Gad Avner llegó a la plaza del Muro de las Lamentaciones después de cruzar la ciudad totalmente sumida en la oscuridad por imposición del toque de queda y fue hacia el arco de la Fortaleza Antonia. En la plaza no había un alma y la noche era como boca de lobo, pero por el norte, sur y este el cielo se poblaba continuamente de fulgores; el frente se acercaba cada vez más a las murallas de Jerusalén.
El ejército estaba consumiendo las reservas de munición y carburante mientras el enemigo recibía aprovisionamiento de todas partes. Yehudai iniciaría los procedimientos de lanzamiento de las cabezas nucleares de Beersheba antes de que las baterías de misiles del general Taksoun alcanzasen la distancia de tiro para neutralizar la represalia nuclear de Israel. Con toda probabilidad, faltaban como mucho veinticuatro horas, si fracasaba la contraofensiva lanzada en ese momento por el ejército.
Avner se encontró con Ferrario, que lo esperaba desde hacía rato; pasaron entre los dos guardias apostados delante del acceso y se internaron en el túnel hasta el lugar donde la última vez habían visto los escalones medio enterrados en la pared norte de la galería. Allon surgió de repente, como si hubiese brotado de la pared misma.
—¿Alguna novedad? —preguntó Avner.
—Excavamos esta escalinata —contestó Allon—. Conduce a una especie de hipogeo que va desde el subsuelo de la mezquita de Al Aqsa hasta el atrio de la mezquita de Omar. Debía de ser la cripta del Santuario o tal vez una cisterna.
Avner se estremeció.
—¿Se lo ha contado a alguien?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque si alguien se enterara que desde aquí se puede llegar al subsuelo de la mezquita de Al Aqsa nos veremos obligados a luchar contra nuestros integristas, ansiosos de arrasar con todo en la explanada del Templo.
—Hemos tomado todo tipo de precauciones —dijo Allon—, pero no se puede excluir la filtración de la noticia.
—¿Qué encontraron en esa cripta? —preguntó Avner cambiando de tema.
—Por ahora poco, pero se trata de un espacio bastante grande. Nos hemos limitado a hacer una breve marcación. Preferimos continuar con el túnel.
—¿Es por aquí? —preguntó Avner indicando la abertura que se adentraba en la montaña.
—Sígame —le pidió Allon—, este túnel es increíble. El tramo ya explorado mide casi un kilómetro.
Allon encendió una linterna que inundó de vívida luz un largo trecho, luego se puso en marcha seguido por sus dos acompañantes. Las paredes eran ásperas pero regulares y en ellas se podían contar las marcas del pico.
—Por lo que he visto, deduzco que el túnel se construyó en varias fases. La parte central es una galería de mina excavada probablemente por los babilonios durante el primer asedio para provocar el derrumbe de las murallas. Posteriormente, a esta fase se conectó el primer tronco que ahora recorremos, tal vez los asediados lo hicieron con el fin de que actuara de contramina.
»El último tramo se completó más tarde para abrir un camino secreto de fuga que llevase al otro lado de las líneas enemigas en caso de asedio. El grafito que vimos al inicio tal vez indicaba un tronco que terminaba en el valle del Cedrón.
»De todos modos, por lo que podemos ver, este camino sólo era conocido por los sacerdotes. En el año 586, el rey Sedecías mandó cortar una porción de las murallas para salir con su familia y sus guardias por el lado de la piscina de Siloé. Pero las vasijas sagradas del Templo fueron puestas a salvo a través de este túnel.
—Escúcheme —dijo Avner casi a regañadientes—, ¿existen posibilidades de que también el Arca haya sido puesta a salvo por este pasaje?
Allon sonrió antes de contestar:
—Amigo mío, creo que el Arca forma parte del mito desde hace muchísimos siglos. Aunque no descarto nada. Pero si quiere saber mi punto de vista —dijo echando a andar nuevamente—, suponiendo que exista, ojalá no la encuentren nunca. ¿Se da usted cuenta de la explosión de fanatismo que provocaría en la gente?
—Lo sé —reconoció Avner—, pero créame, en este momento necesitamos un verdadero milagro…
Allon no hizo más comentarios y siguieron andando, en muchos trechos obligados a encogerse porque la bóveda era demasiado baja. Al cabo de casi media hora de marcha se detuvieron en una zona algo más ancha; creada artificialmente por los arqueólogos, apuntaba a algo semejante a la base de una rampa.
—¿Exactamente dónde estamos? —quiso saber Avner.
Allon sacó un mapa del bolsillo interior de la chaqueta e indicó un punto en dirección a Belén:
—Exactamente aquí.
Avner desplegó a su vez un mapa militar donde figuraban las demarcaciones goniométricas. En él también había un punto encerrado en un círculo.
—Los dos puntos distan como máximo trescientos metros —comentó Ferrario.
—Ya —dijo Avner.
—¿De qué están hablando? —preguntó Allon.
—Escuche —dijo Avner levantando los ojos al techo de la galería—, ¿cuánto hay de aquí a la superficie?
—Poco. Entre tres y cinco metros, calculo. Casi con toda certeza esa de ahí es la rampa que lleva a la superficie —dijo señalando un lugar en la base de la pared y añadió—: Aquí, en este detalle aumentado, señalamos el sitio probable de salida de la rampa. Debería estar debajo del suelo de una casa de este barrio.
