LA página más gloriosa de la leyenda de Arturo Adragón, rey de Arquimia y jefe del Ejército Negro, empezó a escribirse el día en que, a pesar de su ceguera, partió en busca de Arquitamius para que le ayudara a resucitar a Émedi y a Alexia.
Después de la encarnizada batalla de Demónika, Arturo había caído en un oscuro pozo, repleto de recuerdos tenebrosos, y se había encerrado en sí mismo. Allí pasaba horas luchando contra sus propios fantasmas, con los que mantenía una dura contienda.
El joven caballero partió en compañía de Crispín, su fiel escudero.
Siguiendo el consejo de Arquimaes, ambos cabalgaron hacia el Sur, hasta que llegaron a un territorio conocido como Tierra de Fuego, que formaba parte del reino de Rugiano.
Una noche, después de una dura jornada, acamparon al abrigo de una formación rocosa que ofrecía una protección excelente.
—Esta tierra está maldita —advirtió Crispín—. El cielo está oscuro, la luna apenas se distingue y las estrellas están escondidas.
—Ya no importa —respondió el caballero Adragón, con un tono de amargura—. Mis estrellas son Alexia y Émedi, y temo que nunca volveré a verlas.
—Encontraremos a Arquitamius. El te las devolverá y te dará la luz que necesitas.
—Será difícil encontrarlo en estas condiciones. Tierra de Fuego es un verdadero infierno. Y por si fuera poco —añadió Arturo—, dicen que el rey Rugiano está sediento de sangre.
—Nuestra misión no es sencilla —reconoció Crispín—. Pero la llevaremos a cabo.
Después de cenar, se acostaron bajo el techo de piedra junto a una hermosa fogata y se envolvieron con gruesas mantas para protegerse del intenso frío de la noche.
—¿Qué haces, Crispín? —preguntó Arturo—. ¿A qué se debe ese ruido que nos acompaña cada noche?
—Estoy tallando una espada de madera —explicó el muchacho—. Es una copia de la que Arquimaes te regaló.
—¿Estás haciendo una réplica de la espada alquímica? Déjame tocarla. A ver si soy capaz de reconocerla.
Arturo cogió la talla con la mano derecha y pasó sus dedos por la empuñadura.
—Es una obra de arte. La cabeza de Adragón es perfecta. ¿Para qué la quieres?
—Algún día espero ser caballero, como tú. Y formar parte del Ejército Negro. Esta espada tallada me da esperanzas.
—Lo serás antes de lo que imaginas. Has crecido mucho y has aprendido las artes de la caballería. Ten paciencia.
—Sí, Alexander de Fer me enseñó…
Crispín se calló de golpe. Acababa de nombrar al traidor que Arturo odiaba con toda su alma.
—Perdona, Arturo. He hablado más de la cuenta.
—Sé que no lo has hecho a propósito —le disculpó—. Duerme tranquilo.
El escudero se recostó bajo la manta y se quedó quieto, mientras observaba en silencio cómo el joven caballero se disponía a dormir. Arturo, pese a vivir inmerso en la oscuridad, no podía conciliar el sueño. El nombre de Alexander le había despertado dolorosos recuerdos.
Se quitó la máscara de plata que Arquimaes le había prestado para ocultar su rostro quemado. Mientras la guardaba en la bolsa de piel, recordó, entre otros, a Alexia, Demónicus, Demónicia y Alexander. Todos vagaron como espectros enfurecidos en su desbordante imaginación.
Absolutamente agotado, Arturo cayó en la liberadora inconsciencia del sueño y entró en el mundo de la fantasía. Se hundió en un abismo profundo, donde los fantasmas convivían con los recuerdos, y durmió algunas horas, intranquilo y nervioso, bajo la mirada protectora de Crispín.
Al día siguiente siguieron su camino bajo una intensa lluvia. Arturo, que seguía perdido en sus recuerdos, parecía ausente.
—Anoche te oí hablar con alguien a quien querías mucho —dijo por fin el escudero.
—Lo habrás soñado.
—Hablabas mientras dormías —insistió Crispín—. Estoy seguro.
—¿Con quién?
—Con tu madre…
—Es lógico… —reconoció Arturo—. ¿Tú no hablas nunca con la tuya?
—Apenas la conocí. Pero, es verdad, a veces necesito hablar con ella.
—Todo el mundo habla con sus seres queridos. ¿Qué le pides a tu madre, Crispín?
—Le ruego que ayude a mi padre, ahora que ha perdido el brazo; y también que le dé fuerzas para seguir adelante.
—Es posible que yo también le pida algo a la mía.
—Puedes pedirle que nos envíe una pista para encontrar a Arquitamius. Nos ayudaría.
Arturo sonrió.
—Lo tendré en cuenta. Le rogaré que nos envíe un mapa para localizarle… Se lo diré de tu parte.
* * *
Muy lejos, el Ejército Negro caminaba trabajosamente bajo una densa lluvia que dificultaba su marcha. El caballero Leónidas, que sustituía a Arturo, iba en cabeza. Más atrás, Arquimaes vigilaba los dos carros que transportaban los ataúdes de Alexia y Émedi, caídas durante la batalla de Demónika. La reina había muerto a manos de la princesa Alexia, quien, a su vez, había sido asesinada por Demónicia, su propia madre. Las dos muertes habían supuesto un drama tanto para Arquimaes como para Arturo.
Los Émedianos se dirigían ahora hacia Ambrosia. Allí Arquimaes protegería los cuerpos sin vida de Émedi y Alexia de cualquier ataque imprevisto por parte de los demoniquianos o de la propia Demónicia, que había jurado venganza.
El alquimista tenía intención de esconder ambos cuerpos en las profundidades de la gruta de las rocas negras, donde estarían a salvo.
Ahora, después de la conquista de la fortaleza demoniquiana, y tras haber ayudado a Arturo a penetrar en ella, Rías se encontraba solo y abandonado. Tenía que hacer algo con su vida, y quizá por eso empezó a acariciar la idea de trabajar con el alquimista.
* * *
Arturo y Crispín vagaron durante muchos días en busca de alguna pista que pudiera llevarles hasta Arquitamius, pero siempre encontraban las mismas respuestas.
La búsqueda empezaba a ser desalentadora y estaban a punto de perder la confianza. Pero un día, casi de casualidad, un estrecho sendero les condujo hasta un pequeño valle donde reinaba un silencio sepulcral. Ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros.
—Extraño lugar —comentó Arturo—. Nunca he estado en un sitio tan silencioso. Tengo un mal presentimiento.
—Ojalá encontremos algún poblado —respondió Crispín—. Necesitamos provisiones. Además, está anocheciendo y va a haber tormenta.
Siguieron el camino que se internaba en un bosque hasta que, entre la vegetación, se toparon con un hombre que cuidaba ovejas.
—¿Podéis indicarnos un lugar para pernoctar? —le preguntó Crispín—. ¿Hay algún pueblo cercano?
—Al final de este sendero hay un villorrio. Pero no es recomendable. ¡Está embrujado!
—¿Cómo se llama ese poblado?
—Nadie recuerda su verdadero nombre. Ahora lo llaman Boca del Diablo —respondió el hombre—. La miseria se ha apoderado de él, lo han maldecido. Se ha convertido en la escoria del reino de Rugiano. La tierra tiembla, está hendida y sus grietas arrojan fantasmas y monstruos. ¿Lo veis allá abajo?
Escudriñando entre los árboles, Crispín distinguió los tejados del pueblo, compuesto por una treintena de casas.
—No es un buen día para visitarlo. Por vuestro propio bien, os aconsejo que deis un rodeo. He oído gritos durante toda la noche. Es un mal augurio —añadió el pastor.
—Gracias por vuestro consejo, buen hombre, pero no tememos a fantasmas ni a hechiceros —respondió Arturo, espoleando a su caballo.
El pastor observó cómo los dos jinetes se alejaban pendiente abajo. Cuando los perdió de vista, volvió a lo suyo y reagrupó a sus ovejas, que se habían esparcido más de la cuenta.
—¡Volved aquí! —gritó—. ¡Venid a mi lado antes de que los fantasmas de esta tierra maldita acaben con nosotros!
Cuando se acercaban a las primeras casas, Crispín se dio cuenta de que pasaba algo inusual.
—Creo que hay soldados, Arturo —advirtió el escudero—. Me parece que no llegamos en buen momento.
—Cuéntame todo lo que veas —le pidió el caballero ciego.
Llegaron a la plaza del pueblo, donde se llevaba a cabo un espectáculo estremecedor: sobre una pila de ramas y encadenada a un poste de madera, se encontraba una muchacha ensangrentada. A su lado, un verdugo que sujetaba una gran antorcha, estaba dispuesto a prender la pira en cuanto le dieran la orden. Cerca de treinta soldados rodeaban a la joven con las lanzas preparadas, listos para impedir la intervención de los habitantes de Boca del Diablo. Montado en un caballo, provisto de cota de malla, el capitán Voracio gritaba:
—¡Esta prisionera ha sido hallada culpable de prestar ayuda a los alquimistas! ¡La tierra se mueve por culpa de sus hechizos! ¡Atrae a esos seres que salen de los agujeros del infierno! ¡Ha enviado sortilegios oscuros contra nuestro rey Rugiano!
La mujer tenía la cara amoratada y presentaba signos de haber sido torturada. Tenía la ropa destrozada y la mirada extraviada. Apenas se sostenía en pie. Crispín aprovechó la pausa del oficial para describirle a Arturo los pormenores.
—¡Por eso, esta bruja está condenada a morir en la hoguera! —añadió el capitán—. ¡Será quemada viva por bruja!
La fiel descripción que Crispín hacia de aquella escena y los gritos que llegaban hasta sus oídos, despertaron un violento recuerdo en la mente de Arturo. Para él, aquella mujer a la que estaban a punto de ajusticiar hacía las veces de Alexia. Rememoró cómo, meses atrás, en la ciudad de Orinox, la había liberado instantes antes de que falleciera asfixiada Y se irritó.
—¡Si alguien quiere defenderla o avalar su inocencia, puede hacerlo ahora! —gritó Voracio, convencido de que nadie osaría salir en su apoyo.
No se alzó ni una sola voz.
—¡Verdugo, preparado!
—¡Un momento! —gritó Arturo, mientras levantaba la mano derecha—. ¡Yo respondo por ella!
El capitán, que estaba a punto de dar la orden al verdugo, se quedó de piedra.
—¿Qué? ¿Quién osa interrumpir una acción de justicia de los soldados del rey?
—¡Yo, señor! Me llamo Arturo Adragón y quiero conocer las pruebas que condenan a esta mujer a la hoguera.
—¿Por qué ocultáis vuestro rostro tras una máscara? ¿Acaso sois un perseguido de la justicia?
—Soy un caballero y no tengo nada que ocultar —respondió Arturo—. ¡Mostradme esas pruebas!
Un rumor se extendió entre la pequeña población. El inesperado incidente podía traer malas consecuencias al pueblo entero.
—¡Ella provoca temblores de tierra con la ayuda de los alquimistas! —gritó el capitán, visiblemente irritado—. ¡Hemos examinado las pruebas y la hemos hallado culpable! ¡Debéis saber que estáis a punto de hacerle compañía, caballero Adragón!
—¡Quiero que la soltéis ahora mismo! —ordenó Arturo.
—¿Con qué fuerzas contáis para hablar así?
—¡Con las que mi nombre indica! ¡Y con mi espada!
—¡Y con mi maza! —añadió Crispín.
—¡Sargento! ¡Detened a estos dos cómplices de la condenada y atadlos junto a ella!
Arturo desenfundó su espada y preparó su escudo. Crispín, a su izquierda, armado con su maza, adoptó una posición de combate.
—Solo son unos treinta soldados —explicó el joven escudero—. Y un verdugo… Y el capitán…
—No permitiremos que ajusticien a esa chica en nuestra presencia. ¿Verdad, Crispín?
—No, mi señor. No lo permitiremos.
El sargento, acompañado de diez hombres, se acercó a los extranjeros, con las lanzas dispuestas para ensartarlos si se resistían.
—¡Podéis elegir, caballeros! —dijo—. ¡O bajáis de los caballos ahora mismo o pido a mis hombres que os obliguen!
—¡Venid vos mismo a cumplir esa amenaza! —le retó Arturo.
—¡No queremos matar a nadie! —le avisó Crispín—. ¡Es mejor que soltéis a esa mujer, tal y como mi señor os ha ordenado!
—¡Solo cumplimos órdenes del rey! —respondió el capitán—. ¡Rendíos ahora mismo!
Los soldados dieron un paso adelante y la espada alquímica describió un tajo rasante que cortó la punta de dos lanzas. Mientras, la maza de Crispín golpeaba la mano de un soldado que se había aproximado demasiado.
—¡Vamos! —ordenó el sargento—. ¡A por ellos!
Los soldados, que conocían y temían la ferocidad de su capitán, se lanzaron con decisión contra los dos extraños, convencidos de que acabarían con ellos sin problemas. Arturo y Crispín hicieron avanzar sus caballos y obligaron a los soldados a separarse, lo que les hizo perder confianza en sí mismos. Entonces, empezó la lucha.
A pesar de que estaban en inferioridad de condiciones, Arturo y Crispín hicieron retroceder a sus enemigos. El sargento llamó a otros seis soldados que abandonaron la protección de la hechicera y se abalanzaron con arrojo hacia los dos intrusos.
Arturo y Crispín se habían limitado a mantenerlos a distancia; no querían matar a nadie, pero tampoco estaban dispuestos a morir. Un soldado temerario fue atravesado por la espada de Arturo y otros dos cayeron al suelo tras recibir el mamporro de la maza del escudero. Los soldados, que vieron a sus compañeros envueltos en sangre, se enfurecieron.
—¡Matadlos! —ordenó el capitán—. ¡Matad a esos dos!
Arturo arremetió con más fuerza, acabando, inexorablemente, con la vida de otros dos. Crispín terminó con un tercero.
Como las cosas no le iban bien, el capitán Voracio tomó una horrible decisión:
—¡Verdugo! ¡Lanza la antorcha! ¡Quema a esa hechicera! ¡No la liberarán!
El verdugo cumplió la orden y arrojó la antorcha a los pies de la prisionera. En pocos segundos, la mujer estaba envuelta en llamas y un humo negro la rodeaba. Seguramente, moriría asfixiada.
—¡Mi señor, han encendido la pira! —gritó Crispín—. ¡Hay que liberarla!
—¡Adragón! —gritó Arturo, mientras separaba ligeramente la máscara de su rostro para facilitar su salida—. ¡Sálvala!
Mientras la gente se preguntaba qué ocurría en la frente del caballero de la máscara, el dragón se despegó y emprendió el vuelo. Unos creyeron ver un espejismo; otros, que se había interpuesto un pájaro, pero algunos supieron de inmediato que se trataba de hechicería.
—¡Eres un brujo! —gritó el capitán, al observar cómo el pájaro negro volaba hacia la mujer, que estaba a punto de ser envuelta por las llamas—. ¡Acabarás en la hoguera, como ella!
—¡Soy un caballero protegido por el Gran Dragón! —respondió furioso Arturo—. ¡Soy un caballero que no mata mujeres!
Adragón se había acercado a la prisionera. Con los dientes, había retorcido las cadenas hasta hacerlas añicos. Crispín se dio cuenta de que la chica iba a perder el conocimiento de un momento a otro, así que dirigió su caballo hasta donde ella se encontraba. Cuando llegó a la pira, desmontó, se adentró en el fuego y la cogió en brazos. Los soldados que le perseguían, admirados por su valor, bajaron las armas. Pero Voracio les presionó para que siguieran adelante.
—¡Matadlos y arrojadlos al fuego! —ordenó—. ¡Quiero ver cómo arden!
—¡Capitán! —gritó Arturo—. ¡Ven a por mí, si te atreves! ¡Ven!
Crispín depositó a la joven en el suelo mientras Adragón mantenía a raya a los soldados. Éstos, que aún estaban desconcertados, no se atrevían a acercarse al dragón negro que, mostrando sus dientes, les impedía el paso. El sargento Simbolius trataba de taponar el tajo que Arturo había abierto en su brazo.
—¡Voy por ti, maldito entrometido! —gritó el capitán, que no podía rehusar la invitación de Arturo—. ¡Acabaré contigo!
—¡No eres capaz de matar a un hombre armado, miserable! —respondió Arturo, mientras agudizaba todos sus sentidos para tratar de calcular a qué distancia se encontraba y cuáles eran los movimientos de su adversario.
Ambos cruzaron las espadas con gran estruendo. El oficial, de manera fortuita, golpeó la máscara de Arturo. Cuando ésta cayó al suelo, su sonido metálico retumbó sobre las piedras.
La cara de Arturo quedó al descubierto y un clamor de asombro se extendió por toda la plaza. La gente le miraba aterrorizada. ¡El caballero negro no tenía ojos! ¡Un hombre ciego que luchaba con semejante destreza tenía que ser, a la fuerza, maléfico!
Superando la repulsión que el rostro de Arturo le producía, el oficial arremetió con más fuerza. Los aceros lanzaban chispas debido a la dureza con la que se libraba el combate.
El capitán notó una fuerte punzada y se preocupó. ¡Arturo acababa de romperle su poderosa cota de malla y le había rasgado el costado!
—¡Vas a morir, perro! —exclamó Voracio, agitando su espada con más furia que habilidad—. ¡Nadie hiere a un capitán del rey!
—¡Inténtalo, capitán! —rugió Arturo, enfurecido por el innoble acto de ordenar al verdugo que matase a la chica.
Arturo le hizo creer que solo manejaba la espada con destreza por el lado derecho. El torpe oficial se confió y poco después recibió un mandoble desde la izquierda que le rajó el cuello. Al principio se quedó paralizado, pero poco a poco su cuerpo empezó a perder el equilibrio y se cayó del caballo, produciendo un gran ruido al golpear el suelo empedrado de la plaza. El sargento acudió presto en ayuda del oficial, pero el capitán Voracio ya estaba muerto. Todos los soldados se quedaron quietos, a la espera de órdenes. Ninguno estaba dispuesto a poner su vida en peligro, a menos que les obligaran a hacerlo.
Entonces, la tierra tembló.
Me llamo Arturo Adragón y siempre he vivido en la Fundación, una gran biblioteca medieval que pertenece a mi familia desde hace cientos de años. Ahora, mientras mi padre está en el hospital, vivo en casa de Metáfora…
ACABO de despertarme y trato de situarme en la realidad que, como no es muy estimulante, hace que volver de mis ensoñaciones me resulte muy difícil. Espero no estar volviéndome loco, como mi abuelo.
Tengo la cabeza llena de batallas medievales, secuestros, traiciones, asesinatos, hechicería y desesperación… Creo que Arturo Adragón, el personaje de mis sueños, está peor que yo.
Metáfora me enseñó anoche su cuerpo lleno de letras, que son iguales que las mías. A pesar de mis preguntas, no he conseguido averiguar su procedencia. Ni ella misma lo sabe.
Ahora, mientras desayunamos, planeamos ir al hospital a hacer una visita a papá y a Norma. Con solo pensar en lo cerca que ha estado de la muerte, me tiemblan las piernas.
—Estoy preocupado —digo mientras abro una caja de donuts—. Hace tiempo que no sabemos nada del general Battaglia.
—Seguro que está bien —responde Metáfora, a la vez que me sirve un café—. Cualquier día aparecerá por aquí. Ya lo verás.
—Tienes razón, pero a veces echo de menos sus consejos.
—Lo sé, Arturo, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados, esperando. Tenemos que seguir con nuestros asuntos. ¿Te parece que después del hospital pasemos por el cementerio? La búsqueda de la tumba de mi padre me está quitando el sueño.
—Tranquila, daremos con ella, te lo prometo.
Metáfora me mira agradecida y me toma de la mano.
—Bueno, y de tu amigo Horacio, ¿qué me cuentas? —bromeo para quitar un poco de hierro al asunto.
—¡Sabes perfectamente que no quiero nada con él! —dice mientras se hace la enfadada. Ella también está de broma.
—Anda —digo con una sonrisa de oreja a oreja—, pues bien que le utilizaste para ponerme celoso.
—¡Y tú coqueteabas con Mireia! ¿O no te acuerdas?
Estoy a punto de seguir con el pique, pero suena el timbre de la puerta.
—¡Qué raro! ¿Quién puede ser a estas horas? —dice Metáfora mientras se levanta.
Abre la puerta y escucho la voz de un hombre.
—¿Vive aquí Arturo Adragón?
—Sí, ¿qué quieren?
—¿Está aquí ahora?
—Sí, pero…
Es extraño que alguien venga a buscarme aquí. Casi nadie sabe que vivo en esta casa. Como no sea alguien del instituto…
—Arturo, ¿puedes venir un momento, por favor? —me pide Metáfora.
Me acerco a la puerta, donde dos agentes de policía uniformados esperan con un papel en la mano.
—¿Arturo Adragón? —pregunta uno.
—Sí, soy yo.
—¿Puede venir con nosotros a comisaría? El inspector Demetrio quiere hablar con usted.
—¿Tan urgente es?
—Tiene que acompañarnos ahora —dice el otro agente, agitando una hoja—. Tenemos una orden de detención contra usted.
Metáfora y yo nos miramos sin comprender nada.
—Yo no he hecho nada…
—Tenemos que llevarle a comisaría —interviene cortante el primer policía—. O viene por las buenas o le llevamos esposado. ¿Qué prefiere?
—Vamos, yo te acompaño —dice Metáfora—. Ya habrá tiempo de aclarar este embrollo.
—No lo entiendo —refunfuño—. No hay motivos.
—Tenga cuidado con lo que dice —me advierte el segundo agente—. Es mejor que se mantenga en silencio. En comisaría podrá decir todo lo que quiera.
—Metáfora, llama a Adela —le sugiero—. Que venga a buscarme.
* * *
El comisario Demetrio me mira como si yo fuese culpable de todo lo peor que ocurre en el mundo. Hay mucho desprecio en su mirada.
—El señor Stromber te ha denunciado por amenazas —dice, mostrando una carpeta de documentos—. Tiene testigos que aseguran que le has amenazado de muerte.
—Eso es una tontería —digo—. Yo no he amenazado a nadie. ¡Miente!
—Tengo dos alternativas. O te encierro hasta que te juzguen o te dejo en libertad bajo la promesa de que no volverás a acercarte a él.
—También puede pedir una orden de alejamiento en sentido contrario, para que él no se acerque a la Fundación… o lo que queda de ella.
—Arturo, no estás en condiciones de ser sarcástico. Esta denuncia te puede costar cara —advierte en plan paternalista.
—Usted sabe muy bien que esa acusación es una falsedad —respondo—. Yo no he hecho esa amenaza ni ninguna otra.
—Tú nunca sabes nada —dice en tono irónico—. ¿A que tampoco has oído hablar de la explosión de un coche que se produjo en la zona residencial hace unas noches? ¿Verdad que no sabes nada?
—Comisario, no querrá responsabilizarme de todo lo que ocurre en Férenix, ¿verdad?
—Férenix se está llenando de maleantes que creen que aquí pueden hacer lo que les venga en gana —responde, tras dar un sorbo a su taza de café—. Pero se equivocan. Férenix aprecia mucho su tranquilidad. Y nadie la pondrá en peligro.
—¿Qué tengo yo que ver con todo eso, inspector?
—¡Te lo voy a explicar! —exclama, removiéndose en su silla—. Últimamente están pasando cosas muy raras. Esa bomba en la Fundación, el coche que explotó… Mi olfato me dice que estás involucrado hasta el cuello en esos sucesos.
—¡Eso es una locura, inspector! ¡Usted delira!
—¡No! ¡Sé lo que digo! ¡Sé lo que pretendes! ¡Menos mal que hay gente como Stromber, Del Hierro y otros que nos han alertado sobre ti y tus amigos!
—¿Amigos? ¿Qué amigos? ¿A quién se refiere? ¿De qué habla?
—No hace falta que disimules conmigo. Lo sabes muy bien… Lo sabes perfectamente.
En ese momento, un agente llama a la puerta.
—Perdone, comisario, pero hay una señorita que quiere entrar. Se llama Adela…
Demetrio sonríe irónicamente.
—Adela Moreno… Sí, ya sé quién es. Dígale que pase.
El agente deja entrar a Adela, que viene hecha una furia.
—¡Quiero ver esa orden de detención! —exclama—. ¡Ahora mismo!
—¿Orden de detención? Usted se equivoca, solo es una citación —explica Demetrio.
—Pero el agente dijo que venían a arrestarme —digo.
—¡Ha abusado usted de su cargo, comisario! —grita Adela—. Voy a quejarme a sus superiores. ¡Hablaré con quien sea necesario!
—Vamos, vamos, no hace falta armar tanto escándalo por un malentendido —responde Demetrio para tranquilizarla—. No se ponga así, señorita Adela. A su jefe, el señor Stromber, no le va a gustar enterarse de que ha entrado usted en mi comisaría de este modo.
—¡Y a nuestros abogados no les va a gustar saber que ha arrestado ilegalmente a un chico! —responde Adela—. ¡Esto le va a costar un disgusto!
—¿Arrestado? Le digo que se equivoca —insiste Demetrio—. Solo quería hacerle algunas preguntas.
—Bueno, ¿qué va a hacer conmigo? ¿Me va a encerrar o qué? —le increpo, deseoso de terminar esta horrible reunión—. ¡Dígamelo ya!
—Te voy a dejar libre. Tus abogados tardarían pocas horas en sacarte de la cárcel. Pero no te vayas del país sin mi permiso. Sabemos lo que pretendes, Arturo Adragón, pero no te lo vamos a permitir. Adiós, señorita Adela. Buenos días.
* * *
Metáfora, Adela, y yo hemos entrado en una cafetería para ordenar nuestras ideas. Patacoja acaba de llegar. Ha venido en cuanto le hemos llamado por teléfono. Pedimos unas consumiciones y esperamos a que nos las sirvan.
—¡Es inaudito! —exclama Adela—. Nunca he visto nada igual. ¡Y encima dice que solo era una citación!
—Yo he oído muy bien cómo el agente decía que era una orden de arresto —explica Metáfora.
—¿Os dieron copia de esa orden? —pregunta Patacoja.
—No, pero…
—Entonces no hay nada que hacer —dice nuestro amigo—. Dirán que lo entendisteis mal.
—Pues yo os digo que vinieron a arrestar a Arturo —insiste Metáfora.
—Eso ahora ya no importa —explica Adela—. Lo que hay que hacer es descubrir a qué viene ese acoso por parte del comisario. Es evidente que persigue algo.
—O que actúa por orden de alguien —digo.
—¿En quién piensas? —pregunta Patacoja.
—En Stromber. Lo ha nombrado. Lo conoce y forma parte de su plan —afirmo—. Estoy seguro de que son amigos y cómplices.
—Pero ¿por qué? —pregunta Adela—. ¿Qué buscan? ¿Qué pretenden? ¿Para qué hacen todo eso?
—Stromber dijo que quería ser Arturo —nos recuerda Patacoja—. Sabemos que quiere ocupar tu lugar.
—Ya, pero eso es una fantasmada. Lo dice en sentido figurado, ya que no puede ser de otra manera —dice Metáfora—. ¿Qué quiere decir eso de que quiere ser Arturo?
—Quiere quedarse con la Fundación —digo escuetamente—. Se refiere a eso.
—La Fundación ya no existe. Seguro que piensa en otra cosa —dice Patacoja.
—A ver, Juan, cariño, ¿a qué otra cosa crees que se puede referir?
—¡El apellido! —exclama de súbito Metáfora—. ¡Quiere quedarse con el apellido Adragón! ¡Eso es lo que quiere!
—Para eso no le hace falta la complicidad de Demetrio —deduce Adela—. Eso es una cuestión legal que se resuelve con abogados, en juicios. ¡Hacedme el favor de no divagar, que nos vamos a volver locos!
—¿Locos? ¿Que vengan dos policías a detenerte es volverse loco? —pregunto.
—Lo que quiero decir es que hay que pensar en cosas concretas —explica Adela—. Stromber quiere algo preciso. Y si Demetrio es socio suyo, tiene que ser por algo tangible, no por un apellido o un trastorno de la personalidad. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Yo sé que Adela tiene algo de razón. Pero ella no sabe lo que nosotros sabemos. Y es muy difícil explicárselo. Si se lo contáramos todo, pensaría que estamos locos.
—Adela, ¿tú crees en la inmortalidad? —le pregunto.
Me mira desconcertada.
EL terremoto llegó acompañado de un ruido estremecedor y, aunque apenas duró unos segundos, el pánico se extendió por doquier. La gente empezó a gritar y a correr; varias personas se pusieron de rodillas para clamar al cielo. Algunos tejados se desprendieron y los caballos, espantados, no dejaban de relinchar.
—¡Es culpa de la bruja! —gritaron.
—¡Y del hechicero ciego!
—¡Malditos sean!
—¡Vamos a morir!
El temblor reavivó los peores temores de los más supersticiosos. La gente del pueblo creía que con la muerte de la muchacha se terminarían aquellas terribles sacudidas. Pero aquella ejecución se impidió con la llegada de Arturo y Crispín.
Cuando todo volvió a la normalidad y la tierra dejó de moverse, Arturo descabalgó y, tras encontrar la máscara de plata, se la volvió a colocar. Después, lentamente, se acercó a Crispín, que se mantenía cerca de la muchacha para protegerla.
—¡Soldados! —exclamó—. ¡Es mejor que os marchéis de aquí! ¡Llevaos a vuestro capitán y a los heridos! ¡La contienda ha terminado!
—Cuando informemos al rey de lo que has hecho, mandará tropas para apresarte —amenazó el sargento Simbolius—. No podrás huir.
—No rehuiré el combate. Pero sabed que vuestro sentido de la justicia deja mucho que desear. ¡No se puede condenar a una persona sin haberla juzgado! ¡Y mucho menos, condenarla a muerte! ¡Ella no puede ser culpable de estos temblores de tierra!
—¡Claro que sí! —gritó una mujer—. ¡Hace pactos con el diablo!
—¡Hay que quemarla o este pueblo desaparecerá!
—¡Quemadla! ¡Quemadla!
Arturo alzó su espada y las voces se acallaron de inmediato.
—¡Nadie va a ser quemado! —advirtió el caballero negro—. ¡No lo permitiré!
Los ánimos se tranquilizaron definitivamente.
—¡Marchaos con vuestros hombres! —ordenó a Simbolius—. ¡Retiraos!
El sargento, que ya había perdido todo el interés por la bruja y por el caballero de la espada invencible, ordenó a sus hombres que recogieran los cuerpos del capitán y de los soldados abatidos, que los cargaran en el carro y que salieran del pueblo.
De repente, un hombre salió de entre la multitud. Muy nervioso, abrazó a la joven, que empezaba a recobrar el sentido.
—¡Amedia, hija! —exclamó el hombre—. ¡Hija de mi vida!
—¡Padre! ¡Padre!
—Tranquila, mi pequeña Amedia, estás a salvo —aseguró el hombre—. Estos caballeros te han salvado.
—¿Te encuentras bien, muchacha? —preguntó Arturo—. ¿Podemos hacer algo por ti?
—Quiero ir a casa. Me duele todo el cuerpo. Apenas tengo fuerzas.
Dédalus —que así se llamaba el padre de la chica— y Crispín la ayudaron a caminar. Cruzaron la plaza y llegaron a las afueras del pueblo, desde donde pudieron ver cómo la caravana de soldados se alejaba lentamente.
—Hemos llegado —indicó Dédalus, señalando una casucha que estaba situada a escasos metros de un cobertizo medio derruido—. Vivimos aquí.
Crispín ató las riendas de los caballos a una argolla que estaba clavada en la pared. Después, los cuatro entraron en la casa.
—Creo que puedo daros algo de comer —ofreció el padre de Amedia.
—Gracias, amigo Dédalus —respondió Arturo—. Ahora, lo importante es que vuestra hija se recupere de las heridas.
Amedia se tumbó en su camastro. Dédalus la examinó.
—Tiene el cuerpo lleno de golpes y latigazos. Está totalmente magullada. Necesita reposo.
—Te recuperarás —la animó Arturo—. ¡Has sido muy valiente!
—Gracias por vuestra ayuda, caballero —respondió la muchacha—. Nadie hubiera hecho eso por mí.
—¿Qué pruebas tenían para acusarte?
—Ninguna. Me dijeron que la gente del pueblo me había denunciado. Aseguran que soy bruja y que mi padre conoce las artes alquímicas. Hace tiempo que nos acusan de ser amigos de los alquimistas.
—¿Es verdad? —preguntó Arturo—. ¿Lo sois?
—Aunque nunca supe su nombre, hace tiempo conocí a uno de ellos, le di abrigo y cobijo —confesó Dédalus—. La gente del pueblo nunca me lo perdonó.
—¿Practicas la alquimia? —le preguntó Crispín.
—Qué va. No sé leer ni escribir —explicó el padre de Amedia—. ¿Cómo voy a practicar un arte cuyos secretos desconozco? Estoy diciendo la verdad. Os lo aseguro.
—Los hechiceros han hecho creer a la gente que los alquimistas son malvados —explicó Amedia.
—Siento que os hayan hecho pagar el precio de esta gran mentira. Espero que podáis recuperaros enseguida —aseveró Arturo—. Y que no hayáis confesado crímenes que no habéis cometido.
—Me torturaron durante horas hasta que me obligaron a decir todo lo que ellos querían oír —reconoció Amedia—. Perdí el conocimiento varias veces. Tengo el cuerpo destrozado.
Esos soldados no se andan con bromas —advirtió Crispín—. Estaban dispuestos a quemaros viva.
—En estos tiempos queman a cualquiera que sea sospechoso de ser amigo de los alquimistas. Dicen que buscan al supuesto sabio que embrujó al rey y que provoca estos extraños temblores de tierra —explicó Dédalus—. Están tan desesperados que han convocado a todos los brujos que puedan eliminar esos hechizos para que devuelvan la normalidad al reino. Odian y temen a los hechiceros, pero los necesitan.
—Sí; con una mano los arrojan a la hoguera y con la otra aceptan su ayuda y usan sus ungüentos curativos —sentenció Crispín—. ¡Es una locura!
—Curiosa manera de solucionar problemas —terció Arturo—. Ahora iodo el mundo busca hechiceros, magos, brujos… y alquimistas.
—¿Vosotros también? —preguntó el padre de Amedia—. ¿Andáis en busca de hechiceros? ¿O sois amigos de los alquimistas?
—Buscamos a un mago que, según dicen, es capaz de recomponer un rostro destrozado como el mío —explicó Arturo—. Necesito encontrarlo.
—Hay muchos magos y hechiceros que podrían haceros ese trabajo, caballero. Y por poco dinero.
—El que yo busco es especial. Me han dicho que podría devolverme la vista —añadió Arturo, sin dar demasiadas pistas.
Amedia hizo un breve silencio. Arturo tuvo la rara impresión de que estaba a punto de decir algo.
—¿Acaso lo conocéis? —preguntó.
—No, pero si lo encontráis mandádmelo, que yo también necesito recomponer este cuerpo maltrecho —bromeó Amedia—. ¿Necesitáis alguna otra cosa?
—Comida —dijo Crispín.
—Y alojamiento para esta noche —añadió Arturo.
—Lo primero os lo podemos dar —aseguró el anciano—. Lo segundo no os conviene. Los últimos viajeros que se alojaron en este pueblo se quedaron para siempre… en el cementerio. Es mejor que os marchéis.
—Solo queremos descansar —repuso Arturo—. Mañana seguiremos nuestro viaje.
—Si descansáis una noche aquí, no continuaréis vuestro trayecto —insistió el hombre—. Eso os lo aseguro.
—¿Qué o quién puede impedírnoslo?
