Fabrizio Ferrario entró en el despacho de Avner con una maleta negra y rígida y la dejó en el suelo, delante del escritorio de su jefe.

—Así consiguen moverse en la tormenta de arena —dijo haciendo chasquear los mecanismos de cierre de la maleta.

Avner se levantó y rodeó su mesa.

—¿Qué traes? —preguntó después de echar un vistazo al artefacto del interior de la maleta.

—Un radiofaro. Han colocado muchos a lo largo de los puntos de invasión. Se mueven en la oscuridad más impenetrable guiados por la señal emitida por estos aparatos.

—Y nosotros podemos usar nuestros helicópteros y la aviación únicamente al veinte por ciento de su potencial. Las condiciones climáticas al este del Jordán son imposibles. ¿Cómo has conseguido hacerte con ese trasto?

—Los colocaron en tiendas beduinas un poco por todas partes. Gracias a un chivatazo conseguí interceptar uno. ¿Cómo son las previsiones meteorológicas?

—Pésimas. Se prevé que en las próximas veinticuatro horas la situación empeorará. Cuando haya mejorado los tendremos en la puerta de casa.

Ferrario volvió a cerrar la maleta.

—Debo asistir a la reunión con el Estado mayor y los expertos norteamericanos. Tienes que acompañarme. Por desgracia, ya sé que sólo nos darán malas noticias, pero al menos sabremos de qué vamos a morir. Trae la maleta.

Ferrario levantó el bulto voluminoso, lo arrastró hasta el ascensor, esperó que entrase Avner y pulsó el botón de bajada. El coche del Estado mayor los esperaba en la calle y los dos hombres se sentaron en el asiento posterior.

—Parece que los remitentes del vídeo han dado señales de vida. Por ese motivo, en la reunión de hoy también estarán presentes los norteamericanos. Debería darles de patadas en el culo. Nos impidieron ser los primeros en atacar y ahora dirán que no pueden hacer nada —comentó Avner—. De eso puedes estar seguro.

—Tienen tres bombas atómicas en su territorio, no podemos reprocharles nada —le recordó Ferrario.

El coche se detuvo delante del número cuatro de la calle de Ashdod. Ferrario solicitó a los hombres de la guardia que se ocuparan de subir la pesada maleta al cuarto piso, donde tendría lugar la reunión.

Asistieron los mismos hombres que habían estado en la primera reunión. Avner, el general Yehudai, jefe del Estado mayor, y el comandante del ejército se dispusieron a entrar a la vez.

Al otro lado de la mesa estaban sentados tres hombres vestidos de civil, recién llegados de la embajada de Estados Unidos. Avner le indicó a Ferrario que esperase fuera con la maleta, entró y saludó a los presentes. Se leía en sus caras que las noticias no eran buenas.

El general Hooker del Pentágono tomó la palabra sin poder disimular su incomodidad.

—Lamentamos reconocer que nos hemos equivocado… —dijo.

—El general Yehudai tenía razón. La presencia de los artefactos nucleares en nuestro territorio, tal como vimos en el vídeo entregado al Tribune está directamente relacionada con cuanto ocurre en esta zona del mundo. El Departamento de Estado recibió una llamada y una voz grabada dejó este mensaje.

Pulsó el botón de la grabadora y el casete empezó a dar vueltas. Una voz rara, de timbre metálico, sin ningún acento decía así:

Cuando escuchen este mensaje, las fuerzas islámicas estarán atacando a la organización sionista para expulsarla de una vez por todas de los territorios usurpados con ayuda de los imperialistas norteamericanos y europeos. Esta vez el choque será en igualdad de condiciones, no habrá ninguna intervención externa. Si intervinieran el gobierno de Estados Unidos o el de cualquiera de sus aliados, se conectarán las armas nucleares que les fueron exhibidas y que se encuentran dentro de las fronteras de Estados Unidos de América.

Se oyó un leve zumbido seguido del silencio. Los allí reunidos se miraron. Avner no abrió la boca pues pensó que cuanto tenía que decir ya lo sabían todos, pero su expresión fue más elocuente que mil palabras.