Avner fingió tomar notas en su libreta y disimuladamente le pasó una hojita a Ferrario. Decía: «Prepare inmediatamente un comando, gente camuflada, no deben levantar sospechas. Téngalos preparados para actuar en las próximas horas».
Ferrario asintió con la cabeza y anunció:
—Señor Cohen, si ya no me necesita, tengo asuntos que atender. Nos vemos más tarde.
Volvió sobre sus pasos y regresó a la entrada de la galería. Avner siguió tras Allon.
—Tengo otra pregunta —le dijo.
—Lo escucho.
—¿Dónde estaba el campamento de Nabucodonosor durante el asedio del año 586?
—Verá, sobre el tema existen dos escuelas de pensamiento… —comenzó a decir el arqueólogo con tono ligeramente pedante.
—Quiero su opinión, Allon.
—Más o menos aquí —respondió indicando un lugar en el mapa.
—Lo imaginaba —dijo Avner—. ¡Megalómano, hijo de puta!
—¿Cómo ha dicho?
—No me refiero a usted. Estoy pensando en alguien que conozco.
El lugar indicado por Allon estaba muy cerca de su demarcación goniométrica. Era el lugar desde donde partía la transmisión de radio sospechosa localizada por Ferrario y sus hombres después de no pocas fatigas.
—Escuche, profesor —dijo Avner—, le pido un sacrificio aunque sé que está muy cansado. Le mandaré otros obreros que trabajarán bajo su supervisión. Mañana a la noche quiero ver despejada esta rampa. No puedo decirle el motivo porque yo también obedezco órdenes superiores, pero en un momento como el que estamos viviendo debemos intentarlo todo.
—Me hago cargo —dijo Allon—, haremos todo lo posible.
Avner salió a la superficie y fue al cuartel general desde donde Yehudai seguía paso a paso la evolución de la batalla en su maqueta tridimensional. El satélite norteamericano acababa de localizar una instalación sospechosa a aproximadamente doscientos treinta kilómetros al este del Jordán.
—¿Qué podrá ser? —inquirió Avner.
—En mi opinión se trata de una emisora de radio y la fuente que localizamos entre nuestra ciudad y Belén podría ser un repetidor.
—¿Con qué objeto?
—Ellos no tienen acceso a los satélites, por tanto se ven obligados a trabajar con repetidores desde tierra. Lo vimos durante la avanzada en la tormenta de arena. Mira, estos dos puntos forman un triángulo equilátero perfecto con nuestra base nuclear de Beersheba. Probablemente se disponen a atacarla.
—Destruye el emisor que está más allá del Jordán. Podría tratarse de una central de tiro conectada a una rampa de lanzamiento.
—Ya está hecho. Ha vuelto a reaparecer. Tal vez se trate de una estructura móvil que se oculta en un búnker subterráneo. Y la fuente de radio hacia Belén podría guiar un lanzamiento sobre la capital.
—¿Jerusalén? No se atreverán. También para ellos es una ciudad santa.
—¿Y si usaran gas? Nabucodonosor también vació la ciudad de habitantes. Éstos podrían hacer lo mismo… con distintos métodos. ¿Qué has averiguado con tu arqueólogo?
—Algo interesante. Cómo llegar a pocos metros del emisor de Belén sin cruzar dos kilómetros de zona de alto riesgo, infestada de miles de francotiradores de Hamás.
—Es una buena noticia.
—Dentro de algunas horas, si he calculado bien, te daré otra mejor, pero por ahora prefiero no hablar. ¿Y nuestra ofensiva?
Yehudai le indicó sobre la maqueta tridimensional las zonas donde luchaban sus tropas.
—El primer asalto se está atenuando, debemos racionar el carburante y dentro de poco hasta las municiones. En pocas horas sabré si deberé cursar órdenes a Beersheba para que inicien el procedimiento de lanzamiento de nuestros «Gabriel» con cabezas nucleares antes de que sea demasiado tarde.
Avner agachó la cabeza y dijo:
—Yo moveré pieza antes de mañana por la noche. Te mantendré informado.
Salió del despacho del Estado mayor y dio orden al chófer de que lo dejara en el King David para tomarse una cerveza y poner orden en sus pensamientos antes de regresar a su casa. Le sirvieron la cerveza y encendió un cigarrillo. Dentro de escasas horas sabría si su intuición había sido correcta, si su olfato de viejo sabueso seguía siendo bueno. Estuvo largo rato analizando todas las posibilidades y cuando levantó la cabeza se encontró delante a Ferrario en uniforme de combate con las estrellas de subteniente y pistola al cinto.
—Todo dispuesto, señor, el comando está listo y espera sus órdenes.
—¿Y dónde vas tú con esa pinta? —preguntó Avner.
—Si usted lo permite, al frente. He solicitado que me asignarán a una unidad de combate.
—¿Se acabaron las camisas de Armani?
—No, señor, la sastrería del ejército no ofrece mucha variedad.
—¿A quién has solicitado dejar tu puesto conmigo?
—Se lo estoy pidiendo a usted, señor. En el frente están muriendo muchos jóvenes en el intento de mantener al enemigo alejado de las murallas de Jerusalén. Quiero aportar mi grano de arena.
—Lo estás aportando, Ferrario. Y muy bien.
