa y caí a cámara lenta entre ondulantes cortinas de luz verde y sombra azul, antes de emerger a las franjas de luz solar que pintaban la superficie.

Yo estaba en medio de la piscina, Harlo cerca del borde. Se aferró al bordillo y se alzó sobre el cemento.

Entre toses, echando agua por las fosas nasales, chapoteé ruidosamente hacia él. Como nadador, tengo más posibilidades de ahogarme que de competir dignamente en las Olimpiadas.

Una noche especialmente desalentadora, cuando tenía dieciséis años, me encontré encadenado a dos muertos y arrojado desde un bote al lago Mala Suerte[1]. Desde entonces siento aversión por los deportes acuáticos.

Ese lago artificial está en las afueras de la ciudad de Pico Mundo.

Construido por el Ministerio de Obras Públicas durante la Gran Depresión, el nombre original que se le dio fue el de un político poco conocido. Aunque se cuentan mil historias sobre sus traicioneras aguas, ninguno de los que viven por aquí sabe decir con precisión cuándo o por qué el lugar fue rebautizado oficialmente como Mala Suerte.

Todos los archivos y registros vinculados al lago ardieron cuando prendieron fuego al juzgado en 1954. Lo hizo un hombre llamado Mel Gibson, como protesta porque le habían confiscado su propiedad por no pagar los impuestos. La protesta del señor Gibson consistió en inmolarse.

No era pariente del actor australiano homónimo que, décadas más tarde, se convertiría en astro de la pantalla. De hecho, según todos los informes, no tenía mucho talento ni era físicamente atractivo.

Como en esta ocasión no tenía que cargar con el peso de un par de hombres demasiado muertos como para nadar por sí mismos, alcancé el borde de la piscina con unas pocas y veloces brazadas. Salí del agua.

Cuando Harlo Landerson llegó a la puerta corredera, se la encontró cerrada con llave.

La mujer del pijama había desaparecido.

Mientras me ponía de pie y comenzaba a moverme, Harlo se alejó de la puerta lo suficiente como para tomar impulso. Entonces se dirigió corriendo hacia ella, con el hombro izquierdo por delante y la cabeza gacha.

Di un respingo, esperando ver chorros de sangre, miembros tronchados, la cabeza guillotinada por una hoja de vidrio.

Aunque, por supuesto, el cristal de seguridad se desintegró en una catarata de minúsculos trocitos de vidrio, Harlo irrumpió en la casa con todos sus miembros intactos y la cabeza aún pegada al cuello.

Cuando entré, siguiendo sus pasos, el cristal crujió bajo mis pies. Noté olor a quemado.

Nos encontrábamos en una sala de estar. Todo el mobiliario se orientaba hacia una televisión de pantalla gigante del tamaño de dos neveras.

La gigantesca cabeza de la presentadora de Today, ampliada hasta verse cualquier detalle, era aterradora. En tales dimensiones, su optimista sonrisa tenía el cálido encanto de las fauces de una barracuda. Sus ojos chispeantes, que ahí adquirían el tamaño de limones, despedían una especie de fulgor maniaco. Parecía un monstruo.

Se trataba de una casa de planta diáfana; la sala de estar se fundía con la cocina, de la que sólo la separaba una barra que dividía los ambientes.

La mujer se había refugiado en la cocina. Tenía un teléfono en una mano y un cuchillo en la otra.

Harlo se detuvo en el umbral que separaba los ambientes, tratando de dilucidar si un ama de casa de veintitantos años, vestida con un bonito pijama de estilo marinero, tendría las agallas suficientes como para destriparlo vivo.

Ella blandió el cuchillo y gritó en el teléfono.

—¡Está dentro, aquí mismo!

Detrás de ella, sobre la encimera, una tostadora echaba humo. Alguna rebanada se había atascado. Olía a fresas y a goma quemada. Era una mala mañana para la chica.

Harlo me arrojó un taburete alto y salió corriendo de la sala de estar, en dirección a la puerta principal.

—Señora, perdón por el desorden —dije mientras esquivaba el taburete, y seguí persiguiendo al asesino de Penny.

Detrás de mí, la mujer gritaba.

—¡Stevie, enciérrate con llave! ¡Stevie, enciérrate con llave!

Cuando llegué al pie de las escaleras, en el vestíbulo, Harlo ya estaba en el descansillo.

Me di cuenta de que había subido en vez de huir de la casa. En la planta superior había un niño de unos cinco años. Tenía los ojos muy abiertos y estaba en calzoncillos. Llevaba un oso de felpa azul, que sujetaba por una pata, y parecía vulnerable como un cachorrillo perdido en medio de una frenética autopista. Un rehén de primera categoría.

—¡Stevie, echa la llave a tu puerta!

El niño dejó caer el oso y se precipitó hacia su habitación.

Harlo se lanzó al segundo tramo de las escaleras.

Estornudando y tosiendo por la irritación que me producía el cloro y por el humo de la mermelada de fresa que ardía, chorreando, casi chapoteando, subí con un aire bastante menos heroico que el de John Wayne en La batalla de Iwo Jima.

Sentía más miedo que mi presa, pues yo tenía algo que perder. Entre otras cosas, nada menos que a Stormy Llewellyn y el futuro junto a ella que prometía la tarjeta de la máquina que decía la buenaventura. En el probable caso de que apareciera un marido provisto de un arma de fuego, dudaría tan poco en dispararme a mí como a Harlo.

Por encima de nosotros, una puerta se cerró de golpe. Stevie había obedecido la orden de su madre.

Si, siguiendo la tradición de Quasimodo, Harlo Landerson hubiera contado con una olla llena de plomo fundido, me la habría vaciado en la cabeza. En lugar de eso, me arrojó un aparador, que evidentemente estaba en el descansillo del piso superior, frente al lugar en que terminaba la escalera.