—La noche, caballero de la máscara —respondió Dédalus—. ¡La noche!
—La noche por sí sola no mata a nadie —respondió Arturo.
—Sí las noches de Boca del Diablo. Son implacables. Se llenan de bestias que salen de caza. Buscan carne fresca; es como si supieran cuándo llega alguien de fuera. A nosotros, los que vivimos aquí, nos dejan en paz. Les basta con atemorizarnos. Nos tienen sometidos.
—De todas formas, nos quedaremos —afirmó Arturo—. ¡Y que la noche y esas criaturas no intenten nada contra nosotros!
—No nos gusta que interrumpan nuestros sueños —añadió Crispín.
—Corréis el peligro de pasar al sueño eterno sin enteraros de nada —vaticinó Dédalus—. Es peligroso dormir aquí.
—¿Dónde podemos alojarnos? Todo indica que lloverá en breve y queremos cubrirnos —dijo Arturo, haciendo caso omiso de la advertencia.
—Tendremos mucho gusto de alojaros en mi casa, aunque, como veis, es muy pequeña —ofreció Amedia—. Mañana os daremos comida para llevar… Queso, pan, carne y fruta.
—Quizá podíais dejarnos un hueco en el cobertizo —sugirió Crispín, mirando por la ventana—. No molestaremos a los animales y, de paso, los vigilaremos.
—No os hagáis ilusiones —suspiró Amedia—. Otros tan fuertes como vosotros cayeron en las garras de esos seres.
—Mañana por la mañana veréis brillar esta máscara sobre mi rostro aseguró Arturo.
—Eso espero.
—Ah, por cierto, creo que hay un alquimista llamado Arquimaes —dijo el anciano Dédalus—. A lo mejor es quien buscáis. Dicen que ahora se aloja en Ambrosia, junto a la reina Émedi.
—Arquimaes no es a quien buscamos —respondió Arturo—. Y la reina Émedi… ha muerto.
—Lo siento por ella. Era una reina justa —dijo con pena—. Sufrió mucho. Dicen que tuvo un hijo que nació muerto.
—Os aseguro que su hijo está bien vivo —afirmó Arturo—. No os quepa duda.
* * *
Al borde del agotamiento, los Émedianos llegaron a Ambrosia, donde la gente salió a recibirlos. La noticia de la victoria ya había llegado, así que la satisfacción por el reencuentro fue extremadamente dichosa.
No obstante, muchos tuvieron que lamentar la pérdida de algún ser querido. La batalla había sido cruenta y muchos miembros del Ejército Negro habían caído.
—Declararemos diez jornadas de luto —ordenó Arquimaes a sus generales y caballeros—. En esta ocasión se han perdido muchas vidas. Esta victoria la hemos pagado cara.
—Nuestra querida reina Émedi dio su vida por nosotros —añadió Puño de Hierro—. ¿Cómo olvidarlo?
—Guardaremos su cuerpo como si fuese nuestro tesoro más preciado —aseguró Arquimaes—. La pondremos junto a Alexia, que también ha sido una víctima de esta guerra contra la hechicería.
—Si queréis, maestro Arquimaes, me ofrezco para ayudaros —propuso Rías, al finalizar la reunión—. Serví a la princesa en vida y me gustaría seguir haciéndolo mientras pueda, junto a vos.
—Gracias, amigo Rías —respondió el alquimista—. Sé que ayudaste a Arturo cuando entró en Demónika, y tengo plena confianza en ti.
—Si lo consideráis conveniente, puedo serviros como ayudante. La alquimia me fascina desde que contemplé de cerca el cuerpo de Arturo Adragón, repleto de letras y con el dragón en el rostro. Conozco el arte de la caligrafía y soy capaz de hacer hermosos dibujos.
—Intentaré complacerte. Pero ahora debemos ocuparnos de ellas. Quizá cuando esta etapa oscura sea un recuerdo…
—Tendré paciencia, maestro Arquimaes —dijo Rías—. Espero poder serviros.
* * *
Después de comer, Amedia, haciendo un gran esfuerzo y con la ayuda de su padre que, inútilmente, trató de disuadirla, se obstinó en acompañar a Arturo y a Crispín hasta el andamiaje.
—Este agujero surgió cuando empezaron los terremotos —les explicó—. A veces, salen de aquí seres que se llevan a los vivos. Es terrible.
—¿Qué hacen con ellos? ¿Adonde los llevan?
—Supongo que al infierno. Dicen que este pueblo lo levantaron los hechiceros —respondió con naturalidad—. Este reino está maldito, os lo digo yo.
—¿Qué tiene que ver el rey Rugiano con esto? —quiso saber Arturo.
—Es un impostor. No es de sangre real y su linaje está condenado. Pertenece a una casta de asesinos. Ha desatado la furia de la naturaleza —dijo Dédalus—. Yo creo que es él quien ha provocado los temblores de tierra. Dicen que se alimenta de sangre.
—Conozco a muchos reyes que se coronaron a sí mismos —reconoció Crispín—. Reyes que se han convertido en tiranos que abusan de sus súbditos. Mi padre tuvo que huir al bosque para escapar de la ferocidad de uno de ellos. No nos olvidemos de nuestro amigo Frómodi.
—Un rey sin linaje es una maldición para su pueblo —insistió la muchacha—. Dentro de poco, este reino estará sumido en el caos, rebosará de hechiceros perversos y corruptos. Se llenará de agujeros como éste y acabaremos devorados por las bestias de las profundidades.
—Las convenceremos de que no les conviene salir de su guarida —aseguró Crispín.
—¿Habéis intentado taponarlo? —preguntó Arturo.
—Sí. No hemos dejado de hacerlo, pero ha sido inútil. Es como si no tuviera fondo —intervino el padre de la joven—. Nunca termina de cegarse.
—¿Alguien ha visto a esos fantasmas? —preguntó Crispín.
—Quienes los han visto no han vivido para contarlo —dijo la chica.
—Eso significa que nadie los ha visto —dedujo Arturo—. Son una leyenda.
—Solo hay una forma de saberlo —añadió Crispín—. ¿Verdad, Arturo?
—Sí, tienes razón. Esta noche, en el cobertizo, estaremos muy atentos. Desde allí podremos comprobar lo que ocurre. Si esos fantasmas salen, se encontrarán con nosotros.
—Os jugáis la vida si dormís en ese lugar —les advirtió Amedia.
—Tú reponte de tus heridas. Nosotros nos ocupamos del resto —respondió Arturo—. ¿Verdad, Crispín?
—Sin duda, mi señor.
NOS acercamos a los restos de la Fundación y Sombra sale a saludarnos. A pesar de que hemos intentado sacarle de ahí, debido al peligro que representa el posible derrumbamiento de las ruinas, se ha mantenido firme en su propósito y se ha construido una pequeña casucha en la que vive por decisión propia.
—¿Qué tal va todo, Sombra? —le pregunto.
—Mal. Esto se cae por momentos. Es imposible mantenerlo en pie —explica—. Es insalvable.
—Por eso deberías venir con nosotros —insiste Metáfora—. Aquí tu vida corre peligro.
—La Fundación corre más peligro que yo —argumenta—. No saldré de aquí. Nadie me verá huir. Hay cosas demasiado importantes como para dejarlas al alcance de los buitres.
—Creo que a partir de mañana vienen las máquinas de derribo —dice Patacoja—. Van a tirarlo todo.
—No les dejaré trabajar. Es nuestra casa y nadie tocará un solo muro —responde.
—Lo más importante es que los libros están a salvo —digo—. Hemos salvado muchos.
—Yo he recogido numerosos restos, pero no he podido evitar que los carroñeros se hayan llevado algunos ejemplares. Hay libros por todas partes —replica Sombra—. Esto ha sido un verdadero desastre. Tantos siglos de trabajo para acabar así.
—Estoy deseando entrar —comenta Patacoja—. Es una buena ocasión para explorar. Hay que aprovechar la confusión.
—Ten cuidado, cariño. Como te pillen las autoridades, te meterás en un buen lío —advierte Adela—. Además, es muy peligroso.
—Si hay algún lugar en el que sé moverme, es precisamente éste. Recuerda que soy experto en ruinas. No me pasará nada.
—¿Cuándo bajamos, Patacoja? —pregunto.
—Arturo, por favor, no le llames así —pide Adela—. Ya sabes que no me gusta… Llámale Juan.
—Mis amigos me pueden llamar como quieran —protesta él—. Además, a mí me gusta que me llamen Patacoja.
—Pero, cariño… —insiste Adela.
—Adela, mi vida, deja que me llamen Patacoja, que es lo que a mí me gusta.
—Entonces, ¿qué hacemos? —pregunto.
—Nuestro trabajo —responde con decisión el arqueólogo que hay dentro de Patacoja—. Ahí abajo hay muchas respuestas y quiero encontrarlas. Mañana por la noche bajaremos.
—Yo también quiero ir —se apunta Metáfora—. Quiero ver lo que se esconde bajo la Fundación. Quiero conocer el palacio de Arquimia.
—Está bien. Iremos los tres…
—Quizá debería acompañaros —propone Sombra—. Puedo ser de gran ayuda.
Patacoja me mira, pidiendo mi opinión.
—Es muy peligroso, Sombra —respondo—. Puede haber derrumbamientos y tú…
—Ya, ya sé que soy un vejestorio, pero puedo ser un buen guía. Conozco muchos secretos.
—Está bien —acepto—. Al fin y al cabo, ahí abajo no correrás más peligro que aquí. Si se derrumba, da lo mismo estar abajo que arriba.
—¡Estáis locos! —protesta Adela—. Estos muros se caerán con un leve movimiento. ¡No permitiré que bajéis! ¿Me oyes, Juan?
—Sí, cariño, te he oído —responde Patacoja—. Pero soy arqueólogo y no puedo desperdiciar esta ocasión. ¡Compréndelo!
—Entonces yo también voy con vosotros —responde—. ¡O todos o ninguno!
—Adela, por favor —le pide Patacoja—. Prefiero que te quedes aquí, cariño. Hazlo por mí… ¿Vale?
* * *
Entramos en el hospital y subimos al piso de la habitación de papá. Adela y Patacoja han insistido en acompañarnos.
—Hola, papá. ¿Cómo te encuentras?
—Bien, Arturo. Ya empiezo a sentirme mejor —dice con una sonrisa—. Esta vez ha faltado poco.
—Se está recuperando muy bien —explica Norma—. El doctor Batiste ha hecho un buen trabajo.
—¿Batiste? —pregunto un poco sorprendido—. ¿Es que ha venido a verle?
—Sí… Bueno, también estuvo en el quirófano.
—Vaya, yo creía que… Bueno, en fin, lo que importa es que se ha salvado —afirmo—. Me alegro.
—Hubo un momento en que creí estar muerto —reconoce papá—. Pensaba que no volvería a veros nunca más. Si no hubiera sido por el doctor Batiste…
—No exagere, señor Adragón —bromea Adela—. Según dicen, cuando uno cree estar muerto, ya no le atraen las cosas de este mundo.
—Te equivocas. Es precisamente cuando más deseas volver a él, con urgente —asegura papá.
—Nadie sabe lo que pasa al morir —añade Metáfora—. Es un misterio.
—Lo importante ahora es que todo ha salido bien —repone Norma.
—¿Es cierto que la Fundación está derruida? —pregunta papá.
—Venimos de allí y no hay más remedio que derribar lo poco que queda en pie —explico—. No sé qué vamos a hacer.
—Quizá ha llegado el momento de marcharnos de Férenix —responde papá—. Podemos cambiar de vida.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—A veces hay que tomar decisiones drásticas —argumenta—. Cuando algo termina, siempre hay otras cosas que comienzan.
—¿Y por qué no reconstruimos la Fundación? —pregunto—. La levantaremos sobre sus propias ruinas. ¡Eso es lo que vamos a hacer! ¡Renaceremos de nuestras propias cenizas!
—Creo que es un poco tarde para eso, Arturo —insiste papá—. Estoy cansado, muy cansado.
—Nuestra vida está ligada a la Fundación, papá —insisto—. Si ella muere, nosotros también.
—La Fundación solo es un edificio.
—¿Y nuestro apellido? ¿No vale la pena luchar por él?
—El apellido Adragón está a salvo. Nunca renunciaremos a él —afirma—. Es lo único que tenemos.
—Papá, ya sabes que Stromber quiere apropiárselo —le recuerdo.
—Sí, me ha hecho una oferta de compra, pero no he accedido.
—¿Quiere comprar vuestro apellido? —pregunta Metáfora, sorprendida.
—No se lo venderé —se reafirma papá—. Podéis estar tranquilos.
Se abre la puerta y entra una enfermera con una bandeja en las manos. Porta una jeringuilla.
—Es la hora de la medicación —anuncia—. Salgan un momento mientras le inyecto un poco de salud al señor Adragón. ¡A ver esas nalgas, caballero!
Salimos al pasillo para preservar la intimidad de papá.
—Se le ve muy bien —comenta Adela—. Después de lo que ha pasado, es un milagro que esté vivo.
—Es un milagro que nadie haya muerto en esa horrible explosión —añade Metáfora—. Podemos darnos por contentos.
Sus palabras me recuerdan el momento de la deflagración y la terrible imagen me remueve el estómago.
—Voy a bajar a saludar al doctor Batiste —digo—. Ahora vuelvo.
—Te acompaño —tercia Metáfora.
Descendemos en el ascensor hasta la planta baja. En el mostrador de información nos dicen que el doctor está en la cafetería.
—Quizá debamos dejarle tranquilo —sugiere Metáfora.
—Necesito hablar con él ahora —insisto—. Vamos.
Batiste está sentado en una mesa que está al fondo de la sala, ante una taza de café, hablando por el móvil. Está solo. Es una buena ocasión.
Nos acercamos y nos quedamos a unos metros de su mesa, lo justo para que nos vea.
—… De acuerdo, Horacio. Tengo que colgar… Hola, Arturo —saluda, cuando termina la conversación telefónica—. ¿Qué tal estás?
—Bien. Vengo a darle las gracias por haberle salvado la vida a mi padre. Me ha contado lo que hizo usted, doctor.
—Oh, no es para tanto —replica, tras dar un sorbo de café—. Tu padre no estaba tan mal. He cumplido con mi trabajo. He hecho lo que debía, ni más ni menos.
Me siento en una silla, frente a él, y Metáfora se sitúa a mi lado.
—Doctor, mi padre dice que usted le ha devuelto a la vida. Dice que sintió que se moría y…
—Eso no es correcto —insiste—. Tu padre no estuvo muerto en ningún momento. Sufrió un gran shock, eso es todo.
—El dice que sí, y yo le creo. Tengo la seguridad de que le resucitó, doctor Batiste.
—¿De verdad crees que tengo la capacidad de devolver la vida a los muertos? Lo único que tenemos los médicos son electrodos y algunas medicinas muy potentes. Pero no somos dioses; no tenemos tanto poder.
—El señor Adragón nos acaba de explicar que estaba muerto —dice Metáfora—. Y que algo le hizo volver a la vida, al mundo real. Creemos que usted…
—A veces ocurre que algunas personas creen que han muerto. Luego dicen que vieron una luz blanca —dice, intentando desmontar la tesis de la resurrección de papá—. Pero lo único que ven es la luz de los focos del quirófano. El día que sea verde, dirán que vieron un largo túnel con luz verde. Eso es lo que hay.
—Yo creo a papá —insisto—. Le conozco y sé que no inventa historias.
—Es una sensación falsa que, en su mente, ha adquirido categoría de realidad. No te engaña. Aunque para él haya sido real, no lo es. Es una fantasía.
—El señor Adragón no es un fantasioso —dice Metáfora.
—Ya lo sé. No es necesario tener una mente calenturienta para decir cosas así —explica, dando el último sorbo de café—. Es posible que haya tenido la sensación de estar muerto, pero puede ser por la debilidad, por los efectos de los sedantes, por el agobio, el dolor, el vértigo… En casos extremos se puede reanimar a alguien, pero hace falta aplicar muchas técnicas. En el caso del señor Adragón no fue necesario hacer nada especial. Puedes creerme.
—Usted quiere quitar importancia a lo que ha hecho —le replico—. No nos engañe.
—No, chico, no os engaño. Teniendo en cuenta que no conozco la verdad sobre el asunto que comentas, no puedo mentir —dice, mientras se levanta—. Perdonadme, pero tengo que volver al trabajo.
—Por cierto, fuimos al cementerio, pero no encontramos la tumba que nos interesa. En realidad, buscamos a Román Drácamont, no a Román Caballero.
—Lo siento, pero te conté lo que sé.
—Ese hombre es mi padre —explota Metáfora—. Si sabe dónde está, debería decírmelo. Por favor…
—Según tengo entendido, lo enterraron en el cementerio de Férenix. Sin embargo… preguntad al abad del monasterio de Monte Fer.
—¿Por qué habría de saber el hermano Tránsito dónde está enterrado mi padre?
—Esos monjes llevan un censo de todas las personas que viven y mueren en Férenix. Es posible que sepan algo. Es lo único que os puedo decir.
LA noche se presentó acompañada de rayos y truenos que retumbaban con fuerza por todo el valle. La tormenta se acercaba hacia Boca del Diablo con todo su vigor, dando la impresión de que lo iba a devorar.
Arturo y Crispín habían cenado a gusto y en cantidad. Dédalus les había servido generosas raciones de un sabroso guiso. Después, se instalaron en el cobertizo que estaba ocupado por dos caballos de tiro, cuatro vacas, algunas ovejas y varias aves de corral, como patos y gallinas, además de un par de perros que no les quitaban ojo de encima.
—¿Dormimos o esperamos la visita de los fantasmas? —bromeó Crispín.
—Yo duermo y tú haces la primera guardia —respondió Arturo—. Si vienen, me avisas.
—Oh, claro, mi señor Arturo. Este fiel escudero velará tu sueño. Y si esas bestias aparecen por aquí, les pediré educadamente que se marchen para no desvelarte.
Arturo ignoró la broma de Crispín, se tumbó entre la paja, se cubrió con una gruesa manta y se dispuso a dormir.
Crispín se había armado con su inseparable maza y mantuvo el arco y las flechas al alcance de su mano. Dio incesantes paseos para no dejar una sola zona sin vigilar. Estaba seguro de que si alguien venía a perturbar su descanso, lo haría desde la parte más oscura, la que daba al bosque cercano. Los perros, que tampoco dormían y le acompañaban en silencio, como dos guardianes fieles, lo observaban todo a través de la cortina de lluvia.
—Si veis algo, ladrad fuerte —les pidió—. Aunque despertéis a todo el valle. Sé muy bien que quienes se acercan en la oscuridad suelen ser mala gente.
Ya había transcurrido casi la mitad de la noche, cuando el silencio y el cálido ambiente creado por los animales hicieron efecto sobre Crispín. Casi sin darse cuenta, sus músculos se relajaron y se rindió al sueño.
El silencio, solo roto por algún trueno lejano, envolvía al pueblo y lo mantenía en una profunda calma, como si no perteneciera a este mundo. Tal y como había dicho Amedia, las noches de Boca del Diablo eran diferentes a todas las demás.
De repente, Arturo, que dormía profundamente, dio un brinco y se despertó de sopetón. Agarró su espada alquímica y se encaró con las sombras.
—¿Qué pasa? —preguntó medio dormido—. ¿Qué ocurre aquí?
Crispín, que estaba a su lado dormido como un tronco, no le oyó. Parecía un niño inocente al que hubieran embrujado.
Arturo tropezó con algo. Se inclinó y se encontró con los dos perros muertos, tumbados sobre un lecho de fango. Entonces, comprendió que sus últimos ladridos le habían despertado. Y se alarmó.
De repente, una criatura con forma humana, rodeada de un aura blanca y con una espada al cinto, salió de entre la bruma haciendo un leve ruido que sobresaltó al caballero.
—¡Por todos los muertos del Abismo! —exclamó Arturo, sintiendo su presencia—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿A qué has venido?
—Soy uno de tus fantasmas —respondió la sombra, en tono amistoso y seductor—. Vengo a buscarte.
—¡No te he llamado! —respondió Arturo.
—Pero me conoces. Nos vimos en el camino del Abismo de la Muerte. ¿Recuerdas?
—Eso está muy lejos. ¡Márchate! ¡No te he invocado!
—Lo haces cada noche, Arturo Adragón. Sueñas con nosotros, nos buscas y nos adoras. ¡Estás más muerto que vivo! ¡Los remordimientos te acosan!
—¡No quiero saber nada de vosotros! —insistió.
—Pues aquí estamos —dijo otra criatura, acercándose—. No te librarás tan fácilmente de nuestra presencia.
—¡Marchaos de aquí antes de que…!
—¿De qué? —preguntó una tercera sombra.
—¿Acaso nos amenazas? Sueñas con nosotros, nos das vida y ahora quieres eliminarnos —añadió una nueva criatura fantasmagórica—. Ven, te llevaremos a un sitio desde el que podrás conciliar el sueño con tranquilidad. La vida ya no te interesa. ¡Quítatela!
—¡Fuera de aquí! —bramó Arturo, tensando los músculos y blandiendo su mortífera espada.
—Te llevaremos junto a Émedi y Alexia. Y nunca te separarás de ellas. Ya no tienes nada que hacer en este mundo. Lo has perdido todo, incluso la vista… Ni siquiera te queda esperanza. Ven, te ayudaremos a morir.
—¡No os acerquéis a mí! —amenazó Arturo, agitando su arma—. ¡O no respondo!
Las sombras se rieron de las amenazas de Arturo. Sabían que nada podía contra ellas.
—Veamos si sois capaces de llevarme con vosotros, malditos fantasmas —rugió Arturo—. ¡Por Adragón!
Su grito resultó tan amenazador que hizo retroceder a los espectros. Las criaturas, que venían provistas de largas espadas, se aprestaron para la lucha.
Arturo dio un paso adelante y se enfrentó a los visitantes nocturnos. Salió del cobertizo y pisó el barro que se había formado en el suelo a causa de la lluvia.
—¿Quién va a ser el primero? —preguntó con arrojo.
—¡Yo! —gritó una sombra que se abalanzó sobre él, con la furia de un rayo, espada en alto, dispuesta a atravesarle—. ¡Prepárate a morir!
La espada alquímica rajó el cuello de la atrevida sombra, que cayó al suelo… y se evaporó, disolviéndose en el fango.
Otras dos criaturas se acercaron, con la intención de acabar con él, pero el caballero negro atacó con tal rapidez que apenas tuvieron tiempo de dar dos pasos. Tres nuevas sombras se aproximaron a Arturo, con las armas enhiestas, pero duraron poco. El joven caballero, que tenía los sentidos alerta, supo resolver la situación con habilidad y las ensartó sin contemplaciones.
A continuación, hendió su acero en el cuello de otras dos.
Sin embargo, y a pesar de la poderosa acción defensiva de Arturo, las sombras, lejos de desaparecer, parecían multiplicarse. Cuando una se volatilizaba, tres ocupaban nuevamente su lugar.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó Arturo—. ¿Para qué queréis llevarme a vuestro mundo?
—Para impedir que encuentres a ese alquimista —dijo una.
—Para que Alexia y Émedi permanezcan en el Abismo de la Muerte —añadió otra—. ¡Contigo!
—Así dejarás de buscar a ese… ¿Cómo se llama? Ah, sí, Arquitamius.
—¡Arquitamius, el resucitador de damas! —se burló un fantasma.
—¡El alquimista invisible!
—¡Sí, el alquimista perdido!
—¿Teméis que lo encuentre? —preguntó Arturo con satisfacción—. Entonces, me hacéis pensar que voy por buen camino.
—Pero no te servirá de nada. ¡Esta noche saldrás del Mundo de los Vivos y vendrás con nosotros!
—Cuando tu escudero despierte, encontrará tu cadáver aún caliente. Igual que el de esos perros. ¡Mátate, ahora que puedes!
—¡Ahora estoy más decidido a quedarme! —contestó el caballero ciego, redoblando los esfuerzos y atizando mandobles con la espada—. ¡No me llevaréis con vosotros!
—No te servirá de nada defenderte. Somos muchos —advirtió uno, lanzándole una estocada que iba dirigida directamente a su corazón.
Arturo Adragón actuó con la rapidez de una gacela. Interpuso su espada en la trayectoria de la del fantasma y la desvió.
Las sombras, viendo que sus esfuerzos resultaban inútiles, se reunieron alrededor de la que parecía comandarlas.
—Esta noche no conseguiremos nada —reconoció—. Todavía mantienes la fe en encontrar a ese Arquitamius y eso te da fuerzas. Pero tu confianza se debilitará y volveremos a buscarte. Te lo aseguro.
Arturo se dio cuenta de que algo acababa de pasar. El silencio, que había vuelto, le hizo comprender que las sombras habían desaparecido.
—¡Crispín! ¡Crispín! ¡Muchacho!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Crispín, despertándose de golpe—. Arturo, ¿qué haces ahí, de pie, con la espada en la mano? ¿Alguien te ha atacado? ¿Qué les ha pasado a los perros?
—No sé… No sé qué ha ocurrido…
—Ven, entra aquí, donde hace más calor —le invitó el escudero, envolviéndole con una capa—. Dentro de un rato amanecerá y el nuevo día te ayudará a sosegarte.
Entonces, un rugido que provenía del interior de la tierra se apoderó de la noche.
* * *
El rey Frómodi sujetaba la lanza con la mano derecha. Su poderoso brazo rebosaba fuerza y nervio. Después de todo lo que había padecido, se sentía satisfecho. La recuperación de su brazo, como le había prometido Górgula, había sido rápida y eficaz.
Sabía que, de un momento a otro, el jabalí saldría de entre el follaje y se lanzaría a por él, dispuesto a embestirle. Por eso tenía los músculos en tensión y se mantenía atento, sudando sin parar, con la respiración agitada.
La caza había sido siempre una de sus actividades favoritas, y, ahora que se lo podía permitir, la practicaba cada vez que tenía oportunidad. Era una buena forma de olvidar sus problemas.
—¡Jabalí va! —gritó uno de los batidores—. ¡Jabalí va!
Frómodi se incorporó, con el brazo levantado y la lanza lista. Ya podía oír los gruñidos del animal. Veía cómo se agitaban los arbustos.
El puerco se dejó ver. Era una bestia descomunal, más grande de lo que esperaba. Al principio, Frómodi sintió pavor, pero una vez se le pasó la sorpresa, se dispuso a vender cara su vida. Si fallaba, seguro que no lo contaría.
Con toda la fuerza de que disponía, tiró su lanza hacia el blanco.
El animal rodó por el suelo lanzando gruñidos estremecedores, con el asta clavada entre los ojos.
—¡Lo habéis matado a la primera, majestad! —exclamó uno de sus criados—. ¡Habéis acertado de lleno!
—¡Si llego a fallar me habría destrozado! —respondió Frómodi, aún con el susto en el cuerpo, frotándose el brazo derecho, que le dolía a causa del esfuerzo—. ¡Era descomunal! ¿De dónde ha salido esta bestia?
—Proviene de lo más profundo del bosque. De vez en cuando surgen piezas así.
—Pues la próxima vez habrá que tener cuidado con lo que me traéis. Diles a los batidores que no quiero creer que lo han hecho a propósito —dijo, casi en tono de amenaza—. ¡No quiero ni pensarlo!
—Podéis estar seguros de que ha sido una casualidad —respondió en tono sumiso un caballero que les acompañaba—. Estos animales son imprevisibles. Surgen cuando menos te lo esperas. Nadie los controla.
Frómodi no respondió. Se inclinó sobre el jabalí, agarró la lanza, puso el pie sobre el cuello del animal y dio un fuerte tirón. El animal lanzó un último alarido y se revolvió sobre sus cuartos traseros. Entonces, el antiguo conde desenvainó su daga y la clavó varias veces en el pescuezo del jabalí, provocando un borbollón de sangre que se extendió sobre la hierba.
—¡Maldita bestia! —exclamó, en tanto limpiaba la hoja sobre su cuerpo peludo e inerte—. ¡Menudo susto me has dado!
Los que lo observaban se quedaron de piedra. La saña que Frómodi había empleado contra el animal no era habitual en los lances de caza.
El monarca acababa de mostrar una crueldad innecesaria que preocupó a sus súbditos.
—¡Desolladlo! —ordenó mientras se frotaba el cuello, donde la mancha negra, que se extendía sin parar, le picaba—. ¡Quiero que su piel me sirva de alfombra! ¡Esta noche comeré su carne! ¡Bestia repugnante!
Un criado se acercó rápidamente a su amo, con una gran copa de vino en la mano.
—¡Trae aquí, perro! —dijo Frómodi, arrebatando el cáliz y dando un trago—. ¡Más vino, quiero más vino! ¡Vamos, holgazanes!
En ese momento, un jinete llegó al galope.
—¡Mi señor Frómodi! —exclamó Escorpio, deteniendo la montura—. ¡Traigo noticias importantes!
—¿Qué clase de noticias? —preguntó el rey, limpiándose los labios con la manga de su túnica—. ¿Son buenas o malas?
—¡Es sobre Arturo Adragón! —exclamó el espía—. ¡Alexia y Émedi han muerto!
—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó, arrojando la copa vacía y cogiendo otra llena—. ¿Tu información es fiable?
—Totalmente, mi señor. Arquimaes ha llevado los cuerpos de las dos mujeres a Ambrosia.
—¿Y Arturo Adragón?
—No se sabe. Dicen que está roto por el dolor, y que ha desaparecido. Pero os aseguro que encontraré su pista.
—¡Hazlo rápido! ¡Quiero saber dónde se encuentra ese mal nacido! —gritó, después de tragarse de un sorbo todo el vino de la copa—. ¿Dónde está Górgula? ¡Quiero que venga a verme! ¿Dónde está esa maldita bruja?
* * *
El poderoso gruñido despertó a Amedia y a su padre. A pesar de que estaba al borde de sus fuerzas, la joven decidió ir en ayuda de sus amigos. Dédalus, armado con una hoz, la ayudó a caminar hasta el cobertizo.
—¿Qué pasa? —preguntó cuando llegó—. ¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ocurre? —Dédalus se quedó paralizado cuando vio a sus dos fieles guardianes en el suelo—. ¿Quién los ha matado?
—No lo sabemos —respondió Crispín—. Ya estaban muertos cuando nos hemos despertado. La culpa es mía, me quedé dormido durante mi guardia.
—¡Atención! —exclamó Arturo, poniéndose en guardia—. ¡Algo está a punto de pasar!
Del fondo del agujero se escucharon ladridos y gruñidos.
—¡Las bestias del infierno! —exclamó Amedia—. ¡Vienen a por nosotros!
—¡No se saldrán con la suya! —advirtió Crispín—. ¡Veamos qué cara tienen esos bichos!
Dos animales se asomaron emitiendo terribles gruñidos. Tenían los ojos inyectados en sangre y sus afiladas garras no presagiaban nada bueno.
—¡Escucha, Arturo! —le avisó Crispín—. ¡Ya están aquí!
—Oigo sus pasos. Vienen hacia mí.
Cuando las dos primeras bestias salieron del agujero, otras dos dejaron ver sus cuernos, anunciando su llegada.
Arturo enarboló su espada alquímica, dispuesto a defenderse. Una bestia que reptaba como una serpiente se le acercó y, antes de que pudiera clavarle sus colmillos en la pierna, abatió la espada sobre su cráneo.
El otro animal se había dirigido hacia Amedia, pero Dédalus le cercenó el cuello con su afilada hoz y atravesó el cuerpo con un solo movimiento.
Crispín, mientras tanto, se enfrentaba con otro monstruo, aunque su maza resultaba un arma pobre contra las fauces del animal. Arturo, que intuyó que su escudero estaba en peligro, se giró hacia él y, después de calcular la distancia que los separaba, propinó al animal un tajo en el pescuezo, que lo dejó inmovilizado.
—¡Salen más! —gritó Dédalus, enfrentándose con una nueva bestia—. ¡Son muchos!
Efectivamente, varios seres deformes emergían en ese momento del agujero infernal. Mientras Crispín se enfrentaba con ellos, Arturo se despojó de la máscara y de la cota de malla para dejar su torso al desnudo.
—¡Acabemos con esto! —exclamó, abriendo los brazos—. ¡Adragón!
El dragón y las letras se despegaron de su cuerpo.
Amedia observó a Arturo y se sintió impresionada. Ya había sospechado que ese caballero negro poseía poderes mágicos, pero nunca hubiera imaginado algo tan sorprendente.
—¡Adragón! ¡Súbeme!
Las letras se desplegaron a su alrededor y formaron dos extraordinarias alas que se unieron a su espalda. Arturo se elevó unos metros y, desde esa posición de ventaja, atacó y eliminó a varias bestias.
Sin embargo, del agujero no dejaban de emerger animales salvajes. Parecía que los atrajera su propia sangre.
—¡Volveréis al infierno! —exclamó Arturo—. ¡Abajo!
Las letras le depositaron en el suelo, cerca de las rocas.
—¡Cierra ese agujero! —ordenó.
Adragón, acompañado por el ejército de letras, empujó montones de tierra y algunas rocas que cayeron al foso. Otras bestias intentaron salir, pero las armas de los tres guerreros los convencieron de que, si no querían encontrar la muerte en el exterior, era mejor quedarse dentro.
Aprovecharon la tregua que las bestias les otorgaron para cerrar el pozo. Arturo pidió ayuda a las letras y, entre todos, echaron toda la tierra que les fue posible. El fango se deslizaba hacia el agujero y, por primera vez, Amelia y Dédalus tuvieron la impresión de que estaban viendo el final de aquella insondable abertura.
Poco después, gracias al esfuerzo de todos, el hoyo quedó totalmente cegado.
Algunos aldeanos, que habían escuchado el fragor de la batalla, se acercaron provistos de antorchas y vieron cómo varios animales se retorcían agónicos en el suelo y cómo otros yacían muertos, junto a la Boca del Infierno.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó uno, que traía una guadaña—. ¿Cómo lo habéis conseguido?
—Con bravura —respondió Crispín, agitando su maza—. Nos hemos enfrentado con esas bestias y las hemos aniquilado. Ya no volverán a molestaros.
—¡Habéis usado la brujería! —los acusó una anciana—. Los soldados tenían razón. ¡Sois hechiceros! ¡Debéis arder en la hoguera!
—¡Soy el caballero Arturo Adragón, jefe del Ejército Negro, del futuro reino de Arquimia! Os aseguro que no somos brujos ni hechiceros.
—¡Han cerrado la Boca del Infierno! —gritó Amedia—. ¡Es lo único que importa!
—¿Tan desagradecidos sois? —bramó Dédalus—. ¡Os salvan de las bestias y queréis matarlos! ¡Sois peores que esas alimañas!
Los aldeanos cuchichearon durante un rato. Después, el hombre de la guadaña dijo:
—¡Queremos que se vayan! ¡Están malditos y nos traerán problemas!
—¿Estáis locos? —gritó Amedia—. ¿No veis que nos han salvado? Han hecho huir a los soldados y ahora han cerrado ese maldito foso. ¿No os dais cuenta de lo que han hecho por nosotros?
—Nos damos cuenta de que nos traerán problemas con el rey Rugiano. Y de que esas bestias volverán para vengarse. ¡Nos han traído la desgracia!
Crispín se disponía a responder cuando Arturo intervino.
—Nos vamos —anunció—. Seguiremos nuestro camino. Tenemos una misión muy importante que cumplir y ya hemos perdido demasiado tiempo.
—¡Cobardes desagradecidos! —gritó Amedia a sus vecinos—. ¡No merecéis la ayuda que os han dado!
Arturo y Crispín ensillaron sus caballos ante la pasividad de todo el mundo. Después, montaron y se dirigieron lentamente hacia la salida del pueblo, dispuestos a marcharse.
