La puerta se abrió chirriando suavemente y una silueta oscura se recortó en el vano, la de un hombre más bien alto, con una bolsa en la mano.
—¿Selim? Soy yo —dijo—. Acabo de llegar.
—¿Por qué preguntar por el ayudante cuando está presente el profesor, doctor Olsen?
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —inquirió el hombre, retrocediendo.
—¿No reconoces a tu viejo amigo? —quiso saber la voz desde la oscuridad.
—Dios mío… William Blake. ¿Eres tú, Will? Por todos los santos, menuda sorpresa, pero… ¿qué haces ahí, en la oscuridad? Anda, déjate de bromas, sal para que te vea.
Se encendió una lámpara y Bob Olsen se encontró frente a William Blake. Estaba sentado en un sillón con el tapizado roto, con las manos en los brazos y a su lado, sobre la mesa, tenía una pistola.
—Estoy aquí, Bob. ¿Cómo es que has venido a Egipto en momentos tan difíciles? ¿Cómo es que estás aquí, en un lugar tan apartado?
—Estaba trabajando en Luxor y he venido porque Selim prometió ayudarme a llegar hasta nuestra embajada. Puse manos a la obra, como te prometí, busqué testimonios, apoyos. Intentaba aclarar las cosas con las autoridades egipcias que se pusieron a mi disposición… Prometí reabrir tu caso en la facultad y lo haré, créeme. Si conseguimos salir de este infierno, te juro que te devolverán el cargo… y tendrás el reconocimiento que mereces…
—Tú también, Bob, mereces reconocimiento por tomarte tantas molestias por tu desafortunado amigo.
Olsen trataba de no mirar la pistola para fingir que aquello no iba con él, pero era el único objeto que brillaba en la penumbra del cuarto. Sus ojos extraviados recorrieron la habitación. La tensión de aquel momento tan irreal no tardó en hacer mella en su alardeada calma. Cuando habló, el miedo le quebraba la voz.
—¿Qué insinúas? ¿A qué viene ese tono irónico? Oye, Will, no sé lo que te habrán dicho, pero yo no…
—No insinúo, afirmo que has traicionado de mil maneras mi buena fe y mi amistad. Eres el amante de mi mujer. ¿Desde cuándo, Bob?
—Will, no irás a decirme que das crédito a las habladurías malintencionadas cuyo único fin es…
—¿Desde cuándo? —repitió Blake, tajante.
Olsen retrocedió.
—Will, yo…
Los párpados de su ojo izquierdo comenzaron a abrirse y cerrarse convulsivamente y un hilillo de sudor le bajó por la sien.
—Ahora entiendo tus esfuerzos porque me concedieran la financiación, para tener el campo libre mientras yo estaba en Egipto.
—Te equivocas, lo hice con toda sinceridad, yo…
—Tranquilo, en eso te creo. Sabías que estaba sobre la pista adecuada. De hecho me hiciste vigilar por uno de tus amigos en la oficina del Instituto de El Cairo y cuando te enteraste de que había conseguido la cita me mandaste a la policía egipcia. Así, me dejabas fuera de juego para hacerte con el papiro. Pero en esa ocasión las cosas se torcieron; mis contactos no llevaban el papiro encima. Aunque aquello marcó mi fin: me echaron de casa, del Instituto, acabaron conmigo. ¿No es así? Tarde o temprano el papiro terminaría por aparecer, era cuestión de paciencia, el descubrimiento habría sido tuyo. ¡Imagínate! Una versión egipcia del Éxodo bíblico, la única fuente no hebrea del acontecimiento más importante de la historia de Oriente y Occidente. No está mal.
»Te habrían nombrado director del Instituto Oriental, sucesor de James Henry Breasted. Gloria, fama, contratos millonarios con editoriales y la guinda del postre, Judy en tu cama…
Olsen balbuceaba, tenía la boca reseca, intentaba infructuosamente humedecerse los labios con la lengua.
—Créeme, Will, es una sarta de mentiras. Quien te ha dicho todo eso no pretende otra cosa que enemistamos, vete a saber con qué oscuro fin… Reflexiona, siempre he sido amigo tuyo…
—¿No me digas? De acuerdo, sólo pido creer en tus palabras. Pero antes déjame terminar. Tenemos tiempo, nadie sabe que estamos aquí. Y Selim está de acuerdo conmigo, claro. Alguien mandó matar a Alí Mahmoudi, el hombre que tenía el papiro de Breasted, poco antes de que lo entregara y luego envió a la policía… ¿Te recuerda algo esta mecánica, Bob? Pero Alí no murió.
»Raro, ¿no? Un hombre con tres balas en el cuerpo. Pero, ¿sabes qué pasa, Bob? Estos campesinos egipcios son fuertes, descienden de la raza de los faraones.
»El pobre Alí llegó medio desangrado al lugar de la cita y antes de morir le dijo a Selim quién le había disparado: el hombre calvo de bigote pelirrojo. El hombre con la bolsa de hebillas de plata. ¿No es ésa, Bob? ¿No es la bolsa que llevas en la mano?
—Esto es una locura, Will —farfulló Olsen—. No puedes creer que yo…
—No lo creeré si me dejas ver el contenido de la bolsa.
Olsen estrechó la bolsa contra su pecho.
—Will, no puedo… Esta bolsa contiene documentos sumamente confidenciales y no tengo autoridad para…
Blake puso la mano derecha sobre la pistola.
—Abre la bolsa, Bob.
En ese momento, el fragor de las explosiones hizo temblar los cristales y las lámparas; el reflejo estroboscópico de los estallidos iluminó el cuarto, seguido de cerca del rugido de los motores a chorro y el trueno ritmado de los cañones antiaéreos. A Israel todavía le quedaban fuerzas para atacar el corazón de Egipto. Los dos hombres no pestañearon siquiera. Olsen agachó la cabeza.
—Como quieras, Will, pero estás cometiendo un grave error… aquí llevo documentos que…
Las dos hebillas de plata saltaron una tras otra con un chasquido metálico; veloz como el rayo, la mano de Olsen se hundió en la bolsa y sacó una pistola, pero antes de que le diese tiempo a colocarla en posición de disparo, Blake empuñó la suya y abrió fuego. Una sola bala, directa al corazón.
Se oyó el ruido de pasos precipitados escaleras arriba y en la puerta aparecieron Sarah y Selim.
—¡Santo Dios! —exclamó Sarah a punto de tropezar con el cadáver de Olsen atravesado en el suelo, delante del vano de la puerta.
—Como puedes ver, llevaba pistola —dijo Blake—. Y trató de utilizarla, no me quedó más remedio.
Sarah lo miró estupefacta.