Me aparté de los escalones y me subí como pude a la barandilla; me quedé sorprendido al descubrir que tenía la agilidad y el equilibrio de un mono, por más que se tratara de un mono mojado. El mueble cayó, peldaño a peldaño, abriendo y cerrando una y otra vez sus cajones, como si estuviese poseído por un espíritu furioso.

Tras bajarme de la barandilla, subí por las escaleras y llegué al descansillo del piso superior, justo cuando Harlo comenzaba a forzar la puerta del dormitorio del pequeño.

Al darse cuenta de que estaba a punto de alcanzarlo, golpeó con más fuerza. La madera se astilló con un crujido seco y la puerta se hundió hacia dentro, con Harlo detrás, como si un vórtice energético lo hubiera succionado del descansillo.

Me precipité hacia el umbral, aparté la puerta, que en ese instante rebotaba hacia mí, y vi que el niño, retorciéndose, trataba de meterse bajo la cama. Harlo le había agarrado del pie izquierdo.

Agarré de una mesilla roja una lámpara con forma de sonriente oso panda y se la rompí a Harlo en la cabeza. Una caótica lluvia de cerámica rota, orejas negras, esquirlas de morro blanco, zarpas oscuras y trozos de barriga blanca ametralló la habitación.

En un mundo en el cual los sistemas biológicos y las leyes de la física funcionaran con la precisión absoluta que les atribuyen los científicos, Harlo se habría desplomado inconsciente en el momento mismo en que la lámpara se hizo trizas. Por desgracia, el mundo real no es igual que el teórico.

Del mismo modo que el amor da a una madre frenética la fuerza sobrehumana necesaria para levantar un coche y liberar a su hijo atrapado, la depravación confería a Harlo la capacidad de soportar sin mayores consecuencias el impacto de un oso panda. Soltó a Stevie y se volvió hacia mí.

Aunque no tenía pupilas elípticas, sus ojos me recordaron los de una víbora ansiosa por inyectar su veneno, y aunque entre sus dientes descubiertos no se veían colmillos curvos ni caninos espectacularmente largos, en su sordo gruñido palpitaba la furia de un chacal rabioso.

Aquella fiera no era la persona que yo había conocido unos pocos años antes en la escuela secundaria, ni tampoco el chico tímido que encontró algo de magia y sentido de la vida en la paciente restauración de un Pontiac Firebird.

Lo que tenía ante mí era un alma convertida en retorcida maleza, espinosa, ulcerada, tal vez aprisionada hasta hacía poco en alguna profunda revuelta del laberinto mental de Harlo. Había forzado los barrotes de su celda y trepado hasta la torre de homenaje del castillo deponiendo al hombre que alguna vez había sido Harlo. Ahora ella era quien mandaba.

El liberado Stevie se retorció hasta meterse completamente bajo la cama, pero yo no tenía cama en la que refugiarme, ni mantas con las que cubrirme la cabeza.

No puedo decir que recuerde con claridad lo que ocurrió al minuto siguiente. Nos golpeamos mutuamente en cuanto tuvimos ocasión. Utilizamos cualquier cosa que nos pudiera servir de arma, las hicimos girar, las arrojamos. Tras un diluvio de golpes, quedamos entrelazados; sentí su ardiente aliento en el rostro, así como una rociada de saliva, y oí chasquear sus dientes en busca de mi oreja derecha. El pánico le hacía recurrir sin freno alguno a tácticas propias de una bestia.

Me solté y lo aparté de un codazo bajo el mentón. Lancé un rodillazo que no le dio, como yo pretendía, en la ingle.

Se oyeron sirenas a lo lejos, en el momento mismo en que la madre de Stevie apareció en el vano de la puerta con el reluciente cuchillo en la mano. Llegaba la caballería por partida doble, una en pijama, otra con el uniforme azul y negro del departamento de policía de Pico Mundo.

Harlo no podía apartarnos a mí y a la mujer armada. Tampoco podía alcanzar a Stevie, su anhelado escudo, ya bajo la cama. Si abría una ventana y salía al techo del porche delantero, caería directamente en brazos de la policía. No tenía escapatoria.

Mientras se oían con más fuerza las sirenas, Harlo retrocedió hasta un rincón, donde se quedó jadeante, estremeciéndose. Se retorcía las manos con el rostro demudado, gris de pura angustia. Miró al suelo, a las paredes, al techo, no como lo haría un hombre encerrado que explora las dimensiones de su celda, sino con desconcierto, como si no pudiera recordar de qué manera había llegado a ese lugar, a esa situación.

A diferencia de las bestias salvajes, las muchas y crueles variedades de monstruo humano, cuando quedan por fin acorraladas, rara vez pelean con mayor ferocidad. Más bien revelan la cobardía que anida en el centro de su brutalidad.

Harlo dejó de retorcerse las manos, las alzó y se cubrió el rostro. Entre las rendijas de aquella armadura de diez dedos pude ver sus ojos, crispados por un brillante terror.

Con la espalda encajada en el rincón, se deslizó hacia abajo por la intersección de las paredes, hasta quedar sentado en el suelo con las piernas extendidas, escondido tras las manos, como si fuesen una máscara de invisibilidad que le permitiera escapar de la persecución de la justicia.

A media manzana de nosotros, el volumen de las sirenas llegó al máximo antes de bajar hasta convertirse en un chillido, en un gruñido, en un leve sonido que se apagó frente a la casa.

Hacía menos de una hora que había amanecido y me había pasado cada minuto de la naciente mañana haciéndole honor a mi nombre.