William Blake despertó a Sarah que, ajena a todo, seguía durmiendo plácidamente y fingió no entender las órdenes de los dos militares egipcios que los conminaban a bajar.
El de más alto rango se puso nervioso y les gritó en árabe obligándolos a levantarse mientras el otro los empujaba con el cañón de la metralleta por el pasillo central del autobús, bajo la mirada estupefacta de los otros pasajeros.
Cuando estuvieron fuera, Blake comprobó que la camioneta de los dos militares, atravesada en el camino, había detenido al autobús en pleno desierto.
Los cachearon, tomándose más tiempo del necesario con Sarah, los hicieron subir a su vehículo y se alejaron por un sendero que se perdía hacia el interior. Entretanto, el autobús volvía a ponerse en marcha con estentóreo retumbo y desaparecía rumbo al oeste.
—No me lo puedo creer… todo esto no tiene sentido… —dijo Sarah.
Blake le hizo señas para que callara porque sus guardias estaban hablando y no quería perderse la conversación. Sarah advirtió que Blake fruncía el ceño mientras escuchaba cuanto se decían sin dejar de reír.
—¿Entiendes lo que dicen?
Blake asintió.
—¿Malas noticias?
Blake asintió otra vez y le dijo en voz baja:
—Tienen órdenes de llevarnos a una prisión militar donde seremos interrogados y sometidos a juicio, presumiblemente sumario, pero antes tienen intención de divertirse contigo. Los dos. El oficial será el primero, naturalmente.
Sarah palideció, impotente, llena de rabia. Blake le apretó con fuerza la mano.
—Lo siento, pero será mejor que estemos preparados.
El soldado los mandó callar pero Blake siguió hablando como si nada, fingiendo no haber entendido, hasta que el hombre perdió los estribos y le partió el labio superior de una bofetada.
Blake se retorció de dolor, sacó el pañuelo del bolsillo para limpiarse la sangre que le caía de la boca y le manchaba la camisa mientras se devanaba los sesos pensando qué hacer, indefenso y exhausto como estaba, para evitar cuanto iba a ocurrir. Al sacar el paquete de kleenex del bolsillo notó los dos capuchones de las plumas que asomaban por el borde y recordó que el primero de ellos cubría su bisturí de arqueólogo. Aprovechando la distracción del soldado, que conversaba animado con su superior, lo sacó, le quitó el capuchón y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
La camioneta siguió avanzando hacia el interior durante casi media hora hasta llegar a una serie de suaves ondulaciones del terreno. Cuando el vehículo las dejó atrás se detuvo, el soldado abrió la portezuela y se dispuso a bajar. En el mismo instante en que puso el pie en tierra, Blake, que lo vigilaba de cerca, le clavó el bisturí a la altura del hígado sin darle tiempo a desenfundar la pistola y, mientras el hombre caía soltando un borbotón de sangre por la boca, veloz como el rayo, con la otra mano el arqueólogo le sacó la pistola de la funda, disparó al oficial, que seguía sentado al volante, de espaldas a él, y remató al soldado que se retorcía en la arena empapada de sangre poniendo fin a su sufrimiento.
Todo ocurrió en cuestión de segundos y Sarah lo contemplaba mientras Blake retrocedía, incrédulo, con el bisturí firmemente asido en la mano izquierda cubierta de sangre y la pistola humeante en la derecha.
—Caramba, Blake, jamás habría pensado que fueras…
—Yo tampoco, la verdad… —respondió él.
Soltó las armas, se dobló en dos y empezó a vomitar en la arena lo poco que tenía en el estómago. Cuando las arcadas dejaron de atormentarlo se incorporó con la cara verdosa, se limpió como pudo con un pañuelo y, tambaleándose, se acercó al cajón del jeep de donde sacó la pala.
—Vamos a sepultarlos —anunció.
Y empezó a cavar.
Cuando el hoyo estuvo terminado les quitaron los uniformes a los dos, los echaron dentro y los cubrieron de arena. Blake desechó la camisa manchada de sangre del soldado, pero se quedó con su chaqueta, se puso los pantalones, la gorra y las botas. Sarah lo imitó tratando de ajustarse lo mejor posible el uniforme demasiado grande del oficial.
—Si por una de esas casualidades Egipto estuviera en guerra, imagino que ya sabes que pueden fusilarnos por esto —le recordó Sarah mientras se vestía.
Blake lanzó un vistazo al hoyo y dijo:
—Por eso también pueden fusilarnos. Como no podrán hacerlo dos veces merece la pena arriesgarse. No podemos ir por ahí vestidos de civil en un coche militar. Y sin coche no podemos ir a ninguna parte. Cuando lleguemos a algún lugar habitado decidiremos qué hacer.
Limpió cuidadosamente el bisturí con un kleenex hasta sacarle brillo.
—Es inglés —dijo mientras lo tapaba con el capuchón y se lo guardaba en el bolsillo de la chaqueta—, sin duda el mejor.
Subieron al jeep y lo registraron a fondo hasta dar con un mapa militar del Sinaí.
—¡Magnífico! —exclamó Blake—. Con el mapa podremos buscar un itinerario poco transitado. Sugiero que vayamos a Ismailia en lugar de El Cairo, nos será más fácil pasar inadvertidos. La gasolina debería alcanzar.
—Espera, mira lo que acabo de encontrar —dijo Sarah.