—Gracias, señor, pero no tengo ánimos para seguir a sus órdenes. Además, usted puede arreglárselas sin mi ayuda. Se lo pido por favor.
—Estás loco, podrías haber vuelto a casa después de obtener la licenciatura, pero has querido gozar de esta apasionante experiencia y ahora quieres irte al frente. Claro, es mucho más apasionante, pero supongo que te darás cuenta que también es mucho más peligroso.
—Me doy cuenta, señor.
—¿No echas de menos Italia?
—Mucho, es el país más bonito del mundo, mi país.
—Pero entonces…
—Erez Israel es la patria del alma y Jerusalén una estrella del cielo, señor.
Avner pensó en Râ’s Udâsh y el secreto que había mandado enterrar bajo una montaña de cadáveres y tuvo ganas de gritar.
«¡Todo es mentira!» Pero se limitó a decir:
—Siento perder tu ayuda, pero si lo has decidido no seré yo quien te ponga impedimentos. Buena suerte, hijo. Trata de salvar el pellejo. Si te ocurriera algo, en tu tierra habrá muchas mujeres bonitas que no me lo perdonaría nunca.
—Haré lo posible. Y usted deje de fumar. Le hace mucho daño. —Acercó la mano a la visera de la gorra y añadió—: Ha sido un honor, señor Avner.
Se dio media vuelta y se fue.
Avner lo vio alejarse al ritmo lento marcado por las pesadas botas militares y pensó que los italianos conseguían ser elegantes incluso si vestían con trapos, después agachó la cabeza y miró cómo se consumía lentamente la brasa de su cigarrillo.
Sarah se reclinó en el respaldo del asiento y volviéndose a su compañero le preguntó:
—¿De veras lo habrías hecho?
—¿Qué?
—Matarme si no abría la puerta.
—Creo que no, tengo las muñecas fracturadas, tendría que haberte matado a mordiscos.
—Pero pusiste cara de decirlo muy en serio.
—Por eso la abriste. Menos mal.
—¿Cómo estás ahora?
—Mucho mejor, los calmantes hacen efecto. Tú estás muy pálida. ¿Qué tienes?
—Nada. Estoy muerta de cansancio… ¿Will?
—Sí.
—¿Qué decía la última parte de la inscripción en el sarcófago de Râ’s Udâsh?
—Decía: «Seas quien seas, si profanas esta tumba, te romperán los huesos y verás derramar la sangre de quienes amas».
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No quería impresionarte; es justamente lo que me está sucediendo. Me han roto los huesos y…
—Yo no me impresiono, Blake, ha sido una coincidencia.
—En efecto. Eso mismo pienso yo.
Guardaron silencio y al cabo de un rato Sarah dijo:
—¿Eran esas las últimas palabras?
—No —repuso Blake—. Decía: «Esto ocurrirá sin falta a menos que el sol se ponga por el este».
Sarah lo contempló con la mirada llena de estremecida inquietud.
—O sea nunca. Es una maldición implacable, el sol nunca se pone por el este.
—No pienses en ello —le sugirió Blake—, no son más que antiguas fórmulas mágicas.
Una fuerte somnolencia se apoderó de él y se quedó callado; estaba a punto de dormirse cuando vio la luz del alba reflejada en la cúpula de plexiglás. Levantó la cabeza y vio que el sol desaparecía despacio por el este, detrás del horizonte. El Falcon todavía no volaba a la altura adecuada, pero en ese momento avanzaba a mayor velocidad que el movimiento inverso de la Tierra.
Miró a Sarah con una extraña sonrisa y le dijo:
—A veces pasa.
Después reclinó la cabeza y se quedó dormido.
Una hora más tarde se despertó por los bruscos movimientos del avión que pasaba por una zona de turbulencias. Blake le preguntó a su compañera:
—¿Cómo va eso?
La vio mortalmente pálida, empapada de sudor, y en el suelo de la cabina descubrió una mancha de sangre.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué me has dejado dormir?
—Fue cuando abrí la puerta… una esquirla me perforó el húmero izquierdo.
—¡Maldita sea! —gritó Blake—. ¡Qué desastre! ¿Por qué no me despertaste? Ven aquí —le dijo ayudándola a incorporarse—. Siéntate en mi lugar. Necesitaré espacio para ocuparme de tu brazo y también tu ayuda.
Blake no conseguía apaciguarse y mientras iba y venía alrededor de la muchacha no cesaba de repetir:
—¡Qué desastre, maldita sea, qué desastre…!
Con esparadrapo se inmovilizó como pudo las muñecas y cuando las notó lo bastante firmes sacó el bisturí del bolsillo, le cortó la manga de la camisa y le soltó despacio el torniquete que Sarah se había aplicado para devolverle la circulación al brazo hinchado y azulado. Le desinfectó la herida, la vendó con gasa y esparadrapo, le secó la frente y la obligó a beber lo más posible.
Durante horas volaron en la oscuridad con el piloto automático puesto; de tanto en tanto, Blake le secaba la frente y la cara y mojaba sus labios con zumo de naranja que había encontrado en la despensa del avión.
Sarah lo miró entonces con los ojos brillantes de fiebre.
—Existe la posibilidad de que me desmaye —le dijo—. Te enseñaré cómo se hace para lanzar el may day y tirarte en paracaídas. Temo que no me dará tiempo a enseñarte cómo aterrizar este trasto…
—¿Y tú?