—¡Esperad! —gritó Amedia—. ¡Queremos ir con vosotros!
—Vamos muy lejos. Cabe la posibilidad de que pasemos mucho tiempo vagando sin rumbo fijo —le aclaró Arturo—. No os conviene acompañarnos. Nuestro viaje es peligroso.
—Este pueblo está maldito y es posible que los soldados vuelvan con más tropas. No estaréis aquí para defenderme y no creo que mis vecinos lo hagan —argumentó la joven—. Prefiero salir de aquí, ahora que puedo.
—Iremos con vosotros —añadió Dédalus.
—Bien, si estáis decididos, os acompañaremos hasta algún lugar en el que podáis estableceros —asintió el caballero negro.
—Esperad un poco a que recojamos nuestras cosas —pidió Amedia—. No tardamos nada.
Poco después, la muchacha salía del cobertizo en un pequeño carro, conducido por su padre, Dédalus, y tirado por dos caballos. Detrás del carromato iba una pequeña reata de animales de corral, que incluía una vaca, que los seguía atada en la parte trasera.
—Ya podemos irnos —aseveró Amedia—. Nada nos une a este pueblo.
Más tarde, cuando llegaron a lo alto de una colina, en las afueras, observaron una oscura columna de humo que salía del cobertizo de su antiguo hogar.
—Han quemado vuestra casa —dijo Crispín, un poco alarmado.
—No, he sido yo quien le ha prendido fuego —respondió la muchacha—. No quiero dejar nada tras de mí. Solo cenizas.
—Espero que se olviden de nosotros —escupió Dédalus, dando un tirón a las riendas para azuzar a sus caballos—. Que se olviden para siempre.
HEMOS regresado a la habitación de papá para despedirnos cuando, de repente, Norma nos pide que prestemos atención a la televisión. Patacoja y Adela, que estaban a punto de salir, se detienen.
—¡Es Stromber! —exclamo—. ¿Qué hace?
—Van a entrevistarle —aclara Norma—. Parece que se ha convertido en noticia de telediario.
Papá y yo nos miramos con preocupación. Sabemos que lo que estamos a punto de oír no nos va a gustar.
—Señoras y señores, tenemos con nosotros a un representante de la Fundación, la gran biblioteca medieval que tras una terrible explosión ha sido destruida casi por completo —explica la periodista—. Hoy tenemos al administrador de la entidad, que ha venido para aportar algunos datos… Gracias por venir, señor Stromber…
—Al contrario, soy yo quien les agradece la oportunidad que me brindan de aparecer en su programa —responde el anticuario—. Creo que es necesario que todo el mundo sepa de primera mano qué ha ocurrido en la Fundación. Es una grave pérdida para Férenix.
—¿Se sabe algo de los responsables? —indaga la entrevistadora.
—Hay varias pistas… Y sospechas… La policía trabaja mucho para esclarecer este turbio asunto, aunque yo opino que los culpables están más cerca de lo que imaginamos.
—¿Tiene alguna idea concreta?
—No puedo dar nombres, pero tengo una idea aproximada de lo que ha ocurrido. Sé quién está detrás de todo. Lo sé muy bien.
—¿Se lo ha comentado a la policía?
—Les he transmitido mis sospechas, sí. Solo es cuestión de días que encuentren las pruebas… Todo a su debido tiempo —advierte el anticuario—. Todo se aclarará.
—Creo que tiene usted una noticia importante que darnos.
—He venido sobre todo para poner las cosas en su sitio —añade Stromber—. He decidido salir al paso de ciertas murmuraciones. Estoy aquí para aclarar el origen de mi apellido. Digo y afirmo que mi verdadero apellido es Adragón y que soy el propietario legítimo de la Fundación.
Al oír esto, nos quedamos todos mudos. Papá nos hace un gesto para que sigamos escuchando la entrevista. Está claro que quiere conocer los detalles de esta declaración.
—Esta revelación tendrá una base sólida, ¿verdad? —pregunta la periodista.
—Está sustentada en documentación verificada por notarios —detalla Stromber—. Documentación auténtica que obra en mi poder.
—Entonces, si usted es ahora el único y verdadero propietario de la Fundación, ¿qué pasa con el señor Arturo Adragón y su hijo?
—Tendrán que irse. ¡Yo soy el auténtico heredero de la saga Adragón! ¡Represento al linaje adragoniano! ¡Los demás son impostores!
—Bueno, en realidad, un linaje no es algo que pueda materializarse. Solo es un título honorífico.
—Nunca se sabe. Es posible que usted esté hablando con el auténtico descendiente de Arturo Adragón, el fundador de Arquimia.
—Si es un Adragón, ¿por qué lleva toda la vida con el apellido Stromber?
—Hemos descubierto que, hace siglos, por razones todavía desconocidas, mi familia renunció al apellido Adragón, que muchos consideraban maldito y adoptó el de Stromber para sobrevivir —responde el anticuario—. Pero gracias a las minuciosas investigaciones de expertos en genealogía, que han colaborado conmigo en numerosos trabajos relacionados con el coleccionismo de objetos antiguos, la verdad se ha descubierto.
—¿Está seguro de lo que dice?
—Completamente. Mis afirmaciones están avaladas por profesionales de prestigio —asegura—. No hay dudas. Soy un Adragón de pies a cabeza.
—¿Adónde le lleva eso?
—Imagine que, ahora, reclamo mi derecho a poseer la Fundación y todo lo que representa. Digamos que soy el propietario absoluto y único del patrimonio Adragón.
—¿Piensa hacerlo?
—¡Naturalmente! ¡Me proclamo descendiente de la familia Adragón, fundadora de la gran biblioteca medieval! —exclama Stromber, con un convencimiento estremecedor—. ¡Y reclamo todo lo que es mío! ¡Quiero recuperar los libros, objetos y todo su patrimonio! ¡Voy a exigirlo!
La entrevista termina y la presentadora se despide. Estamos atónitos.
—¡Está loco! —dice Patacoja—. ¡Definitivamente loco!
—¡Quiere apropiarse de la Fundación! ¡Es inaudito!
—Un Adragón… Miente o no sabe lo que dice…
—Sí lo sabe… —resume Metáfora—. Sabe muy bien lo que se hace.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto.
—Pues que ese hombre tiene un plan muy concreto para despojaros de todo lo que sois.
Las terribles palabras de Metáfora me alertan. Miro a mi padre y le hago una pregunta.
—¿Sabías algo de esto, papá?
—Absolutamente nada —responde—. No tenía ni idea.
—¿Es verdad lo que dice este impostor? —pregunta Adela—. ¿Es verdad que es propietario del apellido Adragón?
—No lo sé —contesta papá—. Yo creo que está loco.
—Siempre dice que quiere ser Arturo Adragón —musita Patacoja—. Ahora comprendo lo que quería decir.
—¡Quiere ser el dueño absoluto de la Fundación! —exclamo—. ¡Y de lo que hay debajo!
—¡Si se sale con la suya será dueño de todo! —explica Metáfora, asombrada—. ¡Es increíble!
—Metáfora tiene razón: esto es una locura. Pero no entiendo a qué viene esta declaración pública de Stromber. ¿Qué pretende? ¿Por qué ha hecho esta entrevista?
Mientras hablábamos, la televisión ha emitido un reportaje sobre la Fundación. Ahora, para terminar, muestra un plano general de las ruinas.
»—Espero que Mahania y Mohamed no hayan visto este reportaje —susurra Metáfora.
—Vamos a hacerles una visita —propongo—. Deben saber que estamos a su lado y que no tienen nada que temer.
—Es una buena idea —asiente papá.
* * *
Mahania y Mohamed nos reciben con una sonrisa. A pesar de que aún siguen convalecientes, les quedan fuerzas para mostrarnos su cariño.
—Hola, Arturo. ¿Qué tal está tu padre? —pregunta ella, tan amable como siempre—. ¿Qué tal estás?
—Yo estoy bien y papá mejora poco a poco. ¿Y vosotros?
—Nos recuperamos —asegura Mohamed—. A ella le cuesta más trabajo. Salió peor parada que yo.
—Bueno, no exageres, que ya estoy mucho mejor —insiste Mahania—. Dentro de poco podremos salir de aquí.
—Claro, y volveremos a nuestro trabajo —añade Mohamed.
—No creo que sea posible —le contradice Metáfora—. La Fundación está prácticamente demolida. Allí no se puede estar.
—¿Qué haremos? —pregunta Mohamed—. ¿Cómo vamos a vivir?
—No os preocupéis por eso, os buscaremos un sitio —afirmo—. Cuando os den el alta, tendréis dónde dormir. No os faltará de nada.
—No os quedaréis en la calle —añade Metáfora—. Os lo aseguro.
—Gracias, pero a lo mejor es hora de volver a nuestro país —dice Mohamed—. No queremos molestaros.
—Además, el señor Stromber nos iba a despedir —se lamenta Mahania—. Quizá debamos volver a Egipto, con los nuestros.
—Si queréis regresar, yo no os lo puedo impedir. Pero me gustaría que os quedarais aquí. Si os marcháis, os echaré mucho de menos.
—A nosotros también nos gustaría quedarnos, Arturo, pero las cosas se han torcido —reconoce Mohamed—. Todo ha cambiado. No pintamos nada en Férenix.
—Bueno, de momento os buscaremos un alojamiento seguro —les promete Metáfora—. Después, habrá tiempo de tomar decisiones. Ahora, debéis reponeros del todo.
Veo que Mahania está a punto de llorar. Después de un pequeño silencio, Mohamed dice:
—Hemos visto la entrevista que le han hecho al señor Stromber en la televisión. Lo sentimos mucho.
No hay que preocuparse demasiado por las tonterías que ha dicho —respondo—. Os aseguro que nunca conseguirá apropiarse de la Fundación.
—Son demasiados, Arturo —advierte Mohamed—. Y muy peligrosos, quizá ha llegado el momento de dejarlo todo y proteger la vida.
—Sí, ven con nosotros a Egipto. Allí estarás a salvo —propone Mahania—. Entre amigos y familia… nadie te hará daño.
—¿Familia? Mahania, mi familia está aquí. Mi padre y el cuerpo de mi madre… La gente a la que quiero —añado, mirando a Metáfora.
—Claro, claro… Pero debes tener cuidado. Quieren robarte todo.
—¿Han encontrado a los culpables de la explosión? —pregunta Mohamed—. ¿Qué ha hecho la policía?
Está en ello. Dentro de poco habrá noticias. Seguro que los encontrarán.
—Todo esto es muy raro. Dicen que la otra noche un hombre murió en una extraña explosión de un coche que… que estaba suspendido en el aire —explica Mohamed.
—Bah, son patrañas —respondo—. No hagas ni caso a lo que cuenta la gente. Los coches no vuelan. Son fantasías para niños.
ARTURO y sus amigos cruzaron varias comarcas que estaban sumidas en la desolación. Casas derribadas, campos abandonados, enormes zanjas y agujeros sin fondo, árboles caídos, pueblos en ruina… Mucha miseria y poca vida.
Encontraron grupos de personas que vagaban sin rumbo, con la intención de huir de los temblores de tierra.
—Nos alejamos de los hechiceros —les dijo un campesino que viajaba con toda su familia en un carro cargado de enseres—. Se han adueñado de este reino. ¡Quieren nuestra sangre! ¡Secuestran a las personas para transformarlas en monstruos terribles!
Una tarde llegaron a un pueblo fantasma. Las casas que no estaban derruidas habían sido reducidas a cenizas. El polvo flotaba en el ambiente. No había ni un alma. Aquel paraje se asemejaba a un gran cementerio. De los árboles que quedaban en pie, colgaban restos de cuerpos torturados, rodeados de aves carroñeras. Un gran olor a putrefacción lo inundaba todo.
—No es extraño que la gente esté muerta de miedo y tema a los hechiceros —dijo Crispín, mientras cruzaban la aldea—. ¡Esto es una pesadilla!
—Son cosas del diablo —apostilló Dédalus—. Hechizos de diablos inmortales.
—¿Diablos inmortales? —preguntó Arturo—. Explícame eso. ¿Qué sabes de ellos?
—Poco. Pero sé que existen. Son malos y quieren vengarse de nosotros. Quieren acabar con nuestras vidas.
—¿De qué quieren vengarse?
—De todo lo que existe. De todo lo que respira. De los humanos.
Dédalus prefirió no continuar con la conversación. Durante los días siguientes, marcharon en silencio atravesando campos llenos de cadáveres con evidentes signos de tortura.
Una tarde lluviosa, varios bandoleros desharrapados les cortaron el paso, a sabiendas de que un pobre caballero, un escudero, un anciano y una jovencita no opondrían mucha resistencia.
—Necesitamos vuestras provisiones, nobles caballeros. Entregadnos también las monedas, las armas y los caballos —solicitó el jefe de los proscritos, plantado en el camino, con una espada medio rota en la mano—. Dadnos todo lo que llevéis y no sufriréis ningún daño. No nos gusta la violencia.
—No podemos hacer tal cosa —respondió Arturo, desenfundando su espada—. Todo lo que habéis pedido lo necesitamos para sobrevivir en esta tierra inhóspita.
—Entonces, tendremos que usar la fuerza —amenazó el bandolero.
—Os lo ruego —le invitó Arturo—. Necesitamos hacer un poco de ejercicio. Llevamos muchos días cabalgando. ¿Quién va a ser el primero?
—Yo mismo. Mi nombre es Lucario —respondió el hombre, dando un paso adelante—. No lo olvidaréis nunca.
Convencido de que podría aniquilar fácilmente al caballero de la máscara, Lucario se abalanzó sobre Arturo. Ni siquiera pudo terminar su movimiento cuando el sonido de su espada le delató y dio pistas suficientes a Arturo para golpearle en la frente.
—Yo también estoy dispuesto a defenderme —añadió Crispín, maza en mano—. ¿Quién es el siguiente?
Dos asaltantes quisieron probar fortuna, pero los contundentes golpes de Crispín convencieron a los demás de que les interesaba más marcharse de allí vivos y sin beneficios que quedarse en el camino y arriesgarse a lo peor. Así que decidieron dejar tranquilos a los cuatro viajeros y huyeron al bosque, entre insultos y amenazas. En su huida no se dieron cuenta de que Amedia y Dédalus también habían preparado sus armas, y estaban dispuestos a usarlas.
—Hay mucha carroña en estas tierras —determinó Arturo—. Demasiada.
—Es signo de un mal reinado —afirmó Crispín—. Cuanto peor es el rey, más bandidos hay.
Siguieron tranquilamente su marcha, pero extremaron la vigilancia. Los bosques siempre son peligrosos y el enemigo puede atacar por sorpresa.
Dos días después, se cruzaron con una docena de soldados fuertemente armados. Llevaban un estandarte con una R roja coronada. Era el símbolo del rey Rugiano. Aquellos hombres tenían un aspecto duro, mal encarado, de guerreros expertos en el combate, y parecía que iban a una acción de guerra. Dirigía la comitiva un caballero, y la cerraba un verdugo, cómodamente reclinado sobre el asiento de su carro. Su imagen contrastaba con la del pobre muchacho lleno de grilletes a quien arrastraban encadenado al carruaje.
—¡Dejad paso al caballero Borgón! —gritó el soldado del estandarte—. ¡Dejad paso a los hombres del rey Rugiano!
Arturo y sus compañeros se apartaron, ya que la comitiva ocupaba todo el camino y parecía tener prisa. El escudero los saludó con una inclinación de cabeza mientras Arturo, envuelto en una gran capa y encapuchado, intentó ocultar la máscara para no llamar la atención. Los soldados siguieron tras el despectivo caballero, que ni siquiera se dignó a mirarlos.
—¡Purgadores! —susurró Amedia a sus amigos—. Más dañinos que la peste. Lo peor de lo peor.
—Causan más males que los temblores de tierra —añadió Dédalus, mientras escupía al suelo—. Dejan siempre un rastro de dolor. Ojalá se los lleve el diablo.
—Pobre chico —se lamentó Crispín observando al prisionero, que presentaba graves síntomas de debilidad—. ¿Qué habrá hecho para que le traten así?
—¿Quiénes son esos purgadores? —preguntó Arturo.
—Son cazadores de alquimistas. Están a sueldo de los hechiceros —explicó Amedia—. El rey Rugiano les da todo el poder para aniquilarlos. Odian la ciencia y el conocimiento. Son auténticos bárbaros. Desde que existen, la gente no duerme tranquila. Son peores que los recaudadores de impuestos. Ya ves que llevan su propio verdugo.
—¿Verdugo? —dijo Dédalus despectivamente—. ¡Torturador, querrás decir!
Crispín cruzó una rápida mirada con el prisionero y se sintió conmovido. Se vio a sí mismo, encadenado, torturado por el verdugo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no exigir la liberación del prisionero, que estaba al borde del desfallecimiento. Le dolió dejarle partir sin hacer nada por él.
Un poco después, cuando perdieron de vista a los purgadores, se detuvieron para reponer fuerzas. Apenas comieron, ya que el encuentro con los soldados les había impresionado.
Siguieron su camino y, a media tarde, llegaron a un poblado en cuyo centro se veía una pequeña plaza empedrada con asientos tallados en las mismas rocas.
Los purgadores estaban instalados en el centro de la plaza, donde se había congregado una pequeña multitud que quería asistir al espectáculo que se avecinaba. Todo el mundo deseaba ver al joven prisionero que, sujeto con cuerdas y cadenas, colgaba de una viga, a la espera del veredicto de los jueces, que no eran sino varios hechiceros sentados en las toscas sillas pétreas.
—¡Es un alquimista! —gritó el que parecía ser el jefe—. ¡Es un enemigo de nuestro rey Rugiano!
—¡Muerte a los alquimistas! —gritaron dos que estaban a su lado—. ¡Hay que eliminarlos a todos!
—¡Ellos tienen la culpa de todas nuestras desgracias! —corearon varias personas de la multitud—. ¡Estos malditos mueven la tierra bajo nuestros pies con sus inventos!
—¡Los alquimistas son lo peor de nuestro mundo! —gritó un anciano.
—¡Matadlos! —añadió una mujer, mientras levantaba a un bebé—. ¡Salvad a nuestros hijos de su presencia!
El presidente del tribunal de hechiceros levantó las manos para pedir silencio.
—¡Escriben libros con mensajes secretos! —gritó, cuando vio que todo el mundo le prestaba atención—. ¡Escriben para el diablo! ¡Deben perecer ahogados en su propia obra! ¡Sacadles la sangre y llevádsela a nuestro rey!
Arturo, a pesar de no ver lo que sucedía, se estremeció. Escuchó un gruñido de indignación de Crispín y se hizo una idea de lo que estaba a punto de suceder. ¿Podía un caballero arquimiano, defensor de la justicia, permitir que se ejecutara a un joven por el simple hecho de estar a favor de los alquimistas?
El verdugo abrió un cofre de madera que contenía varios instrumentos de tortura. Exhibió algunos punzones y tenazas, los agitó y los hizo golpear entre sí, produciendo una macabra sinfonía de sonidos metálicos que encendió al público.
—¡Ahora veremos si tu magia alquímica puede liberarte! —gritó el caballero Borgón, desde su caballo.
Amedia situó el carro entre los árboles, ató los caballos y agrupó a sus animales.
—Padre, quédate aquí —le ordenó—. Puede haber problemas. Mantén tu arma a punto.
—Quiero ir contigo —respondió Dédalus—. No te dejaré sola nunca más. Además, no estás lista para pelear.
—Prefiero gastar mis últimas fuerzas en defensa de la justicia —afirmó la joven, antes de agarrar su pequeña hacha y guardarla bajo su capa—. Por favor, padre, quédate con nuestros animales.
Después de que Dédalus accediera, la joven se mezcló disimuladamente entre la multitud. Crispín y Arturo, sobre sus monturas, se habían colocado entre el público y estaban quietos, callados. Borgón los observó con curiosidad, pero volvió a ignorarlos.
—¡Arturo, van a desangrar a ese chico! —exclamó Crispín—. ¿Lo vamos a tolerar?
—No te preocupes, Crispín. Eso no ocurrirá —respondió con firmeza—. Te lo aseguro.
En ese momento, el verdugo mostró un cuenco de barro junto a un largo punzón, lo que despertó la alegría del público, que estalló en un rotundo grito de satisfacción.
—¡Nuestro rey te ha permitido vivir en sus tierras! —gritó el caballero—. ¡Y tú le pagas con la traición! ¡Ahora vas a ver lo que les pasa a quienes sirven a la alquimia!
—¡Piedad, caballero, piedad! —imploró el muchacho, que estaba al borde del agotamiento—. ¡No sabía lo que hacía! ¡Reniego de la alquimia!
—¡Es tarde para arrepentirse! —sentenció el caballero—. ¡Verdugo, haz tu trabajo!
Éste rasgó el pecho del prisionero con el punzón y la sangre comenzó a brotar. El chico lanzó un alarido de dolor que estremeció a todo el mundo.
Las primeras gotas de sangre se derramaron dentro del cuenco.
—¡El corazón! —ordenó el caballero Borgón—. ¡El corazón!
—¡Alto! —gritó Arturo—. ¡Detente, verdugo!
Borgón se giró, sobresaltado.
—¿Cómo? ¿Quién se atreve a oponerse a la acción de los purgadores?
—Me llamo Arturo Adragón y exijo que terminéis con este cruel martirio —añadió el caballero negro—. ¡Ahora mismo!
—¿Arturo Adragón? —preguntó el caballero Borgón—. ¿Quién eres?
Arturo hizo avanzar su caballo unos metros.
—Soy un caballero arquimiano. Y no permitiré que se torture a nadie.
El caballero desenfundó su espada y apuntó a Arturo.
—Enfrentarse con los soldados del rey está penado con la muerte —advirtió.
—¡Liberad a ese chico!
—Descabalgad ahora mismo, deslenguado —ordenó Borgón—. ¡Y daos por preso!
—¡Venid a apresarme si os atrevéis! —le retó Arturo.
El caballero se desconcertó. Observaba a Arturo como quien ve un espejismo. Nunca en toda su vida se había enfrentado a un caso semejante.
—¡Os ordeno que bajéis del caballo ahora mismo y entreguéis vuestra espada a mi alférez! ¡Os llevaré preso al castillo, donde os juzgarán!
—¿Por qué habrían de juzgarme? Solo soy un caballero que pide justicia para un indefenso —replicó Arturo.
—¡Yo también pido lo mismo! —añadió Crispín—. ¡Lo exijo!
El alférez miró al caballero Borgón en espera de órdenes.
—¡Detén a estos dos traidores! —ordenó el oficial.
—¡Soldados, seguidme! —gritó el alférez Fúrtago, que sabía que no era lo mismo desposeer a unos campesinos que vérselas con un caballero armado—. ¡Seis soldados, conmigo!
Arturo desenfundó su espada alquímica y Crispín agarró su maza.
Entonces el alférez se detuvo. Sus peores sospechas se confirmaron. Ese hombre con máscara de plata los había provocado intencionadamente para pelear con ellos.
—¿Qué esperáis, valientes? —ironizó Crispín—. Os aguardamos.
—Ese caballero y su escudero no están solos —gritó Amedia desde una esquina con el hacha entre las manos—. Pienso como ellos.
—Yo también quiero ayudar a imponer justicia —gritó Dédalus, con su hoz, a pocos metros de Amedia.
—¿Qué es esto? —gritó Borgón—. ¿Una rebelión? ¿Una rebelión de campesinos?
—No, caballero. Esto es un intento de imponer justicia —respondió Arturo—. Pero si no estáis dispuesto a escucharnos, os invito a salir de este lugar lo más pronto posible.
—¡Eso no ocurrirá! ¡Todos mis hombres conmigo!
El insensato oficial enfiló su caballo hacia Arturo, espada en mano.
Arturo, que seguía los movimientos del aguerrido caballero por los sonidos que producía, se preparó para repeler el ataque.
—¡Yo no soy un pobre campesino! —exclamó, mientras cruzaba su espada para detener el golpe de Borgón—. ¡Soy un noble caballero que no tolera las injusticias!
—¡Esto lo pagaréis muy caro! —gruñó el jefe de los purgadores, intentando herir a Arturo—. ¡Soy un representante del rey!
—¡Y yo soy jefe de un ejército!
Crispín, que vio que Arturo se las entendía muy bien con el caballero, espoleó a su caballo y se lanzó hacia el círculo de soldados que rodeaban al joven prisionero para disolverlos.
—¡Por la Justicia! —gritó el escudero, mientras golpeaba a todo lo que se movía—. ¡Por Arquimaes! ¡Por Émedi!
—¡Soldados, no huyáis! —ordenó el alférez Fúrtago—. ¡Atacad con brío!
Amedia y Dédalus se unieron a la lucha. Entonces, varios hombres y mujeres, armados con utensilios de labranza, palos y cuchillos, salieron en su ayuda. Eran personas que estaban hartas del poder de los hechiceros, que habían abusado de ellos hasta límites insoportables.
El caballero, que advirtió que la rebelión se generalizaba, se esforzó en acabar con Arturo lo más pronto posible. Pero sus pobres conocimientos de lucha no podían competir con el jefe del Ejército Negro, que, de un lance horizontal, le arrancó la espada de la mano, desarmándole.
—¡Rendíos, caballero! —pidió Arturo, con la punta de su espada sobre su garganta—. ¡Sois mi prisionero!
—¡Dejad las armas! —gritó Borgón, que comprendió que su vida corría grave peligro—. ¡Este caballero ha ganado la partida… por ahora!
El alférez Fúrtago, que deseaba acabar la absurda pelea, levantó los brazos y gritó:
—¡Obedeced a nuestro jefe!
—Si queréis vivir, noble caballero, os invitamos a soltar a ese muchacho —argumentó Crispín, con toda tranquilidad.
—¡Es un peligroso mago que ha deshonrado a nuestro rey y sus leyes! ¡Amigo de los alquimistas!
—¿Qué ha hecho? —inquirió Arturo—. ¿Qué delito ha cometido?
—El peor de todos… ¡Ha ayudado a embrujar a nuestro rey! ¡El y sus amigos son los culpables de todos nuestros males! ¡Los alquimistas contaminan el reino con sus sortilegios! ¡Ese chico sigue las enseñanzas de uno que es muy peligroso!
—¿Cómo te llamas, chico? —le preguntó Arturo.
—Horades —respondió el prisionero—. Y soy inocente. No he hecho mal a nadie ni he ayudado a embrujar al rey Rugiano.
—Yo creo en tu inocencia, Horades. Vendrás con nosotros.
—¿Os declaráis amigo de los alquimistas? —preguntó el caballero Borgón a Arturo.
—Claro que sí. Me declaro amigo de todos ellos. Y si tenéis problemas con eso, lo podemos debatir ahora mismo.
El caballero lanzó una mirada a sus soldados; leyó en sus rostros el deseo de alejarse del hombre de la máscara plateada y de su valiente escudero. Sobre todo, aquellos que habían probado su acero y su maza.
—Está bien —aceptó Borgón—. Dejaremos que parta con vosotros. Pero es mejor que salgáis de estas tierras lo antes posible, o veremos cómo colgáis del patíbulo real.
—Nos iremos en paz —afirmó Arturo.
—Os sugiero que ordenéis a vuestros hombres que nos dejen tranquilos —añadió Crispín, agitando su maza—. Todavía no nos habéis visto enfadados.
Los purgadores recogieron sus cosas con la máxima rapidez y se alejaron de aquel lugar al trote, decididos a llegar al castillo antes de la caída de la noche para informar al rey Rugiano de lo que acababa de ocurrir.
Si los alquimistas invadían el reino, el caos reinaría.
* * *
Górgula, Escorpio y Frómodi estaban reunidos en una cámara del castillo, a puerta cerrada. El rey no dejaba de beber y de lanzar exabruptos. Un perro se acercó demasiado y recibió una patada en el lomo.
—Es una buena ocasión para actuar —dijo Frómodi, mientras se ajustaba la corona de oro—. Pasan por un mal momento y no nos prestarán atención.
—Tienes razón, mi rey —reconoció Górgula—. Podéis ir a robar esa tinta mágica. Yo me encargaré de lo demás.
—¿Estás segura de que sabrás descifrar y reescribir ese pergamino? —preguntó Frómodi.
—Claro que sí. Conozco muy bien a ese alquimista. Sé cómo escribe y soy capaz de reproducir todos sus signos exactamente.
—Ya te he prometido todo lo que deseas, bruja —respondió Frómodi—. Pero también te aviso de que si me fallas, lo pagarás caro. ¡Necesito esa fórmula de resurrección por encima de todo!
—No te pongas nervioso, Frómodi —intentó tranquilizarle—. Sé lo que hago.
—Hasta ahora no hemos conseguido nada. ¡Solo le hemos quemado los ojos a ese hijo de alquimista! —respondió Frómodi mientras se ponía en pie, furioso—. ¡Quiero la fórmula secreta!
—Con vuestro permiso, me permito recordaros que os he dado un brazo nuevo con mi magia —repuso Górgula tranquilamente—. Y también hemos recuperado la corona que ese soldado traidor os robó.
—¡Todo eso no tiene nada que ver con Arturo! —rugió Frómodi, alzando el miembro repuesto, perdiendo el control—. ¡Usaré mi brazo para matarlo! ¡Esta corona es mía! ¡Soy un rey!
Escorpio y Górgula, que conocían bien los ataques de furia de su señor, guardaron un cauteloso silencio y esperaron a que la tormenta pasara.
—Lo primero es ir a Ambrosia —propuso Escorpio, al cabo de un rato, cuando vio que Frómodi se había tranquilizado—, e infiltrarnos en esa cueva.
—Entraremos allí —añadió la hechicera— y robaremos el polvo que usan para hacer tinta. Te entregaré ese secreto alquímico, mi señor Frómodi. Lo juro.
—Yo me ocuparé de abriros el camino —añadió Escorpio—. Será fácil.
—¿Cuándo? ¿Cuándo lo haremos? —preguntó Frómodi, dando grandes zancadas.
—Lo más pronto posible…
En ese momento, una flecha entró por la ventana, rasgó el visillo que la cubría y se clavó en una viga de madera.
—¡Malditos traidores! —rugió Frómodi, en tanto sacaba su espada—. ¡Voy a ahorcarlos a todos!
—Cada día son más osados —dijo Górgula—. Hay muchos descontentos en tu reino, Frómodi.
—¡Mataré a esos rebeldes! —gritó desde la ventana, para demostrar que no les tenía miedo—. ¡Aquí estoy, cobardes!
Una nueva flecha le rozó y se hincó junto a la otra.
—¡Rufianes!
Cuando la tercera flecha se clavó en su hombro derecho, lanzó un rugido que se escuchó hasta en el último rincón del castillo.
—¡Os colgaré a todos! —chilló mientras se arrancaba la flecha de un tirón—. ¡No os temo!
Escorpio se atrevió a retirarle de la ventana y le sentó en un sillón de madera.
—¡Yo te curaré! —dijo Górgula—. No te muevas.
Frómodi bebió de una copa que Escorpio le acababa de poner en la mano. Mientras, Górgula le aplicaba unos polvos sobre la herida, que cicatrizó.
—¡Hay que hacer algo, mi señor! —le apremió Escorpio—. ¡Esto tiene tintes de rebelión!
—¡Campesinos desagradecidos! —rugió el antiguo conde—. Les doy protección y me pagan con traición.
—Hay que eliminar a los cabecillas —le sugirió el espía— o esto empeorará.
—Ocúpate, Escorpio —ordenó Frómodi—. Descúbrelos. Yo los ejecutaré. ¡Dame sus nombres! ¡Los mataré junto con sus familias!
FINALMENTE, y a pesar de que me he negado un par de veces, por fin he aceptado una cita con el doctor Vistalegre y su amigo Julio Bern, el psicólogo que asistió a la conferencia sobre el mundo de los sueños en la que participé. Me ha repetido hasta la saciedad que está interesado en hablar conmigo porque mi caso ha despertado su interés. Además, dice que tiene algo importante que revelarme, algo que me interesará muchísimo y que puede ayudarme a solucionar «mi problema».
Llego a la consulta y él mismo me abre la puerta.
—Hola, Arturo. He dado el día libre a la enfermera y he anulado todas las citas —explica—. Así estaremos más tranquilos. Nadie nos molestará.
Entro y le acompaño hasta el despacho en el que siempre me atiende, y donde el doctor Bern me espera.
—Buenos días, Arturo. Gracias por venir —me saluda, al salir a mi encuentro—. Te agradezco que hayas accedido a entrevistarte conmigo.
—Ya le dije que no tenía inconveniente en hablar con usted. Pero no creo que pueda decirle muchas más cosas de las que conté en la convención.
—No te preocupes por eso. Quizá hoy hablemos de las conclusiones a las que he llegado —responde—. He pensado mucho en tu historia. Reconozco que es apasionante.
El doctor Vistalegre cierra la puerta y nos sentamos. Es curioso, pero hoy tengo la sensación de que algo ha cambiado en este despacho… Creo que es la luz. Han bajado la intensidad y han creado un ambiente más cercano, más íntimo. Debo tener cuidado; sé que estas técnicas son embaucadoras.
—Arturo, el doctor Bern ha estudiado la grabación de tu conferencia…
—¿Grabación? —pregunto, un poco sorprendido—. ¿Qué grabación?
—Todas las intervenciones, incluso algunas sesiones con pacientes, se graban en sistema digital —explica de forma natural—. Muchas se transcriben, y el resultado de su estudio por parte de distintos expertos se convierte en artículos de revistas… Se hacen copias en DVD.
—Nadie me dijo que me iban a grabar —digo, un poco molesto.
—Lo siento. Se nos olvidó por completo. Para mí es tan natural que ni siquiera le di importancia. Lo siento, de verdad… Disculpa.
—No debes sentirte molesto —sugiere el doctor Bern—. Tu grabación tiene una difusión muy restringida. Solo los expertos tienen acceso. Piensa que es una herramienta profesional que sirve para estudiar los contenidos de las conferencias. En tu caso, me ha sido de gran ayuda.
—No vale la pena discutir.
—¿Has vuelto a tener sueños? —pregunta el doctor Bern, para avanzar—. ¿Sigues con esa otra vida?
—No he dejado de tenerlos. Cada día, cada noche, cada vez que cierro los ojos, me veo inmerso en un mundo lleno de dragones, mutantes, hechiceros, batallas medievales… Le aseguro que sigo con esa otra vida, como usted la llama.
—He estudiado tu caso y creo que tengo una pista que puede ayudarnos a descubrir de qué se trata —explica, muy convencido.
—Pues me gustaría conocerla.
—Verás, hay varias formas de analizar tu historia. Lo que te ocurre puede tener muchos enfoques, desde el más inocente y superficial hasta el más complicado. Se puede pensar que sueñas de una manera desaforada, alocada, sin sentido, pero puede que todos tus sueños tengan un origen… Que provengan de algún sitio.
—Ya, y usted se inclina por esta segunda teoría, ¿verdad? —le pregunto, convencido de que me la va a contar.
—Sí, creo que todo forma parte de un sueño instalado en tu inconsciente. En lo más profundo de ti. En una zona recóndita a la que no has accedido nunca.
—¿Y quién lo ha «instalado»?
—Eso es lo más difícil de determinar. Puede tratarse de un antepasado tuyo que…
—Que se llamaba igual que yo, que tenía letras sobre el cuerpo y una letra adragoniana sobre el rostro y que, además, vivió hace unos mil años. ¿Es eso lo que quiere decirme?
—Solo digo que es una posibilidad —reconoce—. Pero es lo más sólido que tengo. Sabemos pocas cosas sobre el mundo de los sueños, y lo que conocemos no está contrastado.