—Por desgracia, la amenaza es absolutamente creíble. Nuestros expertos han comprobado que el vídeo es auténtico y original y, como ustedes ya saben, la osadía de los terroristas es tan grande que nos permitieron encontrar los lugares donde se grabó el vídeo y las huellas físicas de la operación en él representada, para que no tuviésemos duda alguna.

—Imagino que por ahora la noticia se ha mantenido en secreto —dijo el ministro del Interior.

—Así es —dijo el general Hooker—, pero si consiguiéramos descubrir dónde están las bombas podríamos tomar medidas para neutralizarlas y, al mismo tiempo, poner en marcha el plan de evacuación de la población. Hay aviones dotados de aparatos muy sofisticados que sobrevuelan el territorio de Estados Unidos tratando de localizar posibles fuentes de radiación, pero se trata de una operación de éxito improbable.

»Es muy posible que el enemigo haya blindado los artefactos para evitar que nuestros instrumentos los detectasen. Hasta ahora tampoco han dado resultado los intentos de interceptar sus comunicaciones.

»Por desgracia, todo el país es rehén de estos delincuentes, de momento no existe posibilidad alguna de ayudar a nadie porque ni siquiera nos podemos ayudar a nosotros mismos. De ahora en adelante no podemos arriesgarnos siquiera a efectuar consultas como ésta pues, si llegaran a trascender, podrían ser consideradas como una ayuda y desencadenar las represalias.

Bajó la cabeza y guardó silencio.

—Gracias, general Hooker —dijo el presidente Schochot—. Somos conscientes de la situación de Estados Unidos y de todas maneras le damos las gracias por soportar esta amenaza espantosa a causa de la amistad que nos han demostrado siempre.

Se volvió al jefe del Estado mayor y le pidió:

—General Yehudai, ¿quiere usted hacer el favor de exponemos la situación?

—Tres cuerpos de ejército, dos iraquíes y uno sirio avanzan escudados por la tormenta, sin que las pésimas condiciones meteorológicas los afecten. El señor Avner les explicará más tarde cómo lo han conseguido. Un cuarto cuerpo de ejército, de nacionalidad iraní cruza Kuwait en dirección a los pozos petrolíferos de Arabia Saudí. Parece claro que quieren tomar su control.

»Nuestros informantes consideran que en Egipto es inminente un golpe de estado de corte fundamentalista, apoyado por Libia y Sudán, por tanto debemos cubrimos las espaldas también por ese flanco. Nuestra hipótesis es que el actual gobierno podría verse obligado a denunciar el tratado de paz con nosotros y sumarse a la guerra con los demás países beligerantes.

»Se han producido disturbios y manifestaciones de los ultranacionalistas. Es posible que de un momento a otro ataquen por el frente del Sinaí. La mayoría de nuestros campamentos de la fuerza aérea nos informan que las pésimas condiciones meteorológicas dificultan el despegue de nuestros cazabombarderos, pero al menos tenemos el consuelo de que sus aviones también se ven afectados por el mal tiempo. El problema surgirá cuando debamos enfrentamos a la coalición de todas las fuerzas aéreas enemigas. Los iraníes devolvieron a los iraquíes los aviones que les habían entregado durante la Guerra del Golfo. El señor Avner les mostrará cómo, a pesar de la tormenta de arena, las divisiones acorazadas consiguen avanzar hacia nuestras fronteras.

Avner se acercó a la puerta e hizo entrar a Ferrario. El joven abrió la maleta y la exhibió a los presentes.

—Radiofaros —dijo—, alimentados mediante baterías o recargables en los lugares donde hay electricidad. Emiten una señal constante que guía con precisión a los carros blindados.

—¿Se ha producido la declaración de guerra? —preguntó Hooker.

—Obviamente no —respondió el premier—: Taksoun informó que se trata de maniobras conjuntas con Siria. No le falta cinismo ni la seguridad de que no tiene nada que temer.

Llamaron a la puerta y Ferrario salió para ver de qué se trataba. Al cabo de poco regresó pálido y tenso.