—Si eres listo me dejarás aquí. Si te lanzas con un peso muerto no tendrás esperanzas de sobrevivir.
—Negativo, mi comandante —dijo Blake—. Yo sin ti no sabré divertirme. O todos o ninguno.
—Maldito cabeza dura. Después delo que hemos hecho para llegar hasta aquí eres capaz de echarlo todo a perder. —Encontró fuerzas para bromear—: ¿Sabes que lo tuyo podría considerarse amotinamiento?
—Ya me denunciarás en cuanto hayamos aterrizado. Pero hasta ese momento no pienso moverme de tu lado.
La obligó a beber más y la mantuvo despierta con todos los medios disponibles hasta que los instrumentos de a bordo captaron la señal de la torre de control del aeropuerto La Guardia, en Nueva York.
—A lo mejor lo conseguimos y todo —dijo Sarah con un hilo de voz—. Escúchame bien. Tendrás que convencer a la torre para que nos dejen aterrizar y transmitir tu mensaje a las autoridades. Yo he hecho lo que he podido. Ahora te toca a ti, tendrás que emplearte a fondo.
El capitán McBain del cuerpo de infantes de marina detuvo el coche a la entrada del Pentágono y le ordenó al centinela de la puerta que lo condujese al despacho del general Hooker. Al estar delante de su superior le anunció, jadeante:
—Mi general, la torre de control del aeropuerto La Guardia de Nueva York nos ha puesto en contacto con un avión desconocido, con heridos a bordo, que se empeña en transmitimos un mensaje de absoluta precedencia. Está relacionado con la guerra, creo, y la amenaza terrorista que pende sobre nuestras cabezas —le tendió entonces una carpeta que llevaba debajo del brazo.
Hooker cogió el archivo y empezó a hojearlo.
—Un visionario, un adivino, ¿qué otra cosa podría ser?
—La verdad, mi general, estas personas saben que nos chantajean con una amenaza terrorista, aunque no saben de qué se trata. A través de Internet entraron por casualidad en el disco duro de un ordenador, donde encontraron un archivo sospechoso y consiguieron abrirlo.
»Se dieron cuenta de que se trataba de un programa muy sofisticado de tipo militar y pensaron que estaría relacionado con la amenaza que paraliza nuestro sistema de respuesta armada.
Hooker levantó la cabeza:
—¿Me está diciendo que estas personas lograron lo que nosotros no conseguimos con todos nuestros sistemas de espionaje? ¿No le parece sospechoso? Si lo que dicen es cierto, ¿cómo pudieron saltarse las defensas de un programa tan potente, cómo encontraron la contraseña para entrar en él? Si fueran de los nuestros lo sabríamos, y si no lo son, ¿con quién están?
—Mi general, me gustaría que me siguiera hasta la sala de operaciones a la cual he transmitido el programa para presentarlo en la pantalla gigante. Tenga en cuenta que si por casualidad tuvieran razón, sólo faltan trece horas para el inicio del procedimiento final.
Hooker cerró la carpeta, se levantó del sillón y siguió al capitán McBain por los pasillos que conducían a la sala de control.
—¿De quién era el ordenador?
—De un tal Omar Husseini…
—¿Es árabe? —inquirió Hooker, sobresaltado.
—Norteamericano de origen libanés, profesor de copto en el Instituto Oriental de Chicago.
—¿Y dónde está ahora?
—No está. He hecho vigilar su casa con discreción.
—¿Discreción, McBain? Si lo que me cuenta es verdad habrá que echar la puerta abajo y apoderarse de ese maldito ordenador que nos ha estado tomando el pelo hasta ahora.
—Nuestros expertos dicen que existe una contraindicación: tocar ese ordenador equivaldría a tocar una bomba, mejor dicho, tres.
—¡Entonces entren en él como hizo esa gente!
—No es tan fácil, mi general. Hay títulos en copto, archivos en jeroglíficos egipcios, en árabe, un verdadero galimatías. Lo estamos intentando con la ayuda de nuestros intérpretes.
—¿Han conseguido que les dijeran quiénes son?
—No.
—¿Por qué?
—No se fían.
McBain abrió la puerta y condujo a su superior a la sala de operaciones. Sobre una pantalla inmensa los técnicos desarrollaban el programa siguiendo las instrucciones de una voz masculina que les llegaba por un altavoz, con el ruido de fondo de un avión de reacción.
Hooker lanzó una mirada a la pantalla del radar y preguntó:
—¿Saben dónde están?
—Los han desviado al aeropuerto militar de Fort Riggs —respondió otro oficial—. En cualquier caso, ordené que les enviaran un helicóptero con dos médicos militares.
—Insisto —dijo Hooker—, ¿quién nos garantiza que el programa no constituye una amenaza para nosotros o que el avión mismo no sea una amenaza durante las maniobras de aproximación?
—Mandé hacer ciertas comprobaciones, mi general —le informó McBain—, puedo asegurarle que esa posibilidad queda completamente descartada. Acompáñeme, por favor.
Lo llevó ante el monitor conectado a una cámara de vídeo y un ordenador.
—He pedido al FBI que me entregara las cintas grabadas por las cámaras de seguridad del vestíbulo del Chicago Tribune secuestradas el día en que se entregaron los vídeos con la declaración de la amenaza nuclear. Fíjese.