—El doctor Bern ha elaborado una teoría basada en nuestros descubrimientos sobre ellos —interviene Vistalegre—. Me parece una tesis muy sólida. Yo estoy de acuerdo con él.
—¿Bromea? ¿Cómo puede ser sólida una teoría basada en lo que se desconoce? El mismo lo ha dicho. No se sabe casi nada del origen y el significado de los sueños. Todo son conjeturas. ¿O no?
—Es cierto que casi nadie avala la idea de que su implantación pueda tomarse en serio —reconoce Bern—. Pero, poco a poco, es cada vez más consistente. Algunos creemos que es posible.
—Y usted quiere convencerme de que nací con esos sueños implantados en mi mente —ironizo—. Como si fuesen una semilla o algo así.
—En tu inconsciente, en ese abismo profundo y oscuro, habitado por fantasmas, recuerdos, deseos… Ahí está todo lo que no conocemos sobre nosotros. Y, de vez en cuando, muestra lo que hay dentro en forma de sueños o de pesadillas.
—Vale, mis sueños están en mi inconsciente. Y ahora, al cabo de los años, han emergido, igual que una isla en medio del mar. ¿Es eso?
—Tú lo has dicho. Estaban contigo desde que naciste —explica—. Ahora, por fin, salen a la luz. Te ayudan a conocerte mejor.
—Yo no soy un caballero medieval. No entiendo por qué los tengo.
—Arturo, ¿estarías dispuesto a someterte a unas sesiones de hipnosis? —pregunta Bern—. Podrían ser muy útiles.
—¿Útiles para qué?
—Para profundizar. Es posible que descubramos cosas sorprendentes. Tengo mucha experiencia en estos asuntos y te aseguro que puede ser revelador.
—Pero ¿qué espera encontrar exactamente, doctor?
Vistalegre y Bern se miran. Dudan unos instantes. Finalmente, el doctor Bern dice:
—Sospechamos que tus sueños son un mensaje que quiere enviarte ese antepasado tuyo. Y la hipnosis lo confirmará. Descubriremos de qué manera se han implantado.
—¿Un mensaje? —pregunto, absolutamente anonadado—. ¿Qué clase de mensaje?
—Será algo entre nosotros —propone Vistalegre—. Nadie sabrá nada. Lo mantendremos en secreto.
—Déjenme que lo piense. No estoy seguro de querer hacerlo. Es una decisión difícil. Ya les diré algo.
Esta sesión ha sido larga y complicada. La verdad es que su propuesta es interesante. Podríamos obtener datos sobre lo que me ocurre. Pero lo cierto es que, por mucho que esté interesado en conocer la verdad sobre mis sueños, no quiero que cualquier desconocido tenga acceso a ellos. Pertenecen a mi intimidad y no estoy dispuesto a compartirla con cualquiera, y menos aún teniendo en cuenta que esta gente acostumbra a grabarlo todo y difundirlo, aunque sea en «círculos profesionales».
Salgo a la calle y me topo con Cristóbal.
—¿Este encuentro es una casualidad? —le pregunto—. ¿O vienes en serio a visitar a tu padre?
—Un poco de todo —responde, a la defensiva—. Las casualidades también existen, ¿sabes?
—Claro, y las hadas, y los gnomos…
—En realidad quería hablar contigo. Hace tiempo que no te veo. Como ahora no vas a clase, pues…
—Me ha dado permiso el director. Después de lo que ha pasado en la Fundación y con Norma en el hospital, al cuidado de papá, Metáfora y yo nos tenemos que ocupar de todo. ¿Qué tal en el instituto?
—Todo sigue igual. Bueno, están con las excavaciones del patio. Aquello sigue lleno de arqueólogos que no paran de encontrar piezas medievales. Se rumorea que van a despedir a Mercurio. Pero, sobre todo, se habla mucho de ti. Horacio no para de meterse contigo.
—¿Y qué dice?
—Lo de siempre, aunque ahora lanza sospechas. Insinúa que has tenido algo que ver con la explosión. Dice que estaba contigo esa noche y que lo presenció todo.
—¿Pero qué dice? ¡Eso es una tontería!
—Ya lo sé. Sin embargo, sus amigos le apoyan. Dicen que también estaban allí y que lo corroboran.
—¿Y la gente les cree? —pregunto, un poco irritado.
—No todos; solo algunos se hacen preguntas. Por eso es mejor que vuelvas a clase y te defiendas —me sugiere.
—Iré en cuanto solucione todos los problemas que tengo pendientes… Por cierto, ¿qué tal te va con Mireia? ¿Avanzas o no?
—Me trata como a un crío. Vamos, que no me hace ni caso.
—Lo siento.
—No importa, ya estoy acostumbrado. Y tú, ¿qué tal con mi padre y su amigo? ¿Te sirven de algo las sesiones?
—Me ayudan a recordar, pero es pronto para saber si me sirven de algo. Con Bern, las cosas pueden avanzar más deprisa. Quieren hipnotizarme.
—¡No me digas! ¡Eso es una pasada!
—Todavía me lo tengo que pensar. No se lo comentes a nadie.
—Siempre he oído decir a mi padre que la hipnosis es la mejor técnica para entrar en el inconsciente.
—Ése es el problema. Que yo solo quiero saber cosas sobre mis sueños, no sobre mi inconsciente.
—Es lo mismo —afirma—. Los sueños surgen de lo más profundo. Mi padre me lo ha explicado muchas veces.
—A lo mejor —ironizó— me conviene más ver a una pitonisa que hacer una sesión de hipnosis. Al menos, sé que lo que una lectora de cartas cuenta no es real, y eso siempre tranquiliza.
LOS últimos rayos del sol empezaban a perder fuerza, cuando Arturo y sus amigos llegaron a un camino desde el que se distinguía claramente la macabra silueta del castillo de Rugiano. Parecía sacado de las peores pesadillas, con aquellas almenas puntiagudas, torres retorcidas, muros de piedras extraídas de diferentes canteras, ásperas y agresivas. La fortaleza tenía el aspecto desolador de un viejo cementerio, pero también irradiaba peligro.
Enclavada en lo alto de una colina rocosa, se dibujaba sobre el cielo anaranjado y parecía formar parte de un tétrico cuadro multicolor. Abajo, junto al río, se alzaba una pequeña agrupación de casas.
—Ese pueblo de miseria se llama Coaglius —explicó Horades—. Es un antro de podredumbre.
—Espero que encontremos un sitio para alojarnos esta noche —dijo Crispín, después de explicarle a Arturo todo lo que veía.
—Tiene que haber alguna posada —respondió el caballero.
—Sí, necesitamos un descanso urgente —añadió Amedia, desde el pescante del carro—. Alojémonos donde sea, o tendremos que dormir al raso.
En los márgenes del camino, numerosos grupos de personas se agolpaban alrededor de cálidas fogatas. Los que no tenían carros con pertenencias habían montado unas frágiles tiendas con telas y mantas para protegerse del intenso frío y de la persistente lluvia.
—No es normal ver a tanta gente desamparada —comentó Crispín—. En verdad ésta es una tierra extraña.
Según se iban acercando, los grupos se multiplicaban. Familias enteras se cobijaban bajo los árboles y junto a las rocas. La ribera del río estaba poblada por una interminable columna de gente. Delante de algunas tiendas había hileras de personas que portaban regalos: gallinas, ovejas y otros objetos de valor.
—Esto parece un mercadillo. Da la impresión de que esta gente quiere comprar o vender algo —observó Crispín.
—Aguardan ante las tiendas de los hechiceros —explicó Horades—. Les pagan para que los libren de los maleficios.
—Y de los terremotos —añadió Dédalus.
—Nadie se puede salvar de los temblores de tierra —respondió Crispín—. Parece que vienen de muy lejos. No son de este reino.
—Los que vienen de antiguo son los brujos. Han invadido este territorio —aclaró Horades—. Lo sé muy bien.
Cuando Arturo, Crispín y los demás llegaron a Coaglius, percibieron que en el reino de Rugiano pasaba algo inusual. Ningún pueblo olía tan mal; la suciedad lo inundaba todo y la gente parecía desesperada.
—Recibo malas vibraciones —advirtió Arturo, olisqueando el aire—. Huelo cosas que me traen malos recuerdos. Pócimas pestilentes. Sortilegios de hechicería. Me temo que tendremos problemas. Aquí se ha reunido lo peor de lo peor.
—Yo veo gente muy rara por las calles. Los campesinos miran al suelo y caminan muy deprisa, como si huyeran de algo. Parecen asustados.
—Están dominados. Este lugar está repleto de maldad. Intuyo que nos vigilan —añadió Arturo.
Efectivamente, muchos ojos ambiciosos se habían clavado sobre ellos. Gentes peligrosas los observaban con mezquindad.
Crispín prestó atención y comprendió que Arturo tenía razón. Las torvas miradas que los acompañaban desde que habían puesto los pies en las embarradas calles de Coaglius recordaban demasiado a Górgula, la hechicera que se había aliado con el rey Frómodi.
—Quizá debamos salir de aquí antes de que las cosas se compliquen —sugirió—. Esto es un nido de víboras.
—Al contrario, estoy seguro de que aquí encontraremos información sobre Arquitamius. Esta gente tiene que saber algo. Busca un sitio para alojarnos.
—Es mejor salir de aquí cuanto antes —advirtió Horades—. Nos jugamos la vida.
—Estoy de acuerdo contigo —subrayó Amedia—. ¿Verdad, padre?
—Yo pasaría de largo —respondió el anciano—. Este sitio apesta a peligro.
Poco después, Crispín detuvo su caballo ante un mesón llamado La Garra del Dragón.
—Éste es un buen sitio —decretó el escudero—. No es precisamente un palacio, pero es lo mejor que hemos encontrado.
—Creo que tienes razón —respondió Arturo—. Nos apañaremos.
—Espero que no se coman a nuestros caballos mientras estemos dentro —bromeó Crispín.
—O que no nos coman a nosotros —ironizó Amedia.
Descabalgaron, ataron sus monturas y entraron en la taberna. Estaba claro que sus huéspedes no eran de lo mejor. Por su culpa, el local olía tan mal y estaba tan sucio y destartalado que estuvieron a punto de marcharse. Pero el mesonero, atento a los posibles clientes, se acercó inmediatamente y les invitó a entrar.
—Caballeros, si buscáis alojamiento, debéis saber que habéis venido al mejor sitio de todo Coaglius. Sentaos y os traeré algo de comer.
—No estamos seguros de que queramos quedarnos aquí —respondió Crispín, poniendo mala cara.
—Os aseguro que no queda un sitio libre en todo el pueblo —replicó el hombre, tratando de convencerlos—. Por suerte, tengo habitaciones vacías. Os las alquilaré a buen precio.
—¿A qué llamáis buen precio?
—Dos monedas de plata por noche y persona por dormir —respondió Granma, la mujer de Herminio, acercándose—. Los gastos de comida serán aparte. Os aseguro que estaréis bien atendidos.
—¿Y quién nos garantiza que despertaremos vivos? —preguntó Dédalus—. Esto está lleno de gente peligrosa.
—Podéis estar seguros de que mientras permanezcáis en mi casa, nada os ocurrirá… ¿Sois hechiceros?
—No —negó Crispín—. Somos viajeros. Solo eso.
—Tened cuidado cuando salgáis —les advirtió Herminio—. Aquí no respetan mucho a los extranjeros. Y menos si dan la impresión de llevar dinero.
—A nosotros sí nos respetarán —le corrigió Arturo, acariciando la empuñadura de su espada—. Os lo aseguro.
—¿Qué ocultáis tras esa máscara? ¿Tenéis algo que temer?
—Esconde un rostro desfigurado —intervino Crispín—. Mi señor sufrió el ataque de unos monstruos mutantes que le destrozaron la cara.
—Podéis quedaros aquí todo el tiempo que os apetezca.
—Siempre que paguéis por adelantado —añadió Granma—. Luego, disfrutaréis de vuestra estancia.
—Aquí tenéis lo de esta noche —dijo Crispín, entregándole diez monedas—. Necesitaremos sitio para cinco personas. Dos habitaciones.
—Mi hija os servirá la cena —respondió Herminio—. Acomodaos tranquilamente mientras preparamos vuestras estancias.
El mesonero se retiró en busca de comida y bebida, pero, antes siquiera de que se hubieran sentado, un hombre mal encarado, con una cicatriz que le cruzaba el rostro, se acercó a ellos.
—Hola, me llamo Preter —dijo—. ¿De dónde venís?
Crispín le miró y se quedó pensando en la conveniencia de contestar.
—¿Venís también a trabajar para nuestro rey? —insistió el recién llegado.
—No, solo estamos de paso. Únicamente queremos recuperar fuerzas y seguir nuestro camino. Nos espera un largo viaje —respondió Crispín.
—¿Vais muy lejos? —indagó el individuo—. ¿Quiénes sois?
—No somos importantes —añadió el escudero—. Y nos gustaría estar solos, si no os importa.
—¿Por qué se tapa la cara con esa máscara? —insistió el hombre—. ¿Tiene miedo de que le reconozcan?
—Amigo, ya has gastado tu cupo de preguntas —interpeló Arturo—. Es mejor que te retires.
—Esa máscara es de plata… Además, me parece que la he visto antes —insistió—. La he visto en otro sitio. ¿No la habrás robado?
Arturo se puso en pie y levantó la mano derecha.
—¡Márchate de aquí ahora mismo! —le ordenó.
—Está bien, está bien… Solo quería ayudar. A lo mejor necesitáis un guía para moveros por este sitio tan peligroso.
Arturo colocó la mano sobre la empuñadura de su espada; el gesto convenció al intruso de que había llegado la hora de retirarse.
—Aquí tenéis vuestra cena, caballeros —dijo una joven de cabello ensortijado y voz alegre—. Es lo mejor que tenemos.
Crispín y ella cruzaron una mirada rápida, pero no intercambiaron ni una sola palabra. Por primera vez en su vida, el joven escudero sintió que se ruborizaba.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Amedia—. ¿Eres la hija del posadero?
—Sí, lo soy. Me llamo Amarae. Os prepararé las habitaciones —dijo antes de retirarse—. Sed bienvenidos.
* * *
Frómodi estaba completamente borracho y tenía un aspecto desastroso. Llevaba una capa con refuerzos de piel de lobo gris en el cuello que cubría su cuerpo semidesnudo. Se fijó en la mancha negra que ya había empezado a invadir su brazo derecho, el que había arrebatado a Forester, y torció el gesto.
Apoyado en una almena, en lo alto de la torre principal, observó, gracias a la débil luz de la luna, la oscurecida y profunda campiña arbolada que rodeaba su castillo. Ni siquiera se acordó de que, desde ese bosque, los rebeldes solían disparar flechas, y no tuvo la precaución de protegerse.
—¡Padre! ¡Padre! ¡Ahora soy rey de unos miserables campesinos! ¡Los usaré para conseguir lo que quiero! ¡Y me perdonarás! ¿Verdad que me perdonarás por lo que he hecho?
Dio un traspié y la gran jarra de vino que llevaba en la mano derecha se inclinó hasta derramar un chorro de vino sobre el suelo. El denso líquido rojo parecía un charco de sangre debido al reflejo de la luna. Lo vio y dio un paso atrás.
—Conseguiré lo que deseo y volveré a ser el de antes —aseguró, mientras observaba el líquido desparramado—. Volveré a ser un niño inocente, libre de mácula. Un niño que ha crecido sin pecado. ¿Verdad, padre?
Le pareció que la sombra de su padre se deslizaba sobre el muro y se quedó quieto, a la espera de una señal.
—¿Has venido a decirme que me perdonarás?
—He venido a ver la piltrafa humana en que te has convertido —respondió la oscura sombra—. Y a decirte que me das pena.
—¿Pena? ¡Pero si todo esto lo hago por ti! Me he convertido en un esclavo de tu recuerdo. Solo pienso en complacerte.
—Entonces, compórtate como una persona respetable. Deja de beber, deja de matar, deja de destruirte —le pidió la sombra—. ¡Recupera tu dignidad!
—¡No puedo! ¡Mataré a todos los que traten de impedir que consiga esa fórmula! ¡Necesito beber para sobrevivir en este infierno en el que malvivo día y noche! ¡Ya no puedo dar marcha atrás! ¡Me destruiré para demostrarte lo arrepentido que estoy de haberte matado!
—¡Lo hecho, hecho está!
—Pero se puede rectificar. Se puede remediar. Se puede…
—El tiempo no puede volver atrás. Y no se puede borrar lo que se ha hecho —sentenció la sombra mientras se evaporaba—. Recuerda lo que te he dicho. No olvides mis palabras.
Frómodi se quedó solo, desconsolado, mirando el sitio por el que la sombra acababa de desaparecer. Dio una patada al charco de vino y salpicó las almenas.
* * *
Cuando Demónicia vio que la puerta de su celda se abría, en la cara se le dibujó una sonrisa de satisfacción. Antes de ver a sus liberadores, ya sabía de quién se trataba.
—Mi señora, hemos venido a liberaros —dijo Alexander, de rodillas ante ella—. ¡Sois libre!
—Gracias, Alexander —respondió la Gran Hechicera—. No esperaba menos de ti. Eres mi caballero.
Tránsito se asomó por la puerta. Estaba muy nervioso y empapado en sudor.
—¡Tenemos que irnos! —advirtió—. ¡Viene gente!
Alexander se levantó, dejó pasar a Demónicia y la siguió. Los diez soldados demoniquianos que los acompañaban abrieron el camino y lo despejaron de enemigos. Tras de sí dejaron un rastro de muerte.
—¿Adónde me lleváis? —preguntó Demónicia.
—Al antiguo castillo de la reina Émedi —afirmó Alexander—. Nuestros hombres se han hecho fuertes. Allí estaréis a salvo.
—Es una buena idea —asintió—. Repondremos nuestras fuerzas… y nuestro poder.
* * *
Después de dormir a pierna suelta, Arturo y sus amigos se levantaron temprano, con la intención de proseguir su camino. Recogieron sus pertenencias y se dispusieron a llenar el estómago con algo sólido.
—¿Habéis descansado bien? —preguntó Herminio, el mesonero—. ¿Seguro que no queréis quedaros con nosotros? En este lugar hay muchas oportunidades para gente atrevida.
—Tenemos que marcharnos —indicó Crispín—. De todas formas, gracias por la invitación.
—Que tengáis buen viaje. Si volvéis por aquí, no olvidéis el buen trato que os hemos dado. Recomendad mi establecimiento a vuestros amigos, que también serán bien recibidos.
—Dad las gracias a vuestra bella hija, Amarae —dijo Crispín—. Ha sido muy amable con nosotros.
—Dádselas vos mismo —respondió Herminio—. Ahí viene.
—Amarae, queremos agradecerte tu amabilidad —comentó Amedia, que ya se había dado cuenta del interés de Crispín por la muchacha.
—Sí, gracias por todo —balbuceó Crispín.
—Oh, solo he cumplido con mi trabajo —respondió ella, mirándole de reojo—. Espero volver a veros por aquí. La posada de mi padre estará siempre a vuestra disposición.
—Si pasamos de nuevo por este lugar, no os quepa duda de que vendremos a saludaros —comentó Crispín—. No os olvidaremos nunca.
—Espero que tengáis buen viaje —añadió la joven—. Os deseo mucha suerte.
—Quería haceros un regalo —suspiró Crispín, mientras le ofrecía su espada de madera—. La he labrado yo mismo. Representa mi mayor sueño. Os pido que la guardéis hasta que regrese. Estará más segura con vos.
Amarae, emocionada, escondió rápidamente la talla bajo su delantal para que sus padres no la vieran.
—La conservaré como un tesoro —susurró—. Esperaré a que volváis a buscarla y os la devolveré.
En tanto se despedían, Herminio fue a ocuparse de los caballos y a ayudar a Dédalus a recoger los equipajes y a reunir a los animales. Desde lejos observó cómo Crispín miraba con ojos encandilados a su hija, aunque no dijo nada.
Los caballos estaban ensillados y ya se disponían a salir de las caballerizas cuando alguien apareció de entre la paja.
—Nobles caballeros… —dijo Preter, el hombre de la cicatriz—. No os asustéis. Soy yo, vuestro amigo.
—¿Qué buscas aquí, bribón? —preguntó Crispín, haciendo ademán de agarrar su maza.
—He venido a explicaros la gran oportunidad que se os presenta de ganar una enorme fortuna, siempre y cuando estéis dispuestos a pagarme algo por adelantado y a prometerme que, cuando seáis ricos y poderosos, os acordaréis de mí y me recompensaréis como merezco.
—Tus fantasías no nos interesan —respondió Arturo—. Tampoco nos atraen la fortuna ni el poder.
—Eso es porque ya tenéis ambas cosas —respondió el astuto personaje—. Pero os aseguro que si me escucháis, podréis ampliar vuestras arcas con creces.
—¡Aparta de nuestro camino! —gritó Crispín, empujándole con el caballo—. ¡No nos embaucarás con tus historias!
Arturo y Crispín salían de las caballerizas perseguidos por el insistente individuo cuando, de repente, se encontraron con el paso cortado.
—¿Os acordáis de mí? —inquirió el caballero Borgón, con arrogancia.
—Vaya, es nuestro amigo, el jefe de los purgadores —dijo Arturo, en tono irónico, al reconocer su voz—. ¿Vienes en busca de venganza?
—La encontraré cuando vea rodar vuestras cabezas por la escalinata del castillo de nuestro rey Rugiano —respondió el caballero.
—Tenéis suerte de que el código de honor de la caballería me impida responderos adecuadamente —rugió Arturo—. ¡Vos no sois un caballero! ¡Sois un miserable mercenario sin honor!
—Nuestro rey quiere veros en sus calabozos —respondió Borgón—. ¡Arrojad vuestras armas al suelo!
Arturo dirigió la mano derecha a la empuñadura de su espada y Crispín levantó la maza que colgaba de su silla, dispuestos a enfrentarse a la veintena de soldados y mercenarios que acompañaban al malvado caballero.
—¡Arqueros! —gritó Borgón.
Dos docenas de arqueros se dejaron ver desde los tejados, tras las esquinas y a través de algunas ventanas, con los arcos tensados y dispuestos a lanzar sus mortíferas flechas con puntas de acero forjado.
¡Estaban completamente rodeados!
—¡Esta vez he venido preparado! —advirtió Borgón—. ¡Si hacéis un movimiento en falso, moriréis ensartados por las flechas de mis hombres!
Crispín intentó hacerse una idea de la situación.
Se fijó en el hombre de la cicatriz, que apuntaba directamente al corazón de Amedia con su daga. A su lado, dos soldados habían aprisionado a Dédalus por sorpresa.
—No podemos hacer nada —explicó Crispín a Arturo—. Son muchos y están muy repartidos. Es imposible resistirse. Debemos rendirnos. Ya habrá ocasión de tomar la delantera. Amedia y su padre están en su poder.
—Está bien —aceptó Arturo—. Diles que nos rendimos.
—¡Alto! ¡No disparéis! —gritó Crispín—. ¡Mi señor y yo reconocemos vuestra superioridad y nos rendimos!
—Eso está bien —dijo el caballero—. Demuestra que sois inteligentes. Y ahora, quitadle esa maldita máscara.
—Os ruego que no lo hagáis —pidió Crispín—. No es buena idea dejar su rostro al descubierto.
—Haré lo que me plazca —insistió Borgón—. ¡Quítatela o te la arrebatamos nosotros después de acribillarte!
—Dejaré que me las quites tú —le dijo tranquilamente Arturo—. Te permitiré ver mi rostro.
Borgón, orgulloso de haber doblegado a Arturo, acercó su caballo al prisionero, alargó la mano y levantó la máscara. Ninguno de sus hombres pudo ver su expresión de horror.
—Consérvala —dijo en voz baja, colocándola de nuevo—. Es lo mejor.
Mientras se retiraban, Borgón lanzó unas monedas a Preter, que se acercó con la mano extendida.
—Aquí tienes tu paga —le dijo—. Te la has ganado.
Cuando ya estaban a punto de marcharse, Dédalus llamó a Herminio.
—Quiero hacerte un regalo, mesonero —le dijo desde el pescante de su carro, donde los dos soldados le vigilaban—. Quédate con mis animales. Los aprovecharéis mejor que nosotros. Creo que ya no puedo protegerlos.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Herminio.
—Haced lo que os plazca —respondió el padre de Amedia—. Eres un hombre honrado. Es mejor que estén en tus manos antes que en las de estos vándalos.
—¿Y si no volvéis? —preguntó Amarae.
—¡Volveremos! —aseguró Crispín—. Tarde o temprano, volveremos. Podéis estar seguros.
Herminio, Granma y Amarae se hicieron con los animales y vieron cómo sus huéspedes se perdían en las siniestras calles de Coaglius, escoltados por los feroces purgadores. Llevaron los animales al corral y la joven les dio de comer.
—Alimentaos bien —les dijo, al borde del sollozo—. Cuando vengan a buscaros, quiero que vean que os hemos cuidado con cariño, si es que consiguen salir de ese maldito castillo… del que nadie ha vuelto jamás.
AL final, y después de pensarlo mucho, me he decidido a visitar nuevamente a Estrella, la vidente que predijo mi futuro y me auguró una vida llena de sufrimientos. O mejor dicho, dos vidas.
La conversación con los dos psicólogos me la ha recordado y me ha ayudado a atar algunos cabos, por eso necesito hablar con ella. En el fondo, sus conjeturas se parecen mucho. Creo que hay algo que une las teorías de Vistalegre, Bern y Estrella.
He avisado a Metáfora de que iba a venir a verla, así que la estoy esperando aquí, en el portal de la casa de la vidente. Cuando vinimos la primera vez, hace más de un año, estaban haciendo obras, pero ahora no hay albañiles.
—Hola, Arturo —saluda Metáfora, que acaba de llegar—. ¿Seguro que quieres volver a pasar por esto? ¿Recuerdas lo que te dijo?
—Nunca lo he olvidado —respondo, un poco agobiado—. Pero necesito verla. De alguna manera, creo que sus palabras se han cumplido. Estoy metido en un callejón sin salida.
—Está bien, tú verás… ¿Entramos?
Empujo la puerta, pero está cerrada.
—Llama por el telefonillo —sugiere—. Es el tercer piso.
—Aquí no hay ningún cartel.
—La letra E.
Aprieto el timbre y una voz masculina nos pregunta qué queremos.
—Somos clientes —explico—. Estuvimos aquí hace unos meses.
Silencio.
—¿Cómo se llaman ustedes?
—Arturo Adragón. La otra vez pedimos cita a través de la página web. Pero ahora no está operativa.
—Bueno, la hemos dado de baja por problemas técnicos. Pero ¿qué quieren exactamente? Estrella ya les dijo todo lo que sabía.
—Necesito hablar con ella sobre lo que me contó —le explico—. Necesito que me aclare algunas cosas.
Silencio.
—¿Eres aquel chico que no tenía dinero para pagar y le tuvimos que hacer una rebaja?
—Sí, somos nosotros —responde Metáfora—. Ya nos conoce. Somos clientes.
—Lo siento, pero Estrella no les puede atender —responde categóricamente.
—¿Cómo que no? —pregunta Metáfora—. ¡Le digo que somos clientes!
—La consulta está cerrada. Adiós.
—¡Tenemos dinero! —dice Metáfora—. ¡Pagaremos la tarifa!
El hombre no dice nada.
—Tardaremos poco. Solo queremos hacerle un par de preguntas —le prometo.
Suena un timbre y el portal se desbloquea.
—Ahora subimos —digo—. Gracias.
El portal está peor que la vez anterior. Algunas baldosas están levantadas, hay cables que cuelgan del techo, pilas de ladrillos en el suelo, sacos de cemento junto a bolsas de escombros.
—Esto está hecho un desastre —comenta Metáfora—. Da la impresión de que la obra no ha terminado.
—Se habrán quedado sin dinero —deduzco mediante una explicación lógica—. Suele pasar. Muchas obras se quedan a medias por falta de fondos.
Subimos por la escalera sorteando todo tipo de obstáculos. Por el suelo nos encontramos un bidé, una bañera y diversos objetos. Esto es como caminar por un vertedero.
Llegamos al tercer piso y la puerta se abre para dejarnos pasar. Apenas hemos entrado, sale el hombre del telefonillo y la cierra velozmente. El recibidor está muy deteriorado; el ambiente refleja un abandono total. Está claro que no tienen muchos clientes.
—Cien euros o no hay sesión —nos pide con la palma de la mano hacia arriba.
Saco un billete del bolsillo y se lo entrego. Estaba seguro de que me lo pedirían y he venido preparado. Mis reservas se están agotando, pero esto vale la pena.
—Estrella os atenderá enseguida —nos informa, a la vez que se guarda el billete—. Pero será una sesión corta. Está enferma. No la molestéis demasiado.
—Deberían reabrir la página web —le aconseja Metáfora—. Era muy interesante.
Sin decir nada, nos hace entrar en la misma habitación de la otra vez, donde unas bombillas de colores dan al ambiente un toque de fantasía.
Estrella está sentada en su silla y nos mira con los ojos tristes y apagados. Tose y apenas se mueve.
—Vaya, el chico de los sueños —bromea en cuanto me reconoce—. ¿Qué quieres ahora? Ya te dije todo lo que sabía.
—Por eso he venido. Necesito que me explique el significado de aquellas visiones.
—¿Bromeas? ¿Crees que yo sé lo que simbolizan los sueños? Yo solo los veo, pero no sé qué representan. No tengo ni idea.
—Usted me dijo que iba a vivir una vida llena de sufrimientos. Que iba a padecer el doble que las otras personas. Eso tiene que significar algo.
—Bueno, a veces tengo visiones y recibo mensajes, pero solo puedo transmitirlos, no descifrarlos. Tu historia no tiene mayor interés. La sesión ha terminado. Dejadme en paz.
Metáfora me sujeta la mano y me impide levantarme.
—Hemos pagado cien euros para obtener respuestas claras —le advierte seriamente—. O nos responde a las preguntas o le aseguro que la policía estará aquí en menos de diez minutos.
—La policía ya no me asusta, chiquilla —responde la mujer, con una amarga sonrisa—. Nos denunciaron hace meses y desde entonces no hemos tenido más que problemas. Estoy tan arruinada que nada puede salvarme.
—Pues si ahora presentamos contra ustedes otra denuncia por estafa, las cosas empeorarán —explica Metáfora.
—¿Y qué nos van a hacer? ¿Meternos en la cárcel? Pues mira, por lo menos comeremos caliente todos los días. No pienses que me das miedo con tus amenazas. La vida se ha puesto muy dura para nosotros. Me da todo igual.
—Solo quiero algunas respuestas —digo en plan pacífico—. Nos iremos enseguida.
—Usted sabe más de lo que cuenta —le apremia Metáfora—. Díganos lo que ha visto en las cartas. Necesitamos saberlo.
Estrella dibuja una sonrisa irónica y me agarra la mano.
—Tu destino está escrito, chico —susurra—. Eres un caso especial y las cosas que te pasan no son normales. Esto es todo lo que sé.
—Usted sabe muchas cosas —insisto—. Necesito saber quién soy.
—¿Crees que por cien euros te voy a decir quién eres? ¿Piensas que por ese dinero te voy a explicar cuál es tu destino?
—Estoy seguro de que usted sabe mucho sobre mí. Lo sé porque me dijo cosas que se han cumplido. Mi vida es un infierno lleno de complicaciones. No he tenido más que problemas. Y sí, puedo afirmar que he sufrido el doble. ¡Usted me lo advirtió!
—Y aún te queda mucho por padecer —añade, rompiendo todas las barreras—. Eres un ser especial, Arturo Adragón. Te conozco muy bien.
—Entonces, no me deje en la oscuridad. Dígame lo que me espera.
—Problemas y sufrimientos inimaginables. Y el peor de todos será, precisamente, descubrir quién eres. Te aconsejo que no insistas. A veces es mejor ignorar. No siempre interesa conocer el futuro… ni ahondar en el pasado.
—Si uno sabe lo que le espera, podrá prepararse mejor para afrontarlo —dice Metáfora.
—O puede caer en el desánimo. Lo que ha de ocurrir ocurrirá, tanto si lo sabes como si no —explica Estrella—. Si quieres, te devuelvo los cien euros y te vas en paz.
—¡Quiero que me cuente todo lo que sabe sobre mí! —exclamo—. ¡Es importante!
—Pues es mejor que te prepares para escuchar algo que te va a asustar —dice, en tono amenazante.
—No tengo miedo de nada —afirmo—. Lo he superado todo.
—Eso ya lo veremos… Es mejor que tu amiga salga de la habitación. No creo que le guste escuchar lo que te voy a decir.
—No saldré de aquí. Estoy con él en esto y no le dejaré solo —responde Metáfora—. Es mi amigo y mi compañero.
—Prefiero que se quede. Hemos empezado esto juntos…
—Y lo terminaremos juntos.
Estrella hace un gesto de resignación.
—Está bien… Recordad que vosotros lo habéis querido…
—Nunca se lo reprocharemos. Empiece, por favor…
—Hace mil años hubo un reino llamado Arquimia, que quedó sumido en el olvido… El tiempo lo borró de los libros y sus ruinas fueron enterradas… El primer rey de Arquimia se llamaba Arturo Adragón y desapareció sin dejar rastro… La leyenda dice que se convirtió en un dragón…
—¡No diga bobadas! —protesta Metáfora.
—No son bobadas, forman parte de la leyenda de Arquimia.
—¿Dónde está Arquimia? —pregunto—. ¿Quién sabe dónde está Arquimia?
Estrella se levanta, se acerca a la ventana y la abre.
—¡Ahí abajo! —afirma—. En el subsuelo. ¡En el subsuelo de Férenix!
—¿Cómo lo sabe? —pregunta Metáfora.
—Todo lo que está escondido acaba saliendo a la luz… Tarde o temprano, la luz de la verdad se abre camino. ¡Arquimia es la semilla de Férenix! ¡Arquimia era un reino, y Férenix lo será!
Sé de sobra que Arquimia, o su palacio, al menos, está bajo nuestros pies. Si eso prueba que la vidente dice la verdad, entonces también ha de serlo esa historia del rey que se convirtió en dragón… y lo de mi sufrimiento.
DESPUÉS de permanecer todo el día encerrados en una oscura mazmorra, Arturo y Crispín pensaron en un plan de fuga. Amedia, Dédalus y Horades estaban muy desanimados.
—Cuando se haga de noche, pediré a Adragón que nos abra camino hasta la puerta de este castillo —concluyó Arturo—. Mañana estaremos lejos de aquí. Pensarán que nos hemos esfumado y desistirán de buscarnos.
—Tienes razón, debemos salir de aquí antes de que amanezca —sugirió Crispín.
Mientras ultimaban los detalles, entró el carcelero acompañado de dos guardias, que portaban dos cazos de bazofia que depositaron en el suelo.
—Aquí tenéis algo para entretener el estómago —dijo, en tono de burla—. Aprovechad y comed, ahora que todavía podéis.
—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó Crispín, como si tuviera interés en saber qué destino les aguardaba—. ¿Vais a ejecutarnos?
—Eso lo veréis cuando llegue el momento —respondió un soldado, mientras le empujaba con la parte trasera de su lanza—. Es posible que esos hechiceros os usen como carroña.
—No lo entiendo. ¿Qué tenemos que ver con los hechiceros?
—Cuando salga el sol descubriréis vuestro destino —se burló su compañero.
—¿No queréis decirnos nada más? —les incitó el joven escudero—. Si ha de ser nuestro último día, explicadnos por lo menos cómo vamos a morir.
—Encadenados a la torre principal —dijo precipitadamente el carcelero, como si estuviera deseando hacerlo—. Allí seréis pasto de esos animales voladores que nos envían vuestros amigos los alquimistas. Vendrán a devoraros y nosotros los estaremos esperando. Quién sabe: a lo mejor sobrevivís.
