Mi nombre es Raro Thomas. Vaya por delante.
Aunque, en esta época en que la mayoría de las personas se arrodilla ante el altar de la fama, no sé por qué habría de importarte quién soy, ni siquiera si existo.
No soy famoso. No soy hijo de famosos. Nunca me casé con una famosa, ningún famoso abusó de mí, nunca doné un riñón para transplantárselo a un famoso. Además, no siento deseos de ser famoso.
En realidad, según las normas de nuestra cultura, soy tan insignificante que la revista People no sólo no publicaría nunca un artículo sobre mí, sino que incluso sería muy posible que rechazara mis intentos de suscribirme a su publicación alegando que el agujero negro de mi no-celebridad es de tal magnitud que tendría fuerza suficiente para absorber su empresa y hacerla desaparecer en la nada sin dejar rastro.
Tengo veinte años. Para un adulto que conoce el mundo, soy poco más que un niño. Sin embargo, para cualquier niño, mi edad me hace poco fiable y me excluye para siempre de la mágica comunidad de los bajitos y lampiños.
En consecuencia, un experto en demografía podría llegar a la conclusión de que mi único público lo constituyen otros jóvenes, hombres y mujeres que flotan a la deriva entre los veinte y los veintiún años.
Pero lo cierto es que no tengo nada que decirle a tan limitada audiencia. No me interesan la mayor parte de las cosas que les importan a los demás estadounidenses de veinte años. A excepción, claro, de mantenerme vivo.
Llevo una vida fuera de lo común.
Con esto no quiero decir que mi existencia sea mejor que la tuya. Estoy seguro de que tu vida está tan colmada de felicidad, encanto, maravillas y saludables miedos como la mejor. Al fin y al cabo eres humano, igual que yo, y sabido es cuánto gozo y cuánto terror supone eso.
Sólo trato de explicar que mi vida no es típica. Tengo experiencias peculiares, cosas que no les suelen ocurrir a los demás.
Por ejemplo, nunca habría escrito estas memorias de no haber sido porque un hombre de doscientos kilos de peso y con seis dedos en la mano izquierda me lo ordenó.
Se llama P. Oswald Boone. Todos le llaman Pequeño Ozzie, porque su padre, Gran Ozzie, aún vive.
Pequeño Ozzie tiene un gato llamado Chester el Terrible. Adora a ese gato. Estoy seguro de que si Chester el Terrible perdiese su séptima vida bajo las ruedas de un camión, el gran corazón de Pequeño Ozzie no sobreviviría a la pérdida.
Reconozco que no siento mucho afecto por Chester el Terrible, entre otras razones porque me ha meado los zapatos en repetidas ocasiones.
Ozzie me ha dado explicaciones plausibles para semejante comportamiento por parte del gato, pero no acaban de convencerme. Lo que quiero decir es que sospecho de la sinceridad de Chester el Terrible, no de la buena intención de Ozzie.
Simplemente, no puedo confiar del todo en un gato que afirma tener cincuenta y ocho años. Aunque existen pruebas fotográficas que sustentan su afirmación, insisto en creer que es fraudulenta. No me lo trago.
Por razones que se harán evidentes en su momento, este manuscrito no puede publicarse mientras yo esté vivo, y en vida mi esfuerzo no se recompensará de ninguna manera. Pequeño Ozzie sugiere que debería legar mis ingresos literarios a un fondo para la manutención de Chester el Terrible, que, según él, vivirá más que todos nosotros.
Escogeré otra obra de caridad. Una que favorezca a algún ser que no se haya meado encima de mí.
En cualquier caso, no escribo este libro por dinero. Lo hago para mantener la cordura y descubrir si me puedo convencer a mí mismo de que mi vida tiene suficiente sentido y significado como para justificar su continuidad.
No te preocupes. Estas divagaciones no serán insufriblemente lóbregas. P. Oswald Boone me ha dado la severa orden de que mantenga un tono ligero en el libro.
—Si no es ligero —dijo Ozzie—, sentaré sobre tu persona los doscientos kilos de mi culo. No te agradará morir de esa manera.