—Señores, acaban de avisarnos que en Galilea se han iniciado centenares de incursiones de comandos de Hezbolá apoyadas por el lanzamiento de cohetes y… lo que es peor, hace diez minutos, en Tel Aviv, Haifa y Jerusalén oeste han estallado tres artefactos. Han muerto más de setenta personas y hay centenares de heridos, muchos de ellos graves.

»Se teme que se multipliquen en las próximas horas los atentados suicidas de los comandos de Hamás.

—¿Qué piensan hacer? —preguntó Hooker.

—Luchar. ¿Qué otra cosa podemos hacer? En otra ocasión hemos vencido solos a las fuerzas armadas árabes coligadas —dijo Yehudai—. Lanzaré a mis paracaidistas sobre toda la zona sur del Líbano para contrarrestar el ataque de Hezbolá, enviaré a todos los cazabombarderos en condiciones de volar y les lanzarán todas las bombas que tenemos en los depósitos. Los tanques blindados y la artillería están preparados para plantar cara en el Jordán. Es muy probable que Jordania se les una; si no lo hace se verá arrastrada por las circunstancias y, cuando ocurra, Egipto tampoco tendrá alternativas. Si no consiguiéramos detenerlos, nos queda siempre la última carta. No permitiremos que nos lancen al mar. No volveremos a ser un pueblo sin tierra…

El general Hooker se puso en pie y mirándolo fijamente le dijo:

—General Yehudai, ¿me está diciendo que piensan usar armamento nuclear?

—No lo dudaríamos un solo instante —respondió Yehudai después de intercambiar una rápida mirada con su presidente—. Si fuera indispensable.

—¿Se da cuenta de que ellos también podrían haber conseguido artefactos atómicos en las repúblicas islámicas de la ex Unión Soviética? Seguramente las bombas colocadas en nuestro territorio provienen de allí. Una respuesta nuclear podría provocar una represalia análoga. Sus misiles son de corto alcance, pero suficiente…

Yehudai miró a su presidente y después al general norteamericano:

—Harmaguedón… —dijo—. Si así debe ser, sea pues. Y ahora le ruego me disculpe, general Hooker, pero debo reunirme con mis hombres en el frente.

Inclinó la cabeza y los saludó:

—Señor presidente, señor Avner…

Abandonó la sala. En la sala sumida en el silencio, el ruido de sus botas de combate resonó con inusitada fuerza.

Los tres norteamericanos saludaron, se levantaron y fueron hacía la salida, pero cuando les abrían la puerta para dejarlos pasar, Avner le hizo una señal a Ferrario y éste se dirigió al general Hooker, que había salido en último lugar:

—Mi general, el señor Avner me ha encargado que le solicite una entrevista en privado. Lo espera dentro de una hora en el bar del hotel King David. Dice que allí estarán más tranquilos. ¿Puedo confirmar la cita?

Hooker meditó la respuesta y le dijo:

—Confírmeselo. Ahí estaré.

Avner llegó alrededor de las cuatro de la tarde y se sentó delante de su invitado en una sala reservada.

—Aquí estaremos más tranquilos que en el Estado mayor del ejército. En mi opinión, es más discreto. ¿Le molesta si fumo? —preguntó al tiempo que encendía el cigarrillo.

—Sólo faltaba —dijo Hooker—; a estas alturas, esos son detalles nimios.

—General, necesito su ayuda.

—Lo siento mucho, Avner, no puedo hacer nada. Lo que he dicho en la reunión de esta mañana no tiene vuelta de hoja.

—Ya lo sé, no se trata de eso. Hay otro problema.

—¿Otro? ¿Además de los que ya tenemos?

—Sí, pero no de la misma gravedad, espero… Seguramente está al corriente de la operación Warren Mining en Mitzpe Ramon, ¿o me equivoco?

—No se equivoca. Pero todo quedó resuelto, creo… Nuestro comando fue retirado.