Le enseñó un sobre de plástico cerrado, que sacó del bolsillo interior de la americana que llevaba puesta. Había dos hojas escritas en árabe con las fotos de ellos.
—Dice que somos espías del Mosad enviados para preparar la reocupación del Sinaí por parte de Israel —anunció Blake después de leerlos.
—Es absurdo —dijo Sarah—. Me están haciendo objeto de una broma pesada en nombre de no sé qué maldita razón de Estado, pero han hecho mal los cálculos… Si logro salir de este follón tendrán que darme explicaciones muy convincentes.
Puso el jeep en marcha y partió; al cabo de poco trecho la radio comenzó a graznar en árabe:
—Abu Sharif a león del desierto, conteste, cambio.
Blake y Sarah se miraron con expresión interrogante mientras la radio repetía la misma frase. Blake cogió el micrófono y respondió:
—Aquí león del desierto a Abu Sharif, escucho.
Se produjo una pausa cargada de incertidumbre al cabo de la cual la voz dijo:
—¿Qué novedades hay, león del desierto?
—El león ha cazado la presa: la gacela y el íbex cayeron en nuestras garras. Misión cumplida. Cambio.
—Muy bien, león del desierto. Regresen a la base. Cambio y fuera.
Blake lanzó un profundo suspiro.
—Por suerte la radio no está bien aislada y se oyen infinidad de descargas, no creo que se hayan dado cuenta de que no era el león del desierto.
—¿Dónde has aprendido el árabe tan bien, con un estilo tan florido?
—He vivido más en Egipto que en Chicago.
—¿Y por eso te dejó tu mujer? —preguntó Sarah.
—Tal vez. O tal vez tuviera otro. Nunca quise reconocerlo, pero en el fondo… ¿por qué no?
—Porque no te lo mereces —dijo Sarah—. Porque eres un tipo extraordinario.
—El tímido Clark Kent que se convierte en Supermán. No te hagas ilusiones. Es sólo cuestión de hábitat. Cuando me encuentre otra vez en Chicago, si es que conseguimos llegar, volveré a ser Clark Kent. O peor.
Instintivamente hurgó en el interior de sus bolsillos diciendo:
—A saber si ese cabrón fumaba.
Encontró un paquete de cigarrillos egipcios.
—Qué asco de tabaco fumaba el tío. Pero a caballo regalado… —concluyó, haciendo salir una llamita del encendedor.
Condujeron durante horas cruzándose esporádicamente con algunos camiones militares que los saludaban tocando la bocina; al caer la tarde llegaron a las puertas de Ismailia. Blake buscó refugio detrás de una colina, quitó las matrículas y las enterró; se cambiaron otra vez de ropa y entraron en la ciudad.
Flotaba en el aire una extraña agitación; de lejos llegaban los lamentos de las sirenas y contra el rojo encendido del crepúsculo se veían centellear frías luces azules.
—Llevo algo de dinero egipcio —dijo Blake—. De la última vez que estuve. La noche que partí me lo traje porque pensaba venir a Egipto. Podemos tomar un taxi y buscar un hotel.
—A pesar de todo, es mejor el autobús —sugirió Sarah.
Compraron los billetes en un quiosco y rosquillas de pan con semillas de sésamo y esperaron bajo la marquesina. Pasó una formación de aviones de combate en vuelo rasante; iban al este haciendo temblar los edificios con el estruendo ensordecedor de sus motores.
Por una calle lateral asomó una columna de camionetas cargadas de soldados y seguida de un grupo de tanquetas.
—¿Qué diablos ocurre? —preguntó Sarah.
—Nada bueno. Esto está lleno de militares y carros blindados. Una de dos, o hubo una revuelta o un golpe de Estado. Lo sabremos en cuanto lea el periódico.
Subieron al autobús, que recorrió las calles de la ciudad, y al comprobar que había muchos puestos de bloqueo y control bajaron en la primera parada y trataron de escabullirse a la zona del bazar, donde resultaba más fácil confundirse en la multitud.
Llegaron a los alrededores de la mezquita cuando el cielo sobre los techos de la ciudad vieja comenzaba a oscurecerse y el canto del almuédano se imponía por encima del fragor ciudadano; las sirenas y el ruido de los carros blindados parecieron acallarse para permitir al pueblo escuchar el llamado a la oración.
Blake se detuvo también a escuchar el largo lamento cantado que surcaba el aire lóbrego y denso del atardecer, y el pensamiento de que tal vez allá arriba no hubiese habido nunca ningún Dios, ni el Dios de Israel, ni Alá, ni el Dios de los cristianos, lo llenó de profunda tristeza.
Emprendió la marcha por las callejuelas del centro antiguo en busca de alojamiento barato.
—Disponemos de poco tiempo —dijo—. A estas alturas se habrán dado cuenta de que «el león del desierto» no ha vuelto a la madriguera y sospecharán que tal vez lo han dejado fuera de combate. Empezarán a buscamos por todas partes; si nos metemos en un hotel nos localizarán en menos que canta un gallo.
Encontró habitaciones de alquiler en el barrio que hay detrás de la mezquita y pactó dos noches de albergue en un cuarto con baño y teléfono en el pasillo.
El baño era un retrete a la turca que apestaba a orines como para hacer saltar las lágrimas, pero contaba con su cómodo grifo de agua a la altura adecuada para las abluciones de las partes íntimas. La ducha era un cuartucho rectangular aparte, del cual se servían todos, incrustado de jabón, antiguo como Egipto mismo, y con las paredes completamente oscurecidas por capas de mugre y moho.