Hizo avanzar la cinta y la detuvo cuando aparecía el vestíbulo del Tribune. Se veía el morro del furgón de Federal Express cuando se detenía y bajaba el recadero con el paquete.
—Ese paquete contiene el vídeo —comentó McBain—. Ahora fíjese bien.
Tecleó en el ordenador la orden de congelar la imagen y luego aumentó un detalle del fondo: en él se veía un automóvil detenido junto a la acera y un hombre que intentaba colocar el gato para cambiarla rueda. El zoom aumentó todavía más el detalle del hombre y luego su rostro; en la pantalla apareció una imagen bastante desenfocada, pero en su conjunto reconocible. Tecleó otros comandos y al lado de la imagen apareció otra, esta vez muy nítida.
—Aquí tiene una foto del doctor Omar Husseini. Nos la enviaron de la oficina de personal del Instituto Oriental. Como verá no hay ninguna duda, se trata de la misma persona. La única duda por resolver es si Husseini estaba ahí aparcado por pura casualidad, aunque se trata de una hipótesis muy remota.
—Señor —los interrumpió entonces el técnico informático—, acabamos de descodificar el programa.
Hooker lo siguió hasta la pantalla central sobre la cual destacaban en caracteres gigantescos las palabras:
The
ARMAGEDDÓN
Program
—El programa tiene por finalidad hacer girar tres objetos en seis ciclos sucesivos de veinticuatro horas cada uno —le explicó el técnico—, sobre objetivos siempre distintos hasta que, en el sexto ciclo, pone en marcha el procedimiento final. En caso de interferencia, el procedimiento final pasa a ejecutarse de inmediato o quizá active un circuito de reserva. Hemos descodificado los lugares a los cuales corresponden los objetivos, se trata de ciudades de Estados Unidos. Las del sexto ciclo son Nueva York, Los Ángeles y Chicago. Es inútil que aclare que los objetivos en movimiento son las bombas nucleares portátiles que estamos buscando. Al cambiar continuamente de lugar se dificulta enormemente su localización.
—Qué raro —dijo Hooker con la vista clavada en la pantalla—, ¿por qué no Washington?
—Es la mentalidad oriental —señaló McBain—; a un hombre le resulta más doloroso que ataquen sus afectos, sus cosas más queridas, a que lo destruyan físicamente. En el proyecto de esta gente, el presidente debe salir ileso para asistir al tormento de su país.
—Señor —intervino entonces un sargento de comunicaciones—, tenemos la respuesta de Jerusalén.
—Enviamos las fotos de Husseini al Mosad —le explicó McBain acercándose al monitor del ordenador en el que surgía una serie de imágenes de un hombre joven, de tupido bigote, con la cabeza cubierta con la kefia.
Hooker se acercó, se puso las gafas y escrutó con mucha atención las imágenes mientras el técnico las abría con el programa de transformación de fotos y les quitaba el bigote y la kefia, hacía ralear el pelo y ahondaba las arrugas.
—Dios mío… —dijo—. Dios mío… ¡Husseini es Abu Ghaj!
—A estas alturas creo que no hay ninguna duda —reconoció McBain—. Husseini es la clave de todo. Debemos encontrarlo. Disponemos de menos de trece horas.
Hooker reunió a su alrededor a todo su equipo.
—Escúchenme bien. Primero, traigan a uno de esos magos de la informática capaz de colarse en la configuración del programa para pararlo sin que salte todo por los aires. Segundo, investiguen a fondo a Husseini, identifiquen sus documentos, la matrícula de su coche, sus tarjetas de crédito, su carnet de la seguridad social, los movimientos realizados en su cuenta bancaria a través de cajeros automáticos. Si pone gasolina, se hace prescribir pastillas para dormir o compra ropa interior en los grandes almacenes, es nuestro. Tercero, identifiquen a los tres comandos que tienen las bombas y elimínenlos antes de que puedan decir esta boca es mía. Después desconectaremos las bombas, si podemos. ¡En marcha todos!
El suboficial responsable de las transmisiones se le acercó en ese momento.
—Malas noticias, señor. La ofensiva del general Yehudai en Israel está fallando. Se disponen a poner en marcha el lanzamiento de las cabezas nucleares de Beersheba.
Hooker se dejó caer en la silla y se tapó la cara con las manos. McBain se le acercó.
—Vuelvo a tener el avión en la línea, señor, ¿quiere decir algo?
—Sí —respondió Hooker—, déjeme hablar con ellos.
Se acercó al micrófono:
—Aquí el general Hooker, del Pentágono, me dirijo a la aeronave desconocida. ¿Me oyen?
—Perfectamente, general.
—Tenían razón. Todo es como habían dicho. Los tres «asnos» que aparecen en el archivo son tres bombas nucleares portátiles que podrían explotar dentro de trece horas y catorce minutos en tres grandes ciudades de Estados Unidos.
»El doctor Husseini es un famoso terrorista en activo hacia mediados de los años ochenta, su nombre de batalla es Abu Ghaj. Ahora, si lo desean, pueden identificarse. No tenemos ninguna reserva con respecto a ustedes.
