Te esperaba —dijo Blake—. Pasa, por favor, siéntate.

Omar Husseini llegó empapado, apenas se sostenía en pie y tenía la barba larga y el cabello revuelto. Las profundas ojeras y los ojos enrojecidos indicaban que llevaba muchas horas sin dormir.

—¿Cómo has conseguido regresar y… qué te has hecho en las manos? —preguntó dejándose caer en la silla.

Estaba morado y temblaba de frío. Blake le hizo quitar el abrigo mojado y lo tendió sobre el radiador. Cubrió con una manta vieja a su amigo y le ofreció café caliente.

—Está recién hecho —dijo.

—Escuché el ruido del mortero… —repuso Husseini sonriendo débilmente— y pensé, por aquí cerca alguien está preparando café. De manera que…

No terminó la frase. Se llevó la taza a la boca y tomó un sorbo.

—Fíjate si es raro. Los dos somos depositarios de secretos devastadores… Y hace apenas unas semanas éramos dos pacíficos profesores. ¡Qué vueltas da la vida! Dime, ¿cómo es la tumba del Gran Conductor? ¿Le has visto la cara?

Blake se acercó a él.

—Omar, escúchame. En este momento, tu secreto es el que más daño puede causar. Hemos descubierto en tu ordenador un dispositivo automático que dentro de tres horas iniciará la fase de activación de tres bombas nucleares en tres ciudades de Estados Unidos.

Sin inmutarse, Husseini contestó:

—No ocurrirá nada de eso. Jerusalén está a punto de rendirse y todo acabará pronto. Se estipulará un tratado y olvidaremos estos días. Además, ya sabes que… que en ningún país del mundo las armas nucleares dependen de la misma estructura que detiene su activación. No creo que las bombas hagan explosión.

—¿Crees que podemos correr semejante riesgo basándonos únicamente en esta esperanza? Sabes muy bien que sería una locura, Omar. ¿O debo llamarte… Abu Ghaj?

Husseini levantó la cabeza de golpe y miró a los ojos a su interlocutor, quien continuó impertérrito:

—Dios mío, ¿cómo has podido prestarte a programar la matanza de millones de inocentes?

—¡No es cierto! Luché cuando era el momento oportuno y creía haber cumplido con mi parte, pero el pasado suele regresar… incluso cuando piensas que lo has sepultado para siempre. Me pidieron que mantuviera la espada de Damocles sobre la cabeza de este país hasta que nuestros pueblos recuperaran sus derechos… Nada más. Y lo hice… tuve que hacerlo. Pero no soy un verdugo, no habrá ninguna matanza.

—Tres horas, Omar, y millones de personas morirán si no conseguimos detener ese mecanismo inexorable, sólo tú puedes ayudarnos. Le he dado a los técnicos del Pentágono la clave de acceso al archivo que denominaste The Armageddon Program. ¿Me crees ahora?

Husseini abrió bien grandes los ojos enrojecidos por el cansancio.

—¿Pero cómo…?

—No tengo tiempo de explicártelo. Sólo quiero saber una cosa, ¿qué pasa si se desactiva el ordenador durante la ejecución del programa?

—No lo sé.

—¿Dónde están los «asnos» comprados en el mercado de Samarcanda?

Husseini volvió a mostrar su estupor al oír que Blake conocía las palabras claves mejor guardadas de su ordenador personal.

—No puedo hablar.

—Debes hacerlo.

—Si lo hago… Tengo un hijo, Blake… un hijo al que creía muerto, un hijo a cuyo recuerdo dediqué cada acción, cada asalto, cada tiroteo en los que participé durante los años en que fue creciendo la fama del exterminador Abu Ghaj. Creía haberlo enterrado en un miserable cementerio del valle de la Bekaa y me mostraron pruebas de que sigue vivo, lo tienen ellos. Si hablo, los sufrimientos a los cuales lo someterían no tendrían límite… No puedes entender, no tienes ni idea. Existe un mundo donde la miseria, el hambre, la lucha sin cuartel matan toda compasión, acaban con la capacidad de horrorizarse…

—También Abrahán estuvo dispuesto a inmolar a su único hijo sólo porque Dios se lo había pedido. Te lo piden miles de hombres y niños inocentes que morirán quemados, contaminados o condenados a una larga y cruel agonía. Omar, puedo probar que te han mentido. Las bombas explotarán de todos modos, aunque Jerusalén se postre de rodillas e implore piedad. Espera, por favor…

Cogió el teléfono y marcó un número.