Ozzie fanfarronea. El culo, aunque vasto, no debe pesarle más de setenta kilos. Los otros recubren el resto de su sufrido esqueleto.
Cuando inicialmente me mostré incapaz de mantener ligero el tono, Ozzie sugirió que fuera un narrador poco fiable.
—A Agatha Christie le funcionó en El asesinato de Roger Ackroyd —apostilló.
En esa novela de misterio, contada en primera persona, el narrador, que parece un buen tipo, resulta ser el asesino de Roger Ackroyd, hecho que se oculta al lector hasta el final.
Debes saber que no soy un asesino. No cometí ningún delito o crimen que ahora te esté ocultando. Mi poca fiabilidad como narrador no tiene ese origen, sino que está relacionada con el tiempo de ciertos verbos.
No te preocupes por eso. No tardarás en conocer la verdad.
Pero me estoy adelantando a mi historia. Pequeño Ozzie y Chester el Terrible no entran en escena hasta después de la explosión de la vaca.
Esta historia comenzó un martes.
Para ti, es el día que viene después del lunes. Para mí es como los otros seis, una jornada rebosante de posibilidades de misterio, aventura y terror.
No vayas a creer que eso significa que mi vida es romántica y mágica, o algo parecido. El exceso de misterio es una lata. Demasiada aventura resulta agotadora. Y con un poco de terror sobra.
Sin reloj ni alarma alguna, me desperté aquella mañana de martes a las cinco tras haber soñado con unos empleados de bolera muertos.
Nunca pongo el despertador, pues mi reloj interno es muy fiable. Si deseo despertarme sin problemas a las cinco, antes de acostarme me digo a mí mismo tres veces que debo levantarme sin falta a las cinco menos cuarto.
Aunque mi despertador interno es infalible, por alguna razón que desconozco lleva un retraso de quince minutos. Me di cuenta hace años y me he adaptado para superar el problema.
El sueño sobre los empleados de bolera muertos turba mi descanso nocturno dos o tres veces al mes desde hace tres años. Los detalles aún no son lo suficientemente específicos como para que pueda hacer algo al respecto. Deberé aguardar con la esperanza de que la explicación no me llegue demasiado tarde.
Así que, como decía, me desperté a las cinco, me senté en la cama y dije: «Ampárame para que pueda ser útil», que es la oración que mi abuelita Sugars me enseñó cuando era pequeño.
Pearl Sugars era la madre de mi madre. Si hubiese sido la madre de mi padre, me llamaría Raro Sugars y mi vida sería aún más complicada.
La abuelita Sugars creía que se debe regatear con Dios, al que llamaba «el viejo vendedor de alfombras».
Antes de cada partida de póquer, prometía a Dios difundir su santa palabra o compartir su buena fortuna con los huérfanos, a cambio de que le proporcionara un par de manos que la hicieran imbatible. Durante toda su vida, las ganancias con los naipes le supusieron siempre una significativa fuente de ingresos.
Como era una gran bebedora y le interesaban muchas cosas además del póquer, la abuelita Sugars no pasaba tanto tiempo difundiendo la palabra de Dios como le prometía. Estaba segura de que el Señor sabía que la mayor parte de las veces ella no cumpliría con su parte del trato y de que no se lo tomaba mal.
Puedes engañar a Dios y salirte con la tuya, decía la abuelita, si lo haces con encanto e ingenio. Si vives tu vida con imaginación y entusiasmo, Dios te seguirá la corriente para ver con qué desternillante disparate te descuelgas la próxima vez.
También será tolerante si eres asombrosamente estúpido de una forma divertida. Según la abuelita, eso explica por qué a millones de personas que son idiotas hasta cortar el aliento les va estupendamente en la vida.
Pero nunca debes hacer daño en serio a los demás con tu comportamiento, pues de ser así, ya no le harás gracia a Dios. Entonces, te llegara el momento de pagar por las promesas incumplidas.