—Tal como lo contáis, tenemos pocas posibilidades de lograrlo —dijo Crispín con resignación—. Creo que ésta será nuestra última noche.
—Entonces, disfrutad de la cena y poned en paz vuestra alma —les recomendó el carcelero, cerrando la puerta de un golpe—. Es mejor que entréis en el Abismo de la Muerte con la conciencia tranquila.
* * *
En plena noche, Escorpio se unió a los campesinos que estaban reunidos en el bosque, alrededor de una fogata. Vestía ropas de lacayo y nadie le prestó atención. Cada día llegaban nuevos adeptos a la rebelión y su presencia pasó desapercibida. Al principio tenía un poco de miedo, pues, si le reconocían, podía pasarlo mal. La costumbre de vivir en peligro le ayudó a superarlo. No era la primera vez que espiaba para su señor. Incluso recordó cuando tuvo que reclutar ayuda entre ciertos nobles para entrar a sangre y fuego en el bosque de Amórica.
—¡Tenemos que deshacernos de este tirano! —gritó Ritel, un campesino que ya había participado en la rebelión que llevó a Morfidio al poder. No olvidaba a su amigo Royman, que había muerto en aquel terrible levantamiento—. ¡Debemos intensificar los ataques!
—¡Hacemos lo que podemos! —dijo un herrero—. Los soldados han detenido a muchos de los nuestros.
—No tengáis miedo. Muchos están a nuestro favor. Ellos también están hartos de Frómodi y nos ayudarán cuando llegue el momento. ¡Tenemos que alzarnos en armas!
—¡Hay que asegurarse de que saldrá bien! —pidió un criador de cerdos—. Si fallamos, nuestras familias lo pagarán caro.
—¡Si luchamos con valor, nuestra rebelión triunfará! —respondió Ritel—. ¡Hay que derribar a Frómodi, aunque nos cueste la vida! ¡Esta situación es insoportable! ¡Ese hombre es un bárbaro sin escrúpulos!
Escorpio tomó nota de todo lo que se dijo y se fijó en las caras de los presentes. Todos los nombres que salieron a relucir se quedaron grabados en su memoria.
—¿Qué opinas tú de todo esto? —le preguntó un joven que se había sentado a su lado, sobre un tronco—. ¿Crees que vale la pena seguir adelante?
—Hay que quitarse de en medio a este rey —afirmó Escorpio—. Es lo mejor para todos.
—¿Y a quién pondremos en su lugar? Parece que cada vez que hay cambios, la situación empeora.
—Tienes razón: tendremos que buscar un digno sucesor de Frómodi.
—Muchos hablan de traer a Arquimaes, el alquimista que ahora dirige a los Émedianos. Dicen que ha derrotado a Demónicus.
—Es una buena idea —dijo Escorpio—. Un alquimista en el trono. No está mal.
—Cualquier cosa menos seguir con esta bestia sanguinaria —replicó otro que estaba al lado—. Incluso podríamos aliarnos con Aquilion, el rey de Carthacia.
—Yo prefiero a la reina Émedi —añadió un tercero.
—Émedi ha muerto —anunció Escorpio—. La mejor solución es Arquimaes.
—Yo prefiero a Arturo Adragón —opinó el campesino—. Dicen que es el más justo de todos.
—No es una mala opción —dijo Escorpio—. Yo le daría mi apoyo, pero nadie sabe si está vivo.
* * *
Crispín observó con melancolía, a través del ventanuco de su celda, el manto de estrellas que poblaba el cielo oscuro y silencioso. El recuerdo de Amarae se había clavado en su memoria y en su corazón. Un poco después, se acercó a Arturo y le puso la mano sobre el hombro.
—El castillo está tranquilo, todo el mundo duerme —susurró—. Es hora de salir de aquí, mi señor.
Arturo cerró los puños, se abrió la camisa y dijo:
—¡Adragón! ¡Ven a mí!
El dragón cobró vida y se colocó delante de él. Inmediatamente, un ejército de letras recién despegadas de su cuerpo se situó en formación tras él, esperando sus órdenes.
—¡Derribad esa puerta! —les ordenó Arturo.
Las letras, dirigidas por el dragón, se acercaron a la puerta de madera. En pocos segundos, la desencajaron de su sitio. Los refuerzos de hierro, las bisagras y la cerradura fueron retorcidos.
—¡Vía libre! —anunció Crispín.
Escudados por las letras y el dragón, los cinco salieron de la mazmorra e iniciaron la subida por una oscura escalera. No había indicios de vida y no se escuchaba más ruido que el que ellos mismos producían con el roce de sus ropajes.
—¿Qué pasa aquí? —gritó un hombre de repente—. ¿Qué es esto?
Crispín observó cómo de un pasillo lateral aparecía un carcelero. Arturo, que lo había escuchado, le señaló con la mano derecha y el dragón voló a toda velocidad hacia el recién llegado, quien, al verse rodeado por miles de pequeños bichos voladores, solo acertó a ponerse de rodillas para implorar piedad.
—¡Tengo mujer e hijos! —suplicó—. ¡No me hagáis daño, por favor!
—¡Deja de gritar! —le ordenó Crispín—. ¡O te cortaremos la lengua!
—Por favor, por favor…
—¡Cállate de una vez! —insistió Dédalus, apretándole el cuello—. ¡Cierra la boca!
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Crispín.
—Tremond. Me llamo Tremond.
—Escucha, Tremond —le advirtió el joven escudero—. O te callas ahora mismo o te mato. ¡Elige!
El carcelero optó por callarse.
—¿Dónde están nuestras armas? —preguntó Arturo.
—En la cámara del rey —respondió Tremond—. Se las han llevado para estudiarlas. Sobre todo, la espada… esa que tiene un dragón en la empuñadura.
—Llévanos hasta allí. Hazlo en silencio a través de corredores y pasillos solitarios. No queremos disgustos. Si pasa lo más mínimo, serás el primero en caer.
—Lo intentaré, pero os advierto de que hay muchas patrullas.
—Te sugiero que tengas cuidado con lo que haces. Podría ser tu última noche en este mundo. ¡Vamos!
Tremond los guió por oscuros y estrechos pasillos. Llegaron a una silenciosa cámara abovedada y, tras subir varias escaleras muy angostas, entraron en un pequeño aposento.
—Ahí detrás hay dos centinelas que vigilan la cámara del rey Rugiano —indicó el carcelero—. Su esposa, Astrid, duerme en la habitación de al lado, y él está solo. Vuestras armas están junto a su cama.
Crispín se asomó en silencio para certificar que había dos soldados haciendo guardia delante de la puerta. Se lo explicó detalladamente a Arturo, que envió un destacamento de letras. Al cabo de un instante, escucharon el sonido de dos cuerpos que caían al suelo.
—No te muevas de aquí —le ordenó Crispín al carcelero—. Dejaremos algunas letras vigilándote, para evitar tentaciones.
—Esos bichos son peligrosos —susurró Tremond.
—Pórtate bien y no te pasará nada.
Escoltados por un enjambre de letras, abrieron la puerta y entraron en la cámara del rey.
Solo la tenue luz de la luna, que entraba por el gran ventanal, iluminaba la habitación. El rey, en su lecho, apenas se movía.
Entonces Amedia descubrió con asombro que una mujer estaba a punto de clavar una daga en el corazón de Rugiano.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó, sorprendida por la presencia de extraños—. ¿Quiénes sois?
—¡Arturo! —advirtió Crispín—. ¡Esa mujer va a matar al rey!
—¡Adragón! ¡Detenía! —ordenó el caballero negro.
El dragón salió a toda velocidad y llegó justo a tiempo de sujetar la muñeca de la mujer, a la que inmovilizó con las garras.
Mientras Crispín y Dédalus cerraban la puerta y se hacían con las armas, Arturo, Amedia y Horades se acercaron a ella. En ese momento, el rey Rugiano gruñó, se despertó y se puso de rodillas sobre su cama.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el monarca, con los ojos muy abiertos, asombrado de ver a tanta gente a su alrededor—. ¿Quienes sois? ¿Qué traición es ésta?
—Somos amigos —respondió Crispín en tono amistoso—. No pasa nada, majestad.
Rugiano observó a la mujer, que aún mantenía el puñal en la mano.
—¡Astrid! ¿Qué haces con eso? —la interrogó—. ¿Acaso pensabas matarme?
—¡Claro que sí! —respondió la reina, dando un paso adelante y arremetiendo nuevamente contra él—. ¡Ya es hora de que mueras! ¡Eres peor que las alimañas!
Rugiano se echó hacia atrás para esquivar, por apenas unos milímetros, la hoja del puñal.
—¡Es la reina Astrid! —exclamó Horades—. ¡Es la esposa del rey Rugiano!
—¡Estaba a punto de matarlo! —dijo Arturo, sorprendido—. ¿Por qué?
—¡Traidora! —exclamó Rugiano, lleno de rabia—. ¡Te convertí en mi reina y así me lo pagas! ¡Maldita seas!
—¡Estás enfermo de odio! ¡Solo te interesan el oro y el poder! —escupió Astrid—. ¡Eres un animal sediento de sangre!
En ese momento, el rey Rugiano salió de la cama de un salto, agarró su espada de acero rojo como el fuego y se situó en el centro de la estancia, en posición de ataque.
—¡No saldréis vivos de aquí! —gritó—. ¡Vais a morir, traidores!
—Empieza conmigo, tirano —le desafió Arturo—. ¡Aquí estoy!
Rugiano sonrió maliciosamente. Un jovenzuelo enmascarado no era suficiente enemigo para él.
—Toma tu espada, Arturo —dijo Crispín, entregándole el arma.
—No saldréis vivos de mi reino —aseguró Rugiano, mientras alzaba su espada roja—. Me quedaré con vuestra sangre, y a ti, esposa mía, te encerraré de por vida. Nunca volverás a ver la luz del sol.
—No la he visto desde que estoy casada contigo —respondió Astrid, con un tono de voz repleto de rencor—. No puedes quitarme la vida: hace años que he renunciado a ella.
—Mejor. Así todo será más fácil. De ti solo esperaba que me dieras un hijo, pero me has fallado.
—¡Antes muerta que traer descendencia tuya a este mundo! —respondió Astrid.
—¡Maldita mujer! —gruñó Rugiano.
—Deja de dar voces, rufián, y ven a luchar —terció Arturo—. Verás cómo se te quitan las ganas de amenazar.
El rey, que hasta entonces no había dejado de moverse, se detuvo y, con sus ojos inyectados en sangre, miró fijamente a Arturo. Abrió los labios y dejó entrever unos dientes tan grandes como puntiagudos.
Se lanzó contra Arturo, con la espada en alto, dispuesto a rajarle por la mitad. Parecía una bestia poseída por el odio.
Arturo, que estaba atento a los más leves sonidos, se dio cuenta de lo que el rey pretendía y cruzó su espada para frenar la trayectoria del arma de aquél. Cuando las dos hojas de acero chocaron, un potente sonido metálico inundó la habitación.
Rugiano, que había visto frustrados sus planes, atacó con más rabia, pero se encontró con un enemigo inesperado.
—Ríndete y deja que nos marchemos —propuso Arturo—. No hemos venido para matarte. Solo queremos seguir nuestro camino. Deja en paz a tu esposa.
—¡Eso no es posible! ¡Me quedaré con vuestra sangre y usaré vuestros restos para preparar hechizos! ¡Y ella recibirá su castigo!
—Entonces, no me dejas alternativa —respondió Arturo—. ¡Prepárate!
Rugiano dio dos pasos atrás para que Arturo creyese que le temía. Entonces, inesperadamente, saltó rápida y silenciosamente hacia delante, con la punta de su arma dirigida a la garganta del joven caballero.
—¡Cuidado, Arturo! —gritó Astrid.
Arturo, que comprendió la advertencia, se arrodilló y colocó su espada en diagonal, como si fuese una pica lista para ensartar. Rugiano intentó esquivarla y, al girar sobre sí mismo, se encontró con la daga de Astrid, que se clavó en su pecho, cerca del corazón.
Durante un instante, el rey se quedó quieto. Todos tuvieron la impresión de que el tiempo se había detenido.
De repente cayó al suelo, como un fardo. Un charco de sangre roja, oscura y densa rodeó su cuerpo tembloroso.
—¡Maldita seas, Astrid! —masculló—. ¡Maldita seas para siempre!
—¡Maldita por haber sido tu esposa durante tanto tiempo! —respondió ella, soltando la empuñadura de la daga, que se quedó clavada en el cuerpo del rey.
—¡Nunca encontrarás la paz! —añadió entrecortadamente el malvado soberano—. ¡Ojalá vivas en un continuo tormento!
—¡Mueres igual que has vivido! —sentenció Astrid—. ¡Envuelto en sangre!
—Salgamos de aquí antes de que esto se llene de soldados —sugirió Dédalus.
—¡Huyamos! —ordenó Astrid—. ¡Huyamos ahora que podemos! ¡Vamos!
Abrieron la puerta de la cámara real y salieron con rapidez, mientras el rey agonizaba y lanzaba maldiciones. Horades, que salió el último, lanzó una última mirada al rey moribundo, que ya dejaba de moverse.
LAS máquinas de demolición están delante de la Fundación. Stromber, Demetrio y sus amigos hacen acto de presencia, secundados por sus mercenarios. El anticuario los ha traído, como si pretendiese burlarse de nosotros, disfrazados con sus trajes medievales. Goliat, Trueno y los demás han venido armados hasta los dientes.
—¡Por favor, aléjense, que las máquinas van a empezar a trabajar! —grita por su megáfono un operario con casco—. ¡Es peligroso estar demasiado cerca!
Algunos obreros nos piden que demos unos pasos atrás. Todo está dispuesto para retirar los cascotes, que están esparcidos por el suelo. También van a derribar todos los muros que se encuentran en mal estado, que son más de los que parecía al principio. La verdad es que la explosión ha hecho estragos en la estructura de la Fundación.
—¡Un momento! —grita Sombra, entre las ruinas—. ¡Un momento!
—¡Salga de ahí! —ordena el de la megafonía.
Estaba seguro de que Sombra iba a enfrentarse con los obreros. Espero que no pase nada grave.
—¡Retiren esas máquinas de aquí! —reitera.
—¡Tenemos orden de actuar! —insiste el jefe de obras—. ¡Vamos a retirar todos los cascotes!
—¡No hace ninguna falta! —insiste Sombra—. ¡Yo me ocuparé de todo! ¡Esto es mío!
Stromber, rabioso por sus palabras, se acerca al hombre de la megafonía y habla con él.
—¡Me dice el administrador que si usted no se va, entrarán a buscarle! —grita el operario—. ¡Es mejor que salga ahora mismo!
—¡Ni hablar! ¡Estoy en mi casa y me niego a salir! ¡Nadie me echará de aquí!
Tres hombres de Stromber se dirigen hacia Sombra. Parecen dispuestos a solucionar el problema. Creo que ha llegado el momento de intervenir.
—¡Eh, alto ahí! —exijo—. ¡Déjenlo en paz!
Como no me hacen caso, me voy hacia los tres hombres, les corto el camino y me enfrento a ellos.
—¡Salgan de aquí ahora mismo! —les ordeno—. Este terreno es propiedad privada de mi familia y ustedes no son bien recibidos.
—¡Yo soy el administrador! —dice Stromber—. ¡Aquí mando yo!
—La Fundación no existe. Usted ya no tiene potestad aquí. Este solar pertenece a la familia Adragón —respondo.
—Exactamente, tú lo has dicho. Yo, Stromber Adragón, soy el propietario de este lugar —explica—. Y te conmino a retirarte antes de que pida a la policía que te eche de aquí a patadas.
—¡Yo represento a la familia Adragón! —exclamo muy furioso—. ¡Soy Arturo Adragón!
—¡Eres un impostor! —grita, mientras gesticula—. ¡Yo soy el verdadero Adragón! ¡Poseo la titularidad de ese ilustre apellido!
Terrier, el abogado, sale del grupo y enarbola un documento que agita como una bandera.
—¡Aquí está la prueba de que el señor Stromber es el auténtico Adragón! —asevera—. ¡Aquí está el documento que lo demuestra!
—¡Quiero verlo! —le apremio, exasperado—. ¡Enséñeme ese papel!
El inspector Demetrio se acerca y agarra el folio justo antes que yo.
—Chico, esto es muy grave —dice, después de leerlo—. ¡El señor Stromber es el verdadero Adragón! ¡Tu padre le ha cedido la titularidad del apellido! No hay duda.
Demetrio me lo enseña.
¡No salgo de mi asombro! ¡El documento está firmado por mi padre y le vende la titularidad de nuestro apellido! ¡Pero si me había prometido que no lo iba a hacer!
—¿Cuándo se ha producido esto? —pregunto—. ¿Antes o después de la explosión?
—¿Qué importa eso ahora? —responde Stromber con satisfacción—. Desde este momento puedes considerar que hay una nueva familia Adragón. Y piensa en buscarte un nuevo apellido, que éste ya te viene grande.
Me he quedado sin palabras. Las pruebas son tan contundentes que no tengo argumentos para discutir. Me acaban de quitar el apellido y no puedo hacer nada para recuperarlo. ¿Qué le habrá pasado a mi padre por la cabeza para acceder a algo así? ¿Cómo ha sido posible?
Las máquinas avanzan y se aproximan a las ruinas de mi casa. Las palas excavadoras se alzan amenazadoras, levantan cascotes y remueven pedruscos. Sombra está tan desolado como yo. La mano de Metáfora se entrelaza entre mis dedos para consolarme. Pienso en el cuadro de mamá, que debe de estar por ahí abajo, enterrado entre los restos de piedras, cemento y hierros retorcidos, seguramente roto y resquebrajado. También me acuerdo del sarcófago que contiene su cuerpo, perdido en las profundidades. Es demasiado para mí.
—Tengo que hablar con papá —le digo a Metáfora, con un temblor en la voz—. Tengo que saber por qué ha hecho esto.
—Tendrá buenos motivos —responde—. Confía en él.
—¡Esto es una locura! ¡Mira lo que hacen esas máquinas!
—No te agobies. Es necesario retirar los restos para reconstruir. Habrá tiempo de levantar una nueva Fundación.
—Eso espero. Mientras tanto, mi madre sufre este atropello.
Sombra se ha unido a nuestro grupo. Patacoja me pone la mano sobre el hombro para darme apoyo. Adela, que está en el equipo de Stromber, me lanza una mirada de comprensión.
—Vamos, vamos, no te desanimes —tercia Metáfora.
—Me inquieta la actitud de mi padre. Me ha mentido. Además, no quiero que los secretos que hay ahí abajo salgan a la luz.
—No te preocupes, Arturo —me consuela Patacoja—. Encontraremos la manera de bajar hasta el palacio. Y daremos con todo lo que buscas.
—No creo que os convenga seguir adelante hasta que hables con tu padre, Arturo —sugiere Sombra—. Debes conocer los motivos que le han llevado a firmar ese documento.
—No, Sombra. No creo que tenga argumentos suficientes para convencerme de que no ha cometido un grave error. Ha vendido lo que más vale en la vida de una persona. Y me ha engañado.
—Lo que más vale es la propia vida, y eso no está vendido —replica Sombra—. Y si quieres conservarla, pon atención a lo que te rodea, o lo perderás todo.
—¿Qué quieres decir, Sombra? —pregunto.
—Creo que hablo claro, ¿no?
—No del todo, Sombra —interviene Metáfora—. ¿Qué crees que dirá el padre de Arturo cuando le preguntemos?
—Eso solo lo sabe él, pero estoy seguro de que tendrá motivos más que razonables, aunque no los entendáis bien —argumenta claramente a su favor—. No os metáis ahí abajo hasta que él os autorice.
—Pero los sótanos son cosa tuya —le recuerdo—. Si tú nos das permiso podemos bajar.
—No lo haré hasta que hables con tu padre. Se hará lo que él diga, ¿entendido?
—Pero habíamos quedado en…
—Las cosas han cambiado —responde con firmeza—. Tu padre tiene la última palabra.
Los camiones cargan los restos del derribo. Las máquinas levantan una extraordinaria polvareda. Me pican los ojos. La silueta de Stromber, un poco más allá, se dibuja casi a la perfección. El hombre que quiere ocupar mi lugar en esta vida me mira desafiante.
—Patacoja, ¿cuánta gente puede saber que ahí abajo hay un palacio que pertenece al antiguo reino de Arquimia? —le pregunto.
—Es difícil saberlo —reconoce—. Muchos historiadores teorizan sobre ello, pero no tienen pruebas y no lo confirman. De hecho, casi nadie relaciona el pasado de Férenix con el de Arquimia… ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Solo me preguntaba cómo una pitonisa puede saberlo.
—¿Una pitonisa?
—Sí. Se llama Estrella. ¿La conoces?
No responde, pero tengo la impresión de que sabe quién es, aunque por algún motivo no quiere reconocerlo.
* * *
Es de noche y no hay nadie. Ni siquiera Sombra me ha visto entrar en las ruinas de la Fundación que, ahora, están un poco más limpias.
Todavía no he hablado con papá. He preferido retrasarlo un poco hasta que me tranquilice, por eso he venido aquí. Todo está en calma; la jornada de los obreros ha terminado y las máquinas están paradas. Salto las vallas de protección y entro en la zona de obras. Me acerco a los restos de una escalera y me siento. Necesito hablar con mamá, que está sola, ahí abajo. Creo que a los dos nos hace falta un poco de compañía, y éste es un buen momento.
—Hola, mamá… He venido para estar contigo. Sé que te encuentras sola y debes preguntarte cosas que, a lo mejor, no puedes responder. Por eso he venido, para explicarte todo lo que sé.
Espero un poco antes de darle la mala noticia.
—Papá ha vendido nuestro apellido. Oficialmente, ya no somos la familia Adragón. Ya no sé quién soy. No sé nada. Estoy muy confundido. Si no fuese por Metáfora, que me da ánimos, no sé qué haría. Te he dicho alguna vez que se ha convertido en mi compañera inseparable. Creo que cada día la quiero más. Nuestra actitud ha cambiado mucho desde que nos conocimos. Al principio no nos podíamos ni ver. Yo creía que estaba nervioso porque era la primera vez que trataba con una chica, pero me parece que ella también estaba desconcertada. Por eso reaccionaba de esa manera tan rara. Además, lo de su padre la tiene perdida. Tengo que ayudarla como sea a que dé con su tumba.
Me levanto, dispuesto a marcharme. Por esta noche, ya está bien.
—Bueno, mamá, me voy. Ya vendré a contarte cómo evolucionan las cosas. Adiós. Te echaré de menos. Te quiero.
Estoy a punto de salir del recinto cuando, a lo lejos, al lado de un muro semiderruido, veo una silueta casi oculta. Sombra siempre está atento. Si supiera la confianza que me da tenerle ahí, como un ángel protector…
DESPUÉS de despachar a varios centinelas, se acercaron al carcelero que se había quedado bajo la vigilancia de las letras. Cuando vio que la reina venía con ellos, pensó que la habían secuestrado, pero pronto se dio cuenta de que Astrid los acompañaba voluntariamente.
—Carcelero Tremond, te exijo que vengas con nosotros y que no intentes alarmar a la guardia —le ordenó la reina Astrid—. Síguenos.
—Haré lo que me pedís, majestad —aceptó el hombre.
Descendieron las escaleras hasta el piso inferior, donde, por indicación de la reina, entraron en un pasadizo secreto. Poco después, se encontraron ante una puerta que abrieron con facilidad y que daba directamente al patio de armas.
—Desde aquí alcanzaremos las caballerizas sin ser vistos —aseguró la soberana—. Solo hay que tener cuidado con los centinelas de la torre, que lo dominan todo y tiran a matar. Prestad atención y no os separéis de mí.
Pegados a los muros, llegaron hasta los establos y eligieron monturas para todos. Amedia y su padre ensillaron rápidamente dos yeguas, mientras que Horades se conformó con un jamelgo escuálido, que le pareció muy dócil. Arturo y Crispín se hicieron con dos poderosos ejemplares, robustos como troncos. Después, ataron y amordazaron a Tremond.
—Es por tu bien —le explicó Crispín—. Así nadie pensará que nos has ayudado.
Sujetaron sus monturas, apretaron el bocado para evitar que las bestias relincharan y entraron en un pasadizo secreto conducidos por la reina.
—Lleva hasta las afueras del castillo —dijo Astrid—. Cuando quieran perseguirnos, ya estaremos lejos, os lo aseguro. Nadie nos verá.
Al cabo de media hora llegaban a la salida, que estaba oculta tras un intenso follaje.
Mientras el sol empezaba a nacer, montaron e iniciaron una frenética carrera que los alejaba del castillo de Rugiano.
—¿Adónde nos llevas? —preguntó Arturo.
—Lejos de este lugar infernal —respondió Astrid—. Huyamos hacia el norte.
—¡No! —exclamó Horades—. ¡Vayamos hacia la llanura de los Tres Volcanes!
—¿Por qué? —interrogó Arturo—. ¿Qué hay ahí que nos interese?
—¡Arquitamius! —respondió el joven—. ¿No es a él a quién buscáis?
—¿Cómo sabes que está en esa región?
—Le conozco bien —contestó Horades—. ¡He sido ayudante suyo!
—O sea, que esos que te torturaban tenían razón: eres amigo de alquimistas —dijo Arturo con cierta ironía.
—¡Solo querían mi sangre! ¡Yo no embrujé a Rugiano!
—Tranquilo, te creo. ¿Estamos cerca de los dominios de Arquitamius?
—Más o menos. Tendremos que dar un pequeño rodeo, pero será menos peligroso.
—¿Estás seguro de que es el camino correcto? —insistió Crispín.
—Tenemos que ir hasta la tierra de los Tres Volcanes. Forman un triángulo. Arquitamius está en el centro. El triángulo es su símbolo mágico —explicó el muchacho—. ¡Os aseguro que está ahí!
—Si nos engañas nos enfadaremos —le advirtió Crispín.
—Deja de protestar, escudero… Y hazme caso. ¡Vamos!
Con las primeras luces del alba, se lanzaron a campo abierto hasta que entraron en un bosque, donde cabalgaron por un riachuelo a fin de ocultar su rastro. Luego pasaron por un camino rocoso donde las huellas de los caballos se perdían. Por la tarde se sintieron a salvo.
—Solo nos queda cruzar un desfiladero —explicó Horades—. Al otro lado están los Tres Volcanes. Nadie se atreve a penetrar en ese territorio.
—Allí hay muchos terremotos —señaló Astrid—. Los que se acercan nunca vuelven a salir.
—¿Cuándo estuviste con él por última vez? —preguntó Arturo.
—Hace poco —confesó el hechicero.
—¿Qué hiciste? —preguntó Amedia—. ¿Robaste alguna fórmula?
—No. Me arrojó de su lado porque quería saber cosas que él no estaba dispuesto a enseñarme.
—Me parece que sabes más de lo que dices —añadió Dédalus.
—He sobrevivido gracias a mi astucia —reconoció Horades—. Soy libre y no tengo que dar cuentas a nadie. No tengo familia y ahora solo os tengo a vosotros.
—¿Cómo conseguiste trabajar con Arquitamius? —preguntó Arturo.
—Me recogió en el arroyo cuando era pequeño —explicó Horacles— y me convertí en su ayudante. Todos los alquimistas tienen uno. Yo fui su favorito hasta hace poco.
Arturo recordó los tiempos en que fue aprendiz de Arquimaes. Su memoria le trasladó hasta aquellos momentos felices en los que no cesaba de aprender cosas nuevas cada día. Hasta que, una aciaga noche, el conde Morfidio se interpuso en su camino y le arrebató la mejor época de su vida.
—Yo también fui asistente de Arquimaes —empezó a decir Arturo.
—¡Arquimaes! El mejor alumno de Arquitamius —reconoció Horades—. ¿Todavía está vivo?
—Claro que sí. Mi maestro está en perfectas condiciones —respondió Arturo—. El me ha enviado a buscar a Arquitamius.
—¿Para qué lo necesita?
—Para devolver la vida a las dos mujeres que más quiero en este mundo.
—Entonces podéis estar seguro de que volverán a vivir. El lo puede todo. Domina y conoce los misteriosos caminos de la vida y de la muerte. Es el mayor alquimista del mundo. El más sabio de todos los sabios.
—Me satisface escuchar tus palabras —dijo Arturo—. Me reconfortan.
—Hemos tenido la suerte de servir a dos grandes maestros —asintió Horades—. Pero yo tuve una desgracia que…
Todos se miraron en silencio y nadie se atrevió a preguntar. Sin embargo, Crispín, dominado por la curiosidad, no se aguantó las ganas.
—¿No quieres contarnos qué ocurrió? —le preguntó.
—Prefiero no hacerlo. Es difícil de explicar.
—¿Pero qué clase de problemas tuviste con Arquitamius?
—Ya os lo contará él cuando lo encontremos. Yo solo espero que sepa perdonarme.
Reemprendieron la marcha al amanecer. Algunas horas después, alcanzaban la boca del desfiladero. Pero una sorpresa los esperaba.
* * *
Escorpio entró en la cámara privada de Frómodi, que, como siempre, estaba beodo y acompañado de sus perros.
—¿Qué noticias me traes, espía? —le preguntó, con desprecio y apatía.
—Tengo los nombres de los cabecillas rebeldes —respondió Escorpio—. Por lo menos, de los principales.
—Vaya, eso está bien —reconoció el monarca—. Los eliminaremos a todos y podremos partir tranquilos en busca de ese polvo que sirve para hacer tinta mágica.
—Con esta lista la resistencia quedará eliminada, mi señor. Nadie osará levantarse en armas contra ti. Los nobles están domesticados y ninguno se atreverá a traicionarte. Ya saben lo que les pasa a los que se oponen a tus deseos.
—Eres el mejor servidor que he tenido nunca. Cuando consiga lo que quiero, te cubriré de oro y de poder. Te entregaré mi antiguo castillo y te daré título y soldados. No creas que olvidaré todo lo que has hecho por mí.
—Eso espero, mi señor.
—¿Qué es lo que buscas, Escorpio? —preguntó Frómodi, después de vaciar la copa de vino—. Nunca hablas de ti. ¿De dónde vienes? ¿Quiénes son tus padres?
Escorpio pensó que todavía no era un buen momento para abrir su corazón.
—No tengo padres, mi señor. Vago por el mundo como una sombra. Sin rumbo.
—¿A qué aspiras exactamente?
Escorpio dudó un instante.
—A encontrarlos —dijo—. Me gustaría hacerles una pregunta. Y después los mataría. Seguro que lo haría.
—¿Qué pregunta es ésa?
—Eso no lo puedo decir, mi señor —musitó Escorpio—. Es mi gran secreto.
—Bien, no insistiré. En el fondo me da igual. Tú y yo estamos unidos por el deseo de matar. Consigamos nuestro sueño.
—No es un sueño, es una pesadilla que se repite constantemente.
—Sí, tienes razón. La venganza es obsesiva y, hasta que no se cumple, nos envenena la sangre… A ver, cuéntame quiénes son esos traidores. Dame sus nombres.
* * *
—¿Qué pasa? —preguntó Arturo, alarmado por las palabras de sus compañeros—. ¿Qué os preocupa?
—¡Un ejército nos cierra el paso! —explicó Crispín—. ¡Un centenar de soldados! ¡Jinetes bien armados!
—¿Quiénes son?
—Los hombres de mi marido —explicó Astrid—, con él al frente. ¡Viene a vengarse!
—Pero… si estaba a punto de morir cuando lo dejamos —dijo Crispín, incrédulo.
—Rugiano no es un hombre normal; es capaz de revivir. Invoca a las fuerzas oscuras y cuenta con su apoyo.
—Eso no es posible —argumentó Amedia—. Si te atraviesan con una daga, mueres. Y si mueres, no resucitas. Eso es leyenda. Los muertos, muertos están.
Arturo sonrió para sí. Conocía perfectamente el poder y las malas artes de que eran capaces las fuerzas oscuras. También sabía que no todos a los que se les clava una daga mueren. El mismo lo descubrió la noche en la que Morfidio le asestó una puñalada. Por eso, las palabras de Amedia le parecieron ingenuas.
—Rugiano se alimenta de sangre. Habrá sacrificado a algunos de sus hombres y ha recobrado toda su fuerza —añadió Astrid—. Ahora está más vivo que nunca.
—Y yo que creía que todo eso de la «resurrección» y la inmortalidad eran solo cuentos para niños —comentó Dédalus.
—Pues por ese «cuento» querían matarme —explicó Horades—. Para entregarle mi sangre al rey. Lo que dice la reina Astrid es cierto: Rugiano vive de la sangre de los demás. Y la de los alquimistas le alimenta más que ninguna otra.
—Ha traído a los purgadores —dijo Astrid, reconociendo a Borgón—, sus más feroces guerreros.
Arturo desenfundó su espada y dijo:
—Da igual quién sea. Nosotros vamos a cruzar ese desfiladero y nadie nos lo va a impedir. ¿Preparados?
—¡Si, mi señor! —exclamó Crispín—. Mi maza y yo esperamos la orden para atacar.
—Son muchos —insistió la reina Astrid.
Arturo se quitó la máscara y abrió la sobreveste que le cubría el pecho.
—Os aseguro, señora, que nosotros también somos muchos. Tenemos un ejército a nuestro servicio… ¡Adragón! —gritó—. ¡Preparado!
Adragón se despegó del rostro de Arturo y las letras le acompañaron. En perfecta formación militar, cubrieron los flancos del grupo y se prepararon para enfrentarse al enemigo que aguardaba a la entrada del desfiladero. Esa garganta rocosa era el único acceso a la llanura de los Tres Volcanes, supuesto refugio de Arquitamius, que Arturo deseaba encontrar con toda su alma.
—¿Qué es esto? —preguntó Astrid, asombrada, a pesar de que ya conocía a Adragón—. ¿Qué clase de oscura magia practicáis?
—No es oscura, señora. Es el poder de las letras avalado por el Gran Dragón. No tienen nada que ver con la hechicería.
Astrid y Horades estaban admirados con aquella fantástica hueste guerrera que provenía de la alquimia. Amedia y Dédalus la conocían, pero volvieron a sorprenderse.
—Arquitamius me había hablado de ese extraño poder —confesó Horades—, aunque es más grande y poderoso de lo que yo imaginaba.
—No es hora de hablar, amigos, sino de luchar —advirtió Arturo—. ¡Preparaos para el combate!
Animados por la extraordinaria presencia de los aliados voladores y por las valientes palabras de Arturo, todos tomaron sus armas.
—¡Atención!… ¡Adelante! ¡Por Adragón!
Los caballos empezaron a trotar.
El rey Rugiano, completamente repuesto de sus heridas, no salía de su asombro. Aquellos locos se lanzaban frontalmente contra sus cien hombres armados hasta los dientes. ¿Es que querían morir?
—¡Atentos, soldados! —gritó—. ¡Esos desgraciados vienen hacia aquí! ¡Vamos a enseñarles que los hombres de Rugiano son valientes e invencibles!
—¡Mi señor! —dijo Borgón—. ¿Qué es eso que vuela junto a ellos?
Rugiano prestó atención y observó unas sombras oscuras, como pequeñas avispas, que acompañaban a Arturo y a sus amigos.
—¡No lo sé, pero no importa! ¡Preparaos para aniquilarlos a todos! ¡A muerte! ¡Quiero su sangre!
El grupo de Arturo levantó una nube de polvo. Los gritos del caballero empezaron a oírse en la filas enemigas. El ruido de los cascos llegaba hasta los hombres de Rugiano, que eran incapaces de comprender cómo era posible que tan pocos atacaran a tantos.