—Soy William Blake —se presentó en cuanto contestaron—, póngame con el general Hooker.

—¡Blake! ¡Qué ha hecho! ¿Dónde está? Es imprescindible que venga a…

Blake lo interrumpió sin contemplaciones:

—General… dígame qué está ocurriendo en el programa Armageddon —le hizo señas a Husseini para que se acercara y escuchase la conversación.

—Estamos trabajando en el ordenador de Husseini, pero es tal como nos lo temíamos. Los técnicos han descubierto cómo interrumpir el procedimiento de activación, pero si lo hacen se ejecutará un comando que, a su vez, pondría en marcha otro sistema. Si lo apagan ocurrirá lo mismo. Las bombas explotarán a intervalos de una hora. La primera lo hará dentro de dos horas y cuarenta minutos. Hemos pedido ayuda a los rusos para desactivar el sistema, pero no pueden hacer nada si no conocemos qué artefactos han instalado en nuestro territorio.

—General, yo… —miró fijamente a los ojos a su compañero—, creo que pronto podré darle datos importantes… No se mueva de ahí por nada del mundo… y dele recuerdos a la señorita Forrestall de mi parte.

—¡Blake! ¡Maldita sea! ¡Dígame dónde…!

Blake colgó y le preguntó a Husseini con voz débil:

—¿Más café, Omar?

Husseini se sentó en la silla, apartó la vista y se encerró en un mutismo que se apoderó de todos los recovecos del cuarto desnudo. Cuando levantó los ojos, estaban llenos de lágrimas.

Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cajita negra.

—Aquí tienes la copia del programa que hay en mi máquina, debo llevarla siempre encima por si me veo obligado a alejarme del ordenador principal. No sé más.

—¿Se puede conectar al teléfono?

Husseini asintió.

—El cable está dentro. Encontrarás también una tarjeta de plástico con la clave.

Blake abrió la caja y encontró la tarjeta; en ella se leía una inscripción en caracteres cuneiformes que componían la palabra Nebuchadrezzar; es decir Nabucodonosor.

—Gracias, Omar, has hecho lo que debías. Esperemos que la suerte esté de nuestra parte.

Llamó a la central de operaciones y pidió hablar con el general Hooker.

—General, tengo el circuito auxiliar, conecte el altavoz de su teléfono, quiero que me oiga su técnico informático. Al parecer se trata de un ordenador portátil muy potente y sofisticado. Ahora mismo lo conecto al teléfono. Conecten la línea con el ordenador central. En cuanto la máquina le pida la clave de acceso, teclee «home» y en pantalla le saldrá una inscripción en caracteres cuneiformes. Pulse en ella con el puntero del ratón y se ejecutará el programa… General, mande interrumpir la transmisión radiofónica de ese ritmo. Ya no la necesitamos. Buena suerte.

Se sentó y se quedó mirando las lucecitas de la pantalla diminuta que iban indicando el paso de la información por la línea telefónica.

—¿Te queda café? —preguntó Husseini.

—Claro —respondió Blake—, también tengo cigarrillos.

Le sirvió el café y le encendió un cigarrillo.

Siguieron sentados, sin decirse nada, frente a frente, en el cuarto que empezaba a calentarse, escuchando el golpeteo de la lluvia sobre los cristales empañados de la ventana. Blake miró el reloj: faltaban noventa y cinco minutos para el comienzo del apocalipsis.

Husseini temblaba; ni la manta que le cubría los hombros, ni la bebida caliente conseguían vencer el frío de su alma.

De pronto, las lucecitas del pequeño ordenador se apagaron: la transmisión había concluido. Blake desenchufó el conector y colgó el teléfono.

Dejó pasar varios minutos y llamó otra vez.

—Soy Blake. ¿Alguna novedad? Sí, dígame… Entiendo. La fábrica abandonada en el cruce entre la autovía Stevenson y Dan Ryan. No, no es lejos de donde estoy. Podemos encontramos en el aparcamiento del McKinley Park dentro de media hora. De acuerdo, general, nos vemos allí.