A pesar de que seguía bebiendo cuando los más rudos contertulios ya estaban bajo la mesa, de que ganaba al póquer sistemáticamente a psicópatas de corazón de piedra, a quienes no les gustaba perder, de que conducía coches veloces con absoluto desprecio por las leyes de la física (pero nunca ebria), y a pesar de que seguía una dieta rica en grasa de cerdo, la abuelita Sugars murió en paz, mientras dormía, a los setenta y dos años. En su mesilla de noche encontraron una copa de brandy casi vacía y un libro de su novelista favorito, leído hasta la última página. Tenía una sonrisa en el rostro.
A juzgar por las evidencias, la abuelita y Dios se entendían de maravilla.
Aquella mañana de martes, contento por estar vivo en la oscuridad que precede al alba, encendí la lámpara de mi mesilla y contemplé el aposento que me servía de dormitorio, sala de estar, cocina y comedor. Si alguien me espera, nunca salgo de la cama hasta comprobar su identidad.
Si algún visitante, benigno o malévolo, pasó parte de la noche viéndome dormir, no se había quedado para charlar a la hora del desayuno.
Me gusta este tipo de estancia. A veces, la simple obligación de ir de la cama al lavabo puede quitar todo el encanto a un nuevo día.
Sólo Elvis estaba allí, con su collar hawaiano de orquídeas, sonriendo y apuntándome con el dedo, como si la mano fuese una pistola amartillada.
Aunque me agrada vivir sobre mi garaje privado para dos coches, y aunque mis aposentos me parecen acogedores, sé que Architectural Digest jamás les dedicará una exclusiva fotográfica. Si alguno de los que buscan lugares con encanto para esa revista viera mi alojamiento, es probable que observase en tono desdeñoso que la segunda palabra del nombre de la revista quiere decir «escogida» y no «indigesta».
La figura de cartón de Elvis, de tamaño natural, era parte de la decoración del vestíbulo de un cine para promocionar Amor en Hawai. Estaba donde la dejé antes de dormirme. A veces se mueve, o la mueven durante la noche.
Me di una ducha con jabón de melocotón y champú también de melocotón, regalos de Stormy Llewellyn. En realidad, su nombre de pila es Bronwen, pero a ella le parece más un nombre de elfo.
Mi verdadero nombre de pila es Raro.
Según mi madre, se trata de un error nunca corregido en mi certificado de nacimiento. A veces me dice que mi nombre debía haber sido Todd. Otras, asegura que Dobb, por un tío checoslovaco.
Mi padre afirma que siempre tuvieron intención de llamarme Raro, aunque no me dice por qué. Señala, además, que no tengo ningún tío checoslovaco.
Mi madre insiste con vigor en la existencia de tal tío, aunque se niega a explicar por qué nunca los conocí ni a él ni a su hermana Cymry, con quien se supone que está casado.
Aunque mi padre reconoce la existencia de Cymry, dice tener la certeza de que jamás se casó. Asegura que es una mujer anormal, aunque no sé qué quiere decir con eso, pues se niega a dar más explicaciones.
Mi madre se enfurece ante la sugerencia de que su hermana padece algún tipo de anomalía. Afirma, con cierto misterio, que Cymry es un regalo de Dios; pero, aparte de eso, se niega a comentar nada sobre el asunto.
Encuentro que es más fácil vivir con el nombre de Raro que ponerlo en cuestión. Cuando tuve la edad suficiente como para darme cuenta de que era un nombre poco común, ya me sentía cómodo con él.
Stormy Llewellyn y yo somos más que amigos. Creemos que somos una pareja espiritual.
Para empezar, tenemos la tarjeta de una máquina, de las que dicen la buenaventura en las ferias, que afirma que estamos destinados a permanecer juntos para siempre.
También tenemos en la piel manchas de nacimiento idénticas.
Al margen de tarjetas y marcas, la amo con locura. Saltaría desde un acantilado si ella me lo pidiese. Claro que antes debería comprender en qué razonamiento basa tal solicitud.
Por fortuna para mí, Stormy no es de las que piden cosas de ese tipo a la ligera. No espera que los demás hagan algo que ella misma no esté dispuesta a hacer. Cuando nada entre corrientes traicioneras, se mantiene a flote, firme, gracias a un ancla moral del tamaño de un buque.