—¡Son alquimistas! —gritó Rugiano, para animar a sus hombres—. ¡Morirán como perros!
Pero los amigos de Arturo avanzaban sin dudar, directos hacia ellos, listos para luchar, dispuestos a morir. El desconcierto comenzó a hacer estragos en las filas de Rugiano, cuyos soldados empezaron a dudar de sus palabras de ánimo.
El choque entre las dos fuerzas fue muy violento. Los hombres de Rugiano, que estaban preparados para impedir el paso a los atacantes, opusieron una gran resistencia. Rugiano se protegió tras su guardia personal para evitar que le dañara alguno de los golpes que se producen en los primeros momentos de este tipo de ataques.
Los soldados, que ya conocían la cobardía de Rugiano, ni siquiera le prestaron atención. Pero las cosas se complicaron extremadamente cuando descubrieron que sus enemigos eran pequeños, voladores, invencibles y mortíferos.
Además de tener que defenderse de Amedia, Dédalus, Crispín, Arturo, Astrid y Horades, los hombres de Rugiano tuvieron que hacer frente a los estragos causados por miles de pequeños soldados de punta afilada que se colaban entre sus escudos y contra los que sus armas resultaban inútiles. Por eso, en poco tiempo, las huestes de Rugiano se dispersaron y perdieron toda su fuerza. Los soldados caían al suelo, muertos o malheridos, sin saber siquiera qué había ocurrido. Todos conocían los efectos de la hechicería, pero jamás se habían enfrentado a algo tan sorprendente.
—¡Luchad! —gritaba Rugiano, oculto tras sus guardianes—. ¡Que no entren en el desfiladero!
Pero sus palabras resultaron inútiles. Los soldados se esforzaban en seguir las órdenes de sus oficiales, aunque nada podían hacer ante la furia de los atacantes. Caían a pares bajo las armas de Arturo y sus amigos, o eran aniquilados por Adragón y sus letras voladoras.
—¡Adragón! —gritaba Arturo—. ¡Ayúdanos!
Las letras redoblaron sus esfuerzos. Gritos, polvo, sangre… Corazas y escudos retorcidos cubrían el campo de batalla. Y muchos muertos.
Poco después, Arturo y sus amigos habían abierto una brecha que les permitió el paso hasta la boca del desfiladero.
—El camino está libre, mi señor —le informó Crispín—. Podemos continuar.
—¡Vamos! —ordenó Arturo—. ¡Entremos en el paso! ¡Adragón, cúbrenos!
El dragón formó una barrera protectora tras Arturo y los suyos. Los hombres de Rugiano que habían sobrevivido se sintieron incapaces de perseguirlos. Ninguno estaba dispuesto a enfrentarse contra aquellos bichos voladores.
—¡Cobardes! —gritó Rugiano—. ¡Sois unos cobardes! ¡Seguidlos!
—No podemos, mi señor —argumentó el caballero Borgón—. Si entramos ahí, nos matarán a todos.
Rugiano le miró con rabia.
—¿Ah, sí?
—Sí, mi señor. Ese desfiladero puede ser una trampa mortal. Os seguiría hasta las puertas del infierno, pero esto es un suicidio.
—¿Suicidio? ¡Muere entonces, cobarde! —exclamó Rugiano.
Sin mediar palabra, clavó su espada en el corazón del caballero Borgón, jefe de los temibles purgadores.
—¡Seguidme!… —gritó, mientras alzaba su arma y espoleaba a su caballo.
Los pocos supervivientes dudaron si seguir las órdenes de su rey o ignorarlas.
—¡Vamos! ¡Cortaré la cabeza de quienes no me obedezcan!
Entonces, una lanza que provenía de sus filas voló y le atravesó.
Rugiano se quedó petrificado. Nunca hubiera esperado una respuesta semejante de sus súbditos. Sabía que le odiaban, pero siempre había considerado que ese odio era, en el fondo, respeto. Ahora comprobaba que era exactamente eso, odio.
Cuando una segunda lanza le alcanzó la espalda, se percató de que, probablemente, había administrado mal su poder. Finalmente, los soldados le ensartaron con todas sus armas.
Sobre todo comprendió que, en esta ocasión, nadie le ayudaría a revivir.
Horades, que se había rezagado, observó desde lejos cómo Rugiano caía de su caballo. Después se reunió con su grupo y les contó lo que acababa de ocurrir.
ESTOY en el hospital. He venido a hablar con mi padre. Aunque había prometido venir tranquilo, lo cierto es que ni siquiera pierdo tiempo en llamar a la puerta y entro como una tromba. No puedo quitarme de la cabeza que me ha engañado.
—Arturo, ¿qué haces aquí? —pregunta mi padre—. ¿Qué pasa?
—¡Que me has mentido, papá! —exclamo.
—¿Yo?… ¿Qué dices?
—¡Digo que has vendido nuestro apellido a Stromber!
—Pero…
—¡Me dijiste que no lo harías!
—Las cosas no son tan sencillas. Las circunstancias han cambiado desde la última vez que hablamos.
—¿En qué? ¿Has pensado en mí? ¿En lo que a mí me gustaría? ¿O no tengo nada que decir sobre el asunto?
—No he pensado en nadie más que en ti. Por eso he tomado esta decisión. Lo he hecho para protegerte.
—¿De qué, papá?
No responde. No sabe qué decir. O lo sabe y no quiere decirlo.
—Vamos, Arturo, tranquilízate —pide Norma—. Tu padre tiene buenos motivos para hacer lo que ha hecho.
—¿Los conoces? —pregunto, encarándome con ella—. ¿Sabías que lo había hecho? O sea, que soy el último en enterarme.
—Arturo, por favor, tranquilízate —ruega Metáfora.
—¿Que me tranquilice? También lo sabías, ¿verdad? ¡Todos lo sabíais! ¡Me habéis engañado!
—¡Te juro que yo no tenía ni idea! —exclama Metáfora—. ¡No sabía nada!
—Claro que no. ¡Nadie sabía nada, pero resulta que todo el mundo está al tanto! ¡Soy un idiota por fiarme de vosotros!
—¡Ya está bien, Arturo! —dice papá.
—¡Quiero una explicación!
—¡Siéntate y deja de gritar como un idiota! —insiste, fuera de sí.
La puerta se abre y una enfermera se asoma.
—¿Pasa algo? Me ha parecido oír gritos.
—Oh, no, estamos cantando —le explica Norma con una de sus maravillosas sonrisas—. No pasa absolutamente nada, ¿verdad, chicos?
—Practicamos una canción del instituto —dice Metáfora—. ¿Verdad, Arturo?
—Oh, claro, claro… Es que canto muy mal…
—Por cierto, chicos, hablando del instituto… creo que es hora de que volváis a clase —sugiere Norma—. Cuanto antes, mejor.
La enfermera nos observa en silencio durante unos segundos y se dispone a salir.
—Procuren cantar un poco más bajo. Aquí hay muchos enfermos… y los guardias de seguridad tienen el oído muy fino.
—Tendremos cuidado —asegura Norma—. No se preocupe. Gracias.
La mujer cierra la puerta y nos deja en el más absoluto silencio. Norma coge un vaso, lo llena de agua y se lo da a papá, que está muy alterado.
—Lo he hecho para protegerte de gente muy peligrosa, Arturo —dice él, al cabo de un rato—. Prefiero verte vivo aunque tengas que cambiar de apellido.
Me quedo callado y mi padre continúa:
—Mira, estamos vivos y eso es suficiente para mí. Renuncio a todo lo demás. Nos iremos de Férenix y empezaremos de nuevo en otro sitio. El mundo es grande.
—Sabes quién ha sido el responsable de la explosión, ¿verdad? Sabes quién quiere matarnos…
—Lo único que sé es que estás vivo. Y eso es lo único que me importa.
Norma le entrega una pastilla y él se la traga con un poco de agua.
—Querrás decir que estamos vivos… ¿O es solo a mi a quien amenazan? ¿Van solo a por mí aunque os lleven a todos por delante?
No responde.
—¡Papá, si sabes algo, dímelo!
—Te aseguro que no sé nada con exactitud. Solo sé que debemos irnos de Férenix y renunciar al apellido Adragón.
—¿Y dejar aquí a mamá? ¿Quieres que nos marchemos como si nada nos importara? ¿Quieres que abandonemos nuestra vida? ¿No vamos a reconstruir la Fundación?
—Es mejor reconstruirla en otro lado. Intentaremos recuperar el cuerpo de mamá más adelante. Sombra se ocupará de ello. Ella estará con nosotros, te lo prometo.
* * *
Metáfora y yo nos acercamos al Horno de los Templarios, la cafetería que está frente al instituto. Necesito hablar con Metáfora de todo esto; hablar con ella me calma, me ayuda a poner mis ideas en orden. Y éste es un buen sitio para hacerlo. Saludamos a algunos conocidos y nos sentamos al fondo, donde solemos hacerlo habitualmente. Pedimos unos refrescos y dejamos pasar un rato.
—¿Qué hacemos? —pregunto mientras señalo el instituto—. ¿Crees que tiene sentido que volvamos a clase, ahora que nuestros padres quieren que nos vayamos a vivir a otro lado?
—Míralo por el lado positivo; al menos no tendremos que volver a verle la cara a Horacio. Recuerda lo que te contó Cristóbal. Seguro que Horacio te está esperando.
—Sí, lo sé. Pero tarde o temprano tendré que enfrentarme con él. Así que…
—Puedes esperar. Estás demasiado nervioso —argumenta—. ¡Eh, mira quién viene por ahí!
Veo a Cristóbal que entra… ¡al lado de Mireia!
—¿Qué hacemos? —digo—. ¿Les saludamos?
—Ya es tarde. Nos han visto —responde, poniéndose en pie y dibujando una amplia sonrisa—. Hola, ¿qué tal estáis?
—Bien. Estamos bien.
—Os echamos mucho de menos —contesta Mireia—. ¿Cuándo vais a volver a clase?
—De eso hablábamos —digo, a la vez que miro a Metáfora con complicidad—. Es posible que regresemos pronto. En unos días.
—Tengo muchas ganas de veros por ahí —suelta Cristóbal, con su característica inocencia—. Me acuerdo mucho de vosotros.
—¿Qué tal están vuestros padres? —pregunta Mireia.
—Bien —responde Metáfora—. ¿Qué hacéis vosotros dos por aquí?
—Cristóbal me ha invitado a tomar algo y he aceptado —explica Mireia—. ¿Nos sentamos juntos?
—Claro que sí —acepto—. Aquí hay sillas para todos.
—Mi padre trabaja con el doctor Bern en lo tuyo —dice Cristóbal—. Dentro de poco te llamarán. Me he enterado de que Bern es uno de los mejores psicohipnóticos del mundo. Tiene muchos títulos y diplomas.
—¿Psicohipnosis? —repite Mireia—. ¿Qué es eso?
—Una técnica que sirve para que la gente cuente aquello que no se atreve a contar cuando está despierta —explica Cristóbal—. Los psicólogos saben mucho.
—Vaya, así que Arturo va al psicólogo y le van a aplicar una terapia de hipnosis —resume Mireia—. ¡Qué interesante!
—Es un secreto —la corrige Cristóbal, cuando se da cuenta de que ha hablado más de lo debido.
—Claro —asegura ella—. Nadie lo sabrá por mi boca.
Su forma de hablar me atemoriza. Me parece que las cosas se acaban de complicar todavía más. No debíamos haberles invitado a sentarse con nosotros.
—¿Horacio sigue igual? —pregunta Metáfora—. ¿Sois tan amigos como siempre?
—Horacio está cada día mejor y más adorable que nunca —dice Mireia—. Estudia mucho y sacará buenas notas.
Conversamos durante un rato acerca de cosas intrascendentes y nos marchamos. Temo que este encuentro me va a costar caro.
—Por cierto, dentro de poco es mi cumpleaños —nos recuerda Mireia—. Voy a hacer una gran fiesta. Estáis invitados. ¿Vendréis, verdad?
—Claro, avísanos con tiempo —responde Metáfora—. Haremos lo posible.
—Tenéis que venir —dice Cristóbal—. No podéis fallar.
—Hay que vestirse al estilo medieval —añade Mireia—. Así será más divertido. Nos lo pasaremos muy bien.
DESPUÉS de cabalgar durante un buen trecho y de asegurarse de que no los seguían, Arturo y los suyos llegaron al final del desfiladero y entraron en una llanura de tierra oscura, sucia y pantanosa. En algunos puntos salían chorros de agua caliente acompañada de humo gris. La planicie estaba rodeada de un alto muro de roca que la hacía inaccesible, salvo desde la boca del desfiladero.
Era un extraño lugar en el que el suelo parecía respirar. No había ningún signo de vida ni existía el menor indicio de estar habitado por alguien. Era un páramo de desolación. Tierra carbonizada, restos de lava volcánica fosilizada y mucho fango.
—¿Dónde está Horades? —preguntó Crispín, al echarle en falta—. ¿Alguien le ha visto?
—La última vez fue cuando entramos en la garganta —afirmó la reina Astrid—. Pero hace rato que no sé nada de él.
—Habrá que volver a buscarle —propuso Arturo—. Es posible que esté en peligro.
—No lo creo, Arturo —precisó Dédalus—. Le he visto volver grupas después de saludarme con la mano. Estaba impresionado por la muerte de Rugiano. Creo que huía de nosotros.
—Pero no le hemos hecho nada —se extrañó Arturo—. Le salvamos la vida. Además, fue él quien nos trajo hasta aquí. ¿Qué le habrá hecho cambiar de idea tan bruscamente?
—Me parece que no quiere ver a Arquitamius —dedujo Amedia—. Ya nos ha contado que tuvo problemas con él. Se ha arrepentido. O quizá nos mintió.
—Es mejor dejarle tranquilo —sugirió Crispín—. El sabrá lo que hace.
—¡Qué pena! —añadió Arturo—. Me caía bien.
—Podía haberse despedido de nosotros —se quejó Astrid—. Al fin y al cabo, hemos arriesgado mucho para salvarle.
—En fin, olvidemos a Horades y sigamos nuestro camino —sugirió Arturo con decisión—. Tenemos una misión que cumplir. ¡Adelante!
El grupo reinició la marcha lentamente. El estremecedor silencio no presagiaba nada bueno, así que cabalgaron despacio, mientras escudriñaban todo lo que los rodeaba.
—¿Estás seguro de que encontraremos a Arquitamius en este lugar? —preguntó Crispín—. ¿Quién puede vivir aquí, con este olor a azufre?
—Solo sabemos lo que Horades nos ha contado —recordó Astrid—. Se supone que nos ha dicho la verdad.
—Vamos a buscar entre los volcanes —propuso Arturo—. Si hay alguna posibilidad de encontrar a Arquitamius, es ahí. De eso estoy seguro.
—¿Tú crees? —preguntó Amedia.
—El fuego. Arquitamius lo adora —respondió Arturo—. Lo sé muy bien. Los alquimistas creen en su fuerza.
Cabalgaron durante un buen rato envueltos en el mayor silencio.
—Horades es un buen chico —dijo Astrid para relajar la tensión que los atenazaba—. Espero que le vaya bien.
—Creo que ha sufrido mucho —reconoció Crispín—. Ojalá encuentre su destino.
—Yo también lo deseo —concluyó Arturo, atento a las sensaciones que le llegaban—. Pero ahora tenemos que ocuparnos de lo nuestro.
Debido a la dureza del terreno, decidieron ir a pie para evitar sufrimiento a los caballos. El suelo, además de caliente, estaba repleto de rocas puntiagudas, inapropiadas para los cascos de los animales.
Más tarde distinguieron el cráter de un volcán del que aún salía humo. Un poco más adelante encontraron el segundo. Una nueva columna de humo se elevaba hacia el cielo y señalaba al tercero. Se dirigieron hacia el punto central del triángulo de fuego.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Crispín.
—Buscar el punto exacto en el que nuestro sabio pueda encontrarse —respondió Arturo.
—Aquí no hay vida —aseveró Crispín—. Huele a azufre, los pulmones arden, hace calor, el suelo tiembla y existe el riesgo de que estos volcanes entren en erupción. Da la impresión de que todo va a saltar por los aires.
—Solo un ser tan excepcional como Arquitamius podría vivir en un sitio así —afirmó Arturo—. Debe de estar en esta zona.
—Pero nada indica que vive aquí —respondió la reina Astrid—. ¿No nos habrá engañado Horades?
—Tiene que haber un modo de averiguarlo —dijo Arturo.
—Podemos gritar hasta desgañifarnos —comentó Crispín—. Pero la única respuesta que hallaremos será la de nuestro eco. Esto es un infierno deshabitado. Hasta el agua que se desliza entre las piedras es de color rojizo. ¡Es ácido puro!
—Subamos a una colina —sugirió Arturo.
Astrid tomó la delantera e inició la marcha. Sus compañeros siguieron sus pasos. Un poco después llegaban a lo alto de una colina pedregosa, poblada de rocas cubiertas por cenizas mojadas que formaban una pasta nauseabunda.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó la reina—. Estamos en el centro de este valle de desolación y no se ve nada que nos ayude a encontrarle.
Como respuesta, Arturo se quitó la máscara de plata y elevó la frente.
—¡Adragón! ¡Busca a Arquitamius!
El dragón se despegó e inició el vuelo.
—Si no da con él es que no está aquí —dijo Arturo—. Adragón lo reconocerá.
—Ojalá lo haga pronto —deseó Dédalus—. No me gusta este sitio.
—A mí tampoco —comentó Amedia—. Me da escalofríos.
El animal recorrió todo el territorio comprendido entre los Tres Volcanes; sobrevoló todos los riscos y se acercó peligrosamente a las columnas de humo que salían de los cráteres. Pero no dio muestras de haber localizado lo que buscaba.
—Este lugar está muerto —sentenció Crispín.
—No estés tan seguro —le contradijo Arturo—. Debajo de nosotros hay fuego. Para un alquimista es la vida. Si Arquitamius está en algún sitio, es aquí.
—Pero Adragón no lo encuentra.
—Ten paciencia, amigo. Ten paciencia.
—El fuego se inquieta bajo nuestros pies —anunció la reina—. Lo noto.
—Yo también —añadió Amedia—. Es como si hubiera vida.
Entonces, como si las palabras de Astrid y Amedia fuesen una señal, la tierra tembló con fuerza. Los Tres Volcanes rugieron y arrojaron humo y ceniza en grandes cantidades.
—¡Erupción! —gritó Crispín—. ¡Erupción!
—¡Vámonos de aquí! —urgió Astrid—. ¡Huyamos!
Pero era demasiado tarde. Los volcanes arrojaban lava con tal furia que parecía que el mundo se iba a acabar. A su alrededor, cayeron piedras mezcladas con fuego y se abrieron grietas en el suelo desde las que brotaban humo y agua hirviendo.
—¡A mi lado! —ordenó Arturo—. ¡Poneos cerca de mí!
Crispín, Dédalus, Amedia y Astrid pegaron sus monturas a la de Arturo, que trataba de desembarazarse de su cota de malla. Cuando su pecho quedó al descubierto, levantó los brazos y lanzó un grito que se perdió en el horizonte:
—¡Adragón! ¡Ven a mí!
Mientras las letras los envolvían, Astrid, Crispín, Amedia y Dédalus pudieron ver cómo el dragón de Arturo se dirigía hacia ellos a toda velocidad.
—¡Adragón! —gritó Arturo de nuevo.
Las letras formaron una capa de protección sobre los cuatro compañeros y sus monturas. Algunas rocas de fuego caían sobre el gran escudo de tinta mágica, rebotaban y se partían en mil pedazos. Astrid, que no estaba acostumbrada al poder de Adragón, se maravillaba con su fuerza.
Adragón se ocupaba de destrozar las grandes rocas, y, a la vez, protegía con una eficacia inusitada a Arturo y a sus amigos. Ni una gota de lava cayó sobre ellos; ni una sola piedra ardiente tocó a los animales.
* * *
Mientras Frómodi estaba de caza, Górgula entró en la cámara real. De repente, muchos recuerdos cobraron vida y la invadieron.
Se vio a sí misma cuando era más joven. El rey Benicius la tenía en un pedestal y le daba todo lo que deseaba. Todo salvo el matrimonio que le había prometido. Los tiempos de felicidad siempre se recuerdan mejor de lo que eran. La memoria tiende a falsear la realidad. Por eso rememoró algunos momentos de felicidad que le hicieron olvidar los sinsabores de los últimos tiempos, y se recreó en ellos.
Acarició los muros que habían sido testigos de su bienestar, quizá para sentirse acompañada en este momento lleno de nostalgia. Se sentó sobre la cama, a la espera de que los viejos recuerdos fuesen benevolentes con ella y no se atropellaran en su alma.
A pesar de que tenía el corazón endurecido como una roca, una lágrima se deslizó por su mejilla mientras resucitaba algunas escenas.
—¿Por qué no te casaste conmigo? —preguntó, al deslizar la mano sobre el lecho—. ¿Por qué no me hiciste tu reina?
Nunca había comprendido los motivos que llevaron a Benicius a incumplir su compromiso. En el fondo de su corazón, sabía que el rey estaba al tanto de sus amores con otro hombre.
Górgula sabía que alguien la había delatado al contarle al rey los secretos de su antiguo amor… un amor que le dejó un hijo.
Recordar al niño la alteró. Había pasado mucho tiempo y, a pesar de ello, le dolía profundamente.
¿Qué habría sido de él? ¿Dónde lo llevarían aquellos dos monjes a quienes se lo entregó a los pocos días de haber nacido?
—¿Dónde estarás, hijo mío? —se preguntó.
Llena de dolor a causa de esos recuerdos, salió de la cámara y descendió por la escalera.
—¡Górgula! —exclamó Escorpio, que venía en su busca—. ¡El rey ha vuelto y quiere que nos reunamos con él!
—Está bien. Ahora voy —dijo, mientras se enjugaba la última lágrima—. ¿Qué quiere?
—Prepara un ataque contra Ritel y los demás rebeldes —respondió Escorpio—. Y quiere nuestro consejo.
LA tienda de Jazmín tiene el mismo aspecto de siempre. La decoración es exactamente igual que la primera vez que vine a verle. Fotos de cuerpos tatuados pegados sobre la cristalera del escaparate, un neón que parpadea… En fin, nada se ha movido por aquí. Metáfora y yo nos acercamos tranquilamente.
Entramos en la tienda y en cuanto Tatuni, la chica del mostrador, nos reconoce, se asusta. Intuye que nuestra visita no trae nada bueno.
—Hola, Tatuni, vengo a ver a Jazmín —le digo a modo de saludo.
—Está ocupado con un cliente —responde, casi sin hacernos caso—. Tardará mucho.
—Esperaremos.
—Si queréis le digo que os llame cuando termine —nos propone, empeñada en disuadirnos.
—No hace falta. Esperaremos —repito—. En algún momento acabará, digo yo.
—Bueno, pero ya te digo que…
—Sí, sí… Ya sabemos que tardará —asiente Metáfora, mientras tomamos asiento—. Pero es igual, no tenemos prisa.
Cojo una revista y me dispongo a leerla. Metáfora revisa los mensajes de su móvil. Queremos aparentar que nos vamos quedar todo el tiempo que haga falta, aunque, si no me equivoco, nuestra espera no va a ser muy larga.
—Oye, chico… Arturo…
—Dime, Tatuni…
—Dice Jazmín que ya podéis bajar al sótano.
—¿Ha terminado?
—Oh, sí, sí… ¿Bajáis?
Metáfora y yo nos miramos. Dejo la revista en su sitio y nos acercamos a la escalera.
—No te preocupes, conocemos el camino —le respondo, cuando veo que se dispone a acompañarnos—. No se nos ha olvidado.
Descendemos hasta el fondo, donde, entre cajas, Jazmín nos espera.
—Hola, Jazmín. ¿Qué tal estás?
—Bien, muy bien… ¿Qué queréis? —pregunta, un poco inquieto—. ¿Para qué habéis venido?
—No te pongas nervioso, solo queremos hablar contigo.
—¿De qué? Yo no sé nada. Ya te lo he contado todo.
—Sabes algo que me interesa —insisto—. Quiero que me lo confieses.
—Te repito que no sé nada más.
—Eres un pozo sin fondo, pero te niegas a hablar, y eso no está bien. Mi padre y yo corremos peligro y debo hacer todo lo que esté en mi mano por salvarnos.
—Vamos, Jazmín, no seas malo —le insiste Metáfora—. Demuéstranos que eres un buen chico.
En ese momento entra Boris y se sienta al lado de Jazmín.
—Hola, muchachos —dice alegremente.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí —comento, en tono irónico—. El que quería cortarme la cabeza.
—Yo no quería: era un encargo, un trabajo… una cuestión profesional, ¿sabes?
—Menudo trabajo —le reprende Metáfora—. Intento de asesinato, querrás decir.
—Bueno, al grano, que tenemos mucho que hacer —ataja Jazmín—. ¿Qué buscas exactamente?
—¡Al que os pagó para matarme! ¡Al tipo de una sola pierna!
—No lo conocemos —replica agitando las manos—. No tenemos ni idea de quién es ese tipo.
—Pues contadme otros detalles. Seguro que podéis decirme cosas que me interesan.
—A lo mejor es ese mendigo que vive en tu edificio… —interviene Boris, en tono irónico.
—No intentéis confundirme. Sé perfectamente que él no es quien busco.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Jazmín.
—Por la confianza que le tengo. Si hubiera querido matarme, ya lo habría hecho. Ha tenido muchas ocasiones. Estoy seguro de que no es el hombre de una sola pierna del que me habéis hablado —explico.
—A lo mejor prefiere encargarlo —bromea Boris—. A mucha gente no le gusta mancharse las manos de sangre.
—Claro, por eso buscan gente como vosotros —responde Metáfora—. No intentéis disimular. Sabéis perfectamente que Patacoja no es el asesino que buscamos.
—¿Le reconoceríais si le vierais la cara? —pregunto directamente—. Y no me digáis que no se la habéis visto, porque no voy a creeros.
—Ya te hemos dicho que no le hemos visto el rostro. Solo hemos hablado con él.
—Entonces, conocéis su voz —señala Metáfora.
—Llevaba un pasamontañas. Es imposible identificar una voz en esas condiciones —insiste Jazmín.
—Es posible acordarse de esa voz si la escucháis a través de una capucha —indico—. Las voces tienen un timbre inconfundible.
—No insistas. No reconoceremos nada. ¿No entiendes que delatarle puede costamos caro? —alega Boris.
—Así que le tenéis miedo, ¿eh?
—Más que a ti y a tu dragón juntos —reconoce Jazmín—. Ese hombre no tiene escrúpulos. Si hablamos, estamos muertos.
—Nadie sabrá nunca que me lo habéis contado —les digo en tono confidencial—. Os aseguro que jamás se lo diremos a nadie.
—Aunque nos arranquen las uñas de los dedos —confirma Metáfora.
—Ese hombre lo sabe todo —insiste Jazmín—. Sabe más de lo que imaginas. Es astuto como una víbora y tiene ojos y oídos por todas partes. Déjanos en paz.
—Ni lo soñéis. O me contáis lo que quiero saber o me enfadaré.
—Ya te hemos dicho que no podemos identificarlo.
—¡Sois unos mentirosos y estoy empezando a enfadarme! ¿Queréis que saque mi dragón a pasear?
—¿Cómo sabes que mentimos?
—¿Cómo sabéis que tiene una sola pierna? ¿Le habéis visto el muñón?
Los dos se miran sorprendidos. Se han pasado de listos.
—En una ocasión se quejó de que su prótesis pesaba mucho —confiesa Jazmín—. Se dio un par de golpes que sonaron a material duro, como a metal o algo así. Por eso sabemos que le falta una pierna.
—¿Cojea cuando camina?
—Apenas se le nota. Hay que fijarse mucho.
—Pero… —dice Boris.
—¿Qué?
—No le gusta andar. Prefiere estar sentado. Es lo único que te podemos decir.
—O sea, que le cuesta caminar —resume Metáfora.
—Exactamente. Se ve que le duele.
—Pero nosotros somos inocentes —dice Jazmín.
—Sí, inocentes de haberme querido cortar el cuello —respondo.
—Es que tu cabeza tiene precio —insiste—. Tienes que comprenderlo. Solo queremos sobrevivir.
—Sobrevivir a costa de la vida de los demás no es, precisamente, un modo de vida honrado —le explico—. Nunca me has contado por qué os contrataron a vosotros para hacer ese trabajo, y no a unos profesionales.
—¡Nosotros somos profesionales! —exclama Boris, ofendido.
—Sí, del tatuaje… ¿Qué ibais a hacer con mi cabeza? Pensabais copiar mi dibujo, ¿verdad? ¿A quién se lo ibais a tatuar?
—¿Quieres que copie tu dibujo?
—No te hagas el tonto, Jazmín —le apremia Metáfora—. ¡Responde a la pregunta!
En ese momento, Tatuni entra con una bandeja en la que hay una tetera y unas tazas.
—¿Queréis té? —pregunta—. Acabo de hacerlo. Es indio. Muy bueno para los nervios.
—Sentaos y tomad el té de la paz —propone Jazmín—. Seamos amigos.
—¿Crees que me voy a fiar de ti? —le advierto—. No intentes hacer ninguna tontería o me enfadaré de veras.
—Eres un caradura —le increpa Metáfora—. Pero tomaremos té. Venga, cuéntanos todo lo que sepas.
—No haré nada contra vosotros. Solo soy un pobre tatuador que quiere ganar dinero —se lamenta—. ¿Cuánto me pides por permitir que tatúe tu dragón a mis clientes? Conozco a mucha gente que le gustaría tenerlo. Es muy original.
—No está en venta, y si lo estuviera, a ti no te lo vendería. Es el símbolo de mi familia y solo yo puedo llevarlo. No permitiré que lo conviertas en una exclusiva ni que lo pongas en tu catálogo. Dime quién es ese tipo que te ha pagado. Dímelo de una vez y te dejaremos en paz.
—Podríamos ganar mucho dinero con tu dragón. Podemos montar una franquicia. Se vendería muy bien. Te pagaré un porcentaje por cada tatuaje que hagamos.
—Ni hablar. Y no intentes imitarlo. Te lo prohíbo terminantemente —le advierto—. Si te pasas de listo, me veré obligado a protegerme. Ya sabes lo que esto significa.
—Tranquilo. No haremos nada ilegal. Somos gente honrada… Está bueno el té, ¿verdad?
POCO a poco, la lluvia de fuego empezó a remitir. El rugido de los volcanes cesó y todo volvió a la normalidad. El ambiente se quedó impregnado de un humo cálido y pegajoso y el suelo se hallaba sembrado de rocas rojizas y ardientes que aún rodaban. Aunque los volcanes ya no erupcionaban, de vez en cuando caían trozos de fuego de los que se encargaban Adragón y su ejército de letras.
—Parece que este infierno toca a su fin —suspiró Crispín, un poco aliviado—. Es como si a los volcanes se les hubiera pasado el enfado.
—Seguimos vivos gracias a esas letras mágicas. Es la segunda vez que nos salvan —añadió Astrid—. ¿Dónde las has conseguido?
—Eso ahora no importa —respondió Arturo—. Lo único que cuenta es que estamos enteros…
—¡Por las llamas del infierno! —exclamó Crispín—. ¡Es imposible!
—¿Qué ocurre? —preguntó Arturo, algo inquieto por la alarmada voz de su escudero—. ¡Dime, pronto, qué sucede!
—¡Son fantasmas de fuego! —exclamó Astrid—. ¡Bestias del infierno!
—¡Animales de fuego! —exclamó Dédalus, aterrorizado.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar Arturo, al notar que su caballo no dejaba de relinchar.
—Han surgido seres de fuego, mi señor —explicó Crispín—, de todo tipo. Algunos tienen forma humana, pero otros parecen engendrados por monstruos mitológicos. ¡Y se dirigen hacia nosotros…! ¡No traen buenas intenciones!
—¡He oído multitud de leyendas sobre estos seres! —dijo la reina—. Y todas acaban igual: nadie que se les haya enfrentado ha sobrevivido.
—¡Eso lo veremos! —dijo Arturo mientras desmontaba y se preparaba para el combate.
Adragón y sus letras se colocaron en posición de ataque. Su zumbido contrastaba con el crepitar de los seres de fuego, que se acercaban inexorables. Arturo sintió su calor.
Mientras Amedia y Dédalus agarraban sus armas, Crispín cogió el arco, colocó una flecha y apuntó con cuidado a uno que se aproximaba demasiado.
—Veamos de qué estáis hechos —susurró mientras disparaba.
La flecha voló rápida hacia el monstruo y lo atravesó levantando algunas chispas, pero sin producirle ningún daño. Lanzó una segunda flecha, que se clavó en su pecho.
—Son insensibles al dolor —advirtió Crispín.
—Yo también —respondió Arturo—. Mi espada les enseñará que no son inmortales.
Un espécimen de fuego se adelantó y se colocó al alcance de Arturo, que, al percibir su calor, le asestó un mandoble a la altura de la cintura que lo destrozó, convirtiéndolo en pequeños pedazos flamantes que se esparcieron por el suelo entre rugidos lastimeros.
—¡A tu derecha, Arturo! —advirtió Astrid—. ¡Cuidado!
Arturo giró sobre sus talones y se colocó en la posición adecuada para repeler el ataque de una masa que se aproximaba por ese lado. La espada alquímica lo atravesó de arriba abajo, arrojando sus pedazos por el aire.
Amedia y su padre luchaban espalda contra espalda. Su destreza les ayudó a eliminar a varios enemigos.
—Parece que estoy destinada a morir entre llamas —dijo la joven, al abatir a uno—. Pero no será hoy.
Un nuevo zumbido advirtió a Arturo de que algo se acercaba por su izquierda. Colocó el escudo de modo que el puño de la nueva masa se estrelló contra el duro metal, mientras sacaba su espada y la rajaba por completo hasta hacerla desaparecer.
Astrid agarró la maza de Crispín y se enfrentó con un nuevo enemigo, al que partió en mil trozos.
—¡Son muchos! —advirtió Crispín, que disparaba sin cesar—. ¡No podremos con ellos!
—¡Adragón! ¡Ayúdanos! —ordenó Arturo, a la vez que ensartaba a otro engendro ígneo.
Adragón, que esperaba una orden, se lanzó al ataque, ayudado por su ejército de letras.
Arturo no pudo ver cómo los espectros de fuego volaban por los aires, se estrellaban contra las rocas o quedaban pulverizados con los feroces ataques del dragón. Pero Astrid y los demás se asombraron por el fascinante espectáculo.
Amedia y Dédalus estaban estremecidos por el aspecto de las bestias de fuego. Eran peores que las de Boca del Diablo y, desde luego, mucho más peligrosas.
* * *
Ritel y sus compañeros se dieron cuenta de que estaban rodeados por soldados cuando ya era demasiado tarde para reaccionar. Solo pudieron rendirse.
—¡Atadlos! —ordenó el oficial Trader—. ¡Que no escape ninguno!
—¡Somos de los vuestros! —gritaron algunos cabecillas rebeldes—. ¡El enemigo a batir es Frómodi!
Los soldados, que sabían que Frómodi estaba detrás, entre los árboles, les cerraron la boca para siempre. Además, habían corrido rumores de que había espías en sus filas, por lo que no era conveniente desobedecer las órdenes. Al fin y al cabo, aquellos hombres eran rebeldes que intentaban acabar con la vida de su rey, que les pagaba mejor que Benicius y les daba más libertad para actuar, lo que se traducía en buena vida y abría las puertas a un enriquecimiento fácil.
Cuando los rebeldes se vieron frente al rey Frómodi, que acababa de aparecer, tuvieron la certeza de que les quedaba poca vida.