—Ahora tenemos que irnos —dijo Selim—. El ruido del bombardeo y de la artillería antiaérea habrán cubierto el del disparo, pero no podemos seguir con esto aquí.
Blake no parecía prestarle atención. Se arrodilló en el suelo mientras otra serie de fogonazos dibujaban frenéticas sombras en las paredes del cuarto; abrió la bolsa de Olsen y hurgó en su interior. Sacó una caja metálica, la dejó sobre la mesa, junto al sillón, debajo de la lámpara y la abrió. Otra ráfaga de explosiones, esta vez muy cercanas, hicieron temblar el edificio de arriba abajo y la luz enceguecedora de los fogonazos se reflejó repetidas veces sobre las paredes y el techo. En las pupilas de Blake destellaron figuras antiguas, los enigmáticos ideogramas que tanto tiempo había estado buscando.
—¡Dios mío! ¡Dios mío…! ¡El papiro de Breasted!
De buena gana se habría olvidado de todo para dedicarse a descifrar aquellas palabras, aquel mensaje milenario rescatado al fin de la oscuridad. Todo había quedado atrás en el recuerdo, incluso el hecho de que acababa de matar a un hombre.
Sarah lo devolvió a la realidad.
—Will, tenemos que deshacernos del cadáver.
—Al fondo del pasillo sigue estando el andamio de la empresa de construcción y el montacargas por el que subían los materiales. Podemos utilizarlo —sugirió Selim—. Pero necesito ayuda.
Sacó del bolsillo las llaves del coche y se las tendió a Sarah.
—Señorita Forrestall, tendrá que bajar, coger el Peugeot de Khaled que está aparcado en la calle, dar la vuelta a la manzana y parar cerca del andamio. Nosotros bajaremos dentro de unos minutos con el cuerpo del doctor Olsen.
Asombrada por los macabros formalismos de su interlocutor, Sarah asintió; bajó las escaleras en la oscuridad mientras Selim y Blake, después de echar un vistazo a su alrededor, sacaron a rastras el cadáver de Olsen envuelto en una manta y lo llevaron hasta la ventana que daba al exterior Selim la abrió, franqueó el antepecho, saltó al montacargas y desde allí comenzó a subir el cuerpo de Olsen, ayudado por Blake que empujaba desde abajo.
Cuando terminaron de cargarlo, Selim cortó los cables del panel de mando del montacargas para hacer contacto y darle corriente al motor. La plataforma se puso en movimiento con un suave ronroneo mientras Selim guiñaba el ojo con el pulgar en alto y desaparecía del antepecho de la ventana.
Blake bajó las escaleras de puntillas, salió a la calle y dio la vuelta a la manzana hasta llegar a la base del andamio. Mirara donde mirase, la oscuridad reinaba en todo el barrio. Estaba claro que imperaba el toque de queda.
Sarah ya había abierto la puerta de atrás del Peugeot y Selim bajaba del montacargas el pesado fardo. Los tres tuvieron que arrimar el hombro para levantar el bulto y depositarlo en el maletero.
—Iré a recoger a Khaled para que me ayude a tirarlo al Nilo. Espérenme en la casa y no se muevan por nada del mundo.
—Gracias, Selim —dijo Blake—. No lo olvidaré.
—No se preocupe, doctor Blake. No contesten al teléfono antes del décimo timbrazo —les advirtió Selim y se marchó.
Sarah y Blake subieron al apartamento y cerraron la puerta con llave.
—Será mejor que nos quedemos a oscuras —sugirió Sarah—. Las cortinas no cierran bien y la luz se filtra. Es más seguro que nadie sepa que aquí hay gente. Ya descifrarás el papiro con tranquilidad, cuando hayamos vuelto.
Blake y Sarah se abrazaron en la oscuridad y así se quedaron, el uno en brazos del otro, mientras fuera los ruidos de la guerra continuaban poblando el cielo.
—¿Cómo conseguiremos salir de este país? —preguntó Sarah al cabo de un rato.
—No lo sé. Ya veremos qué puede hacer Selim. Hasta ahora ha sido muy eficiente.
Se acordó de Husseini. Él tenía amistades en las altas esferas de Egipto, quizá podría echarles una mano.
—Sarah, dame el teléfono móvil. Quiero llamar a una persona de mi confianza que tal vez nos pueda salvar.
Sarah le pasó el móvil y encendió una linterna para alumbrarlo mientras marcaba. El teléfono de Husseini llamaba sin problemas pero nadie respondía, tampoco estaba conectado el contestador automático. Era raro. Lo intentó dos o tres veces más sin resultado.
Apagó el móvil, buscó una silla a tientas y se sentó para ordenar sus pensamientos. Mientras dejaba el pequeño teléfono en la mesa tuvo una idea.
—Sarah, este trasto es también un ordenador, ¿no es cierto?
—Sí —repuso Sarah—, y es más potente de lo que imaginas.
—Perfecto. Entonces podría mandarle un mensaje por correo electrónico. El tiene el ordenador permanentemente conectado.
Abrió el aparato, encendió el pequeño ordenador, arrancó la conexión a Internet y enseguida en la pantalla diminuta se desplegó el menú de diálogo que le pedía la contraseña de acceso. Sarah se la indicó y el teléfono comenzó a llamar al número de Husseini.
En la oscuridad, Blake observaba casi incrédulo la pantalla fluorescente y con el pensamiento seguía la señal que iba a un satélite artificial, y luego a un servidor del otro lado del Atlántico, y desde allí al teléfono del ordenador del doctor Omar al Husseini, en el número 24 de Preston Drive, Chicago, Illinois.
—¡Estas máquinas son fabulosas! —exclamó.
—Ahora escribe el mensaje —le dijo Sarah—, pero antes teclea ZQ para que salga la pantalla correspondiente.
Blake tecleó las dos letras pero, cuando se disponía a escribir, en lugar del espacio para el mensaje apareció otra ventana.
—¡Joder! ¿Qué he hecho?
Sarah se acercó.
—No lo sé, déjame ver… Probablemente has tecleado otra cosa y sin querer le has dado una orden de acceso remoto. ¿Lo ves? Has entrado en el explorador de tu amigo.
—Ayúdame a salir de aquí —le pidió Blake—, no quiero husmear en sus archivos.
—Es fácil —dijo Sarah—, pulsa las teclas alt y tabulador y saldrás, después vuelves a teclear las letras ZQ para que te salga la ventana del correo electrónico.
—Alúmbrame —le pidió Blake—, no quiero volver a equivocarme.
Mientras Sarah trataba de iluminar mejor el teclado, a Blake le llamó la atención el nombre de uno de los archivos porque estaba escrito en jeroglíficos egipcios.