El teléfono era de pared, conectado a un cuentapasos mediante un enchufe. Sarah decidió lavarse en la habitación con una palangana; lo hizo por partes, con esponja y jabón mientras Blake encendía la radio y buscaba las noticias. Todas las emisoras transmitían música religiosa y Blake se recostó en la cama a descansar y observar a Sarah, ocupada en sus laboriosas abluciones. De pronto la música cesó para dar paso a la voz del locutor: anunciaba que el presidente había tomado nota de la nueva mayoría en el parlamento y nombrado un nuevo gobierno. Este último había impuesto la ley islámica y denunciado el tratado de paz con Israel.
—¡Caray! —exclamó Blake—. Hubo un golpe de Estado y Egipto ha entrado en guerra. Israel está completamente rodeado. Líbano y Libia también han declarado la guerra y el gobierno argelino podría caer de un momento a otro. ¿Por qué nuestro gobierno no tomará cartas en el asunto? ¿Qué diablos está pasando? Sarah, mientras estuvimos encerrados en Râ’s Udâsh debió de ocurrir algo terrible, algo que ha provocado esta catástrofe.
Sarah se secó y empezó a friccionarse el pelo con la toalla.
—Menudo desastre. Estamos peor que antes. Nos tienen fichados como espías del Mosad, imagínate, en una situación de guerra; si nos echan el guante no tendremos escapatoria posible. Hemos salido de una trampa para caer en otra peor.
—Nuestra única esperanza es llegar a la embajada de Estados Unidos. Debemos ponernos en contacto con ellos para que nos asesoren sobre cómo debemos movernos.
—Bien. Yo me encargo. Conozco a un pez gordo que trabaja allí. Dame dos minutos y termino de vestirme.
—De acuerdo —dijo Blake—, entretanto voy a hacer una llamada. Hay alguien aquí en Egipto que podría buscamos un refugio y ayuda por si no consiguiéramos nada de la embajada. Es Selim, mi ayudante.
Salió al pasillo y, después de pedir línea en la centralita, marcó el número. El teléfono sonó largo rato pero en el apartamento de Selim, en Chicago, no contestaba nadie. No le quedaba más remedio que molestar a otro amigo; marcó el número de Husseini y esperó. Husseini contestó de inmediato.
—¿Dígame?
—Omar, soy William Blake.
—Dios mío, ¿dónde estás? He intentado ponerme en contacto contigo por todos los medios. Pero los mensajes de correo electrónico que te he enviado me vienen devueltos.
—No me extraña, han bombardeado el campamento. Estoy en Egipto, en medio de una guerra. Escúchame, tengo la imperiosa necesidad de ponerme en contacto con Selim, mi ayudante. ¿Sabes dónde está? ¿Puedes conseguirme una cita telefónica?
—Selim está en Egipto, en Al-Qurna. El papiro sigue allí.
—Estás de broma, no es posible…
—No es ninguna broma —insistió Husseini—. Selim intenta comprarlo.
—¿Con qué dinero?
—Pues… no tengo ni idea. Deberás preguntárselo a él. Si todo ha ido bien, a esta hora debería haber realizado los contactos. Llámalo a este número —Blake lo apuntó en la palma de su mano—, después de las diez, hora de Egipto.
En ese momento salía de su habitación otro de los huéspedes de la pensión y Blake calló pues no quería arriesgarse a que lo oyesen. Cuando el hombre desapareció escaleras abajo, siguió diciendo:
—De acuerdo, lo llamaré esta misma noche… ¿Oiga? ¿Omar?
Se había cortado la comunicación. Intentó llamar otra vez pero la línea estaba ocupada y siguió así por más que insistiera.
Copió el número de Selim en un papel y entró a su habitación.
Sarah se había vestido y hurgaba en su mochila.
—¿Has encontrado a la persona que buscabas? —le preguntó.
—No, pero tengo su número de Egipto. Lo llamaré más tarde. Si quieres telefonear, aprovecha ahora que no hay nadie.
Sarah siguió buscando en su mochila.
—Aquí tengo algo mejor, si es que no se ha estropeado.
—¿No te habían cacheado en la frontera?
—Sí… pero aquí dentro no miraron —dijo Sarah exhibiendo un paquete de compresas.
Abrió una y sacó una diminuta joya bivalva en cuya mitad derecha había un teléfono celular y en la izquierda un ordenador. Lo encendió y una luz verde iluminó el pequeño monitor.
—¡Viva! ¡Funciona! —gritó Sarah, exultante. Marcó el número y se acercó el auricular a la oreja.
—Oficina de Exteriores —contestó al fin una voz masculina.
—Me llamo Forrestall. Estoy en Egipto en compañía de otra persona. Corremos serio peligro y necesitamos urgentemente llegar a la embajada. Dígame cómo podemos conseguirlo.
—¿Dónde están? —preguntó la voz después de vacilar brevemente.
—En una habitación de alquiler en Ismailia, Shara al Idrisi, número 23, segundo piso, segunda puerta izquierda.
—No se muevan de ahí. Enviaremos a alguien a recogerlos. Usaremos los servicios de nuestros colaboradores egipcios, pero necesitaremos tiempo.
—Dense prisa, por lo que más quieran —suplicó Sarah.
—Quédese tranquila —respondió la voz, dándole ánimos—. Haremos todo lo posible.