En una ocasión se pasó un día entero pensando si debía quedarse cincuenta centavos que había encontrado en la ranura de devolución de monedas de un teléfono público. Finalmente los envió por correo a la compañía telefónica.
Volviendo un instante a lo del acantilado, no quisiera que parezca que le temo a la muerte. Lo que pasa es que no estoy listo para citarme con ella.
Oliendo a melocotón, como le gusta a Stormy, sin temerle a la muerte, tras comer un bollo de arándanos y despedirme de Elvis con las palabras «Me estoy ocupando de los negocios», en una pésima imitación de su voz, parto hacia mi trabajo en Pico Mundo Grille.
A pesar de que el alba acababa de despuntar, ya había cuajado en una dura yema amarilla sobre el horizonte.
El pueblo de Pico Mundo está en esa parte sur de California en la que uno nunca olvida que en realidad se trata de un desierto, a pesar del agua que suministra el sistema de acueductos del Estado. En marzo nos asamos. En agosto, que es el mes en que esta historia transcurre, nos chamuscamos.
El océano queda tan al oeste que para nosotros no es más real que el Mar de la Tranquilidad, esa vasta y oscura planicie lunar.
En ocasiones, cuando excavan para erigir un nuevo barrio de casas hechas en serie, los constructores tropiezan en lo más profundo con ricas vetas de conchas marinas. Alguna vez, en la antigüedad, las olas lamieron estas costas. Ya no.
Si te colocas una de esas caracolas en el oído, no oirás el romper de las olas, sino sólo el gemido de un viento seco. Es como si la concha hubiera olvidado sus orígenes.
Al pie de los escalones exteriores que bajan de mi pequeño apartamento a la calle, Penny Kallisto aguardaba como una concha sobre una playa. Llevaba zapatillas de tenis rojas, pantalones cortos blancos y una blusa también blanca, sin mangas.
Por lo general, Penny no padecía en modo alguno la desesperanza preadolescente a la que tantos chavales sucumben en estos tiempos. Era una muchacha de doce años entusiasta, extrovertida, de risa fácil.
Sin embargo, aquella mañana tenía un aire solemne. Sus ojos azules se oscurecían como le ocurre al mar cuando pasa una nube.
Miré hacia la casa, a quince metros de allí, donde mi arrendadora, Rosalía Sánchez, aguardaba a que fuera a confirmarle de un momento a otro que ella no había desaparecido durante la noche. Verse en el espejo no le resultaba suficiente para librarse de ese temor.
Sin decir palabra, Penny volvió la espalda a las escaleras y se dirigió hacia la fachada principal.
Como telares que tejieran los rayos de sol con sus propias siluetas, dos enormes robles californianos urdían velos de oro y púrpura y los tendían sobre el sendero de entrada.
Penny pareció resplandecer y oscurecerse cuando atravesó ese intrincado encaje de luz y penumbra. Un negro manto de sombras ocultó el brillo de su cabello rubio, cambiando su elaborado diseño a medida que ella se movía.
Temeroso de perderla, me apresuré a bajar el último peldaño y la seguí. La señora Sánchez tendría que esperar y aguantar su preocupación.
Seguí a Penny hasta el bebedero de pájaros que se alza sobre la parcela de césped situada frente a la casa, junto al camino de entrada. En torno a la base del pedestal sobre el que descansa el recipiente, Rosalía Sánchez ha dispuesto una colección de conchas marinas, de todas las formas y tamaños, sacadas de las colinas de Pico Mundo.
Penny se inclinó, escogió un espécimen del tamaño de una naranja, se incorporó y me lo tendió.
Tenía forma de caracola. La áspera superficie era marrón y blanca; el pulido interior, de un brillante color rosa perlado.
Ahuecando la mano derecha como si aún sujetase la concha, Penny se la llevó al oído. Ladeó la cabeza para escuchar, indicándome así lo que quería que hiciera.
Cuando me llevé la concha al oído, no oí el mar. Tampoco el melancólico viento del desierto que antes mencioné.