—¡Sois unos traidores repugnantes! —les reprochó el monarca—. ¡Y unos desagradecidos! ¡Y tú, Ritel, eres el peor de todos!
—¡Nos engañaste, Frómodi! ¡Sabemos que mataste a Royman! —se revolvió el interpelado—. ¡Prometiste que serías un buen rey, pero abusas de nosotros! ¡Abdica y márchate antes de que sea tarde!
—¡Tarde lo será para ti! —respondió el monarca, que avanzaba con su caballo hasta casi pisotearlo—. ¡Sé que llevas tiempo conspirando! ¡Has acabado con mi paciencia!
—¡Somos muchos contra ti! ¡Tus propios soldados, oficiales y caballeros esperan la oportunidad de acabar contigo! ¡Yo de ti, dormiría con un ojo abierto!
—¡Tú eres quien va a dormir con los dos ojos bien cerrados! —respondió Frómodi, furioso—. ¡Colgadle! ¡Colgadle ahora mismo!
—Pero, mi señor —empezó a decir el capitán Trader—. ¡Esta puede ser la chispa que prenda una rebelión!
—¡Me da igual! ¡No tengo miedo de nadie! ¡Matare a todos los traidores!
El capitán accedió a la petición de Frómodi. Poco después, entre gritos de protesta y amenazas de todo tipo, Ritel era colgado de la rama de un hermoso roble.
—¡Que su cuerpo permanezca ahí hasta que los buitres se lo coman! ¡Quiero que todo el mundo vea lo que les pasa a los traidores! ¡Llevad a los demás a los calabozos hasta que decida qué hacer con ellos!
* * *
A pesar de que Adragón y las letras habían hecho estragos, los seres de fuego no dejaban de atacar.
Pero Arturo y sus amigos empezaban a sentir los efectos del cansancio. Sin embargo, las bestias parecían incansables. Ya habían matado a una de sus monturas.
—No resistiremos mucho más tiempo —avisó Crispín, según fulminaba a una bestia cercana—. Son innumerables.
—¿De dónde vienen? —se preguntó Arturo—. ¿Por qué nos atacan?
—Salen de la grietas que se han abierto en el suelo —respondió Astrid—. Son hijos de los volcanes. ¡Proceden del fuego! Nos hemos acercado demasiado y quieren exterminarnos.
—¡Son el mismísimo fuego! —exclamó Dédalus.
—Hay que hacer algo, mi señor —insistió Crispín.
—Que sea pronto —suplicó Amedia—. Ya no puedo más.
Después de dar un par de mandobles a una masa rojiza que le amenazaba desde la izquierda, Arturo hizo una pregunta:
—¿Qué haría Arquimaes si estuviera aquí?
—¡Invocar a Arquitamius! —respondió inmediatamente Crispín—. ¡Y pronto!
—¡Muchacho, cada día demuestras mayor sagacidad! —exclamó Arturo, satisfecho por la respuesta de su escudero—. ¡Eres un gran pupilo!
Se deshizo de otras dos masas y lanzó un gritó que retumbó en el cielo:
—¡Arquitamius! ¡Soy Arturo Adragón, hijo de Arquimaes!
Solo el eco acusó su exasperado grito. Las masas ardientes parecieron detenerse al escuchar la invocación de Arturo, pero volvieron a la carga.
—¡Arquitamius, Adragón y Arquimaes! —concluyó Arturo—. ¡Los Tres Volcanes!
Justo en ese instante, prendió en la cabeza del joven caballero otra idea no menos genial.
—¿Quieres una prueba? —preguntó Arturo—. ¡Aquí la tienes! ¡Mira!
Arturo arrojó su espada alquímica hasta lo más alto. Una vez allí, el arma quedó suspendida en el aire, con la empuñadura hacia arriba y la hoja hacia el suelo, flotando como un pluma. Adragón se situó un poco más arriba mientras las letras formaban la silueta de un dragón a su alrededor.
Entonces, ante el asombro de todos, la cabeza de la espada arrojó una extraordinaria llamarada con la que dibujó un triángulo de fuego.
* * *
Arquimaes estaba solo en la cueva, al lado de los ataúdes de Alexia y Émedi. Había encendido una lámpara de aceite cuya llama producía una luz suave y cálida, como un símbolo de vida.
—Espero que Arturo se encuentre bien —deseó, dirigiéndose a ellas—. No estoy seguro de haber hecho lo correcto al darle esperanzas. En caso de que consiga encontrar a Arquitamius, no hay garantías de que os pueda devolver a la vida. Además necesitaremos dos cuerpos que alojen vuestras almas.
Su vista estaba clavada sobre la llama amarillenta que se agitaba levemente.
—Mientras fui ayudante de Arquitamius hicimos diversos hallazgos sobre la vida y la muerte. Traspasamos muchos límites para avanzar en el descubrimiento de la inmortalidad.
Arquimaes hizo una nueva pausa.
—Mi vida está llena de caminos tortuosos que no me he atrevido a confesar a nadie. Arquitamius, que es quien mejor me conoce, no sabe ni la mitad de las cosas que he hecho. Pero os aseguro que haré todo cuanto esté en mi mano para que volváis al Mundo de los Vivos. Lo haré por Arturo, el mejor y el más puro de mis hijos. Y lo es gracias a ti, Émedi, noble reina.
Se levantó y cogió la lámpara. Se disponía a marcharse, pero se detuvo. Le quedaba algo por decir.
—No siempre fui un alquimista. Para encontrar el camino de la luz, tuve que perderme en la oscuridad de la hechicería. Fueron años en los que mantuve relación con una bruja. De nuestro amor surgió un niño que nació muerto, condenado por diablos del infierno que nos odiaban. Nuestra sangre estaba maldita.
Arquimaes sintió una punzada en el corazón al recordar a su viejo amor. Sopló la llama y la apagó.
* * *
Los volcanes dejaron de rugir, el ataque de los seres ardientes cesó y la tranquilidad volvió poco a poco.
Arturo y sus compañeros esperaban que algo ocurriera, aunque no estaban seguros de que su situación fuese a mejorar. Incluso los caballos seguían nerviosos.
—¿Veis algo? —preguntó Arturo.
—Nada. No hay señales de vida —dijo Crispín.
—Espero que no nos hayamos equivocado —susurró Astrid.
De repente, una roca que rodó por la ladera del primer volcán levantó una extraordinaria polvareda.
Sus miradas se dirigieron hacia allí, pero no había nada que ver. Pudo ser algo accidental.
—¡Esto no me gusta! —exclamó Dédalus.
Arturo empezaba a desanimarse cuando, inesperadamente, otra roca rodó, y otra, y otra… Todas bajaban en la misma dirección y se detenían a pocos metros.
—¡Eh! —gritó Crispín—. ¡Alguien nos señala el camino! ¡Es una entrada natural!
—¡Es cierto! —reconoció Astrid—. ¡Una entrada al corazón de los volcanes! ¡Nos invitan a acceder al interior!
—Entonces no hagamos esperar a nuestro anfitrión —dijo Arturo, con una sonrisa—. ¡Creo que hemos encontrado lo que buscábamos!
—Por fin vamos a salir de este infierno —susurró Amedia, con la respiración entrecortada.
Caminaron entre el paraje humeante y se acercaron a la cueva. Consiguieron limpiar de ceniza la entrada y comprendieron que, efectivamente, ese agujero era el acceso a algún lugar oculto…
—¿Entramos, mi señor? —preguntó Crispín.
—Si no lo hacemos, nunca sabremos si hemos llegado a nuestro destino —respondió Arturo—. ¡Adelante!
* * *
Alexander de Fer, convocado por la Gran Hechicera Tenebrosa, entró en la cámara real del castillo que había pertenecido a Émedi, donde Demónicia se había fortificado con un ingente ejército.
—Aquí estoy, mi señora —dijo, de rodillas, el antiguo caballero carthaciano—. ¿Qué queréis de mí?
—Querido Alexander. Te he mandado llamar para agradecerte todo lo que has hecho por mí, por haberme liberado y por haber organizado el secuestro de la reina Émedi.
—Mi señora, lo hice por el amor que siento por vos. Nada puede compararse con ese sentimiento que me domina. Soy vuestro esclavo y espero que algún día pueda recibir la recompensa que creo merecer.
—La recibirás. Pero antes de entregarme a ti debo cumplir algunos deseos que me mortifican. Y necesito tu ayuda.
—Solo tenéis que decirme qué precisáis y lo llevaré a cabo. ¿Qué deseáis de mí?
—Que me prometas que, por encima de todo, pase lo que pase, ocurra lo que ocurra… ¡matarás a Arturo Adragón!
—Pero, mi señora, Arturo es inmortal.
—Incluso los inmortales tienen un punto débil. Si matas a Arquimaes o algunos de sus seres queridos, le quitarás a él la vida, pues querrá ir a buscarlos al Abismo de la Muerte.
—¿Queréis decir que se suicidará?
—Quiero decir que solo un inmortal puede matarse a sí mismo. Si asesinamos a uno de sus seres queridos o impedimos que resucite a Émedi y a Alexia, estoy segura de que se arrojará él solo al Abismo. No volverá jamás al Mundo de los Vivos.
—Entonces tengo que…
—¡Matar a todo aquel que importe a Arturo Adragón! Es la única forma de acabar con ese maldito inmortal adragoniano. ¿Lo harás por mí?
—Haré todo lo que queráis sin dudarlo.
—Te he preparado un regalo —dijo Demónicia, mientras llamaba a sus criados—. ¡Algo que te gustará!
Una puerta se abrió y dos hombres entraron con una caja de madera. Se acercaron, inclinaron la cabeza y Demónicia les autorizó a seguir adelante.
—Es una obra de arte —dijo ella—. Espero que te sirva.
Un hombre sacó una mano de hierro y de madera de la caja. Se acercó a Alexander y se la acopló al muñón derecho, que perdió en la última pelea con Arturo Adragón, quien le seccionó la mano.
—Es una mano mágica —confesó Demónicia—. Puede hacer cosas inimaginables, como envenenar a quien la toque, disolver una roca o atravesar un cuerpo… Casi todo, menos convertir en oro lo que acaricies. Te será de gran ayuda.
—Gracias, mi señora —dijo Alexander—. Me siento mejor. Ahora podré usar mi espada contra vuestros enemigos.
—Eso espero, Alexander. Eso espero…
METÁFORA y yo salimos de la tienda de Jazmín un poco frustrados. Apenas hemos avanzado algo. Pero estoy seguro de que ese tatuador sabe más de lo que dice. Esta visita me ha inquietado. Tendré que pensar algún plan para hacerle hablar. Y rápido.
—Podemos espiarle —propone Metáfora—. Tarde o temprano se reunirá con ese hombre de una sola pierna.
—Es una buena idea, pero puede tardar mucho en hacerlo. Además, imagina que habla por teléfono en vez de visitarle. No podemos pasarnos la vida esperando a que salga a la calle.
—Apuesto lo que quieras que, además de hablar por teléfono, se entrevistará personalmente con él.
—Bueno, eso si se encuentra en Férenix. Puede vivir en otro país.
—Estoy segura de que vive cerca, de que te espía. Tengo la impresión de que está más próximo de lo que imaginas —dice con plena seguridad.
—¿Qué podemos hacer?
—No dejar a Jazmín ni a sol ni a sombra. Perseguirle hasta que te lleve a él.
—Pero ¿qué quieren de mí, por qué quieren matarme?
—Es posible que los estorbes para llevar a cabo algún plan —sugiere.
—¿Qué plan? ¿Crees que hay alguna conspiración?
—No tengo ni idea, Arturo. Pero me huele mal. Es como si alguien quisiera borrarte de la faz de la tierra. El asalto, la lucha con Stromber, lo de Jazmín en el parque, la bomba… ¿Crees que son hechos aislados?
—Bueno, Metáfora, no es seguro que la bomba estuviera dirigida contra mí. A lo mejor…
—¿Iba contra mí? ¿Contra Patacoja? ¿Contra Sombra?
—Vale, vale… Es probable que tengas razón, pero eso no nos hace adelantar nada. Seguimos perdidos —reconozco—. ¿Por qué quieren quitarme de en medio?
Seguimos hasta que llegamos a las cercanías de la Fundación, donde las máquinas no paran de desescombrar. Hay muchos curiosos alrededor, cerca de la valla de los bomberos.
—Hola, chicos —saluda Patacoja.
—Hola, Patacoja. ¿Qué pasa aquí? ¿De dónde salen tantos bomberos?
—Parece que han tomado la decisión de intervenir hasta el fondo. Dicen que, por lo menos, hay que quitar los muros que están en peligro de derrumbe. Quieren evitar que se caigan cuando haya alguien cerca.
—¿Y Sombra? —pregunta Metáfora.
—Está ahí, discutiendo con el delegado del Ministerio y con el jefe de los bomberos.
—Deberíamos ir a ayudarle —propongo.
—Adela está con él —dice Patacoja—. Le conseguirá apoyo legal si lo necesita.
—A mí me preocupan más sus nervios que otra cosa —reconozco—. Sombra no tiene edad para discutir con nadie.
—Tampoco tiene edad para vivir en un edificio en ruinas.
—Deberíamos llevarle a otro sitio —sugiere Metáfora—. Este lugar es cada día más peligroso.
—No querrá irse —digo—. Ya he hablado con él. Nunca abandonará la Fundación.
—La Fundación ya no existe —apostilla Patacoja—. Dentro de poco no quedará ni rastro.
—Podemos hablar con el abad de Monte Fer —propone Metáfora—. Quizá quiera alojarle en el monasterio. Allí estaría bien.
—Es una buena idea. Se lo preguntaré —comento—. No podemos dejar que discuta con todo el mundo y le dé un ataque al corazón. Por cierto, Patacoja, venimos de ver a Jazmín y no hemos sacado nada en claro. ¿Crees que Escoria podría ayudarnos?
—Sí, es posible que ella nos ayude. Seguro que tiene más información. ¿Nos vamos a verla?
La idea de Patacoja me parece buena y nos alejamos de allí. Entramos en la calle central y caminamos hacia el barrio de Escoria. El ruido de las máquinas se pierde y solo se oye el run-run del tráfico.
De repente, casi de casualidad, me fijo en dos figuras reflejadas en un escaparate que me llaman la atención. Tengo la impresión de que… ¡de que nos siguen!
No digo nada y seguimos nuestro camino. Aprovecho que estamos en un semáforo para mirar disimuladamente hacia atrás y vuelvo a ver a esos dos tipos. Un poco más adelante, cuando entramos en el callejón que lleva a la casa de Escoria, me detengo un poco y los veo de nuevo. Ahora ya no me cabe duda.
—Tenemos un problema —anuncio a mis amigos—. Nos siguen.
—¿Qué dices, Arturo? —pregunta Patacoja.
—Ahí detrás hay dos individuos que vienen tras nosotros desde que hemos salido de la Fundación.
—¿Estás seguro?
—Sí, son esos dos hombres de ropa oscura.
Metáfora lanza una rápida mirada.
—Entonces nos siguen desde que hemos salido de la tienda de Jazmín —determina—. Estoy segura de que los he visto allí.
—Pues ya sabrán que hemos intentado hablar con él —deduzco—. ¿Quiénes serán?
—No sé, pero voy a llamar a Adela para que venga a echarnos una mano —dice Patacoja, según saca su móvil—. Nosotros daremos vueltas hasta que ella llegue. No conviene que nos vean visitando a Escoria.
—Eso si suponemos que no nos siguen desde hace días —dice Metáfora—. Es posible que nos hayan pisado los talones hace tiempo y conozcan todos nuestro pasos.
—Quizá debamos separarnos —propongo—. Veamos a quién siguen.
—No, es mejor permanecer juntos —ordena Patacoja—. Adela se ocupará de todo.
Disimuladamente, Patacoja da instrucciones a Adela mientras damos unas vueltas por el barrio. Nos detenemos en una cafetería para tomar unos refrescos, miramos escaparates, entramos en una librería…
El móvil de Patacoja recibe una llamada.
—¡Los tengo! —grita Adela.
—¡Vamos, chicos! —exclama Patacoja, girando sobre sí mismo—. ¡Vamos!
Marchamos en sentido contrario y nos encontramos con Adela, que forcejea con los dos hombres.
Patacoja agarra su muleta dispuesto a usarla como arma. Yo me acerco y agarro a uno de los dos por detrás.
—¡Suéltame! —grita el hombre—. ¡Suéltame, mocoso!
Metáfora le da una patada en la pierna y le hace doblarse de dolor. Veo que Patacoja atiza en la cabeza al hombre que acaba de golpear a Adela. El tipo al que retengo se recupera de la patada, me da un codazo en el costado y se libera; Metáfora intenta agarrarle, pero él le propina un guantazo y la tira al suelo. Se marcha sin que podamos impedirlo.
Corro en ayuda de Patacoja y, entre todos, sometemos al segundo hombre.
—¡Quieto! —ordena Adela—. ¡Entréguese!
Pero el tipo está muy nervioso e intenta liberarse. Entonces, Patacoja le atiza con la muleta en la cabeza y le deja casi sin sentido. El hombre, arrodillado, se queja.
—¡Le voy a esposar! —dice Adela—. ¡Este tipo es un energúmeno!
—¡No saben dónde se han metido! —grita nuestro prisionero.
—¿Ah, no? ¿Quién eres, canalla?
—¡Soltadme!
Adela mete la mano en su chaqueta y extrae la cartera. La abre y nos mira, lívida.
—¡Es policía! —exclama enseñando la identificación—. ¡Este hombre es un policía! ¡Se llama Jon Caster!
—Habéis metido la pata. Os habéis metido en un buen lío. Atacar a un policía en acto de servicio es un delito muy grave —grita el agente—. ¡Soltadme de una vez!
—¿Quién le ha ordenado seguirnos? —le pregunto.
—Eso te lo contarán en comisaría —gruñe—. ¡Soltadme!
—¿Es una misión oficial o lo haces por tu cuenta? —pregunta Adela—. ¿Quién es tu jefe? ¿Quién te ha dado la orden de seguir a estos chicos?
—¡Ya os he dicho que os lo explicarán en comisaría!
—¡Sí, pero porque yo voy a llamar a la comisaría para averiguar quién te ha dado la orden! ¡Dime su nombre! ¡Voy a pedir que vengan a buscarnos!
—¡Que me soltéis de una vez!
—¡Dame el nombre de tu jefe! —interroga Adela.
—¡Eso no es asunto tuyo! ¡Liberadme antes de que las cosas se compliquen!
—¡Ya se han complicado! Seguir a ciudadanos inocentes es un delito —grita Adela esgrimiendo su móvil—. ¡Dime quién te ha dado esa orden!
—¡Que no es asunto tuyo te he dicho mil veces!
Adela, Patacoja, Metáfora y yo nos miramos desconcertados. ¿Por qué se niega a dar el nombre de la persona que le ha ordenado seguirnos?
ARTURO y sus amigos entraron en la cueva con precaución. Podía tratarse de una trampa. Un ruido ensordecedor parecía venir de lo más profundo de la tierra. Era como un latido interminable que calaba hasta el alma, estremeciéndola.
—Dime qué ves —pidió Arturo, preocupado—. Quiero saber qué clase de lugar es éste.
—Nunca he visto nada igual —declaró el escudero—. Las paredes tiemblan y están llenas de inscripciones. Son letras y símbolos. Dibujos de dragones que vuelan y atacan.
—Es asombroso, Arturo —añadió Dédalus—. Está lleno de signos de todas clases. Es como si alguien se hubiera pasado la vida dibujando y escribiendo sobre los muros.
—¿De qué color es la tinta? —preguntó Arturo.
—Es negra. Igual que la que usa Arquimaes. Tinta negra, brillante y viscosa —explicó Crispín.
—¿Como la de mi dragón?
—Exactamente igual. Está hecha con el mismo material.
Continuaron la marcha y se adentraron en los túneles, de cuyo techo se desprendía polvo y algún trozo de roca que caía a su alrededor. El suelo temblaba bajo sus pies y les producía una inseguridad difícil de soportar. Parecía que estaban en la boca del infierno.
—Es terrible —dijo Amedia, esquivando un cascote que cayó a sus pies—. Según avanzamos, hay más ruido y el temblor es más fuerte. Es como si ahí dentro hubiera vida.
—Raro lugar para vivir —determinó Dédalus—. Yo no podría.
—¿De dónde vendrá ese estruendo? —preguntó Astrid—. Nunca he oído nada semejante. Es como si la tierra gritara.
Finalmente llegaron a una gruta gigantesca que parecía tallada en la roca a golpe de hacha. Sus paredes eran grotescas y con salientes puntiagudos, más afilados que los dientes de un dragón, y se hallaban envueltas en una neblina de polvo.
De repente, un gran dragón salió de entre las rocas y les cerró el paso. Parecía dispuesto a atacar a quien se atreviera a continuar. Rugía con una ferocidad inigualable.
—¡Tenemos problemas, mi señor! —advirtió Crispín, con su maza en la mano—. ¡Hay un dragón!
—Yo no percibo nada —respondió Arturo.
—¡Es un dragón asesino! —exclamó Astrid—. ¡Lo han enviado para matarnos!
—¡Yo no estoy dispuesta a acabar en sus fauces! —exclamó Amedia, agitando su hacha—. ¡Moriré matando!
—¡Lucharemos juntos! —añadió Dédalus—. ¡No me dejaré devorar por ese bicho!
—¿Qué ocurre, Crispín? —preguntó Arturo, muy inquieto.
—Es un gran dragón negro. Está delante de nosotros y se acerca. Yo diría que no trae nada bueno.
—¿Estás seguro?
—Si no nos deshacemos de él enseguida, nos matará.
—¡No! ¡Están jugando con vuestros sentidos! —exclamó Arturo—. ¡Es un truco disuasorio! Los hechiceros lo emplean a menudo… y los alquimistas también. No os mováis y cerrad los ojos.
—Pero, Arturo, te aseguro que…
—¡Cerrad los ojos y no hagáis un solo movimiento! —ordenó.
Obedecieron y dejaron de mirar al gran animal. Entonces, como por arte de magia, los rugidos del dragón desaparecieron y el silencio se adueñó de la gruta.
—Ya podéis abrirlos, amigos —pidió Arturo, al cabo de un rato—. Decidme qué pasa.
El escudero, con los músculos en tensión, observó a su alrededor.
—¡No está! —comentó con alivio—. ¡Se ha ido!
—¡Es increíble! —añadió Dédalus—. ¡No queda ni rastro!
—Nunca ha estado aquí —explicó Arturo—. Alguien con poderes lo ha creado para asustarnos. ¡Son alucinaciones de la mente!
—Pero muy reales —añadió Astrid, mientras se recuperaba del susto.
—Demasiado para mi gusto —comentó Amedia.
—¿Quién lo habrá creado? —preguntó Crispín.
—Yo lo sé. Y tú también.
De repente, una fuerte ráfaga de aire arremolinó una gran cantidad de polvo y formó una densa cortina que impedía la visión. Parecía que los iba a asfixiar.
—¿Acaso buscáis la muerte? —preguntó entonces una voz que parecía provenir del torbellino—. ¿Estáis cansados de vivir?
—Buscamos a Arquitamius —respondió Arturo, girándose hacia la voz—. Queremos hablar con él. ¿Sois vos acaso?
—Yo haré las preguntas —respondió la sombra—. Y vosotros responderéis.
—Solo hablaremos con Arquitamius —insistió Arturo.
—¿Quiénes sois y qué queréis de él? ¿De dónde sale tu espada voladora? ¿Cómo habéis hecho ese truco de las letras y el triángulo de fuego?
—No es ningún truco. Soy hijo de Arquimaes —contestó Arturo, que sentía el terrible temblor de tierra que acababa de desencadenarse—. Traemos un mensaje para Arquitamius, el mayor alquimista de todos los tiempos.
—¿Hijo de Arquimaes? ¿Os ha enviado él? ¿Para qué?
—Venimos por encargo suyo. Arquimaes os necesita.
—Os advierto que si mentís, no tardaréis en arrepentiros —amenazó la sombra.
—Decimos la verdad —añadió Crispín—. El maestro Arquimaes es nuestro protector.
La fuerza del remolino cesó y la cortina se evaporó. Poco después, un hombre no muy alto, envuelto en un hábito oscuro y raído, similar al de los monjes de Ambrosia, que llevaba una capucha que le tapaba el rostro, salió de las sombras y se dejó ver. La tierra seguía temblando, el polvo era muy denso y los latidos sonaban con fuerza.
—Podéis pasar —les invitó—. Yo soy quien buscáis. ¡Soy Arquitamius!
* * *
Los condenados a muerte estaban en fila, sobre el cadalso, atados de pies y manos. Dos verdugos terminaban de anudar las cuerdas alrededor de sus cuellos. Solo el relincho de algún caballo rompía el silencio. El público se mantenía quieto y en tensión.
—¡Estos hombres van a ser ejecutados por haber conspirado contra su rey! —gritó el capitán Loremar—. ¡Sabed que Frómodi no está dispuesto a permitir que la rebeldía se extienda en su reino!
Los soldados eran conscientes de que la situación era extremadamente delicada y estaban muy atentos. Sabían que, en cualquier momento, podía estallar una rebelión generalizada.
—¡Verdugos! —gritó Loremar levantando su espada—. ¡Preparados!
Todo el mundo aguantó la respiración. Esos hombres estaban a punto de morir. Eran familiares, amigos, vecinos…
—¡Miserables! —increpó alguien desde el público.
—¡Frómodi, asesino! —gritó una mujer.
—¡Soltadlos! —el clamor era cada vez más rabioso.
Frómodi, que estaba montado sobre su caballo, protegido por varios soldados y caballeros, empezó a ponerse nervioso. Así que decidió acabar inmediatamente con aquel conato de rebelión.
—¡Colgad a esos traidores! —ordenó—. ¡Ahora!
Un verdugo iba a dar un empujón al primer condenado, pero una flecha se clavó en su espalda justo a tiempo de impedírselo, haciéndole caer al suelo.
—¡Alerta! ¡Alerta, soldados! —gritó Frómodi—. ¡Eliminad a ese arquero!
Pero no podían cumplir la orden del rey, ya que nadie sabía dónde estaba. La flecha había llegado desde algún sitio desconocido, quizá desde el bosque.
—¡Colgadlos! —ordenó Frómodi—. ¡De lo contrario, os colgaré a vosotros!
Sus hombres le conocían bien y sabían que sus órdenes debían cumplirse sin dilación. Por eso emplearon todas sus energías en ejecutarlas.
Escorpio, que se había mantenido en un discreto segundo plano y llevaba la cara tapada con una capucha de verdugo, subió al patíbulo y empezó a empujar a los condenados, que, uno tras otro, caían al foso de la muerte, donde quedaban colgados del cuello.
Los gritos de dolor y desesperación del público no hicieron mella en el corazón de Frómodi, que, lejos de demostrar benevolencia, instigaba a los suyos a seguir con la ejecución.
—¡Que no quede ninguno! —gritaba—. ¡Acabad con esos traidores!
Los soldados tuvieron que esforzarse para controlar el creciente tumulto. La muchedumbre lanzó piedras sobre sus cabezas; varias dagas salieron a relucir, y cayó una pequeña nube de flechas que produjo numerosas bajas. Al capitán Loremar le impactó una flecha enemiga que le atravesó el pecho.
Cuando los rebeldes quedaron colgados en el patíbulo, los esbirros se replegaron bajo una lluvia de proyectiles y, maltrechos, consiguieron refugiarse en el interior del castillo. Frómodi, furioso por la poca eficacia de sus hombres, mandó ejecutar a tres de ellos elegidos al azar.
Luego, bebió hasta quedarse dormido.
* * *
Arturo y sus amigos entraron en una tenebrosa sala inundada por un horrible olor a ácido. Sobre las rocas, que servían de muebles, había multitud de objetos de laboratorio: probetas, cazuelas, cánulas de acero y también libros y pergaminos… Elementos que servían para trabajar y que, probablemente, llevaban allí muchísimos años. Había mucho desorden. Parecía imposible que en aquel lugar pudiera vivir alguien.
—¿Dónde estamos, Crispín? —preguntó Arturo, impaciente.
—Debe de ser la antesala del infierno —explicó el joven escudero—. No me gusta nada.
Las paredes estaban pobladas de dibujos y símbolos que representaban animales y personas. Una gran cabeza de dragón destacaba sobre todas las demás. Era tan real que parecía querer despegarse de la roca.
El sabio se detuvo junto a ese dibujo que, por obra de las artes de Arquitamius, les había cerrado el paso, y que resultó ser una alucinación.
—No llegáis en buen momento —les advirtió Arquitamius—. La tierra y yo estamos en plena lucha. Va a haber una contienda terrible. Deberíais iros de aquí antes de que os pase algo malo.
—No tenemos miedo —respondió Arturo—. No nos iremos sin hablar con vos, maestro. Ni siquiera esos monstruos ardientes nos harán desistir.
—No los he enviado yo —afirmó Arquitamius—. Son hijos del fuego y dentro de poco me enfrentaré con su padre. ¿Qué quiere de mí Arquimaes?
—Necesitamos vuestra ayuda.
—¿Cómo te llamas?
—Arturo Adragón, hijo de Arquimaes y de Émedi.
—¿Estás seguro de eso? ¿Quién te lo ha dicho?
—El Gran Dragón de la Cueva. El me lo confirmó.
—¿Le has visitado?
—Arquimaes me llevó hasta su presencia. Pero tenía los ojos vendados y, aunque recobrase la vista, sería incapaz de volver a ella. No sé dónde se encuentra. En cualquier caso, os juro que he estado ante el Gran Dragón.
—¿Para qué fuiste a ese lugar secreto? —indagó el sabio.
—Para que le devolviera la vida a un ser muy querido. Quería que resucitara a la princesa Alexia, a la que maté por error.
—La hija de Demónicus y Demónicia… ¿Te concedió el favor?
—Le devolvió la vida, sí —respondió Arturo—. ¡La resucitó!
—Y ahora, ¿qué quieres de mí?
—Que la resucitéis por segunda vez. Demónicia le quitó la vida. Tenéis que devolvérsela.
—No creo que pueda hacerlo —contestó Arquitamius—. Me pides algo imposible.
—Émedi necesita igualmente tu ayuda.
—¿Émedi? ¿Qué le ha pasado a ella?
—También ha muerto.
—¿Estás seguro?
—Sí, maestro. La reina Émedi y la princesa Alexia requieren ahora de vuestra pericia —casi suplicó Arturo—. Sois el único que puede devolverles la vida.
La sombra encapuchada mantuvo un largo silencio. Después se acercó a Arturo y observó su rostro con atención.
—Ese dibujo te lo hizo Arquimaes, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, maestro… Me lo dibujó cuando me declaró jefe del Ejército Negro, después de que la reina Émedi me nombrara caballero. Justo antes de ser atacados por los demoniquianos.
El suelo tembló con más fuerza y se abrieron nuevas grietas.
—¿Por qué no tienes ojos? —quiso saber Arquitamius mientras cambiaba de sitio para no caer en una zanja.
—Me los quemaron. Una hechicera y un desalmado adormecieron mis poderes e inutilizaron a Adragón para perpetrar su villanía. Nunca volveré a ver, pero eso no me importa. He venido para imploraros por Émedi y Alexia. Os ruego que las saquéis a ambas del Abismo de la Muerte y las devolváis a la vida.
Arquitamius pasó sus dedos sobre el rostro de Arturo.
—Es más fácil restituirte los ojos que recuperar a esas dos mujeres. Los que mueren por segunda vez apenas tienen posibilidades…
—Pero vos, maestro de maestros, tenéis poderes para lograrlo. Os daré todo lo que me pidáis a cambio. Y haré lo que ordenéis. Seré vuestro esclavo, si lo deseáis —se ofreció Arturo.
—No necesito siervos ni tengo deseo alguno que cumplir. Antes de tomar una decisión, hablaremos. Tengo que asegurarme de que vuestras intenciones son justas —sentenció.
—Preguntad y os contestaremos —dijo rápidamente Crispín—. Yo también me ofrezco para ponerme a vuestro servicio.
—Como os he dicho, eso no me interesa.
—¿Qué os interesa, pues? —preguntó ansiosamente Arturo—. ¿Qué deseáis?
Arquitamius dio un paso hacia atrás.
—No hay nada en este mundo que despierte mi atención. He adquirido un poder extraordinario que colma todas mis ambiciones. No necesito nada. Lo tengo todo.
—Arquimaes me enseñó que siempre hay cosas nuevas por descubrir. La vida está llena de secretos. Maestro, ¿por qué os habéis encerrado aquí, tan lejos? —preguntó Arturo.
—Para poner a prueba mi inmortalidad —confesó Arquitamius—. He venido para detener esos malditos temblores de tierra que atemorizan a la gente. Es un desafío que me he impuesto, ahora que ya estoy en una edad en la que la vida deja de tener valor. Sé que no moriré, pero si pierdo, sufriré mucho. Para eso estoy aquí, para ayudar a la gente.
—¿Podemos contribuir de algún modo?
—Os aconsejo que mantengáis la serenidad. Está a punto de suceder algo extraordinario. Si no gano esta batalla, tendréis que volver con las manos vacías. Eso, si conseguís salir de aquí —les previno Arquitamius—. He logrado crear un escudo protector alrededor de mi cuerpo para enfrentarme a esa bestia de fuego, pero no sé si me servirá de algo.
—Puedo colaborar con mis letras mágicas —le propuso Arturo—. El poder de Adragón puede seros de utilidad.
—Esto es cosa mía, Arturo —respondió el alquimista.
Subrayando sus palabras, un extraordinario rugido que provenía de las profundidades los estremeció. Luego, el suelo se abrió y las paredes temblaron. El caos acababa de apoderarse de la gruta.
ADELA está nerviosa. Ahora resulta que los dos tipos eran policías. Uno ha huido, pero hemos conseguido atrapar al otro, aunque parece no tenernos miedo.
—No lo entiendo —añade nuestra amiga—. Esto no es normal.
—Este tipo no puede ser policía —dice Patacoja—. Seguro que es un farsante.
—Su documentación es auténtica —replica Adela—. Lo sé muy bien.
Me acerco al individuo, que aún permanece en el suelo, de rodillas.
—¿Quién te ha ordenado seguirnos? ¿Desde cuándo nos espiáis?
—Ya te enterarás de todo cuando llegue el momento, chaval —responde con un tono de superioridad que me llama la atención—. Te garantizo que no te va a gustar.
—Si nos lo cuentas todo, dejaremos que te vayas —le propongo.
—Es mejor que lo hagáis ya. Ahora corréis un gran peligro.
Un grupo de curiosos se ha arremolinado a nuestro alrededor.
—¿Qué le pasa a este hombre? —pregunta una señora—. ¿Por qué le detienen? ¿Es un delincuente?
—Soy agente de seguridad —explica Adela, mostrando su documentación—. Este individuo es peligroso. ¡Hagan el favor de circular!
Patacoja coge su móvil y se inclina hacia nuestro prisionero.
—¡Mírame! —le dice.
Instintivamente, el hombre levanta la cabeza y Patacoja le hace una fotografía.
—Ya te tengo fichado —dice Patacoja, satisfecho—. Aunque escapes, te tengo controlado.
—¡Más os valdría no haberme conocido! —gruñe Jon Caster—. ¡Dejadme ir!
—¡Ni lo sueñes, amigo! —responde Adela—. Ahora nos vamos a la comisaría. Allí se encuentra el inspector Demetrio, a quien seguramente conocerás, ¿verdad? Pues es amigo nuestro y nos ayudará a identificarte… Veremos si de verdad te llamas Jon Caster. Venga, arriba.
—¡Insensatos!
—Deja de protestar y obedece —ordena Patacoja, empujándole con la muleta—. Levántate de una vez.