Colgó y le dijo a Husseini:

—Han encontrado las bombas. La que debe explotar en Chicago está a la altura del cruce entre Stevenson y Dan Ryan, en la fábrica abandonada de la Hoover Bearings, vigilada por tres terroristas armados. Uno de ellos, el único que se deja ver a cara descubierta, se ha atrincherado en la cabina de mandos de una grúa, a treinta metros de altura. Está armado con fusil ametrallador… Por esa zona pasan ahora miles de personas en su huida de la ciudad. Además está el túnel debajo del río Chicago. Si la bomba llega a estallar causará un desastre de proporciones espantosas. No te muevas. Volveré a recogerte.

Husseini no dijo palabra, pero en ese momento comprendió que Abu Ahmid nunca había dejado de considerarlo desertor e intuyó la pena que le tenía preparada.

Blake salió a la calle barrida por ráfagas de viento y lluvia, subió a su coche y fue al lugar de la cita. En sentido contrario pasaban coches de la policía a toda velocidad y en los cruces sonaban intermitentemente las sirenas de alarma, como en una vieja película de la Segunda guerra mundial.

Cuando llegó al aparcamiento vio el coche de Hooker entrar poco después por la calle 35 y tocar varias veces la bocina.

—Los escuadrones especiales están en posición, Blake. ¿Usted qué hace? —le gritó Hooker, asomado a la ventanilla.

—¡Acompañarlo! —gritó Blake a su vez.

Bajó de su coche y se subió al del general que partió a toda velocidad. Junto al conductor iba el capitán McBain.

—¿Saben cómo detener el procedimiento de activación? —preguntó Blake en cuanto ocupó su asiento.

—Por desgracia, no —respondió Hooker—. Pero hice venir a los ingenieros más expertos que tenemos. Ojalá lo consigamos. Estamos permanentemente conectados con los rusos. En cuanto hayamos visto las bombas y podamos describirlas, ellos tratarán de descubrir el modelo y transmitimos el procedimiento de desactivación.

—¿Cuánto nos queda? —preguntó Blake.

—El escuadrón especial salió hace quince minutos, en helicóptero, habrá llegado ya. Disponen casi de cuarenta minutos, deberían ser suficientes.

—Hay problemas, señor —anunció entonces McBain.

—¿Qué ocurre?

—La resistencia es más fuerte de lo previsto. Al menos tres hombres armados con lanzacohetes y armas automáticas. Abatieron a uno de nuestros helicópteros. Se han escondido en un edificio de la fábrica de cojinetes Hoover Bearings.

—Maldita sea, eso complica las cosas —protestó Hooker.

—Y las retrasa —añadió Blake—. ¿Es posible que en el archivo de Husseini no hubiera ninguna indicación?

—Ni una sola… —respondió Hooker—, salvo esa maldita palabra… asnos… pero ya se sabe, los asnos son todos muy burros.

—Ya. A menos que…

—Hable, hombre —lo urgió Hooker.

—Podríamos preguntarle a nuestros amigos de Moscú cómo se dice «asno» en ruso y si la palabra les sugiere algo. A lo mejor, en la jerga militar tiene algún significado —sugirió Blake, como si pensara en voz alta.

—Espere un momento, caray, espere, Blake. McBain, pida que nos pongan con el capitán Orloff de Moscú. Pregúntele cómo se dice «asno» en ruso y si esa palabra le sugiere algo.

McBain conectó con su colega ruso y le transmitió la pregunta; acto seguido, con cara de estupor repetía:

O - s - jo - l … Oblonsky… Sistema… Jomkostnogo… Limita. Sistema Oblonsky de capacidad limitada… ¡Eureka! Spasibo, spasibo, kapitan! —le gritó entusiasmado al oficial ruso y luego, dirigiéndose a su superior, agregó—: Se trataba de una sigla, general Hooker.

Sin desconectar con su colega ruso, McBain llamó por otra línea al escuadrón especial.

—Aquí Gama Bravo Uno, contesten Jinetes del Cielo.

—Aquí Jinetes del Cielo, controlamos la situación. Dos comandos abatidos, el otro ha huido. Hay un muerto y tres heridos. Y tenemos la bomba.

—Atención, Jinetes del Cielo, tenemos el código para bloquear la activación. Retransmítanlo a los otros escuadrones de Los Ángeles y Nueva York. Presten la máxima atención, transmito directamente instrucciones desde Moscú a quienes tengo en la otra línea. Pongan mucha atención, repito, Jinetes del Cielo, pongan mucha atención, el mínimo error puede resultar fatal. No permitan que el tercer terrorista escape, es sumamente peligroso.