—¿Qué es eso? —preguntó Sarah.
—Nuestro sistema secreto de comunicaciones. En Râ’s Udâsh envié y recibí mensajes bajo las mismas narices de Maddox. Le hice creer que intercambiaba textos jeroglíficos para interpretarlos con ayuda de mi colega de Chicago.
—Interesante. Y así descubriste dónde estabas.
—Exactamente. ¿Quieres verlo?
—Bueno, Khaled y Selim tardarán por lo menos dos horas en volver…
—Entonces, primero tengo que cargar el programa de lectura del jeroglífico. Puedo hacerlo directamente desde el ordenador de Husseini.
Recorrió con el cursor los archivos y se detuvo en el ejecutable del programa. Lo cargó en su minúsculo aparato y volvió a buscar el archivo identificado con la secuencia de cinco ideogramas.
—¿Qué significan? —preguntó Sarah.
—En esta secuencia, nada. A lo mejor Husseini utilizó una contraseña. Dejémoslo, volvamos al correo electrónico.
—Espera —le dijo Sarah—, déjame probar a mí.
Le pasó la linterna a Blake y se puso al teclado. Seleccionó con el ratón los cinco ideogramas, tecleó una serie de comandos y los ideogramas empezaron a girar en distintas combinaciones hasta detenerse pocos segundos en cada recomposición.
—¿Y así consigues ver algún significado?
Blake negó con la cabeza.
—No es ningún problema, el ordenador sigue buscando combinaciones alternativas, fíjate qué de prisa va.
—Oye, Sarah, me parece que no tenemos derecho a… —No terminó la frase—. Páralo ahí.
Sarah tecleó un comando y fijó los ideogramas en el orden en que acababan de combinarse.
—¿Éste tiene algún significado?
—Sí —contestó Blake, con cara de preocupación.
—¿Qué significa?
—Harmaguedón.
—¿Harmaguedón? —repitió Sarah.
—Es la batalla del último día, la que verá a cuatro reyes de Oriente aliados contra Israel. La batalla que terminará con la catástrofe final… Eso es lo que está ocurriendo en este momento: Israel se encuentra en las garras de sus antiguos enemigos, los pueblos del Nilo, el Tigris y el Éufrates.
—Debemos abrir ese archivo —dijo Sarah—, hay algo que no me gusta.
—Pero es imposible. La clave también estará escrita en jeroglífico o en árabe.
Tecleó el comando de apertura.
—¿Lo ves? No se abre, me pide la contraseña para entrar.
Sarah no quiso darse por vencida.
—No hay que desanimarse. Casi siempre se trata de tonterías, como el número de teléfono…
Blake se lo dictó sin demasiada convicción.
—No funciona… o la fecha de nacimiento. ¿La sabes?
—No tengo ni idea. Déjalo, Sarah. De verdad, escucha, Husseini es un buen tipo, es amigo mío y no quiero…
—O el nombre de su mujer ¿Está casado?
—Tiene una amante. Se llama Sally, si no recuerdo mal.
—Conque Sally, ¿eh? Tampoco funciona. Prueba en árabe, tú que sabes. Tengo el programa.
Blake dio el brazo a torcer y trató de colaborar.
—Sally en árabe… qué ideas tienes, Sarah… ¿Lo ves? Tampoco funciona.
—Una hija, un hijo…
—No tiene hijos…
Sarah extendió los brazos y dijo:
—De acuerdo, dejémoslo. Tienes razón, tú no está bien fisgonear en asuntos ajenos. Será mi deformación profesional…
—Espera un momento —la interrumpió Blake y de repente, como si la tuviese delante, vio la foto de un niño en la mesa de Husseini, en su piso de Chicago, con la dedicatoria en árabe:
A Said, papá.
—Tiene un hijo… o tal vez lo tuvo.
Escribió «Said» en árabe y el archivo salió en la pantalla.
—¡Caray! —exclamó Sarah—. ¿Qué diablos es esto?
Blake se acercó pero no vio más que un montón de caracteres ASCII dispuestos en estructura de racimo.
—No se entiende ni jota —dijo Blake—, ¿a qué viene tanta alarma?
—Porque éste es un programa muy complejo y delicado y además, muy raro. Y por lo que yo sé, está únicamente al alcance de ciertas estructuras de espionaje. Querido mío, tu colega trata con gente extraña.
—Pero si no es más que profesor de copto. Lo conozco desde hace años. Es el tipo más pacífico y rutinario que puedas imaginar. Yo no entiendo mucho de informática, pero te aseguro que… Ya verás cómo se trata de un sistema de corrección ortográfica del arameo…
—Por desgracia creo que no… Maldita minipantalla, si pudiera imprimir el esquema entero… Espera, veré si consigo meterlo en mi descodificador.
Siguió tecleando afanosamente; al chocar contra las teclas sus uñas emitían un ruido que parecía el tictac de muchos relojes. A medida que el descodificador interpretaba el racimo de signos de la pantalla, la aprensión iba apoderándose del rostro de Sarah.
—¿Logras entender qué es? —preguntó Blake.
Sarah no le contestó y siguió tecleando intermitentemente. Esperaba las respuestas del programa y seguía tecleando. Al final se arrodilló y se secó la frente mojada de sudor.
—¿Qué has averiguado? —insistió Blake.
—Se trata de una especie de sistema automático, articulado en tres sectores; fíjate, el sistema en racimo que ves aquí dirige automáticamente la rotación de tres objetos, o personas, sobre varios objetivos.
—¿Puedes localizarlos?
—Debo tratar de agrandar un solo sector y reconocer el soporte topográfico… déjame probar… así me gusta, bonito, sigue trabajando, no te pares. Sí, efectivamente… se trata de un soporte topográfico. Ya tengo uno de los objetivos… veamos el otro… muy bien, así… y ahora, el tercero… ¡Santo Dios! ¿Qué diablos…?
—¿Quieres explicarme de qué va todo? —insistió Blake.
—Verás —dijo Sarah—, si no me equivoco, cada veinticuatro horas el sistema dirige el desplazamiento continuo y en rotación de tres objetos identificados con esta palabra… ¿Qué es, árabe?
—Sí —respondió Blake poniéndose las gafas y acercándose a la pantalla—. Es árabe y significa «asno».
—En fin, será como dices. De todos modos, cada veinticuatro horas y mediante rotación, estos tres «asnos» se desplazan hacia un objetivo distinto. El sistema se compone de seis desplazamientos, cuatro de los cuales ya se han hecho —dijo indicando una maraña de símbolos ASCII en un extremo de la pantalla.