En la sala de control se hizo el silencio durante un minuto interminable al cabo del cual la voz dijo:
—Me llamo William Blake. Soy colega del doctor Husseini en el Instituto Oriental de Chicago. Voy a bordo de un Falcon 900EX. Lo pilota Sarah Forrestall de la Warren Mining Corporation, pero está herida. Somos los únicos supervivientes del campamento de Râ’s Udâsh, en el desierto de Néguev.
Hooker apoyó la espalda en la pared, como si acabara de golpearlo un rayo.
—¿Oiga? ¿Me ha recibido, general?
—Lo he recibido, señor Blake. Alto y claro.
—Escuche, general. No creo que el doctor Husseini quiera hacer explotar esas bombas. Es posible que haya sido terrorista, pero era su forma de luchar contra adversarios demasiado poderosos. Hoy ya no lo es y no causaría una matanza de civiles inocentes. Probablemente ese programa funciona sin que él lo sepa. Ya lo han visto ustedes, es como un virus de ordenador, ¿me comprende? Quizá él también sea víctima de un chantaje… ¿comprende?
—Comprendo, señor Blake.
—No lo maten, general.
—No pensamos matar a nadie. Estamos tratando de salvarle la vida a muchos inocentes. Pasaré la comunicación a la torre de control.
—Nos hemos quedado sin combustible, pídales que nos hagan bajar lo antes posible. Buena suerte para ustedes también.
Hooker le ordenó a McBain:
—Póngame con Jerusalén, código Absalón.
—Código Absalón en línea, señor —dijo McBain al cabo de un instante—, ya puede hablar.
Hooker se aproximó al micrófono.
—Aquí Hooker.
—Le habla Avner. Lo escucho, general.
—¿Es cierto que han puesto en mancha el procedimiento nuclear?
—No tenemos otra salida.
—Deme seis horas. Hay novedades.
—Esperamos una vez y fíjese en las consecuencias.
—Avner, hemos entrado en el sistema de control del detonador y nuestros técnicos intentan desactivarlo.
—¿Cómo lo han conseguido?
—Nos han pasado el dato.
—¿Quiénes?
—Preferiría decírselo cuando todo haya terminado.
—Es un riesgo que ya corrieron una vez con resultados… nada buenos.
Hooker mantuvo a raya su irritación y meditó durante algunos instantes.
—William Blake y Sarah Forrestall siguen vivos y vienen hacia aquí a bordo de un Falcon de la Warren Mining Corporation. Ellos fueron quienes nos pasaron el dato.
—Se trata de una llave para entrar en territorio norteamericano. Derríbenlos. Es una trampa, no hay duda, y ustedes van a caer en ella.
Hooker recordó las palabras de Blake: «Es posible que haya sido terrorista, pero era su forma de luchar contra adversarios demasiado poderosos…» ¿Justificaba Blake a un terrorista?
Avner insistió otra vez:
—¿Qué arriesga, Hooker? Si el sistema que le han indicado es bueno habrán sacrificado ustedes dos vidas para salvar un millón. Si es un truco, de lo cual estoy seguro, se arriesgan a provocar una catástrofe aún mayor. Esos dos consiguieron que los helicópteros de Taksoun se cargaran a todos los del campamento de Râ’s Udâsh, incluidos diez de sus infantes de marina. No lo olvide. ¿Qué saben ustedes de lo que llevan a bordo de ese avión? Hágame caso, Hooker, cuando todo haya terminado comprenderá que yo tenía razón. Derríbelos enseguida, antes de que sea demasiado tarde. Es evidente que los datos del programa se los pasaron los agentes de Taksoun para despistarlos a ustedes y hacerles perder el tiempo, o algo peor. Piénselo, Hooker, ¿cómo habrían conseguido salir de la zona de guerra y en avión, nada menos?
Hooker se secó la frente empapada de sudor.
—Hágalo —insistió Avner—, y le garantizo que detendré el lanzamiento nuclear de Beersheba… Convenceré al general Yehudai, se lo aseguro, aunque sólo durante cinco horas, ni un minuto más. Después, pase lo que pase, desencadenaremos el infierno. Hooker, ¿se acuerda de las palabras del Libro de los Jueces? «¡Muera yo con los filisteos!»
Hooker cerró los ojos para calmar el tumulto que bullía en su corazón e intentó evaluar con la mente fría todos los elementos a su disposición y luego dijo:
—De acuerdo, Avner. Así lo haré.
Después le ordenó a McBain:
—Dentro de cinco minutos quiero mi avión en la pista. Me voy a Chicago.
Blake entró en la cabina del piloto con gasa y alcohol, intentó limpiarle la herida a Sarah, que se puso rígida por el dolor, y le cambió el vendaje.
—Soy muy mal enfermero y como piloto no hago mejor papel —reconoció—, pero tú no estás en condiciones de seguir en pie. Déjame que tome los mandos, seguiré tus instrucciones, saldremos de ésta…
—¡Mierda! Tenemos visita —lo interrumpió Sarah.
—¿Qué ocurre?
—Un caza a las diez en punto, distancia doce millas. Nos van a derribar, Will, no te han creído.
Blake vio acercarse la silueta del avión.
—¡Maldita sea! —exclamó—. El muy cabrón me convenció para que me identificara. Pensé que ya no dudaban de nosotros…
Sarah observó la extensión de campos salpicada de nieve, donde destacaban los tejados rojos de un pueblecito.