—¿Y? —inquirió Blake.
—Me han dicho que no nos movamos, que enviarán a alguien a recogernos.
—Mejor así. Oye, me voy al bazar a comprar vestidos árabes, será mejor no levantar sospechas. En vista de la situación, dudo que hayan quedado muchos occidentales en el país. De paso aprovecharé para comprar algo de comer. En la esquina he visto un lugar donde hacen doner kebab. ¿Te apetece?
—Detesto el cordero. Si encuentras pescado lo prefiero, pero si no hay nada más me conformaré con el kebab, estoy muerta de hambre.
—Veremos lo que consigo —contestó Blake y salió.
Sarah se metió en la habitación y miró el reloj: eran las nueve. Fuera, las calles estaban casi vacías y a lo lejos se oían resonar discursos agitados por los altavoces. Tal vez en la plaza se preparaba alguna manifestación, lo cual les facilitaría las cosas.
Para entretener la espera repasó mentalmente los lugares por donde pasaría Blake y deseó entonces que no se perdiera en el laberinto del bazar. La ayuda tardaría en llegar, los de la embajada tendrían que ponerse en contacto con agentes que no residían en la ciudad y a quienes, seguramente, les costaría bastante trabajo moverse en el caos de vehículos militares que atestaban las calles.
Lo más probable era que no llegara nadie antes de la medianoche, incluso más tarde.
¿Dónde se habría metido Blake? ¿Cuánto tiempo hacía falta para comprar algo de ropa y unas raciones de kebab? Apartó las cortinas y miró por la ventana: en la calle sólo estaba el vendedor de pistachos y cacahuetes, apostado en la esquina de la manzana casi desierta.
Se hicieron las diez y Sarah volvió a telefonear.
—La operación está en marcha —le contestó la misma voz—, pero requiere tiempo. No se muevan, irán a buscarlos.
Se hicieron las once y Sarah estaba segura de que a su compañero le había ocurrido algo malo: lo habrían detenido y llevado a la comisaría para comprobar su identidad. Tal vez lo habían reconocido y relacionado con la desaparición de un oficial y un soldado del ejército egipcio en el desierto del Sinaí.
Imaginó que lo habían detenido y lo estaban interrogando, torturando tal vez, y que él trataba de resistir para darle tiempo de huir. Se le hizo un nudo en la garganta.
Debía tomar una decisión: Blake tenía la posibilidad de telefonear a la pensión desde cualquier cabina, de modo que si no lo hacía era porque le resultaba imposible. Debía salir de allí y tratar de llegar sola a la embajada de Estados Unidos. La embajada sería el punto de referencia para él si daba señales de vida.
Le quedaba algo de dinero, el suficiente para tomar un taxi y llegar a El Cairo.
No tenía otra salida. Escribió una notita: «No puedo esperar más. Trataré de ir al lugar convenido por mis propios medios. Te espero. Ten cuidado. Sarah» y la pegó en la puerta. Tanto Blake como los agentes de la embajada, quien llegara primero, sabrían qué hacer.
Cogió la mochila, ocultó la de Blake en el armario y, antes de salir, echó un último vistazo a la calle apenas iluminada por las farolas. Vio detenerse un coche del que bajaron dos hombres de aspecto egipcio, pero vestidos a la europea: debían de ser ellos. Al verlos entrar y después del primer instante de alivio, a Sarah la asaltaron mil dudas y siguió, a pesar de todo, con su plan de huir y llegar sola a la embajada de Estados Unidos en El Cairo. Demasiado tarde: se oía el ruido de pasos de los dos hombres que subían las escaleras y no había otra salida, a menos que saltara por la ventana.
Estaba sopesando esta posibilidad cuando llamaron a la puerta. Procuró serenarse, pensó que al fin y al cabo nada había que temer, que esos hombres serían agentes enviados por la embajada de Estados Unidos y fue a abrir, pero en cuanto vio sus caras comprendió que estaba perdida.
—Soy oficial de la policía militar egipcia —se presentó uno de ellos en un inglés aceptable—. El propietario de la pensión nos ha dicho que no ha declarado usted sus datos completos. ¿Me hace el favor de enseñarme sus documentos?
Los dos agentes no habían visto todavía la nota pegada a la puerta, en ese momento vuelta hacia la pared, y Sarah confió en que se tratara de un control rutinario de los hoteles. Les entregó su documento de identidad diciéndoles:
—Me llamo Sarah Forrestall. Entré en Egipto como turista y la guerra me impide salir de aquí… Es una lástima, no he podido visitar aún Luxor ni Abu Simbel, pero…
—Señora —dijo con voz firme—, ¿dónde está su amigo?
A Sarah se le vino el mundo abajo.
—No lo sé, salió hace más de dos horas a comprar algo de comer y no ha vuelto todavía. No tengo idea de dónde puede estar.
—Deberá acompañamos al comando donde nos contará todo lo que sabe. De él nos encargaremos después.
—Pero yo… —intentó protestar Sarah.
No pudo decir más. El hombre la cogió del brazo y la sacó a rastras de la habitación mientras el compañero se entretuvo recogiendo los objetos desparramados en la cama y el suelo; después, los tres enfilaron el pasillo. A los pocos pasos se encontraron de frente con otros dos individuos que aparecieron en ese preciso momento en el descansillo empuñando pistolas con silenciador.