»Al producirse el sexto desplazamiento se activa otro programa, una especie de sistema automático, como un virus de ordenador que provoca daños irreversibles, como la destrucción de la memoria del ordenador, la pérdida del archivo y es posible que algo más.
—¿Qué más? —preguntó Blake.
—¿Cómo se llamaba el archivo?
Blake lo recordó de repente:
—Se llama Harmaguedón.
—La batalla del último día, ¿no es así? ¿No te recuerda nada?
—Por eso nuestro gobierno no interviene —respondió Blake—, y tampoco nuestros aliados. Nuestro país se encuentra bajo una especie de amenaza catastrófica conectada a un mecanismo de relojería.
—Hipótesis muy probable —dijo Sarah—. Imagínate que esos «asnos» sean recipientes de gas nervioso o cargas bacteriológicas o bombas nucleares tácticas. A la sexta orden de rotación quedan apuntadas sobre objetivos fijados de antemano y se ejecuta el programa final. Es decir, el detonador. Y entonces… ¡Pum!
»Deberíamos avisar ahora mismo a la embajada, pero si lo hacemos podrían enviarnos otros dos esbirros como los anteriores para quitarnos de en medio.
—Es improbable —dijo Blake—. No saben dónde estamos y no tienen posibilidades de localizarnos. Deberán escucharnos les guste o no. Sal de ese archivo y llama a la embajada. Ahora mismo.
—De acuerdo —dijo Sarah—, ojalá nos hagan caso. En el fondo no estamos seguros. Podría haber analizado el programa de un videojuego.
—Es posible —convino Blake—, pero más vale una falsa alarma que ninguna. No les costará nada comprobarlo. En el peor de los casos, cuando llegue el momento, le pediré disculpas a Husseini. Llama.
Sarah cerró el archivo, desconectó la conexión a Internet, apagó el ordenador y en el teclado del teléfono marcó el número de la embajada al que había llamado antes.
—Comunica —dijo al fin.
—Qué cosa más rara, son las diez de la noche. Prueba otra vez.
—Lo pondré en automático, seguirá llamando hasta que hayan colgado.
Blake apagó la linterna y esperaron en silencio escuchando las señales del pequeño móvil que llamaba a intervalos de dos minutos y seguía encontrando la línea ocupada.
—No puede ser —dijo Blake al cabo de muchos intentos—, hace media hora que llama. No pueden tener todas las líneas ocupadas.
—Estamos en situación de emergencia. Habrá mucha gente que llama para pedir ayuda, las líneas estarán colapsadas.
—¿También la línea reservada a la que telefoneaste la última vez? Ayer te contestaron enseguida, ¿no? ¿Y si los hubiesen desconectado? ¿Y si la embajada estuviera cerrada?
Sarah inclinó la cabeza en la oscuridad.
—Será mejor que telefonees a alguien en Estados Unidos. Has trabajado para el gobierno muchas veces, ¿no? Conocerás a alguien importante que se mueva o haga mover a quien sea necesario. ¡Joder! No podemos quedamos aquí a esperar que ese maldito teléfono deje de comunicar.
—Nunca tuve contactos directos con nadie de la administración de Estados Unidos. Mi intermediario era Gordon. Y algunas veces Maddox. Pero los dos habrán muerto.
—¡Llamemos a quien sea! —gritó Blake—. A una comisaría de policía, al FBI. ¡Al Ejército de Salvación! Tendrán que escucharnos.
—No será fácil explicar de qué hablamos e incluso en el caso de que nos escuchen, ¿cómo les explicaremos el sistema para bloquear el programa o localizar los tres terminales de rotación?
—Bastará con que desconecten el ordenador de Husseini.
—No necesariamente. Seguro que tienen un circuito de reserva. Es impensable que una operación de semejante entidad, si de eso se trata, dependa sólo del ordenador personal de un profesor de Chicago. Desconectar el ordenador podría provocar las consecuencias catastróficas que pretendemos evitar. Además, el ordenador podría no encontrarse a la vista.
—Detendrán a Husseini y lo harán confesar —insistió Blake, sin lograr disimular la vergüenza.
—¿Confesar qué? ¿Te consta que sea un forofo de la informática?
—Por lo que yo sé maneja bien todos los programas de tratamiento de texto, pero creo que de programación no entiende ni jota.
—A eso iba. No me sorprendería que le hayan instalado todo este montaje sin que él lo supiera.
—Tal vez sea lo más probable —admitió Blake—. De todos modos, no coge el teléfono. Tampoco sabemos si sigue viviendo en su apartamento.
Se oyeron varios pitidos y Sara meneó la cabeza.
—¡Lo que faltaba! Me he quedado sin pilas y no tenemos luz.
—Usemos el teléfono de Selim —sugirió Blake.
En ese momento alguien subía las escaleras y luego decía en la puerta:
—Doctor Blake, señorita Forrestall, soy yo, Selim, abran.
Blake encendió la linterna que, ya casi sin pilas, proyectó una luz tenue. Buscó a tientas la puerta; antes de llegar a ella tropezó varias veces y lanzó otras tantas maldiciones. Cuando abrió, Selim entró con su linterna encendida.
—Tenemos que irnos ahora mismo. Están peinando la zona y todos los extranjeros, especialmente europeos y norteamericanos, son detenidos para comprobar sus identidades. La radio no para de emitir comunicados rogando a la población que denuncien a toda persona sospechosa. Además…
—¿Además qué? —preguntó Blake.
—Las fotos de ustedes están en todos los lugares públicos junto con las de los delincuentes buscados. Tenemos que salir de El Cairo mientras sea de noche.
Recogieron las mochilas y la bolsa de Olsen y bajaron a la calle donde los esperaba Khaled con el Peugeot en marcha. Partieron rumbo al desierto con los faros apagados.
—¿Dónde piensas llevarnos? —quiso saber Blake.
—Tengo amigos en una tribu beduina que se mueve entre Ismailia y la franja de Gaza. Se quedarán con ellos hasta que cambie la situación.
—¿Hasta que cambie la situación? Selim, estás de broma. Debemos salir ahora mismo de Egipto y encontrar un aeropuerto donde poder coger un avión. Nos quedan cuarenta y ocho horas para…
—¿Para qué, doctor Blake?
—Para nada, Selim… es difícil de explicar… pero se trata de una emergencia muy grave.
—Pero doctor Blake, usted me pide milagros. No hay ningún lugar donde puedan coger un avión en ese plazo.
—Sí que lo hay —dijo Sarah chasqueando los dedos.
Blake se volvió hacia ella, sorprendido por su categórica afirmación.
—¿De qué hablas, mujer?