—Uno de nuestros equipos está en ello. Hablen, escuchamos con atención, Gama Bravo Uno —dijo la voz al otro lado de la línea.

El coche llegó a destino diez minutos más tarde, y mientras McBain seguía en él transmitiendo las instrucciones que le llegaban de Moscú, el general Hooker y Blake bajaron y fueron corriendo al edificio, pero se encontraron en medio de una lluvia de balas. Las baterías de células fotoeléctricas iluminaban la zona como si fuese de día, pero varias bombillas habían sucumbido en el tiroteo.

Un oficial del escuadrón especial se encargó de sacarlos de allí y ponerlos en un lugar seguro. El temporal no daba señales de amainar y en la explanada delante de la fábrica arreciaba la lluvia helada y el aguanieve.

—¡Qué tiempo de perros, mi general! —aulló el oficial para imponerse al fragor de la tormenta y al tableteo de las armas automáticas.

—¿Dónde está la bomba? —inquirió Hooker.

—Ahí arriba, mi general —contestó el oficial señalando el último piso de la vieja fábrica—. El tercer terrorista se encerró en la cabina de la grúa y nos tiene a tiro.

Blake hizo visera con las manos para protegerse los ojos de las ráfagas de lluvia que le azotaban la cara y levantó la vista hacia la alta torre desde la cual se extendía el largo brazo, sacudido por los embates del viento.

Por la ventana de la cabina asomaba de vez en cuando el cañón de una ametralladora y escupía fuego sobre las posiciones del escuadrón especial; éste respondía de inmediato disparando a discreción contra las paredes y el armazón de acero. Con cada descarga, toda la estructura resonaba como un siniestro repiqueteo de campanas y de ella partían cascadas de chispas, como rayos en pleno vendaval.

De pronto la gigantesca estructura comenzó a vibrar girando poco a poco sobre sí misma.

—¡Joder! —exclamó Blake—. ¡Hace girar el brazo! ¡Si lo coloca contra el viento, la estructura toda caerá sobre la calle llena de coches! ¡Capitán, por el amor de Dios, mande allá arriba a uno de sus hombres a desconectar el embrague!

El oficial transmitió la orden a uno de sus soldados, quien salió corriendo bajo el fuego cruzado, llegó a la base de la torre y empezó a subir la escalera de hierro.

En ese instante se abrió una ventana de la cabina de mandos de la grúa y el terrorista salió a la base de la torre mientras el brazo seguía girando. No tendría más de veinticinco años, iba a cara descubierta, se movía con increíble agilidad entre el silbido de las balas.

Miró brevemente hacia abajo y dio la impresión de que iba a caer. En ese preciso instante, Blake oyó a sus espaldas un grito desesperado. Era Husseini.

Estaba de pie, bajo la lluvia y gritaba:

—¡Said! ¡Said!

Cruzó corriendo la explanada, en dirección a la torre de acero. Gritaba a voz en cuello, el rostro bañado de lágrimas y lluvia, le gritaba al muchacho que seguía avanzando hacia el extremo del brazo de la grúa.

Presa de gran nerviosismo, Blake le dijo algo al oído al general Hooker y éste levantó el brazo para ordenar que no disparasen. El comandante del escuadrón especial transmitió la orden a sus hombres.

El temporal también se dio por aludido, la lluvia empezó a amainar y el viento a soplar con menor intensidad. La voz de Husseini se oyó alta y clara:

—Said! Said! Ana waliduca! Ana waliduca!

—¿Qué le dice? —preguntó Hooker.

Sin salir de su asombro, Blake contestó:

—Le dice: «¡Said, soy tu padre! ¡Soy tu padre!»

Hooker observó al hombre empapado en medio de la explanada y al muchacho que seguía arrastrándose hacia el extremo libre del brazo. El largo eje, colocado casi por completo contra la fuerza del viento, provocaba la peligrosa oscilación de toda la torre.

—¡Dios mío… Dios mío! —murmuró.

En ese instante, el joven se puso de pie y el oficial que lo vigilaba con prismáticos gritó:

—¡Cuidado! ¡Está cargado de explosivos! ¡Disparen! ¡Fuego, fuego!

El disparo lo alcanzó en una pierna y el joven trastabilló. Husseini se volvió como el rayo, empuñando un arma y gritó fuera de sí:

—¡Alto! ¡No disparen! ¡Alto o abro fuego!