Sarah intuyó cuanto ocurría y se tiró al suelo cubriéndose la cabeza con las manos mientras la semioscuridad del pasillo se iluminaba con fogonazos de luz anaranjada y el aire se llenaba de humo espeso y acre. Alcanzados en mitad del pecho, los dos policías egipcios cayeron a su lado fulminados.
La muchacha levantó la cabeza y comprobó que a uno de los dos hombres lo habían herido en el brazo mientras el otro avanzaba hacia ella con el arma humeante en la mano: los dos eran egipcios.
—Justo a tiempo, si no me equivoco —le dijo al acercarse—. Perdónenos, señorita Forrestall —añadió con una sonrisa—, pero había mucho tráfico. ¿Dónde está su amigo?
Por el tipo de humor del que hacía gala se notaba que estaba acostumbrado a tratar con norteamericanos; este detalle la tranquilizó.
—No lo sé —contestó Sarah—. A eso de las nueve bajó por comida y no ha vuelto. Lo he esperado hasta ahora pero me temo que ya no vendrá. Aquí no podemos quedamos; además, su compañero está herido…
—Por suerte sólo ha sido un rasguño —dijo el otro—, me ataré un pañuelo y ya estaré listo.
Le ayudaron a vendarse someramente la herida, se puso el abrigo otra vez y bajó las escaleras seguido de Sarah y su compañero, que seguía empuñando la pistola.
Un viejo árabe subía en ese momento apoyándose en su bastón y murmuró entre dientes:
—Salam aleykum.
—Aleykum salam —respondió el hombre de la pistola.
Sarah se sobresaltó al reconocer la voz de Blake. Instantes después, la misma voz volvía a oírse a sus espaldas, más fuerte y decidida:
—Tiren las armas y suban ahora mismo.
Sin dejar de apuntarlos con su pistola, Blake repitió, categórico:
—¡Tiren las armas, he dicho!
Sarah lo miró: llevaba la pistola del egipcio que había matado con el bisturí.
Los dos hombres obedecieron. Blake las recogió con presteza y los tres subieron las escaleras, seguidos por Sarah. Pasaron de lado junto a los cadáveres de los dos policías tirados en el suelo en medio del charco de sangre que seguía aumentando y empapando la moqueta.
—¡Entren! —gritó Blake indicándoles la puerta entreabierta de la habitación.
Se arrancó la kefia que ocultaba casi por completo su rostro.
—He visto movimientos sospechosos en las inmediaciones de la pensión —le dijo a Sarah—. Tuve que esconderme. Por eso no subí antes.
—¿Por qué los amenazas? —preguntó Sarah sin entender nada.
—Han venido a salvamos. Uno quedó herido en el intercambio de disparos con los dos agentes egipcios, los que has visto tirados en el pasillo.
—Señor Blake… —empezó a decir el otro—. Le ruego que entre en razón… No hay tiempo que perder, debemos marcharnos ya mismo. Usted no entiende…
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó Blake, sin dejar de apuntarlo.
—Lo ha dicho la señora Forrestall…
—¡Mentira! La señora sólo ha dicho que con ella iba otra persona. Estaba presente cuando habló con ustedes. ¿Cómo sabe mi nombre?
—Will, te lo ruego… —insistió Sarah.
—Sarah, no intervengas, sé lo que hago. No podemos fiarnos de nadie. Mi nombre sólo figuraba en las listas de la Warren Mining. ¿Cómo es posible que acabara en manos de la embajada de Estados Unidos? ¿Cómo llegó a los papeles de esos dos que nos detuvieron en el autobús? Átalos. Coge las cuerdas de las cortinas y átalos.
Sarah obedeció; cuando los dos hombres quedaron inmovilizados, Blake hurgó en sus bolsillos, encontró un teléfono móvil y lo encendió.
—¿Cuál es el número al que tenías que informar?
El hombre negó con la cabeza y repuso:
—Está loco. La policía podría llegar de un momento a otro.
Blake lo encañonó con la pistola y le gritó:
—¡El número!
El hombre se mordió el labio y le dictó el número, Blake lo marcó y el teléfono empezó a sonar.
—En cuanto te contesten les dirás que os habéis topado con la policía egipcia y que en el intercambio de disparos hemos muerto los dos. ¿Lo has entendido? Estamos los dos muertos. No hagas bromas si no quieres acabar haciéndole compañía a esos de ahí fuera.
Contestó una voz y Blake acercó el oído al aparato.
—Oficina M, ¿dígame?
—Soy Yussuf. Las cosas han salido mal. Nos esperaba la policía militar egipcia. Hemos tenido que disparar. Nuestros amigos fueron sorprendidos en medio del tiroteo. Están… muertos. Abdul ha sido herido, pero no de gravedad.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Habéis entendido lo que acabo de decir? —preguntó el hombre.
—He entendido, Yussuf. Regresad ahora mismo. Os enviaré una ambulancia al lugar convenido para la entrega.
Blake apagó el teléfono.
—¿Qué pretendéis hacer con nosotros? —preguntó el de nombre Yussuf.
—Enviaremos a alguien a buscaros —repuso Blake.
Le hizo señas a Sarah para que recogiera sus cosas, salieron y cerraron la puerta con llave.
—Ponte esto —le ordenó lanzándole una jalabiyya de color oscuro—. Hay que largarse de aquí lo antes posible.