—¡El Falcon! El Falcon sigue en el hangar de la montaña, a siete kilómetros de Râ’s Udâsh. Estoy capacitada para hacerlo despegar y volar hasta Estados Unidos.
—Es imposible —dijo Blake, abatido—, ¿cómo haremos para cruzar la frontera de la zona de guerra, cómo llegaremos a Râ’s Udâsh con este coche, en plena noche?
Sarah no le contestó; todos guardaron silencio. Tras las ventanillas se extendía la estepa que precede al desierto; aquí y allá se alzaban pequeñas elevaciones rocosas y redondeadas, desgastadas por el viento, a cuyos pies crecían arbustos achaparrados y hierbajos resecos, como gigantescas cabezas calvas bajo la luz vacilante de la luna.
Khaled conducía por un camino apisonado a muy baja velocidad, guiándose por la luz de la luna y tratando de no levantar demasiado polvo para no llamar la atención. Selim se puso entonces a conversar con él en el dialecto de Al-Qurna y a Blake le costaba mucho trabajo entenderlos.
—A lo mejor yo sé cómo podemos conseguirlo —dijo de pronto Selim en voz más alta.
—¿Hablas en serio?
—Khaled conoce una tribu de beduinos que viven cerca de la frontera y suelen cruzar para robar los vehículos que los israelíes dejan abandonados en el polígono de tiro como señuelo para los cazabombarderos de la fuerza aérea. Los desmontan y venden los recambios, a veces consiguen hacerlos funcionar. A cambio de una buena cantidad los llevarán de un modo u otro a Râ’s Udâsh, de noche, sin ser vistos, y la verdad, dinero no nos falta.
—Entonces, adelante, Selim —dijo Blake dándole una palmada en el hombro—. ¡En nombre de Alá, movámonos!
Khaled pisó el acelerador en cuanto enfilaron un camino secundario que se internaba en la península del Sinaí y mantuvo la marcha durante casi cuatro horas. Fue entonces cuando oyeron de repente la voz imponente de la guerra: al principio en forma de truenos amortiguados que martilleaban la tierra con sombríos retumbos; luego se transformaron en largos silbidos agudos seguidos de espectaculares deflagraciones, cada vez más cercanas, mientras en infinidad de puntos del horizonte se producían explosiones apocalípticas, llamaradas de luces rojas que hacían resplandecer el cielo e incendiaban la tierra.
Entre el manto de nubes surgió por el sur un grupo de cazabombarderos que se lanzó en picado barriendo el suelo con enfurecidas ráfagas, pero otros no tardaron en acercarse a ellos, como escupidos por las entrañas de la tierra, y se entabló un duelo a muerte. Las infinitas estelas multicolores de las balas trazadoras recorrieron el cielo, lacerado por el aullido rabioso de los motores que, en sus locas acrobacias, traspasaban la barrera del sonido.
Poco después vieron caer un avión; la bola de luz bermeja y el trueno que sacudió la tierra indicaron el lugar de su fin. Otro, herido de muerte, se alejó vomitando una larga columna de humo negro para estrellarse a lo lejos, con el breve fulgor de un relámpago estival. Un tercero lanzó primero al aire un paraguas blanco que, tras columpiarse en la luz líquida del amanecer como una medusa en un mar transparente, estalló en mil pedazos que cayeron en incandescente cascada.
Selim señaló hacia el norte.
—Râ’s Udâsh está por allá —dijo—. Dentro de pocos minutos llegaremos a Al Mura, donde deberíamos encontrar a nuestros amigos. No se preocupen por el dinero. Llevo encima parte del efectivo que traje para comprar el papiro. En vista de que nos ha salido gratis…
—Todavía no me has explicado cómo hiciste para conseguirlo comentó Blake.
Me pidieron que no se lo dijera.
—Selim, es importante. Debo saber de dónde viene ese dinero. Te juro que no saldrá de aquí.
—Me lo dio el doctor Husseini. Se apenó mucho por usted y cuando se enteró de que había novedades sobre el papiro de Breasted hizo lo imposible por reunir el dinero.
—¿Cuánto?
—Doscientos mil dólares en efectivo. Llevo encima diez mil, más que suficientes. El resto está en lugar seguro.
Bajaron del coche y Selim se adentró en el campamento sin dignarse siquiera a mirar a las mujeres quienes, cargando cántaros en la cabeza, iban al pozo por agua. Khaled fue tras su amigo, seguido de Blake. Envuelta en su jalabiyya, Sarah esperó a prudente distancia.
Selim dio voces desde la entrada de la tienda y al cabo de nada salió un hombre envuelto en un burnus negro que lo saludó. Selim y su amigo retribuyeron el saludo inclinándose y tocándose con la punta de los dedos el pecho, la boca y la frente. El hombre le echó un vistazo a Blake y les indicó a los tres que entraran en la tienda. A Sarah le ordenaron que se sentara en el suelo, junto a una palmera.
El hecho de que Blake hablara árabe facilitó mucho las cosas. Selim no dio explicaciones: sabía que en las negociaciones iban a perder mucho tiempo. Por su parte, Blake se guardó mucho de decirle a Selim que aceptara enseguida, a la primera petición; incluso sabiendo que de ese modo no resolvería el problema sino que, por el contrario, lo complicaría.
En el silencio reinante en el campamento se oyó el martilleo ritmado de la mano de un mortero; alguien preparaba café para los invitados venidos de lejos y Blake recordó aquella noche gélida en las calles de Chicago y la hospitalidad que le había calentado el cuerpo y el corazón. ¿Cómo era posible que Husseini fuese un monstruo que preparaba la destrucción de tantos inocentes?
El perfume del café no tardó en flotar en la tienda. Blake se sirvió su taza humeante pensando que habría dado un buen puñado de los dólares que Selim llevaba en el bolsillo por poder echarle un buen chorro del mejor bourbon. También pensó en la femineidad humillada de Sarah y lamentó no poder hacer nada por ella en esa situación.
Las negociaciones avanzaban mientras las mujeres servían leche de cabra, yogur, ayran y dátiles. Blake pidió que sirvieran algo a su esposa, cansada y hambrienta por el largo viaje. Las mujeres asintieron con la cabeza y cuando terminaron de atender a los hombres salieron y se ocuparon de Sarah.
Selim y el jeque se estrecharon la mano y cerraron trato en la suma de cuatro mil ochocientos dólares, la mitad a pagar de inmediato y la otra mitad al concluir la misión. Pasaron a discutir el itinerario sobre el modernísimo mapa militar norteamericano a escala 1:500.000, que el dueño de casa desplegó sobre su arquibanco.