Adela le agarra del brazo y le exige que empiece a caminar.
La gente nos mira con mucha curiosidad. Todo el mundo se pregunta qué puede haber ocurrido para que tengamos que inmovilizar a un hombre con esposas.
—No perdamos tiempo —apremia Adela—. Estamos llamando demasiado la atención. No me apetece nada que la prensa aparezca por aquí. Es mejor ser discretos.
—Podemos coger un taxi —propone Metáfora.
—No es necesario. Estamos cerca de la comisaría. Si nos damos prisa, llegaremos enseguida…
Según nos acercamos, notamos que el hombre se resiste cada vez más. Está claro que no quiere que lo entreguemos a la policía. ¿Quién será? ¿Cómo habrá conseguido la placa de identificación? ¿Es un policía de verdad?
—Yo me ocuparé de desvelar su identidad —me dice Patacoja— con la ayuda de Escoria. Tengo una foto y, con las huellas de su cartera, sabremos hasta el día de su primera comunión. Se la voy a enviar por Internet para que vaya indagando.
—Aun así me preocupa —respondo—. Esto es muy extraño. Unos tipos nos siguen, uno huye y deja tirado a su compañero, y después resulta que tiene placa de policía. ¿Tú comprendes algo?
—Todo tiene explicación —asevera Metáfora—. Ya nos enteraremos.
—Si sobrevivimos —dudo—. La cosa se complica cada día más. ¿Por qué nos espiaban? ¿Quién se lo ha ordenado? ¿Crees que tiene algo que ver con el hombre de una sola pierna?
Entramos en una plaza y decidimos rodearla por la derecha. Llegamos a un semáforo y nos detenemos, ya que está en rojo para los peatones. Los coches pasan delante de nosotros y otros viandantes se colocan a nuestro lado.
Aunque parece que tenemos la situación bajo control, algo me inquieta. Sé que algo no va bien. Lo noto en la cara del prisionero. Está nervioso. Mira hacia todas partes, como buscando algo. Quizá espera que su compañero acuda en su ayuda… Quizá cree que alguien va a venir a rescatarle. ¿Será eso?
Si estoy en lo cierto, corremos un serio peligro…
El chirrido de un neumático me saca de mis elucubraciones. Percibo un movimiento inusual a mi izquierda. Nuestro detenido se tira al suelo en busca de protección. ¡Un coche se acerca más de lo debido a la acera y un hombre se asoma por la ventanilla trasera…! ¡Lleva una pistola en la mano!
—¡Al suelo! —grito—. ¡Deprisa!
Me agacho el primero, pero veo que mis amigos tardan en reaccionar. Tengo que hacer algo rápido.
—¡Cuidado! ¡Peligro! —grito sin parar.
Mis amigos miran hacia todas partes, buscando una explicación a mis palabras.
—¡Al suelo! —grito de nuevo—. ¡Ahora!
Adela es la primera en percatarse de lo que pasa. Empuja a Patacoja y a Metáfora hacia atrás.
El tipo de la pistola empieza a disparar cuando el coche golpea el bordillo. Las balas vienen en nuestra dirección.
La gente comienza a gritar y a correr alocadamente. Una mujer ha recibido un balazo y se queja a gritos. Otros protegen a sus seres queridos y varios niños chillan desesperadamente. Adela ha sacado su arma y dispara varias veces hacia el pistolero.
—¡Adragón! ¡Detén el coche! —ordeno.
El dragón se lanza en su persecución. El pistolero no deja de disparar hasta que recibe el mordisco de Adragón en la mano. Su arma cae al suelo.
—¡Dios mío! —exclama Metáfora—. ¡Dios mío!
El coche da un volantazo y choca lateralmente con otro vehículo, pero da unos bandazos, se golpea contra otros, empuja una valla protectora y, finalmente, se estrella contra la pared de un edificio. El claxon suena sin parar… ¡Adragón lo ha detenido!
—¡Qué barbaridad! —exclama Adela—. ¡Esto es terrible!
—Estos tipos estaban dispuestos a acabar con nosotros —afirmo.
—Pero le han dado a este individuo —explica—. ¡Mirad!
Nuestro prisionero, Jon Caster, está en el suelo, con los ojos muy abiertos, mirando al cielo, respirando con dificultad y con una bala en el pecho.
—¡Por todos los diablos! —exclama Patacoja—. ¡Le han asesinado!
—¡Aún vive! —dice Adela—. ¡Hay que llamar a una ambulancia!
—¡Yo me ocupo! —dice Patacoja—. ¡Procurad contener la hemorragia!
Ahora que ha cumplido su misión, Adragón vuelve a colocarse sobre mi frente. Entonces veo que una puerta del coche de nuestros atacantes se abre para que alguien intente salir.
—¡Deténgase! —ordena Adela, apuntándole—. ¡Quieto!
Pero el fugitivo, lejos de pararse, dispara contra nosotros. Adela le devuelve los disparos, pero no estoy seguro de que haya acertado.
Decido ir a enfrentarme con él. Me lanzo hacia el coche cuando una voz autoritaria nos da una orden.
—¡No se muevan! ¡Levanten las manos!
—¡Este hombre está herido! —grita Adela—. ¡Necesita ayuda!
—¡No se mueva! ¡Levante las manos o disparamos!
—¡Deje su arma en el suelo! —le ordenan a Adela—. ¡Ahora!
Adela cumple la orden. Varios agentes uniformados nos rodean y nos apuntan con sus armas automáticas. Calculo que hay unos veinte… y otros diez vienen hacia nosotros. Creo que han llegado tan pronto y en tal cantidad porque la comisaría está muy cerca.
El pistolero que ha herido a Caster ha aprovechado la confusión y el gran movimiento de gente para escabullirse entre la multitud y escaparse. Sin embargo, el conductor, que se arrastra por el suelo conmocionado por el golpe, es interceptado por dos agentes. Quizá pueda decirnos algo.
Ahora, la gran incógnita es si han intentado acabar con Caster… o con nosotros.
TODOS vieron cómo Arquitamius levantaba los brazos, los abría en cruz y cerraba los ojos mientras la tierra se estremecía bajo sus pies. Todo indicaba que estaba a punto de producirse un terremoto extraordinario.
Las paredes de la gruta se agitaron y dejaron caer gruesos pedruscos que tuvieron que evitar. El polvo que salía de las entrañas de la tierra era denso y cálido, se metía en los pulmones y dificultaba la respiración. Un ruido creciente que provenía de lo más profundo parecía acompañar a las rocas que se precipitaban sin cesar.
El alquimista se esforzaba en elevar su voz sobre los crujidos que estas producían al partirse, pero apenas conseguía hacerse escuchar.
—¿Qué ocurre, Arturo? —preguntó Crispín, aterrado—. Nunca he visto algo semejante.
—Tranquilo, Crispín —le animó el caballero negro—. Estoy seguro de que Arquimaes dominará la situación.
—Eso espero —deseó Astrid—. Si no lo consigue, nuestra vida no valdrá nada.
Entonces Arquitamius se elevó sobre el suelo. Una energía en forma de rayo anaranjado y chispeante brotó de sus manos, que estaban abiertas y separadas. El rayo crecía sin parar y daba la impresión de que iba a envolver al sabio. Cuando el alquimista desapareció de la vista de todos, la energía se convirtió en una bola que, de repente, se introdujo en una gran grieta que acababa de abrirse en el suelo. Y entonces se desataron los infiernos.
Crujidos, alaridos, gruñidos y bufidos se mezclaron en un sonido estremecedor. Chispas, polvo, rocas ardientes, lava y otras formas ígneas surgieron de las paredes, del techo y del suelo, rebotando, deshaciéndose y multiplicándose hasta el punto de crear un ambiente absolutamente caótico y peligroso. Era como si algo acabase de explotar en el interior de las profundidades.
—¡Es incontrolable, Arturo! —gritó Crispín—. ¡Vamos a morir! ¡Necesitamos protección!
Arturo comprendió que la situación había desbordado a Arquitamius y decidió intervenir.
—¡Adragón! —gritó, mientras abría su pechera—. ¡Ayuda!
El dragón se despegó de la frente y las letras le siguieron. Igual que habían hecho afuera, horas antes, volvieron a formar un barrera de protección alrededor de Arturo y sus amigos.
Por su parte, Arquitamius seguía enfrentado a la fuerza superior que insistía en no hacer caso de sus órdenes, que le pedían que dejara de actuar sobre la tierra y no provocara más temblores. Pero, lejos de obedecerle, el terremoto crecía sin parar.
—¡Maldito monstruo! —gritó el alquimista—. ¡Muere de un vez!
Entonces, sus palabras encontraron una oposición inesperada. De una abertura del suelo emergió un monstruo similar a los que Arturo y sus amigos habían tenido que enfrentarse poco antes, solo que mucho mayor. ¡Era un gigante de fuego! ¡Sus piernas no acababan de salir de la grieta, lo que indicaba que estaba unido al fondo de lava del agujero! ¡Era una prolongación del fuego y tenía autonomía suficiente para atacar al alquimista!
—Te niegas a morir, ¿eh? —desafió Arquitamius frente a él, mientras le arrojaba una gran energía azulada—. ¡Ahora verás lo que te espera!
El gigante apenas acusó la fuerza del rayo, que lo atravesó de parte a parte, se inclinó hacia delante y, en medio de una intensa oleada de calor, dejó caer algunos mechones de luego y abrió una enorme boca que despedía llamas anaranjadas. El alquimista, que sabía que corría el peligro de fundirse íntegramente si el monstruo conseguía abrazarle, aumentó la potencia de su energía, pero el ser de fuego apenas se resintió.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritaba Arquitamius, mientras intentaba zafarse del abrazo mortal—. ¡Apártate de mí!
Arturo, que se había hecho una idea de lo que ocurría, no estaba dispuesto a dejar solo a Arquitamius. Si su integridad física estaba en peligro, él tenía que intervenir.
—¡Voy en vuestra ayuda, maestro! —exclamó, con su espada alquímica—. ¡No dejaré que os haga daño!
—¡Retrocede, Arturo —gritó el gran alquimista, prácticamente envuelto en fuego y a punto de ser devorado—, antes de que te atrape a ti también!
Pero el caballero adragoniano no estaba dispuesto a dejar indefenso al único ser capaz de devolver la vida a Alexia y a Émedi. Prefería morir en el intento que lamentar durante toda su vida no haberse expuesto lo bastante. La cobardía no estaba en su vocabulario.
Guiado por su instinto, se acercó a Arquitamius y, de un sablazo, cortó el brazo del gigante de fuego, llenando la gruta de salpicaduras rojizas. Antes de que la bestia se volviera contra él, atacó de nuevo y perforó su vientre de un tajo horizontal. La bestia rugió con más fuerza y trató de deshacerse de él.
Arturo intuyó que el monstruo se disponía a envolverle, así que hizo un quiebro rápido e inesperado con la espada y lo rajó de abajo arriba, dividiendo su cuerpo en dos grandes trozos que cayeron hacia un lado y otro, impidiendo a tiempo que Arquitamius acabase engullido por la bestia de fuego.
Arquitamius cayó al suelo entre las llamas, que habían perforado su escudo protector. Las llamaradas le producían dolorosas heridas por todo el cuerpo. Estaba al borde del desmayo y no se dio cuenta del peligro que corría, pero Arturo le agarró justo cuando estaba a punto de caer en la grieta, arrastrado por los restos del monstruo moribundo, y le atrajo hacía sí.
Mientras la bestia se deshacía en mil trozos que se replegaban hacia su nido, el jefe del Ejército Negro impulsó al alquimista hacia atrás. Crispín corrió en su ayuda y entre los dos lo llevaron a resguardo.
Astrid, Amedia y Dédalus le ayudaron a recuperarse, protegidos por Adragón y su ejército de letras.
—Arturo, me has salvado de vivir eternamente entre las llamas —reconoció Arquitamius, mientras recobraba la consciencia—. ¡Me has salvado de la peor muerte posible! ¡Estoy en deuda contigo!
—He cumplido con mi deber, maestro —aseguró Arturo—. Solo he hecho lo que Arquimaes me ha enseñado.
Arquitamius iba a responderle que había superado con creces lo que cualquier otro caballero hubiera hecho, al sacrificar su propia vida para salvarle, cuando, de repente, el rugido empezó a remitir y el temblor a desaparecer.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Astrid, nerviosa.
—Creo que hemos ganado —susurró Arquitamius—. Me parece que la bestia de fuego se ha calmado y dejará en paz estas tierras durante mucho tiempo.
—¿Queréis decir que ya no habrá más temblores? —preguntó Amedia—. ¿Estáis seguro?
—Lo estoy —afirmó el alquimista—. Mira…
El silencio y la quietud se apoderaron lentamente de la gruta. El polvo que aún flotaba caía lentamente hacía el suelo y el interior de la grieta perdía su color rojizo. Era evidente que el fuego se quedaba sin vida.
—No será eterno —dijo Arquitamius—. El fuego revive cada cierto tiempo. Se alimenta de la sangre de la tierra. Ahí abajo, en lo más profundo, late un corazón que genera fuego y que vuelve a dar vida a los volcanes. Pero os puedo asegurar que pasará mucho tiempo antes de que moleste de nuevo a los habitantes de esta región. Los terremotos se han acabado.
—O sea, que un alquimista devuelve la paz a un reino que ha acusado a los suyos de haber creado los temblores —explicó Dédalus—. ¡Odian a los alquimistas que los ayudan y adoran a los hechiceros que les sacan la sangre! ¡Necios!
—La gente no tiene la culpa. Rugiano les hizo creer que los alquimistas habían enfadado a los volcanes, que provocaban esos temblores de tierra —explicó Astrid, disculpando a sus súbditos.
—Rugiano mentía para dar más poderes a los hechiceros con el fin de tener a la gente atemorizada —replicó Arquitamius—. Nadie se atrevía a enfrentarse con él. Pero ahora se acabó. Demostraremos que todo era una gran mentira. Que fueron sus hechiceros, bajo las órdenes de Rugiano, los que enfadaron a los volcanes.
—Rugiano ha muerto —anunció Crispín—. Da igual lo que haya hecho.
—Quizá la reina Astrid pueda devolver la paz a su reino —sugirió Arquitamius—. Una reina justa es lo mejor para la prosperidad de un pueblo.
—La ayudaremos a recuperar su trono —afirmó Arturo—. Antes de que otro lo ocupe.
—No sé si deseo volver a gobernar —aseveró Astrid—. Rugiano dejó un rastro de sangre tan grande que tendrá que pasar mucho tiempo antes de que la gente lo olvide.
—Ése será vuestro trabajo, señora —dijo Crispín—. El pueblo necesita justicia. Y vos se la podéis dar.
—Os apoyaremos, reina Astrid —afirmó Arturo, recuperando su dragón y sus letras—. Disponemos de armas suficientes para asentaros en el trono. Os lo aseguro.
—Ya habéis visto que Arturo Adragón es invencible —afirmó Arquitamius, en pie a pesar de las heridas—. Yo estoy en deuda contigo, amigo. Me has librado de un destino horrible y has acabado con la bestia de fuego tú solo. Te ayudaré a recuperar a Alexia y a Émedi.
—Solo he hecho lo que debía, maestro —reconoció Arturo—. El mérito es vuestro. Os habéis preparado durante mucho tiempo para dominar a esta bestia. Ningún otro alquimista lo habría logrado.
—Digamos que hemos trabajado en equipo —aceptó Arquitamius, con una mueca de dolor que le causaban sus heridas—. Y lo hemos hecho bien.
Un rayo de esperanza cruzó el corazón de Arturo. Las palabras de Arquitamius le reconfortaron enormemente y, por primera vez en mucho tiempo, esbozó una leve sonrisa.
—Dejadme que os cure —sugirió Amedia—. Sentaos, por favor.
—Yo te ayudaré —se ofreció Dédalus—. Entre los dos le curaremos.
—En esa bolsa de cuero hay un ungüento especial para quemaduras —dijo Arquitamius, señalando sus objetos, que estaban desparramados por el suelo, medio rotos—. Lo uso desde hace años.
Crispín fue en busca de la bolsa y se la entregó a Amedia, que aplicó la pomada sobre las muchas heridas de Arquitamius.
—Sois un gran alquimista —reconoció Arturo—. Arquimaes ha hecho bien en enviarme a buscaros.
—No domino todos los secretos de la vida y de la muerte —atajó el sabio—. Solo algunos… La experiencia es mi mejor aliada. He descubierto que la inmortalidad termina donde empieza. Eso significa que nada es inmune a la muerte. Incluso los inmortales tenemos un punto débil. Y ahora, explícame qué ha sucedido exactamente con la reina Émedi. ¿Quién la mató?
—Alexia. Lo hizo bajo el influjo de su madre, Demónicia —contestó Arturo—. Fue algo inesperado. Pero ella no tuvo la culpa.
—¿Y quién asesinó a Alexia?
—La propia Demónicia. Aseguró que prefería verla muerta antes que casada conmigo —añadió—. Una desgracia tras otra.
—El problema es que, como te he dicho, resucitar a personas muertas por dos veces es muy complicado, casi imposible. Pero me has salvado de un horrible destino, así que tengo por delante el desafío de devolver la vida a Alexia y a Émedi.
—Confiamos en que lo conseguiréis —intervino Crispín.
—Hay ciertas limitaciones —respondió Arquitamius—. Para resucitar a una persona hace falta otra. Arquimaes y yo alumbramos un método que se basa en un intercambio de cuerpo y alma. El alma de un muerto cobra vida en el cuerpo de un vivo.
Amedia descubrió el hombro del alquimista y le arrancó un quejido.
—Lo siento, pero la piel estaba pegada a la tela y no he podido separarlas —se disculpó la muchacha—. Espero que no os haya dolido mucho.
Arquitamius hizo una seña que indicaba que no había sido grave.
—Pero ¿creéis que hay alguna posibilidad, por muy pequeña que sea, de devolver la vida a la reina Émedi y a Alexia? —preguntó Arturo.
—Escucha. Tú fuiste ayudante de Arquimaes. Así que ya sabrás que no hay nada cierto en este mundo. El fue mi aprendiz y también sabe que no se puede tener una seguridad absoluta. Hay que confiar en la fuerza del Gran Dragón. El es el único que decide. Tendremos que ir a verle. Pero te garantizo que haré todo lo que esté en mi mano. Sobre todo después de lo que has hecho por mí. Y ahora, pongámonos manos a la obra y preparemos el viaje. ¡Iré con vosotros!
Después de encontrar nuevo ropaje para Arquitamius, Crispín, Dédalus, Amedia y Astrid recogieron los objetos desperdigados y los amontonaron sobre una roca.
—¿Estás contento, Arturo? —le preguntó el sabio, sentándose a su lado.
—Si ellas no vuelven a este mundo, no tendré ganas de vivir.
—No debes decir eso. Lo que tu madre desea más que ninguna otra cosa es que vivas. No puedes despreciar su sacrificio. Ella hizo mucho por ti. Dio su vida para que…
—¿Cómo? ¿Qué habéis dicho?
—No lo sabes, ¿verdad? ¿Nadie te lo ha contado?
—¿Qué me tenían que contar? ¡Explicadme lo que sea! —pidió Arturo, muy nervioso.
—Creo que tienes derecho a saberlo… Es mejor que sepas quién eres y por qué estás vivo…
Arquitamius se tomó unos segundos antes de empezar su relato.
—Arquimaes y Émedi se enamoraron, a pesar de pertenecer a mundos distintos. Ella se quedó embarazada, pero la misma maldición que condenó su unión hizo que tú, su hijo, nacieras muerto.
—¿Nací muerto?
—Llegaste a este mundo sin vida. Entonces Arquimaes, desesperado, se marchó… Y nunca supo qué ocurrió después…
—¿Y mi madre?
—Tu madre te envolvió en un pergamino escrito por mí. Un pergamino que contenía la fórmula de la vida eterna.
—¿Resucité gracias a ese pergamino?
—Resucitaste gracias al pacto que tu madre hizo con el Gran Dragón. ¡Ella dio su vida por ti! ¡Murió para que tú vivieses! ¡Ésa es la verdadera historia! Por eso no puedes renunciar a tu vida. Se la debes a ella.
—¿Arquimaes nunca supo nada de eso?
—Más tarde, cuando Arquimaes se enteró de que Émedi había fallecido, bajó al Abismo de la Muerte y la resucitó. Émedi volvió a la vida gracias a Arquimaes.
Arturo se quedó mudo. Durante unos instantes, no fue capaz de pronunciar palabra.
—¿Comprendes ahora quién eres? ¿Comprendes ahora que eres inmortal gracias a tus padres?
—¿Soy inmortal igual que vos, maestro?
—Vivirás durante siglos y nadie podrá quitarte la vida. Nadie puede matarte… salvo…
—¿Salvo?
—Salvo el Gran Dragón. El es el único que puede arrancártela. Y eso solo sucederá si incumples tu destino de caballero, si cometes algún acto innoble, si traicionas tu palabra de honor o si te conviertes en un miserable. Entonces, perderás la vida. Tu honor es tu punto débil.
—¿Quién soy? ¿Por qué el destino me eligió para llevar tan pesada carga?
—Eres el hijo de dos seres justos y bondadosos. Perteneces a un noble linaje, el mejor de todos. Debes prepararte para afrontar tu sino. Por eso no puedes desfallecer. Debes hacer honor a tus padres.
—No sé si seré capaz. La noche de la ejecución de los rebeldes empezó con malos augurios. Varias flechas incendiarias, disparadas desde el bosque, anunciaron el comienzo de la rebelión, aunque nadie en el castillo fue capaz de imaginar el alcance que iba a tener.
—¡Fuego! —gritó un centinela, cuando dos flechas alcanzaron los techos de paja de los establos—. ¡Fuego!
Mientras se ocupaban de apagar el incendio que se extendió hasta los entramados de madera que servían de apoyo a las nuevas escaleras, docenas de flechas de fuego se clavaron en el puente levadizo y lograron prender el gran portón.
—¡Mi señor, los campesinos nos atacan! —exclamó un criado, despertándole—. ¡El castillo arde!
—¡Malditos cobardes! —gruñó el rey, mientras de un salto salía de su lecho y agarraba su espada—. ¡No son capaces de contener a estos muertos de hambre! ¡Convoca a mis oficiales!
En el exterior, desde lo alto de la torre, se dio cuenta de que la situación se había complicado. Afuera, cientos de campesinos, a los que se habían unido los de otras comarcas de todo el reino, rodeaban la fortaleza y se acercaban con escaleras de asedio, aunque no iban a hacer falta, ya que la puerta principal, que era pasto de las llamas, iba a convertirse en un agujero por el que podrían entrar sin problemas.
—¿Qué es esto? —preguntó Górgula, asustada—. ¿Qué ocurre?
—¡Un asalto en toda regla! —respondió Frómodi—. ¡Estos perros van a entrar y nos van a colgar a todos! ¡Debemos huir de aquí lo antes posible! ¡Estamos perdidos!
—¿Cómo saldremos? —preguntó Górgula—. ¡Estamos rodeados!
—¡Venid conmigo! ¡No os separéis de mí! —ordenó Frómodi.
Górgula y Escorpio se colocaron detrás de él, quien, espada en mano, se abría paso entre los campesinos y los soldados, que se habían unido al bando contrario.
Poco después ensillaban tres caballos y se lanzaban a galope hacia la puerta principal, arrollando y atropellando a todos lo que se ponían en su camino. Se perdieron en la noche, perseguidos por flechas, lanzas y hachas que algunos rebeldes les arrojaban.
Cuando llegaron a lo alto de una colina, se detuvieron para observar el espectáculo. El castillo ardía por los cuatro costados.
—Es irrecuperable —sentenció Frómodi—. Este castillo ya es historia.
Górgula no pudo evitar sentir cierta pena al ver el que, tiempo atrás, había sido el hogar en el que acarició sueños de grandeza que estuvieron a punto de cumplirse.
—¡Vamos a solucionar nuestro asunto! —ordenó Frómodi, espoleando a su caballo—. ¡A por esa tinta!
* * *
Si alguna vez Arturo conoció los oscuros vericuetos de la mente, fue esa noche. Tras la conversación con Arquitamius, su alma se agitó como una tormenta. Sus recuerdos y sus sentimientos se mezclaron hasta tener tanta fuerza como la boca de uno de esos volcanes en erupción que pronto dejarían atrás.
Nada encajaba. Cada vez que trataba de organizar su vida, ésta se derrumbaba como la nieve en primavera, formando un peligroso alud que lo arrastraba todo.
Por un lado, se alegraba de que Arquitamius le hubiera contado su historia, pero, por otro, lamentaba haber escuchado el relato del sabio.
Antes del amanecer, y mientras las tripas del volcán se mantenían silenciosas, en su mente se formuló una pregunta: ¿Quién es el niño que le ayudó a resucitar? ¿En qué cuerpo revivió?
—Maestro, ¿os suena un joven llamado Horades? —preguntó Crispín, mientras preparaban el equipaje y lo cargaban a lomos de los caballos.
—Tuve un ayudante con ese nombre —respondió Arquitamius—. ¿Acaso le conocéis?
—Le salvamos de morir a manos de los purgadores —explicó el joven escudero—. El nos trajo hasta aquí. Nos indicó dónde encontraros, pero, en el último momento, se escapó.
—Horades fue un buen aprendiz hasta que dejó de serlo —explicó el alquimista—. Le di toda mi confianza… y me traicionó.
—Algo nos contó —dijo Amedia—. Aunque no quiso entrar en detalles.
—Quiso apropiarse de mi fórmula secreta —dijo—. Lo descubrí en el último momento, pero no sé si consiguió beneficiarse. Espero que no sea inmortal. Y eso no es todo: una noche me desperté y le descubrí… extrayéndome sangre. Si bebes la de un inmortal, adquieres su poder. Por eso me escondo: todos los que lo saben la ansían.
—No os preocupéis, maestro —le tranquilizó Arturo—. A partir de ahora estáis bajo mi protección. Nadie se aprovechará de vos. Os lo juro por mi honor.
EL inspector Demetrio viene rodeado de sus hombres. Algunos han desenfundado sus armas y apuntan a todo lo que los rodea, como si temieran algún ataque.
—¿Qué ha pasado aquí? —pregunta cuando llega a nuestro lado.
—Ha habido un tiroteo —responde un oficial de la policía—. Tratamos de determinar qué ha sucedido exactamente. Hay un herido de bala, un detenido y un fugado. Y esta mujer, que estaba armada, ha disparado.
—¡Lo he hecho en defensa propia! —exclama Adela, indignada—. Primero nos han…
—¡Basta! —brama el inspector Demetrio—. ¿Cómo ha empezado todo?
—Dos hombres nos estaban siguiendo —dice Patacoja—. Conseguimos atrapar a uno, pero el otro se fugó.
—Sí, pero después nos dispararon desde un coche dejando malherido a nuestro prisionero —añade Adela—. Ah, y tengo licencia de armas.
—Tuvimos que tirarnos al suelo para que no nos mataran —explica Metáfora—. Pero hirieron a ese hombre, Caster.
Demetrio levanta la mano para que nos callemos. En ese momento llegan varias ambulancias; un coche de bomberos se acerca al vehículo empotrado.
—Y tú, ¿no tienes nada que decir? —me pregunta—. No sé cómo te las apañas, pero siempre estás en todos los fregados.
—Ya se lo han dicho. Nos seguían dos individuos… Y no sé nada más.
—Claro que no sabes nada más. Siempre es lo mismo. Nunca sabes nada.
—¡Los que nos seguían eran policías! ¿Puede usted explicarnos por qué nos espiaban? —exige Adela.
—¿A quién se refiere? —pregunta Demetrio.
—Al herido. Ese hombre, Jon Caster, tenía una placa de agente. Y supongo que su compañero también…
—¿La vio?
—No.
Dos enfermeros se acercan al herido y le abren la camisa en busca de la herida. Otros dos camilleros se acercan e intentan levantarlo.
—Entonces no haga afirmaciones que no pueda sostener —continúa Demetrio.
—Pero tengo la de Caster. Mire, aquí está.
—¿De dónde la ha sacado? —pregunta el oficial que le acompaña.
—La llevaba en la cartera.
—¿Cómo puedo estar seguro de que no la puso usted?
—¡Nosotros vimos cómo la extraía! —replica Patacoja—. ¡Esa placa es del herido, del que nos seguía!
—Y ustedes intentaron matarlo.
—¿Qué dice? ¿Cómo se atreve a acusarnos? —protesta Adela—. ¡Esto es demencial!
La ambulancia, que lleva a nuestro prisionero, se aleja a gran velocidad, con la sirena a todo volumen. El tráfico es intenso y la zona está llena de gente. Los bomberos han derribado medio muro para sacar el vehículo, pero les queda mucho trabajo.
—Aquí hay demasiado ajetreo —dice el inspector Demetrio—. Vamos a comisaría. Allí declararán. ¡Quiero un informe! ¡Enseguida!
—¡A la orden, señor inspector! —dice el oficial.
Demetrio se pone en marcha y nosotros, que formamos parte de su cortejo, le seguimos, rodeados de policías armados. Está furioso y me temo que el interrogatorio no va a ser un juego de niños. Esta vez las cosas son graves: hay heridos, sospechosos fugados y, lo que es peor, disparos en la vía pública.
Llegamos a la comisaría. Algunos agentes se suman al grupo mientras otros se quedan en la puerta, vigilando.
Accedemos a una gran sala y nos ordenan que nos sentemos. Después nos piden que tengamos paciencia y que esperemos. Finalmente nos dejan solos con dos agentes al fondo que no nos quitan ojo de encima.
—¿Estás bien, Juan? —pregunta Adela a Patacoja—. ¿Necesitas alguna cosa?
—Todo va bien, cariño. Salvo la rabia que me domina. ¡Estoy furioso!
—Por favor, guarden silencio —nos ordena uno de los policías.
—¡Qué dice! —protesta Adela—. ¡Hablaremos todo lo que nos apetezca!
—Nosotros cumplimos órdenes. Si hablan tenemos que llevarlos al calabozo.
Entonces se abre la puerta y entran un agente uniformado, dos de paisano y, detrás, Demetrio. El inspector se sienta y nos observa con ese aire de superioridad que suele acompañarle.
—Han montado ustedes una buena —dice al cabo de un rato—. Menudo jaleo. ¡Con disparos y heridos! ¡Han alterado el orden público!
—Nosotros solo nos hemos defendido, señor inspector —responde Adela, conteniendo la rabia que la invade—. Tiene que explicarnos quiénes son esos agentes que nos seguían.
—De momento no hay pruebas de sus acusaciones. El herido ha negado que llevara esa placa —explica—. Dice que ustedes le atacaron en plena calle. También, que iba solo.
—Es mentira —responde Patacoja—. Esos dos hombres nos seguían y ella los detuvo. Uno logró huir, pero cogimos al otro. Nosotros hemos visto cómo Adela sacaba la documentación de la chaqueta de ese hombre. ¡Llevaba una placa! ¡No puede negarlo! ¡Somos testigos!
—Claro, solo que ustedes son amigos y dirán lo que sea para apoyar la historia de la señorita Adela —comenta el oficial—. Nos cuesta creer que alguien los siguiera.
—Y a nosotros nos cuesta aceptar que hayan dejado escapar al hombre que disparó —brama Adela—. ¡Lo han hecho a propósito!
—De momento, lo único que sabemos es que usted ha hecho varios disparos —indica Demetrio—. Hemos analizado su arma y está bien claro que la ha usado.
—¡Si sigue por ese camino, me acusará de haber herido a ese hombre! —explota Adela.
—Es una de las hipótesis que barajamos, a ver qué dice el departamento de balística —explica el inspector—. Usted no debió sacar su pistola ni, mucho menos, efectuar disparos en la vía pública.
—¡No puedo creer lo que oigo! —dice, anonadada—. ¡Teníamos que defendernos! ¡Nos tiroteaban! ¡Y ustedes me están acusando!
—La acusamos de haber disparado en la vía pública, señorita. Y eso es grave.
—Tengo licencia de armas y todo es legal. No he hecho nada ilícito que se me pueda imputar.
—A menos que la bala que extraigan del cuerpo de ese hombre sea del mismo calibre que su pistola —añade el oficial—. Entonces sí tendremos cargos contra usted.
—Señor inspector —digo en tono amistoso—, ese hombre llevaba una placa de policía.
—No hay ninguna placa.
—Adela le ha entregado una cartera con…
—Aquí está la cartera. Y no hay ninguna identificación que pertenezca al Cuerpo de Policía. Todo es mentira. Ustedes han falseado la realidad para cometer ese atropello. ¿Por qué han disparado contra ese hombre? ¿Qué tienen contra él? ¿Por qué han intentado matar a Jon Caster?
Adela, Patacoja, Metáfora y yo sentimos un escalofrío. Las cosas se han vuelto contra nosotros. Todo nos incrimina. Las pruebas han desaparecido y no tenemos nada para defendernos.
—Escuche, inspector, todo esto es una confabulación —insisto—. Hay muchos errores.
—No, Arturo, no hay ningún error. ¿Desde cuándo os seguían esos dos hombres?
—Llevaban toda la tarde detrás de nosotros. Pero empiezo a pensar que, posiblemente, llevaban días espiándonos.
—¿Para qué? ¿Qué pretendían? ¿Es que tienes algo que ocultar?
—No. Pero creo que forman parte de una conspiración para matarme. Ya lo han intentado varias veces.
—Parece que ahora recobras la memoria. Así que han intentado matarte, ¿eh? ¡Qué interesante! ¿Y sabes quién tiene interés en quitarte de en medio?
—Un hombre al que le falta una pierna. Es a él a quién hay que buscar.
—¿Te refieres a tu amigo? —pregunta el inspector, mirando de reojo a Patacoja.
—No. Me refiero a alguien que oculta su cojera. Alguien que, por algún motivo, quiere matarme. Alguien que me conoce muy bien.
—Vaya, tienes mucha imaginación —dice, con una sonrisa irónica—. Te inventas grandes fábulas. ¡Una conspiración para matarte! ¡Increíble!
—¿No me cree? ¿Recuerda el asalto del parque?
—Recuerdo que lo negaste.
—¿Y la bomba?
—¿La bomba? El señor Stromber afirma que la pusiste tú.
—¿Y lo de hoy?
—¿Te refieres a esos dos fantasmas que te seguían?
—No. Me refiero a ese hombre del coche que ha herido a ese pobre desgraciado, el que se ha escapado.
—No entiendo.
—Es muy sencillo. ¿Contra quién cree que disparaba? ¿Solo quería disparar contra ese hombre, o también quería mi vida?
—No exageres, chico. Acabaré creyendo que tienes manía persecutoria.
—Tiró varias veces contra nosotros. ¿Cómo podemos estar seguros de que no quería acabar con mi vida, inspector?
Todos se miran, pero nadie dice nada.
Menos mal que no me han pedido las balas que Adragón me entregó tras el tiroteo. Aún las conservo en el bolsillo del pantalón. Ahora, Escoria podrá determinar de qué arma han salido… Y quizá podamos seguir su pista.
—Inspector. Si no nos va a detener, queremos marcharnos —dice Adela—. Ahora mismo.
—Aunque tengo motivos sobrados para meterlos a los cuatro en el calabozo, les voy a dar un margen de confianza. Los dejaré libres, pero quiero que estén localizables las veinticuatro horas del día. Cuando el herido esté en disposición de hablar, es posible que necesite ampliar sus declaraciones. Pueden irse… Y búsquense un buen abogado, que les va a hacer falta.
Cuando salimos es de noche. Las luces de los escaparates y de las farolas iluminan las frías calles. Caen copos de nieve. Esta noche va a hacer mucho frío.
FIN DEL LIBRO UNDÉCIMO