El oficial detuvo a sus hombres; cuando Husseini se disponía a apretar el gatillo, un disparo lo hincó de rodillas. Al caer levantó la vista al cielo y vio a su hijo arrastrarse hasta el final del brazo, ponerse de pie y lanzarse al vacío como el ángel de la muerte, sobre el mar de coches que pasaba por la calle de abajo. Los tiradores de élite alcanzaron de lleno al muchacho y su cuerpo se desintegró en el aire.

Su sangre cayó mezclada con la lluvia sobre la cara y los hombros del padre moribundo.

Blake salió a toda carrera y cruzó la explanada hasta donde estaba Husseini gritando:

—¡Omar! ¡Omar!

El agua que se acumulaba bajo su cuerpo se tiñó de rojo. Blake lo tomó entre sus brazos y comprobó que seguía respirando:

—Omar…

Husseini abrió los ojos velados por la muerte.

—Has estado en Oriente… ¿Has visto… has visto las columnatas de Apamea? ¿Las has visto?

—Sí, amigo mío… —respondió Blake con lágrimas en los ojos.

—Sí, las he visto. Bajo la luz del alba estaban pálidas como vírgenes que esperan a su esposo y al crepúsculo, rojizas como pilares de fuego…

Lo apretó contra su pecho mientras expiraba.

La grúa gimió y crujió bajo los embates cada vez más enfurecidos del viento, pero el soldado llegó justo a tiempo a lo alto de la cabina y desconectó la transmisión. El brazo, libre ya, giró lentamente sobre su plataforma hasta colocarse, inmóvil, en dirección del viento. El capitán del escuadrón especial se acercó al general Hooker y le comunicó:

—Las bombas están desactivadas, mi general. La operación ha terminado.

—Gracias, comandante —dijo Hooker—. Gracias en nombre de todos.

Cruzó la explanada hasta donde estaba Blake. Le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Todo ha terminado, hijo mío. Venga, lo llevaremos al hospital. Alguien debe ocuparse de sus brazos o se quedará sin ellos.

Blake subió al coche de Hooker y le pidió:

—Lléveme con Sarah, por favor.

La encontró dormida por efecto de los sedantes, entubada y con transfusiones. Pidió quedarse en la sala de espera hasta que despertara y el médico de guardia accedió.

La sala estaba desierta: había sofás dispuestos contra las paredes y en un rincón un televisor apagado. Junto a la ventana había una mesa con una lámpara.

Se sentó, abrió la bolsa y se puso a leer; era el primer ser humano que en tres mil doscientos años leía el papiro de Breasted.

De madrugada, se le acercó una enfermera para avisarle:

—Señor Blake, está despierta y quiere verlo. Sea usted breve, por favor. Todavía no está fuera de peligro.

Blake cerró la bolsa y acompañó a la enfermera.

Sarah tenía el hombro izquierdo aparatosamente vendado y en el brazo derecho una sonda.

—Hola, cariño —le dijo—. Lo hemos conseguido. Has estado formidable.

—Yo no me veo —le advirtió Sarah—, pero juraría que tu aspecto es peor que el mío.

—He tenido un día horrible, es todo un milagro que conserve algún aspecto, sea el que sea.

Sarah guardó silencio, con la cabeza oculta en la almohada; luego lo miró otra vez a los ojos y le dijo:

—Somos los únicos que conocemos el secreto de Râ’s Udâsh. Quizá sería mejor para todos si la hubiese palmado.

Blake le acarició la frente.

—No es necesario. Amor mío, no es necesario…

Gad Avner se enfundó su antiguo uniforme de combate, se ajustó el cinturón, metió en la pistolera la Remington calibre 9 y bajó por el ascensor hasta el sótano donde lo esperaban dos vehículos con una docena de hombres de los cuerpos especiales, armados hasta los dientes, vestidos de negro, con la cabeza cubierta por pasamontañas. Su comandante se presentó:

—Soy el teniente Nahal; a sus órdenes, señor.

Subieron a los jeeps de vidrios ahumados y recorrieron las calles desiertas de la ciudad vieja hasta el arco de la Fortaleza Antonia.

Ygael Allon esperaba a la entrada del túnel y no dio muestras de impresionarse demasiado al ver a Cohen, miembro del cuerpo de ingenieros civiles, en uniforme de combate. Guió a los hombres por la galería hasta el comienzo del segundo tramo. En el lugar donde se abría la escalinata que pasaba debajo del basamento del Templo ya no quedaban marcas y la pared se veía totalmente íntegra.