—No se trata de eso, general. Por desgracia hubo ciertas complicaciones. Esta noche el campamento de la Warren Mining ha sufrido un ataque devastador; posiblemente se tratara de una incursión preparatoria de las fuerzas enemigas para crear el vacío en una zona de acceso a un sector altamente estratégico, o tal vez fuese una represalia: en el Estado mayor iraquí quedan muchos oficiales fieles al difunto presidente que quizá conocían la existencia del comando puesto por ustedes en esa localidad para matar a al Bakri.

—Pero no hemos sido nosotros.

—A ellos les da igual, si no los conozco mal. En fin, hemos llevado a cabo un reconocimiento de la zona y no encontramos supervivientes. Esos cabrones han atacado con precisión científica.

No obstante, mis informantes me dicen que a lo mejor alguien ha escapado con vida, alguien que para nosotros podría ser un testigo valioso de esa matanza, de la que fueron víctimas no pocos de sus conciudadanos. Tiendo a pensar que si alguien se ha salvado es porque se lo permitieron. No sé si me explico.

—A la perfección —dijo Hooker—. Usted cree que se trata de quienes han cometido la traición.

—Para mí no tiene otra explicación. El campamento fue rodeado por completo, arrasado con armas automáticas hasta el último centímetro, sacudido por espantosas explosiones. Pero un todoterreno salió minutos antes de que empezara ese infierno, ¿no le parece raro? Lo encontraron abandonado cerca de la frontera egipcia, en una localidad llamada Râ’s Udâsh. Es lógico pensar que si en él viajaba personal del campamento de la Warren Mining, lo más probable es que hayan ido hacia Egipto, donde tal vez alguien los esperaba.

»Interceptamos algunas transmisiones de radio desde el campamento de la Warren Mining. Sabemos que desde allí mantenían contactos con los fundamentalistas islámicos por motivos que todavía no están claros.

»En las oficinas de la dirección se encontraron las fichas de los miembros del campamento: éstas pertenecen a las únicas dos personas cuyos cuerpos no fueron hallados. Podrían ser las personas que buscamos. Lo que le pido es que nos avise si llega a saber dónde están o si se ponen en contacto con ustedes, caso de tratarse de ciudadanos norteamericanos.

—Haré lo que pueda, señor Avner. Si encontramos a alguien será el primero en saberlo.

—Le doy las gracias. Sabía que nos ayudaría.

Se despidieron. Avner se quedó para terminar de fumar su cigarrillo mientras pensaba en el secreto enterrado en pleno desierto de Parán, un secreto que si hubiese trascendido habría destruido el alma de su nación… aunque quizá habría acabado para siempre con guerras como la que estaba a punto de estallar.

Reflexionó largo rato, absorto, mirando la brasa que se consumía lentamente hasta convertirse en ceniza. En el fondo de su corazón sabía muy bien que había algo que jamás aceptaría: la desaparición del pueblo de Israel, con su historia y su conciencia. Pensaba impedirlo por alto que fuese el precio.

El ruido de pasos a sus espaldas lo arrancó de sus pensamientos.

—Ferrario. ¿Qué novedades hay?

—Yehudai ha enviado la aviación y los helicópteros a pesar del mal tiempo. Se ha encontrado con la resistencia de las fuerzas aéreas enemigas. Se han producido bajas y en las próximas horas está previsto que la situación empeore. Las Naciones Unidas han dado un ultimátum a los iraníes para que se retiren inmediatamente del territorio saudí, pero es como si lo hubiese dado el Papa.

»De todos modos, las tropas saudíes han cortado relaciones con ellos. Sin ayuda norteamericana esos no saben ni sonarse la nariz.

—¿Y el frente norte?

—Incursiones de la aviación siria, cohetes sobre Galilea y el Golán, comandos de Hezbolá desplegados en toda la línea del frente. Sobre ellos lanzamos sin descanso paracaidistas para aliviar la presión, pero la cosa está que arde. El gobierno está evacuando a la población civil en un radio de veinte kilómetros.

—En Egipto —dijo Avner—, no debe moverse nada sin que yo me entere.