La marcha que los acercaría al lugar indicado se haría de día, a lomos de camello, para no llamar la atención de las fuerzas armadas desplegadas por ambos bandos. De ese modo llegarían a las inmediaciones de Abu Agaila, a pocos kilómetros de la frontera. Allí encontrarían un vehículo con tracción en las cuatro ruedas y luces blindadas para el traslado nocturno hasta Râ’s Udâsh, en total ciento veinte kilómetros por territorio de alto riesgo y, en la primera etapa, a escasa distancia del frente.
Selim contó el dinero y poco después todos fueron conducidos hasta el oasis donde estaban los camellos. Se despidieron de Khaled, pues se quedaría en el oasis a esperar el regreso de Selim para llevarlo de vuelta en su Peugeot.
—Gracias, Khaled —dijo Blake abrazándolo—. Volveré y juntos nos tomaremos una cerveza fría en el Winter Palace de Luxor.
—Inshallah —dijo Khaled, sonriendo.
—Inshallah. Si Dios quiere —respondió Blake.
Cuando se hubo reunido con sus compañeros que ya habían montado en sus camellos, le preguntó a Selim, mientras éste se encaramaba al basto de su cabalgadura:
—¿Cómo avisará a los de Abu Agheila que vamos para allá?
Selim le hizo una seña con la cabeza y Blake se dio la vuelta. El jeque acababa de sacar un móvil último modelo de la faja que llevaba en la cintura y hablaba animadamente y dando voces con su desconocido interlocutor.
Viajaron todo el día y pararon media hora en el pozo de Beer Hadat, un charco de agua amarillenta sobre la cual se deslizaban nubes de libélulas y pulgas de agua; en más de una ocasión, por el camino se toparon con columnas de camiones blindados y tanques con cañones antiaéreos que se dirigían al frente. Estaba claro que la batalla continuaba en su apogeo.
Llegaron a Abu Agheila poco después de la caída del sol y el jefe de la caravana los condujo a un pequeño caravasar lleno hasta los topes de asnos, camellos, mulas y sus conductores; el aire estaba saturado de gritos y olores.
Dispusieron lo necesario para que abrevaran y cuidaran de los animales. Selim entabló una conversación al principio tranquila y luego muy encendida con el jefe y Blake se dio cuenta de que el hombre quería el resto del pago antes de reemprender la marcha.
Se acercó a Selim y le dijo en inglés:
—Si acepta la mitad de lo que le debemos dile que de acuerdo, de lo contrario regresamos. No quiero que piense que necesitamos desesperadamente su ayuda.
Selim transmitió el mensaje y, para ser más convincente, sacó doce billetes de cien dólares y se los puso en la mano. Al principio el hombre hizo ademán de rechazarlos, pero después de reflexionar le gritó a un muchacho y éste abrió de par en par un desvencijado portón de madera tras el cual guardaban un viejo Unimog con pintura de camuflaje muy nueva.
—Por fin —suspiró Blake mirando el reloj; eran las ocho de la tarde.
A esa hora el ordenador de Husseini ponía en marcha el quinto ciclo. Faltaban veinticuatro horas para la conclusión del programa.
El precio pagado incluía también un bollo de pan relleno de carne de cordero y salsa y una botella de agua mineral; el jeque había hecho bien las cosas.
Sarah cumplía a la perfección su papel de esposa musulmana: comía apartada de los hombres, la cabeza y gran parte del rostro ocultos bajo el velo, pero de vez en cuando Blake buscaba su mirada para darle a entender que pensaba en ella.
Subieron al Unimog a las ocho y media. El muchacho que había abierto el garaje se sentó al volante, Selim a su lado, Sarah y Blake en el asiento de atrás. El vehículo estaba cubierto por una lona de camuflaje, tensada sobre el armazón de tubos de hierro.
Al cabo de una hora de viaje entendieron por qué el hombre del caravasar había querido cobrar la totalidad de la suma pactada: los estallidos y relámpagos de las explosiones estaban temiblemente cercanos. Selim adivinó el estado de ánimo de sus compañeros de viaje y se volvió para comentarles:
—El muchacho dice que no debemos preocuparnos. El frente está en dirección a Gaza, dentro de poco nos desviaremos al sudeste y nos alejaremos de él. Después se meterá en el lecho del wadi Udâsh que, al cabo de pocos kilómetros se estrecha y queda encajonado entre las rocas, con lo cual gozaremos de un resguardo perfecto que nos permitirá llegar a destino.
—¿Cuándo? —preguntó Blake.
Selim conversó con el conductor y luego le contestó:
—Si todo va bien, si ningún avión nos ametralla y si no sufrimos averías, a eso de las dos de la mañana… Inshallah.
—Inshallah —repitió Blake mecánicamente.
El muchacho conducía con tranquilidad y mucha prudencia; sólo encendía las luces en los tramos difíciles o donde el camino desaparecía o resultaba irreconocible.
Hacia la medianoche llegaron a la frontera y se detuvieron al amparo de una elevación del terreno. A doscientos metros de donde estaban se veía un cercado de alambre espino y, al otro lado, ya en territorio israelí, paralela a la frontera discurría una carretera asfaltada.
El conductor y Selim bajaron andando y se acercaron cautelosamente a la línea de la frontera, donde se detuvieron, miraron a ambos lados, cortaron con tenaza el alambre espino y regresaron al Unimog.
—Hasta ahora hemos tenido una suerte increíble —dijo Selim mientras el pesado vehículo se encaramaba al terraplén del camino para volver a bajar al otro lado, en dirección al wadi Udâsh que, blanco y completamente seco, se extendía a medio kilómetro de distancia.
—Selim, debo pedirte algo —dijo Blake en árabe.
—¿De qué se trata, doctor Blake?
—¿Sabes por qué los norteamericanos y sus aliados europeos no han entrado todavía en esta guerra?
—La radio y los diarios dicen que tienen miedo, pero son pocos quienes lo creen.
—¿Tú qué opinas?
—He sintonizado una emisora de Malta. Las noticias hablaban de filtraciones que apuntaban a que Estados Unidos está inmovilizado por una increíble amenaza terrorista. Me pareció una explicación plausible.
—A mí también me lo parece —contestó Blake, y añadió—: Selim, ¿qué opinas del doctor Husseini? Quiero decir… ¿nunca has notado nada raro en su comportamiento?
Selim lo miró con cara de sorpresa, como si jamás hubiese imaginado que nadie fuera a hacerle semejante pregunta.
—El doctor Husseini es una buena persona. Y a usted le tiene mucho aprecio. Se ha tomado muchas molestias por usted, se lo aseguro.
—De eso estoy convencido —contestó Blake y agachó la cabeza en silencio.
Entretanto, Sarah estaba sumida en sus pensamientos.