En cambio, de la concha salió el áspero resuello de una bestia. El ritmo urgente de una necesidad cruel, el gruñido de un loco deseo.
Allí, en el desierto estival, el invierno entró en mi sangre.
Cuando, por mi expresión, vio que había oído lo que quería que oyera, cruzó el césped hasta alcanzar la acera. Se quedó parada en el bordillo, mirando hacia el extremo occidental de Marigold Lane.
Dejé caer la concha, fui adonde estaba ella y esperé a su lado.
El mal se acercaba. Me pregunté qué rostro tendría.
Esa calle está bordeada de laureles de Indias. En algunos puntos, sus grandes y nudosas raíces superficiales han resquebrajado la tierra venciendo al cemento.
No se movía nada. El aire estaba en absoluta calma. No se agitaba ni una hoja. La mañana era tan inquietantemente silenciosa como lo será el alba del día del Juicio Final, un instante antes de que el cielo se abra.
Como la de la señora Sánchez, la mayor parte de las casas del vecindario son de estilo Victoriano, de fachadas recargadas en diversos grados. Cuando Pico Mundo se fundó, en 1900, muchos de sus residentes eran inmigrantes de la Costa Este, y preferían arquitecturas acordes con aquella distante, fría y húmeda región.
Tal vez creyeron que podían llevar al reseco valle sólo las cosas que amaban y dejar atrás todo lo feo.
Sin embargo, no somos una especie capaz de escoger el equipaje con el que debemos viajar. Por buenas que sean nuestras intenciones, siempre descubrimos que, al final, hemos cargado una o dos maletas llenas de oscuridad y desdicha.
Durante medio minuto, el único movimiento perceptible fue el de un halcón que planeaba en lo alto, que se atisbaba entre las ramas del laurel.
Aquella mañana, el halcón y yo éramos cazadores.
Penny Kallisto debió de notar mi temor. Me cogió la mano.
Agradecí su bondad. Me sujetaba con firmeza, y su mano no estaba fría. Su fuerza espiritual me dio coraje.
Como el coche venía en punto muerto, rodando a sólo unos pocos kilómetros por hora, no oí nada hasta que dio la vuelta a la esquina. Cuando reconocí el vehículo, sentí una tristeza tan grande como mi miedo.
El Pontiac Firebird 400 de 1968 había sido restaurado con sumo cuidado. Aquel descapotable de dos puertas, de color azul, parecía deslizarse hacia nosotros con los neumáticos suspendidos un milímetro sobre el asfalto, centelleando como un espejismo en el calor de la mañana.
Harlo Landerson y yo habíamos asistido juntos a la escuela secundaria. Durante los años de estudios, Harlo reconstruyó el coche a partir de los ejes, hasta que estuvo tan flamante como en otoño de 1967, cuando salió por primera vez a la venta.
Modesto, un poco tímido, Harlo no había trabajado en el coche con la esperanza de que fuera un imán para las chicas, ni para que los que le consideraban soso cambiaran de idea y lo tuvieran por el más enrollado del grupo. Carecía de ambiciones sociales. Nunca se había hecho ilusiones sobre sus posibilidades de ascender alguna vez por encima de los peldaños más bajos del sistema de castas del instituto.
Con su motor de ocho cilindros y trescientos treinta y cinco caballos, el Firebird podía acelerar de cero a cien kilómetros por hora en menos de ocho segundos. Pero Harlo no era un loco de las competiciones callejeras; tener un vehículo capaz de correr así no era motivo de especial orgullo para él.
Había dedicado mucho tiempo, trabajo y dinero al Firebird porque le encantaban su eficacia y la belleza de su diseño. Era una tarea emprendida desde el corazón, una pasión casi espiritual por su pureza e intensidad.
Yo a veces pensaba que el Pontiac representaba un papel tan importante en la vida de Harlo porque no disponía de nadie a quien darle el amor que profesaba al coche. Su madre murió cuando tenía seis años. Su padre era un mal borracho.
Un automóvil no puede devolver el amor que le das. Pero si estás lo suficientemente solo, tal vez puedas confundir con afecto el brillo de los faros, el lustre de la pintura y el ronroneo del motor.