—Los hombres que hicieron el trabajo fueron conducidos hasta aquí con los ojos vendados y después de hacerles dar muchas vueltas por la ciudad —susurró el teniente Nahal al oído de Avner—. Cuando terminaron con las obras los llevaron de nuevo a sus unidades en las mismas condiciones. Como ve, en la pared no quedan señales. Aparte de nosotros, el presidente es la única persona que conoce la existencia de este pasaje.

—Muy bien —dijo Avner—. Vamos, falta poco para la cita.

Después de quince minutos de marcha llegaron al final del túnel donde había concluido la excavación de la rampa.

—En la Antigüedad, la salida del túnel estaba aquí y llevaba a campo abierto, detrás de las líneas de asedio —dijo Allon—. El campamento de Nabucodonosor no debía estar lejos de aquí, en esa dirección. Buena suerte, señor Cohen. —Volvió sobre sus pasos.

Los agentes subieron por la rampa hasta llegar debajo de una especie de trampilla. La abrieron y se asomaron al interior de una casa vigilada por otro grupo de compañeros.

Acompañado por dos de sus hombres, Avner fue al piso superior donde sus técnicos habían colocado un equipo de escucha.

—Señor, a las veintidós horas tienen previsto lanzar sus Silkwonn sobre Beersheba desde rampas móviles y queda confirmada la noticia de que tienen una rampa apuntando a Jerusalén. Probablemente con gas. Dentro de media hora comenzará la cuenta atrás —le informó Nahal.

Avner miró el cronómetro que llevaba en la muñeca:

—Envíen a los helicópteros y ocupen los puntos 6, 8 y 4 del mapa de operaciones. Nosotros entramos en acción exactamente dentro de siete minutos.

Los hombres se reagruparon cerca de las salidas, Nahal se acercó a Avner y le dijo:

—Si me permite, señor, insisto en que no hay motivos para que participe en el combate. Nosotros nos arreglaremos. Si es verdad que Abu Ahmid está escondido en esa casa se lo traeremos hasta aquí atado de pies y manos.

—No —dijo, Avner—, tengo con él un asunto pendiente que quiero resolver. Él estaba al mando de la emboscada en la que mataron a mi hijo en Líbano. Querría ajustar cuentas personalmente, si puedo.

—Pero señor, no es seguro que Abu Ahmid esté allí. Arriesgaría usted inútilmente su vida en un momento muy delicado.

—Estoy seguro de que está. El muy cabrón quiere ser el primero en entrar en la ciudad desierta, sin habitantes, como hizo Nabucodonosor. Está, lo presiento. Lo quiero para mí, Nahal, ¿entendido?

—Entendido, señor Avner.

El oficial miró el reloj, levantó el brazo y lo bajó. Manteniéndose pegados a las paredes, sus hombres avanzaron en silencio por todas las salidas hacia el objetivo. En ese instante, del extremo opuesto, casi a un kilómetro, les llegó el ruido de los helicópteros y el tableteo de las ametralladoras. La maniobra diversiva se inició con la precisión de un mecanismo de relojería.

El comando de Nahal se encontraba a escasos metros del objetivo: el palacete pintado de blanco, rodeado de edificios mucho más altos que lo ocultaban casi por completo a la vista. Del tejado, disimulada entre ropa y esteras tendidas se alzaba una antena de radio muy potente.

—Todo ha salido según lo ha previsto usted, señor Avner —dijo Nahal—. Estamos preparados para el ataque.

—Adelante —dijo Avner.

Nahal dio la señal y cuatro de sus hombres se colaron sigilosamente por detrás de los centinelas que vigilaban las entradas posterior y anterior de la casa y los apuñalaron sin hacer el menor ruido.

Avner y el teniente Nahal avanzaron hasta debajo de las ventanas. Nahal dio la orden y sus hombres lanzaron al interior un manojo de bombas luminosas y acto seguido entraron veloces, disparando con precisión letal sobre cuanto se movía.

Nahal entró en una habitación lateral y eliminó al hombre sentado delante de la pantalla del radar. Vio las señales de referencia de las rampas móviles cada vez más nítidas.

—¡Aquí están! —gritó—. ¡Salen al descubierto!

Llamó al cuartel general y dijo:

—Barak a Melech Israel, rampas localizadas, envíen los cazas, coordenadas 2, 6, 4, repito, coordenadas 2, 6, 4.