—¿En qué piensas? —le preguntó Blake.
—Seguro que el hangar del Falcon estará cerrado; las llaves las tenían Gordon y Maddox. Me pregunto cómo haremos para abrirlo…
—No lo sé —dijo Blake—, pero hasta ahora hemos superado tantos obstáculos que una puerta, por resistente que sea, no nos detendrá.
Llevaban ya cierto tiempo avanzando por el lecho seco del wadi Udâsh, cubierto por una capa de gravilla limpia y arena gruesa, entre dos orillas situadas a por lo menos dos metros de altura, sombreadas de tanto en tanto por espinosas acacias que ofrecían resguardo en los momentos críticos, cuando por el cielo asomaba la silueta de un avión o un helicóptero o a lo lejos se oía el ruido de motores de una columna en marcha.
A eso de la una de la mañana, Sarah, que estaba medio dormida, despertó y señaló hacia el este.
—Mira, allí —le dijo a Blake—. La pirámide de Râ’s Udâsh. Debemos salir del wadi, el camino y el hangar están por esa zona, a siete kilómetros más o menos.
Selim la había oído, le dio una palmada en el hombro al conductor y le indicó que parara y apagara el motor.
—Siete kilómetros por terreno completamente descubierto —dijo en inglés—. Ahora viene lo difícil. Si llega a descubrirnos algún avión o tanque, de la bandera que sea, nos incinerarán sin pensárselo dos veces.
—Escúchame, Selim —dijo Blake—, es imprescindible que lleguemos a ese hangar, no podemos fallar… Disponemos de muy serios indicios de que la amenaza terrorista de la cual nos hablabas hace poco está en marcha y que su última fase se producirá dentro de… —miró el reloj—, diecinueve horas.
—¿Qué última fase? —preguntó Selim.
—No lo sabemos. Puede incluso que estemos equivocados, pero no podemos correr riesgos. Lo más probable es que un grupo de terroristas haya conseguido colocar artefactos de potencia devastadora en algunas localidades de Estados Unidos, con lo cual han frenado la respuesta armada de éstos.
—Entiendo.
—Entonces, escúchame. Me adelantaré yo a pie y cuando vea que el campo está libre os haré una señal con la linterna para que avancéis con las luces apagadas; así hasta llegar a la pista de despegue. Una señal luminosa significa que todo está en orden y que podéis avanzar. Dos señales indicarán que hay peligro.
—Voy contigo —dijo Sarah.
—De acuerdo —aceptó Blake apeándose del vehículo; luego cogió la mochila y la bolsa de Olsen.
Sarah se arrancó el velo islámico, se quitó la jalabiyya y sacudió la cabeza dejando suelta la rubia cabellera.
—¡Por fin! —exclamó, saltando a tierra con su uniforme caqui—. Estaba hasta el gorro de hacer de momia. Venga, en marcha.
Saludaron a Selim y éste les contestó con el pulgar en alto y se alejaron a la carrera.
Llegaron a una cima que se elevaba a siete u ocho metros del suelo y otearon largamente la llanura desierta. Blake encendió y apagó la linterna.
Selim le ordenó a su acompañante:
—Baja y espérame aquí. Después vendré a recogerte.
El muchacho protestó.
—Podría pisar una mina y saltar por los aires. ¿Quieres morir conmigo?
Cogió el resto del dinero y se lo entregó.
—Es mejor así, hazme caso.
El muchacho bajó sin poner más reparos y se acuclilló en el fondo del wadi. Selim se sentó al volante, puso el motor en marcha y arrancó. Al llegar a la cima, Blake y Sarah ya estaban a un kilómetro.
Esperó la siguiente señal con el motor al mínimo y cuando vio brillar a la lejos la lucecita pisó el acelerador y cruzó el segundo tramo de desierto. A1 detenerse en el punto siguiente, el cuentakilómetros indicaba casi tres kilómetros. Ya había cubierto la mitad del recorrido.
Entretanto, Sarah y Blake avanzaban a veces andando, otras a la carrera. A su izquierda, a medida que variaba la perspectiva, la pirámide de Râ’s Udâsh destacaba cada vez más entre las otras alturas imponiéndose con su impresionante presencia. Cuando comenzó a reconocer otros elementos del paisaje que le resultaban familiares, Blake sintió escalofríos aunque estaba empapado de sudor.
Faltaban apenas dos kilómetros para llegar a la pista. Volvieron a hacerle señas a Selim para que avanzara y emprendieron el ascenso de otra elevación rematada por rocas partidas, algunos de cuyos trozos cubrían las laderas.
—Es la colina del hangar —dijo Sarah—, lo hemos conseguido. No veo moros en la costa. Podemos indicarle a Selim que se reúna con nosotros, es inútil que perdamos más tiempo.
Blake hizo la señal con su linterna y al cabo de pocos minutos, el Unimog estaba junto a ellos, en medio de la gran llanura silenciosa. A lo lejos se oía el eco de los cañonazos y, por el este y el norte, hacia la zona de Gaza y sobre el mar Muerto se veía el fulgor de las explosiones y las balas trazadoras de los duelos aéreos.
Subieron al estribo del vehículo mientras Selim aceleraba y recorría en pocos minutos el tramo restante de desierto que los separaba de la pista.
Blake efectuó un reconocimiento para asegurarse de que su superficie no estuviera dañada; en el suelo sólo encontró algunas asperezas, probablemente debidas a la tormenta de arena. Sarah y Selim fueron de inmediato a la puerta del hangar, delante del cual el viento había acumulado bastante arena. Los dos cogieron las palas del Unimog y empezaron a quitarla; Blake no tardó en llegar y echarles una mano.
Emplearon cerca de diez minutos en despejar el umbral. Cuando lo consiguieron, Sarah se colgó de los gruesos tiradores de acero del portón de entrada.
—¡Está cerrado! —gritó.
—Era de esperar —dijo Blake—. Ahí dentro hay un juguete de veinte millones de dólares.
Se dirigió a Selim y le pidió:
—Acércate marcha atrás, trataremos de arrancar la puerta de los goznes con el cable de remolcar.
Sarah lo mandó callar y le hizo señas a Selim para que apagase el motor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Blake.
—¿No oís ese ruido?
Blake aguzó el oído y respondió:
—Yo no oigo nada.
—Son motores —dijo Selim—. Se acerca una columna.
De un salto se apeó del Unimog y corrió a la cima de la colina; a casi cinco kilómetros de distancia se veían los faros de vehículos oruga que avanzaban desplegados en abanico, a aproximadamente un kilómetro el uno del otro.
—¡Una patrulla de tanques en misión de reconocimiento! —gritó.