Bajaron las escaleras y pasaron delante del viejo propietario que, con cara de aturdido, estaba de pie detrás del mostrador sin entender nada de cuanto ocurría.
—Llama ahora mismo a la policía —le ordenó Blake en árabe—, arriba hay muertos y heridos.
Salió a la calle arrastrando a Sarah, envuelta en la jalabiyya, con la cabeza y la cara cubiertas con un velo.
—¿Pero qué bicho te ha picado…? —preguntó.
—Ahora no hay tiempo. Luego te lo explicaré. Debemos largarnos a toda máquina, nos quedan pocos minutos.
Blake se internó en una callejuela mal iluminada, la recorrió hasta el final deteniéndose en cada cruce para comprobar que de las calles laterales no salieran sorpresas desagradables. En la zona del bazar todavía había gente. En su mayoría proveedores y porteadores que descargaban mercancía para el día siguiente: el comercio continuaba a pesar de la guerra santa. De vez en cuando la tranquilidad relativa del barrio se veía interrumpida por el ruido de los helicópteros y el fragor de los aviones a propulsión, en vuelo hacia el frente. Bajo una bóveda ennegrecida por el humo de la vieja fragua de un herrero hizo una pausa y se ocultó en las sombras, apretando a Sarah contra su cuerpo.
—¿Y ahora? —dijo la muchacha.
—Ahora rézale al Dios que más te guste —contestó Blake y miró el reloj—. Dentro de cinco minutos sabremos si tu plegaria ha sido atendida.
Se quedaron quietos, en silencio, aguzando el oído al mínimo ruido. Pasaron cinco minutos de nerviosa espera, luego diez, luego quince; abatido, Blake deslizó la espalda contra la pared y al quedar sentado en el suelo apoyó la cabeza en las rodillas.
—¿Quieres explicarme qué hacemos aquí? —preguntó Sarah enfurecida—. ¿Por qué no seguimos a esos dos hombres? ¡A estas horas estaríamos camino a la embajada de Estados Unidos, maldita sea!
—Por lo que a mí respecta, a estas horas podríamos estar muertos. Empecé a sospechar cuando los egipcios nos detuvieron en el autobús y encontramos esos documentos. Y tú también, si no me equivoco. Además, ese tipo sabía mi nombre. ¿Quién se lo dijo?
Sarah movía la cabeza negativamente.
—No lo sé, ya no estoy segura de nada… Podría habérselo dicho yo…
No tuvo tiempo de concluir la frase. En la esquina apareció un viejo Peugeot 404 familiar de color negro y se detuvo ante ellos.
—A lo mejor estamos salvados —dijo Blake—. Iluso de mí, esperar que los egipcios fueran puntuales. Anda, sube.
Hizo sentar detrás a Sarah y él ocupó el asiento al lado del conductor, un joven nubio de piel oscura, que lo saludó con una sonrisa llena de dientes blanquísimos.
—Salam aleykum, el-sidî.
—Aleykum salam —respondió Blake—. Tú debes de ser Khaled.
—Soy Khaled, el-sidî. Selim me pidió que viniera a recogeros. También me pidió que os llevara lo antes posible a su casa en El Cairo. Él volverá mañana de Luxor y se reunirá con vosotros. Viajaremos casi toda la noche porque tendremos que hacer un rodeo muy grande para no topamos con soldados ni policías. En esa bolsa de plástico hay comida. Estaréis hambrientos.
—Has acertado —dijo Blake—, hace días que no tomamos nada decente.
Se sirvió un bollo relleno de verdura y carne picada de cordero y le pasó otro a Sarah, que lo mordió con avidez. Khaled avanzaba despacio, con mucha prudencia, recorría calles secundarias, casi sin tráfico.
—Yo te haré compañía —le comentó Blake—, pero mi mujer está muerta de cansancio, la dejaremos dormir.
Tendió la mano hacia el asiento posterior y estrechó largamente la de Sarah. Después se reclinó en el respaldo y guardó silencio mientras escuchaba el ronroneo del viejo motor y veía la calle deslizarse tranquilamente bajo la luz de los faros.
Khaled abandonó casi de inmediato el camino asfaltado y enfiló otro de tierra batida, polvoriento y lleno de baches, que se internaba en la llanura del delta. De tanto en tanto cruzaban aldeas de casas hechas con ladrillos sin cocer y tejado de paja y cañas, como en la época del Éxodo, y Blake notó en el aire el olor a estiércol y barro, el mismo que había olido en las aldeas del Alto y Bajo Egipto, de la Mesopotamia y el Indo, el olor de los lugares olvidados por la Historia.
La bíblica ciudad de Pi-Ramsés, desde donde había partido la gran migración, no debía de estar muy lejos: estaban cruzando la tierra de Gosen.
A medianoche Khaled encendió la radio para escuchar las noticias y Blake tuvo ocasión de oír al locutor que, con tono triunfalista decía que Israel se encontraba rodeado por todas partes y su suerte estaba echada. A continuación entrevistaron a un político; declaró que después de la victoria árabe, a los israelíes supervivientes que demostraran haber nacido en Palestina se les permitiría quedarse y, después de jurar fidelidad a la nueva bandera, podrían adoptar la nacionalidad palestina.
Blake giró el botón de la sintonía y buscó una estación europea o israelí, pero el aparato las recibía con poca claridad; de hecho, prácticamente no se podían escuchar.