—Lo sé, comandante. Nuestra red se encuentra bajo máxima presión. Es difícil que se nos escape nada.

Avner lo miró y le advirtió:

—No digas tonterías, Ferrario, en esta tierra nadie puede presumir de saber cuanto es preciso saber. A lo largo de los siglos, el factor imprevisto ha sido siempre el que ha cambiado el curso de la historia… siempre el factor imprevisto, no lo olvides.

—¿Quiere que lo acompañe otra vez a la central, señor Avner?

—No, Ferrario, iré solo. Mientras tanto, tú me harás un encargo.

—Usted dirá.

Le entregó una carpeta.

—Es preciso que alguien le pase el chivatazo a los egipcios sobre los personajes de este expediente. Por lo menos dos de ellos podrían encontrarse ya en su territorio y para nosotros eso sería un peligro mortal, pero en Egipto no tenemos posibilidad de movernos con la libertad necesaria. Debemos arreglárnoslas para que los egipcios se encarguen de eliminarlos. ¿He sido claro?

—Como el agua, señor —respondió Ferrario hojeando las fichas del expediente—. Me ocuparé ahora mismo.

—Ah, por cierto, quiero saber qué pasa en el túnel de Allon. Mantenme informado.

—Descuide, señor.

Avner salió a la calle y se detuvo para contemplar el cielo todavía límpido de Jerusalén mientras de todas partes le llegaba el gemido de las sirenas de las ambulancias cargadas de cuerpos destrozados. Enfiló un sendero que no recorría desde hacía años.

Caminó solo durante casi media hora, con las manos hundidas en los bolsillos, el cuello de la chaqueta levantado, y llegó ante la Puerta de Damasco. Recorrió la calle El Wad hasta la confluencia con Ha-Shalshelet y se encontró en la explanada que mira hacia el muro occidental del Templo. En todos los accesos de la plaza habían apostado soldados con uniforme de combate que vigilaban a los transeúntes sin separar el dedo de los gatillos de sus Uzi. Avner cruzó la explanada barrida por el viento frío y se acercó al muro. Algunos fieles ortodoxos, con la frente despejada de cabellos y los largos mechones negros sobre las sienes, se mecían al ritmo de su lamento milenario por la pérdida del Santuario.

Avner miró con fijeza los grandes bloques de piedra alisados por la piedad de millones de hijos de Israel, exiliados en la Diáspora y exiliados en su propia patria. Por primera vez desde la muerte de su hijo tuvo deseos de rezar y, por una extraña burla de la suerte, no podía hacerlo pues su alma ocultaba un secreto que no dejaba resquicios libres para nada más.

La rabia y la contrariedad se transformaron en profundo dolor y Gad Avner, que había enterrado a su hijo sin llorar, sintió sus ojos humedecerse. Se los rozó con la punta de los dedos y con ellas mojó la piedra del Templo, sumando sus lágrimas a las de cuantos lo habían precedido a lo largo de los siglos.

No pudo hacer más. Se alejó de allí y al llegar al otro extremo de la plaza vio a un viejo aterido de frío, sentado en la acera, mendigando. Lo observó y en sus ojos vio una extraña luz febril, casi de expresión inspirada.

—Dame algo para comer —le pidió el viejo—, y yo te daré algo a cambio.

A Avner lo sorprendieron esas palabras por inesperadas; sacó un billete de cinco shekels y se lo entregó diciendo:

—¿Qué puedes darme tú a cambio?

El viejo guardó el dinero en su zurrón, lo miró a la cara y repuso:

—Tal vez… la esperanza.

A Avner se le puso la carne de gallina, como si el viento frío que soplaba desde las cimas del Carmelo se hubiese instalado bajo su ropa.

—¿Por qué me lo dices? —preguntó.

El anciano no le contestó; tenía la mirada triste clavada en el vacío, como si por un instante hubiese sido el intermediario inconsciente e involuntario de una fuerza desconocida que se había apagado, repentinamente, como había llegado.

Avner lo observó sin decir palabra; luego echó a andar, sumido en sus pensamientos.