—Nos queda una posibilidad —dijo—, me lanzaré hacia ese pueblo donde no podrá dispararnos. Tú te tiras en paracaídas mientras yo lo entretengo. Saldré de este embrollo, no te preocupes.
Empujó hacia adelante la palanca de mandos y el avión apuntó la proa hacia abajo.
—Ponte ahora mismo el paracaídas, tenemos menos de dos minutos.
—No pienso hacerte caso —protestó Blake, pero no tuvo tiempo de acabar la frase.
De la radio se oyó una voz que les decía:
—Soy el capitán Campbell de la aviación de Estados Unidos, tengo órdenes de guiarlos hasta el lugar de aterrizaje. Síganme, por favor, bienvenidos a casa.
—Lo seguimos, capitán —repuso Sarah, exultante—, será un placer.
Diez minutos después, con las últimas gotas de combustible, aterrizaban en una base militar cerca de Fort Riggs y fueron trasladados en el helicóptero que los esperaba en la misma pista. Dos camilleros se ocuparon de Sarah, dispuestos a llevarla a la ambulancia pero la muchacha se negó.
—Yo voy contigo —le dijo a Blake—. No quiero perderme el final de esta historia.
No hubo manera de convencerla y los camilleros la entregaron a los médicos que iban a bordo del helicóptero. Uno de ellos le inmovilizó el brazo y el otro le practicó inmediatamente una transfusión. Después le administraron un sedante para que durmiera.
Descendieron dos horas más tarde en el aeropuerto de Midway, en Chicago, bajo una lluvia torrencial. En la pista los esperaba otra ambulancia con el motor en marcha y el general Hooker enfundado en su impermeable.
Sarah fue trasladada a la ambulancia y Blake se despidió de ella con un beso y un largo abrazo.
—Perdóname —le dijo—, yo tengo la culpa de todo.
—Ha sido la fatalidad —dijo Sarah con sonrisa cansada—. No vayas a olvidarte otra vez de tu maldito maletín.
—¡Iré a verte! ¡Has estado soberbia! —le gritó Blake mientras se la llevaban.
Hooker le tendió la mano pero la retiró de inmediato al comprobar que Blake tenía tanto la izquierda como la derecha envueltas en gruesos vendajes.
—Bienvenido a casa. Debe de estar muy cansado. Venga, subamos otra vez al helicóptero. El médico se ocupará de usted.
—Cuando vi el caza, por un momento tuve la certeza de que nos iba a derribar —comentó Blake mientras lo seguía.
—¿Derribarlos? ¿Por qué íbamos a hacer algo así? —preguntó Hooker con cara de asombro.
Subieron a bordo y el aparato, que no había parado motores, aumentó la velocidad y se elevó poco a poco en el cielo gris.
—No sé… —dijo Blake—, últimamente no hemos sido recibidos con excesiva hospitalidad en ninguna parte… ¿Cómo van las cosas?
El médico se le acercó, le inyectó la anestesia y empezó a quitarle el vendaje de las manos para inmovilizarle las muñecas con varillas y vendas elásticas.
—Tenemos el factor tiempo en nuestra contra —dijo Hooker—, faltan apenas cuatro horas para que se ponga en marcha la fase final. Nuestros técnicos intentan desactivar el sistema pero no estamos seguros de que sea el único. Puede haber otro de reserva que nosotros desconocemos. Husseini no da señales de vida. A lo mejor sospechó algo y hace días que no vuelve a su casa. Hace cuatro horas el presidente se vio obligado a transmitir un mensaje a la nación y a revelar parte de la verdad; los ciudadanos que viven en las zonas conflictivas son trasladados a los refugios subterráneos, a los túneles del metro y lejos de las ciudades.
»Es lo único que se podía hacer. En las tres áreas metropolitanas de Nueva York, Chicago y Los Ángeles hay cerca de cuarenta millones de habitantes. El pánico habría provocado una situación insostenible y la operación en sí misma habría exigido por lo menos una semana. Y nosotros disponemos de pocas horas. En estos momentos él sabe que lo sabemos, de lo contrario habría vuelvo a su casa. A lo mejor se dio cuenta de que lo vigilábamos o es posible que alguien lo pusiera en guardia.
—Eso mismo pienso yo. También es cierto que todavía no ha transmitido la orden de activar las bombas, suponiendo que le corresponda a él hacerlo.
—Los esfuerzos por localizarlo han sido infructuosos. No ha utilizado tarjetas de crédito, no ha puesto gasolina, no ha retirado dinero de ningún banco, nada. Es como si se lo hubiese tragado la tierra.
—General, recuerde que Husseini fue Abu Ghaj, un formidable combatiente. Puede pasarse días sin comer, ni beber, ni lavarse, escondido en cualquier lugar, incluso en las cloacas. Para él nuestras reglas no valen.
—Por desgracia, sin él no podemos localizar a los tres comandos. El programa Harmaguedón no ofrece ninguna localización específica.
—Creo que está convencido de controlar las armas de un chantaje que terminará cuando se produzca la victoria del Islam contra Israel y la caída de Jerusalén. No es seguro que sepa que las bombas explotarán de todos modos. Estoy seguro de que Husseini no está en condiciones de leer ese programa e interpretarlo.
—¿Qué podemos hacer entonces?
—¿Adónde vamos?