A eso de la una se detuvieron a orillas de un brazo del delta del Nilo y Khaled y Blake bajaron del coche para orinar. La luna que seguía casi llena flotaba algo más arriba de la línea del horizonte dejando la mayor parte del cielo al titilar de las estrellas. Una ráfaga de viento hizo oscilar los penachos de los papiros que, brillantes como hilos de plata bajo la luz lunar, se reflejaban cual tentáculos de medusas en el espejo tranquilo de las aguas.
Desde el este llegaron repentinamente descargas de truenos y el horizonte palpitó varias veces con el fulgor de relámpagos. Poco después la paz profunda del cielo se vio surcada por el fragor ensordecedor de cuatro cazabombarderos identificados con la estrella de David; volaban bajos sobre el cañizal dejando a su paso largas estelas de fuego: Israel reaccionaba enfurecido a la ofensa y Blake recordó la ley implacable que, desde hacía treinta siglos, guiaba a aquel pueblo de larga memoria contra su enemigo: ojo por ojo.
Khaled dejó caer sobre la punta de sus zapatos el borde de la jalabiyya que acababa de subirse hasta la cintura, echó un vistazo al interior del coche y después de asegurarse de que Sarah dormía sacó una carta del bolsillo y se la entregó a Blake.
—Selim quiere que la leas a solas —le dijo—. Quédate aquí fuera, encenderé las luces de posición.
Blake se acuclilló delante del coche y a medida que sus ojos recorrían aquellas líneas notaba que la sangre le subía a la cabeza y la frente se le cubría de sudor. Cuando terminó cayó de rodillas y se tapó la cara con las manos.
La mano de Khaled, apoyada en su hombro, lo sacó de su ensimismamiento.
—Vamos, nos queda mucho camino por delante.
Lo ayudó a subir al coche, se sentó al volante y siguió viaje, imperturbable. A las cinco de la madrugada los primeros suburbios de El Cairo se recortaron contra el cielo nacarado y, desde las agujas de los gráciles alminares, vibró sobre la ciudad desierta el canto estentóreo del almuédano, más grito de guerra que plegaria.
Khaled volvió a conducir por las calles tortuosas de la periferia de la inmensa metrópolis y, al cabo de un largo vagabundeo, se detuvo al final de un camino polvoriento flanqueado de sórdidos edificios de hormigón y ladrillo hueco sin enlucir, con los hierros de la estructura asomando por los extremos y las aceras destrozadas y llenas de baches.
Los cables del tendido eléctrico colgaban como extraños festones a lo largo de las paredes y algunos de los postes de soporte seguían plantados en mitad de la calzada, testigos de una situación urbanística derrotada por la tumultuosa expansión de la ciudad más grande del continente.
Khaled sacó del bolsillo el manojo de llaves, caminó hasta uno de los edificios, franqueó la puerta de entrada y subió con sus acompañantes hasta el último piso, donde abrió una de las puertas del rellano y los hizo entrar en un apartamento desnudo y modesto, pero sorprendentemente limpio y ordenado, libre de los cargados oropeles que suelen adornar las casas egipcias. Encontraron un teléfono, una televisión pequeña y una máquina de escribir portátil sobre un escritorio.
Blake se asomó a todas las ventanas para comprobar la situación del edificio y de las calles de acceso; al abrir la puerta que daba a un balcón de la parte posterior vio a lo lejos las imponentes siluetas de Gizeh: la punta de la gran pirámide y la cabeza de la esfinge que descollaban en el mar de casuchas grises.
Sintió escalofríos y recordó esas mismas siluetas, obra de la naturaleza, tal como habían surgido ante él en la llanura desierta de Râ’s Udâsh. El círculo se había cerrado y él, William Blake, era el frágil punto de unión de aquel anillo mágico y maldito.
Khaled puso a calentar leche y preparó café turco para sus invitados, pero Blake sólo aceptó la leche.
—Si queréis descansar, en la otra habitación hay una cama —dijo Khaled—. Ya me quedo yo levantado a esperar a Selim.
—Yo dormí en el coche —dijo Sarah—, le haré compañía a Khaled. Acuéstate tú.
A Blake le habría gustado quedarse pero se dejó vencer por el cansancio mortal que lo invadió de pronto en ese instante, se echó en la cama y se quedó dormido como un tronco.
Se despertó en el apartamento oscuro y vacío al oír los timbrazos insistentes del teléfono.
Gad Avner se acercó al parapeto de acero inoxidable y suspiró al contemplar la inmensa maqueta topográfica iluminada en el centro del búnker subterráneo donde estaban representados, como en la pantalla virtual de un inofensivo videojuego, los movimientos de las fuerzas desplegadas. El realismo del efecto tridimensional, tanto en la representación del territorio como en la de los objetos en movimiento, daba al observador la impresión de encontrarse físicamente en el mismo campo de batalla.
Se veían las ciudades y los pueblos donde habían predicado los profetas, la llanura de Gelboé donde Saúl y Jonatán murieron en la batalla, el lago de Genesaret y el Jordán que habían escuchado las palabras de Jesús y de Juan, y al fondo la escabrosa fortaleza de Masada, rodeada de rampas derruidas y esqueletos de campos atrincherados, memoria de un espantoso sacrificio humano ofrecido a la libertad.
Se veía el Mar Muerto, encerrado entre sus orillas de reluciente sal, tumba de Sodoma y Gomorra, y al fondo, en las lindes del desierto del Éxodo, Beersheba, cúpula del She’ol, caverna de Harmaguedón.