Harlo y yo no habíamos sido muy amigos, aunque teníamos buena relación. Me caía bien. Era callado, pero eso era preferible a los alardes y fanfarronadas que muchos chavales empleaban para ganarse una posición social en clase.
Penny Kallisto seguía junto a mí cuando levanté la mano izquierda para saludar a Harlo.
El chico trabajaba mucho desde los tiempos del instituto. De nueve a cinco descargaba camiones en Superfood y transportaba los productos de los almacenes a las estanterías. Y antes, desde las cuatro de la mañana, repartía cientos de periódicos por las casas de la zona este de Pico Mundo. Una vez a la semana también entregaba, esta vez en todas las viviendas del pueblo, una bolsa de plástico repleta de folletos publicitarios y cupones de descuento.
Aquella mañana sólo distribuía periódicos, que lanzaba con una sacudida de muñeca, como si cada uno fuera un bumerán. Los ejemplares, plegados y embolsados, de la edición del martes del Maravilla County Times giraban en el aire y aterrizaban con un golpe sordo en el sendero o en la puerta, según lo prefiriera cada suscriptor.
Harlo venía desde el final la calle. Cuando llegó a la casa ubicada frente a la mía, frenó el Pontiac, que iba en punto muerto.
Penny y yo cruzamos y nos acercamos al coche.
—Hola, Raro —dijo Harlo—. ¿Cómo te encuentras en este hermoso día?
—Sombrío —repuse—. Triste. Confundido.
Frunció el ceño, preocupado.
—¿Algo va mal? ¿Puedo hacer algo por ti?
—Ya lo hiciste —respondí.
Solté la mano de Penny, metí el brazo por la ventanilla del copiloto, apagué el motor y quité la llave del contacto.
Harlo, sobresaltado, quiso recuperar la llave, pero no pudo.
—Eh, Raro, nada de juegos, ¿vale? Voy apurado de tiempo.
No oí la voz de Penny, pero debió de hablarme en el rico, aunque silencioso, idioma del alma.
Lo que le dije a Harlo Landerson era la esencia de lo que la muchacha me reveló.
—Llevas su sangre en el bolsillo.
Un inocente se habría desconcertado ante mi afirmación. Harlo se me quedó mirando. De pronto, sus ojos eran como los de un búho, dilatados, no por la sabiduría, sino por el miedo.
—Esa noche —dije— llevaste tres cuadraditos de fieltro blanco.
Manteniendo una mano sobre el volante, Harlo desvió los ojos y miró hacia delante, a través del parabrisas, como si pretendiera mover el Pontiac con su simple fuerza de voluntad.
—Después de usar a la niña, impregnaste un poco de su sangre de virgen en los trozos de fieltro.
Harlo se estremeció. Se le enrojeció el rostro, tal vez por la vergüenza.
La angustia me enronqueció la voz.
—Al secarse, se pusieron rígidos y oscuros, quebradizos como galletas.
Su estremecimiento creció hasta volverse un violento temblor.
—Siempre llevas uno contigo. —La emoción volvía ahora trémula mi voz—. Te gusta olerlo. Oh, Dios, Harlo. A veces te lo pones entre los dientes. Y lo muerdes.
Abrió de golpe la puerta y salió corriendo.
No soy la ley. No me tomo la justicia por mi mano. No soy la venganza hecha hombre. En realidad, no sé qué soy, ni por qué.
Sin embargo, en momentos así no puedo evitar actuar. Me embarga una suerte de locura, y mi sentido del deber se vuelve tan fuerte como mi deseo de que este decadente mundo regrese a su estado de gracia.
Cuando Harlo salió corriendo del coche, bajé la vista hacia Penny Kallisto y vi las marcas de ligaduras que tenía en el cuello, que no eran visibles cuando se me apareció por primera vez. La profundidad de la laceración que había producido en su carne el trapo revelaba la excepcional furia con que la había estrangulado hasta matarla.
La compasión me desgarró, y fui tras Harlo Landerson, por quien no sentía compasión alguna.