—A nuestro cuartel general de Chicago. Me he trasladado aquí porque es donde está Husseini; él es el centro de todo.
En el silencio que siguió, Blake se puso a mirar por la ventanilla las luces de su ciudad, las calles y las autopistas golpeadas por la lluvia torrencial, embotelladas por aquel éxodo angustioso, de pesadilla; a pesar de todo, comprobó entonces que la había echado mucho de menos y que debía impedir a toda costa que le ocurriese algo tan espantoso.
—General —dijo de pronto—, hay algo que Husseini hace invariablemente: escuchar la radio. Consígame ahora mismo un mortero beduino de madera con su majadero.
—¿Cómo ha dicho? —inquirió Hooker sin poder dar crédito a sus oídos.
—Lo ha oído usted bien, quiero un mortero de madera con su majadero, como los que utilizan los beduinos de la península arábiga.
—Pero se trata de objetos de civilizaciones neolíticas. ¿Dónde voy a encontrarlos en Chicago?
—No tengo ni idea. Mande peinar los museos, los institutos de antropología y etnografía, pero encuéntrelos, por favor… Ah, otra cosa más, búsqueme un batería.
—¿Un batería?
—Tengo las muñecas fracturadas, general, no podré golpear el majadero en el mortero.
Hooker meneó la cabeza con incredulidad pero se conectó con la sala de operaciones e impartió la orden:
—Los comentarios están fuera de lugar —añadió—, es más, están prohibidos. Aterrizamos dentro de diez minutos, procuren no decepcionarme.
Al cabo de media hora el extraño objeto llegó por mensajero desde el Museo Field. Al batería lo llevaron en taxi; era un muchacho negro llamado Kevin que tocaba en la banda de rap del Cotton Club del centro.
—Escúchame bien, Kevin —le dijo Blake—; con los dedos te marcaré un ritmo sobre la mesa y tendrás que imitarlo golpeando el majadero dentro de este mortero. Estos señores te grabarán. Intenta hacer un buen trabajo. ¿Entendido?
—Está chupado —contestó Kevin—. Dispara ya, tío.
Blake empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa ante la incrédula mirada del general Hooker y del resto de los oficiales.
Kevin no tardó en imitarlo, arrancando a su improvisado instrumento un ritmo seco y sonoro, el ritmo sencillo y sugestivo que Blake había escuchado por primera vez en casa de Omar Husseini en Nochebuena y que había vuelto a escuchar dos días atrás en la tienda del jeque en Al Mura.
Cuando terminaron le dijo a Hooker:
—Ordene que cada diez minutos transmitan esta grabación en todas las emisoras de radio hasta que yo le diga cuándo parar. Y roguemos a Dios que funcione.
—Ahora necesito ir al lavabo —dijo cogiendo el maletín—, quiero arreglarme el vendaje.
Salió al pasillo y caminó hasta la puerta que le habían indicado, pero en lugar de entrar siguió hasta el ascensor y bajó al aparcamiento. Encontró muchos coches, tanto civiles como militares. Subió al primero que encontró con las llaves puestas y partió a toda velocidad, haciendo caso omiso del guardia que intentó acercársele para pedirle la identificación.
Condujo mucho rato bajo la lluvia implacable, apretando los dientes para vencer el dolor en las muñecas, que notaba cada vez con mayor fuerza a medida que se le pasaba el efecto de la anestesia administrada por el médico.
Las autopistas estaban completamente embotelladas, convertidas en una confusión de gritos, frenazos y bocinazos frenéticos. En cuanto le fue posible, Blake se dirigió a un barrio de las afueras, donde la gente vivía tan mal que ni siquiera tenía miedo de la bomba atómica.
Encendió la radio y antes de llegar a su miserable apartamento comprobó que los programas se interrumpían para transmitir una extraña música llena de ritmo, monótona percusión que de vez en cuando se aceleraba hasta convertirse en sonido intenso y martilleante. Kevin era todo un artista.
Dejó el coche en el aparcamiento y corrió bajo cortinas de lluvia hasta alcanzar la puerta. Sacó las llaves del bolsillo y con cierto esfuerzo consiguió abrir.
Encontró el pequeño apartamento frío y oscuro, tal como lo había dejado al marcharse. Los ladrones sabían muy bien que no había nada interesante para robar en semejante sitio.
Encendió la luz y la calefacción. De un armario lleno de botes sacó un paquete de café cerrado, lo abrió, preparó el filtro, vertió agua en la cafetera y la puso al fuego. Intentó ordenar un poco y mientras iba guardando zapatos y ropa empolvada encendió la radio. En ese momento transmitían música clásica: Haydn.
Se sentó y encendió un cigarrillo.
Pasó una hora; en el barrio una calma aparente: quizá se habían marchado todos, aunque también era posible que hubiesen decidido quedarse a esperar en silencio el juicio de Dios.
La radio volvió a transmitir inútilmente el ritmo del mortero y Blake pensó que había sido una locura, que ciertas cosas sólo ocurren en los cuentos. La apagó con gesto de rabia y apartó la cafetera del fuego. Sintió que en el diminuto espacio de su apartamento volaban las almas de Gordon y Sullivan, ojalá descansaran en paz, porque tanto a él, como a Sarah y quién a sabe a cuántos más no tardaría en llegarles la hora.
En ese momento alguien llamó a su puerta.