En el centro, entre las olas del Mediterráneo y el desierto de Judá, sobre su roca se alzaba Jerusalén, con la cúpula de oro, rodeada de murallas y torres.
Una voz lo sacó de sus pensamientos.
—Bonito juguete, ¿no te parece?
Avner encontró ante sí la mole imponente del general Yehudai, que lo miraba con cara de preocupación.
—Mira —dijo—, es evidente que el enemigo concentra todos sus esfuerzos en aislar a Jerusalén, como si tratara de asediarla cortando las vías de acceso.
Un joven oficial se sentó delante del teclado del enorme ordenador y, a cada petición de su comandante, simulaba los movimientos de las divisiones acorazadas, los ataques a vuelo rasante de los cazabombarderos, y mostraba los escenarios resultantes de cada posible movimiento de ataque o defensa en cada una de las áreas de choque armado.
Las cosas habían cambiado mucho desde la guerra de los Seis Días. Al no haber sido destruidas las fuerzas aéreas del enemigo se había producido una situación de equilibrio que, con el paso de las horas y los días, derivaba peligrosamente a un punto muerto, con duelos violentos de artillería y nutridos bombardeos desde baterías móviles.
Las continuas incursiones de comandos por el interior del territorio israelí sembraban el desaliento entre la población civil y provocaban la crisis del sistema de comunicaciones. Los ataques aéreos sobre todos los frentes sometían a la aviación a un desgaste extenuante y a los pilotos a un esfuerzo cada vez más duro a causa de la inferioridad numérica y la falta de refuerzos en el personal de vuelo.
—Estamos en dificultades —dijo Yehudai—, sobre todo después de que Egipto ha entrado en el conflicto. Las cosas podrían empeorar. Es indispensable que asestemos al enemigo un golpe devastador, de lo contrario corremos el riesgo de que se les unan otros. Si llegaran a entrever la esperanza, por mínima que fuera, de que la victoria está cerca, otros tratarían de subirse al carro del vencedor.
—Así es —dijo Avner—; por el momento Irán se limita a dar su apoyo exterior en pago por sus conquistas de Arabia, donde procura custodiar los lugares santos del islam, pero las fuerzas más extremistas podrían imponerse en cualquier momento y presionar para intervenir de forma directa, especialmente si sigue vigente la amenaza que inmoviliza a norteamericanos y europeos. No olvidemos que los iraníes también han jurado tomar Jerusalén. Me han informado de disturbios incluso en las repúblicas islámicas de la ex Unión Soviética.
Calló un instante, como si rumiase un pensamiento angustioso y luego dijo:
—¿Qué probabilidades existen de que tengamos que recurrir a la bomba atómica?
—Es la última carta —repuso Yehudai y su mirada se posó en Beersheba—. Pero podría resultar inevitable. La situación es la siguiente: tratamos de contraatacar allí donde el enemigo se adentra en nuestro territorio con intenciones de alcanzar la capital, y mañana por la noche sabremos si la contraofensiva ha tenido éxito.
»Si no consiguiéramos rechazarlo significaría que, en el plazo de veinticuatro horas a contar desde mañana por la noche, la situación podría decantarse claramente en favor del enemigo, en cuyo caso nosotros nos encontraríamos en un callejón sin salida. Entonces no tendríamos otra opción.
—Por desgracia —dijo Avner agachando la cabeza—, no hay novedades de Washington. La situación en Estados Unidos sigue siendo la misma. No logran localizar a los comandos, no saben dónde están las bombas y, por ahora, no hay motivos que induzcan a pensar que en las próximas cuarenta y ocho horas vayan a producirse cambios.
—Debemos contar únicamente con nuestras fuerzas, si exceptuamos el llamamiento del Papa pidiendo un alto el fuego. Aunque me temo que no dará grandes resultados.
La puerta neumática del búnker se abrió para dejar pasar a Ferrario, que entró visiblemente alterado.
—Señores, los dispositivos de escucha de los satélites han localizado una central de comunicaciones en el interior de nuestro territorio. Según los expertos norteamericanos podría tratarse del núcleo principal de coordinación de toda la operación Nabucodonosor. Si nuestro ordenador principal consigue conectar con el satélite, el lugar aparecerá localizado en nuestro teatro virtual. Miren.
Se acercó al oficial sentado delante del teclado y le pasó la secuencia de comandos para sintonizar con el satélite militar en órbita geoestacionaria; en menos de un minuto, en el mapa tridimensional parpadeó una luz azul.
—¡Pero si está entre Belén y Jerusalén! —exclamó Yehudai, estupefacto—. Casi debajo de nuestras mismas narices.
—Entre Jerusalén y Belén… —repitió Avner como si hurgase en sus recuerdos—. Sólo un hijo de puta arrogante y presuntuoso podría haber colocado una central de comunicaciones entre Jerusalén y Belén… ¡Abu Ahmid!
—No es posible —dijo Yehudai.
—Yo creo que sí lo es —insistió Avner. Y dirigiéndose a Ferrario le preguntó—: ¿Dónde está Allon?
—Supongo que seguirá en el túnel —contestó Ferrario después de mirar el reloj.
—Llévame ahora mismo con él.
—¿Quién es Allon? —quiso saber Yehudai.
—Un arqueólogo —respondió Avner que seguía a su ayudante.
—Un tipo que lo sabe todo sobre Nabucodonosor.