—Aquí, Melech Israel, recibido, Barak. ¿Dónde está el Zorro?

Nahal miró a su alrededor y vio de refilón a Avner que corría al final del pasillo, se detenía y disparaba tres, cuatro balas en rápida sucesión. Gritó a sus hombres:

—¡Cúbranlo! —Luego contestó a la pregunta de Melech Israel—: El Zorro está persiguiendo a su presa —y se lanzó tras sus hombres.

Avner tenía delante otro pasillo al final del cual vio cerrarse una trampilla. Corrió hasta ella, la abrió y bajó por la estrecha escalera.

—¡No! —aulló Nahal—. ¡No!

Pero el jefe del Mosad había desaparecido bajo tierra. Nahal y sus hombres fueron tras él.

Avner hizo una pausa al oír los pasos del fugitivo y volvió a abrir fuego en esa dirección; luego corrió hasta llegar a un sótano cuyo techo era sostenido por una decena de columnas de ladrillo, donde había cajas de materiales y munición apiladas por todas partes. En el centro estaban los cimientos de la antena de radio retráctil.

—¡Revisad hasta el último rincón! —aulló.

Mientras los incursores peinaban el sótano, Avner corrió hasta la escalera que llevaba a la superficie. Abrió de par en par otra trampilla y se encontró fuera: los helicópteros pasaban en vuelo rasante limpiando la zona de francotiradores.

Avner vio una silueta correr agazapada contra la pared y gritó:

—¡Alto o disparo!

El fugitivo se volvió una fracción de segundo; Avner reconoció el fulgor de sus ojos bajo la kefia y disparó, pero ya había desaparecido.

Llegaron Nahal y su equipo y se encontraron con un grupo de mujeres y niños en la entrada.

—¡Se ha ocultado entre la gente, maldita sea, rodeen la manzana, registradlos a todos!

Los soldados obedecieron pero de Abu Ahmid no encontraron rastros.

El teniente Nahal regresó junto a Avner, que estaba apoyado en la esquina de la casa donde había visto fugazmente cara a cara a su enemigo.

—Lo siento, señor, ha sido imposible encontrarlo. ¿Está seguro de que era él?

—Tan seguro como que estoy aquí. Y le he dado —añadió indicando una mancha de sangre en la esquina de la pared—. Lleva una bala mía en el cuerpo. Un pago a cuenta. No pierdo la esperanza de saldar el resto de la deuda antes de que esto me mate —dijo encendiendo un cigarrillo—. Eche abajo esta barraca y vámonos a casa.

Cuando los soldados se concentraban en el punto de reunión para subir a los helicópteros, Nahal recibió una llamada del cuartel general.

—Aquí, Melech Israel —dijo la voz bien reconocible del general Yehudai—, ¿me escucha, Barak?

—Operación concluida, Melech Israel. Objetivo destruido.

—Nosotros también —le informó el general—. Hace tres minutos volamos por los aires las tres rampas. Páseme con su jefe.

El teniente Nahal le entregó el auricular a Avner diciéndole:

—Es para usted, señor.

—Avner al habla.

—Soy Yehudai. Ha pasado lo peor, Avner. Hemos suspendido el lanzamiento de los «Gabriel». Los norteamericanos desactivaron las bombas. Cinco portaaviones del Mediterráneo están enviando un enjambre de cazabombarderos de refuerzo.

—¿Has dicho cinco? ¿Cuáles son?

—Dos norteamericanos, el Nimitz y el Enterprise y tres europeos, el Aragón, el Clemenceau y el Garibaldi.

—¿El «Garibaldi» también? Díganselo a Ferrario. Se alegrará. Corto y fuera, Melech Israel. Espero que me invites a una cerveza antes de irme a dormir.

El helicóptero los recibió a bordo y levantó vuelo sobre la ciudad. Un siniestro estruendo rugió desde el oeste y se transformó en fragor de trueno cuando mil estelas de fuego surcaron el cielo.

Avner se dirigió al teniente Nahal que en ese momento se quitaba el pasamontañas.

—¿Qué noticias tenemos del teniente Ferrario?

Nahal vaciló antes de responder:

—El teniente Ferrario ha desaparecido en combate, señor.

—Saldrá de ésta —le advirtió Avner—, es un muchacho listo.

Fijó la mirada a lo lejos, hacia el desierto de Judá y las colinas calcinadas de Moab.