—Son por lo menos tres. Uno de ellos llegará a la pista si no cambia de rumbo.
Bajó por el terraplén y se plantó ante la puerta del hangar.
—¿A cuánto están de aquí? —inquirió Blake.
—Más o menos a cinco kilómetros. El más exterior de los tres estará cerca de la pista dentro de siete u ocho minutos como mucho. Debemos intentarlo ahora mismo. Si tratamos de escapar nos verán y nos dispararán. Hay que arrancar la puerta.
Enganchó el cable, se puso al volante, puso la tracción integral y bloqueó los dos diferenciales.
—¡Pisa el acelerador cuando el cable se tense! —aulló Blake.
Selim levantó el brazo para indicar que había entendido, puso la marcha, colocó el cable en tracción y pisó el acelerador a fondo. Entretanto, Sarah había subido a lo alto de la colina para vigilar el avance de los tanques. Se trataba de transportes de tropas, probablemente egipcias; se acercaban despacio, pero a velocidad constante. Miró hacia el hangar: el Unimog se hundía lentamente en la hammâda y la puerta no daba señales de ceder.
—¡Acelera, acelera, que se mueve! —gritaba Blake sin quitarle el ojo de encima a la puerta que empezaba a deformarse por el centro, donde sufría el efecto de la tracción.
Las ruedas del Unimog, recalentadas por la fricción, despedían humo y flotaba un fuerte olor a goma quemada. Selim sacó el pie del acelerador.
—Tengo miedo de que exploten los neumáticos. Cogeré impulso e intentaré dar un tirón seco.
—¡No! —gritó Blake—. Si el cable se rompe, el latigazo te matará.
—¡Están a un kilómetro! —anunció Sarah desde lo alto de la colina.
—¡No nos queda otra salida! —gritó Selim, poniendo la marcha atrás.
Cuando se disponía a tomar impulso, Blake lo detuvo.
—Espera, un momento nada más. Ayúdame a desmontar la puerta posterior.
Selim se apeó, ayudó a Blake a sacar de los goznes la puerta de la caja, después la encajaron entre los laterales, detrás del asiento.
—Esto nos protegerá —dijo Blake y ocupó el lugar al lado del conductor.
—¡No, doctor Blake, váyase!
—¡En marcha, obedece! Alguien debe aguantar la puerta; de lo contrario, al primer barquinazo caerá. Acelera, maldita sea, acelera. ¡Ahora o nunca!
Selim pisó el acelerador a fondo, el motor rugió, el vehículo se agarró a la hammâda y salió como una bala. En pocos metros puso la segunda y la tercera acelerando y friccionando el suelo al máximo mientras Blake aguantaba con las dos manos los extremos de la puerta tras la cual se parapetaban. En una fracción de segundo el cable se tensó y la inercia de tres toneladas lanzadas a setenta kilómetros por hora partió el cable como si se tratara de un palito. El extremo libre dio vueltas en el aire restallando como un látigo para acabar golpeando con gran violencia el escudo de hierro. Blake soltó todo aullando de dolor y retorciéndose en el asiento, mientras la puerta caía con gran estrépito en la caja del vehículo.
Selim miró atrás y esperó a que el viento disipara la polvareda y el humo de los neumáticos quemados y anunció:
—La hemos abierto, doctor Blake.
Blake se incorporó tratando de vencer el dolor lacerante que sentía en manos y brazos y vio que Sarah bajaba a toda velocidad la colina hacia la entrada sin dejar de gritar:
—¡De prisa, de prisa, ya llegan. Corre, Blake, por lo que más quieras, corre!
Blake bajó del Unimog, corrió como pudo hasta el hangar y vio que Sarah ya estaba en la cabina del Falcon poniendo los motores a punto.
—¡Me he fracturado las muñecas! —aulló para hacerse oír por encima del estruendo de los reactores enseñándole los brazos ensangrentados.
Sarah entendió, fue a abrir la puerta y lo levantó en vilo, mientras él apretaba los dientes para no gritar.
Blake consiguió llegar al asiento y Sarah se sentó en el puesto de pilotaje, aferró la palanca de mandos, aumentó potencia y salió a la pista.
—¡Para! —gritó Blake—. ¡Para! ¡El maletín de Olsen, el papiro! Los he dejado en el coche de Selim.
—¡Estás loco! ¡No tenemos tiempo! —exclamó Sarah.
Mientras rodaba por la pista comprobó que Selim se les acercaba a toda velocidad en el Unimog y les enseñaba el maletín. En la distancia, detrás de una duna, asomó la silueta de un camión blindado y abrió fuego con la ametralladora.
—¡Abre! —aulló Blake—. ¡Abre la puerta o te mato!
Sarah obedeció, asombrada por la ira reflejada en el rostro de su amigo; la cabina se llenó de torbellinos de aire. Sarah se estremeció de dolor, pero se mordió los labios y siguió aferrando los mandos. Blake sacó medio cuerpo del avión, Selim soltó el volante y, de pie en el estribo, le lanzó el maletín.
Blake lo aferró más con los antebrazos que con las manos y cuando lo tuvo en su poder se dejó caer en el suelo del avión, mientras Sarah cerraba la puerta y aumentaba potencia.
El camión oruga estaba ya en la cima de la duna y hacía rotar la ametralladora en dirección a la pista.
—Ahora sí que la hemos jodido, ¿lo ves? ¡Maldito cabeza dura, la hemos jodido!
En ese preciso instante se oyó el crepitar de armas automáticas y Blake vio alzarse chispas y llamaradas de la coraza del tanque: Selim disparaba con su ametralladora apoyada en el capó del Unimog. El tanque no hizo caso del ataque y siguió avanzando hacia la pista para impedir el despegue del Falcon, pero Selim dio un volantazo a la izquierda que casi lo hizo volcar y fue a toda velocidad hacia el tanque que se vio obligado a girar para hacerle frente.
Cuando las ruedas del Falcon se separaron del suelo, Blake y Sarah oyeron una explosión espantosa, y del punto donde el Unimog había chocado con el tanque se levantó una bola de llamas y humo.
Sarah puso los reactores al máximo y se mantuvo a pocos metros del suelo para evitar los radares; sobrevoló a baja altura sobre aquel infierno sembrado de carcasas y cuerpos devorados por el fuego. Pasó en medio de una lluvia de proyectiles antiaéreos y las descargas multicolores de las trazadoras, sin pensar en nada, sin oír nada, apretando los dientes, con la mirada clavada al frente hasta que ante ella apareció la tranquila y azul extensión del mar.
Sólo entonces se permitió soltar un largo suspiro y comprobar el estado de su compañero. Blake también la miró con los ojos llenos de lágrimas.