Las últimas luces del crepúsculo se desvanecían en la inmensidad desierta; el cielo, cada vez más negro, empezaba a poblarse de estrellas titilantes. Blake seguía avanzando a pesar de que le sangraban los pies. Sarah, que calzaba zapatillas deportivas, andaba a paso más ligero y menos cansino, pero los dos estaban ya al final de sus fuerzas.

El viento cruzó el espacio vacío con su cuchilla afilada y los dos se miraron angustiados al leer en la expresión del otro la certeza de cuanto iba a ocurrir.

—Ya llega —dijo Blake—. Venga, ánimos.

—¿Dónde crees tú que estaremos?

—Cerca del cruce con el camino de Beer Menuha, si no he calculado mal. Cuando hayamos subido a esa elevación que ves allá adelante deberíamos verlo. Aunque eso no significa gran cosa. La única diferencia es que en el camino nos será más fácil encontrar a alguien.

—¿Qué haremos si nos sorprende la tormenta?

—Ya te lo he dicho. Si encontramos un lugar donde meternos lo utilizaremos; de lo contrario, nos tumbaremos en el suelo y trataremos de resguardarnos el uno al otro. Nos taparemos la cabeza, la boca y la nariz y esperaremos a que pase.

—Pero podría durar días…

—Es cierto, pero no hay otra manera. La alternativa es morir ahogados. El polvo es fino como el talco y en pocos minutos te tapona los pulmones. Tienes que armarte de valor.

Blake miró hacia el este y vio que el horizonte se perdía en una bruma blancuzca. Andando a duras penas se apresuró cuanto pudo para llegar a la elevación, a pocos metros de donde estaba; alcanzó la cima y divisó entonces el camino de Beer Menuha que, completamente desierto, se internaba en la distancia. Al otro lado de la elevación había un peñasco de la altura de un hombre, una especie de bulbo de sílex, rodeado de otras piedras de menor tamaño que con el transcurso del tiempo se habían desprendido de él por obra de los espectaculares cambios de temperatura.

Blake iba a llamar a Sarah cuando oyó que ésta decía:

—Dios mío, mira, la luna roja, el rostro ensangrentado de Isis…

Blake también se percató del espectáculo irreal: el disco lunar surgía por el horizonte oscurecido por una sombra sangrienta que se extendía, por obra del reflejo, sobre la llanura inmensa.

—El eclipse —dijo Blake—. Date prisa, vamos, antes de que nos sorprenda la tormenta. Ya la tenemos aquí, lo noto.

Sarah se reunió con él y vio que había dejado en el suelo la mochila y se afanaba por amontonar piedras junto el lado noreste del peñasco más grande para formar una especie de muro de protección. Ella también puso manos a la obra; a medida que pasaban los minutos el viento cobraba más y más fuerza y el aire se volvía turbio y espeso.

—Tratemos de comer y beber algo —sugirió Blake—, vete a saber cuándo podremos volver a darnos ese lujo.

Sarah hurgó en la mochila, le pasó el paquete de galletas y un puñado de dátiles e higos secos. Blake sacó su cantimplora; cuando Sarah hubo bebido, él también tomó largos sorbos.

Notaba ya en la boca el sabor del polvo. Echó otro vistazo a la faz de la luna, cada vez más cubierta por aquel extraño velo sangriento.

—Debemos encontrar la forma de resguardamos o moriremos. La tormenta ya casi está aquí.

Presa de la inquietud, miró primero a su alrededor y luego hacia el horizonte.

—¿Qué miras? —preguntó Sarah antes de atarse el pañuelo alrededor de la boca.

—Este refugio no nos alcanzará. Tampoco ese pañuelo… Dios mío… ya no queda tiempo… ya no queda tiempo.

En su desesperación clavó la vista en la mochila de Sarah y le preguntó:

—¿De qué material son las mochilas?

—De gore-tex, creo —contestó la muchacha.

—Es posible entonces que nos quede alguna esperanza. Si no recuerdo mal, los poros de la tela gore-tex dejan pasar únicamente las moléculas de vapor hacia afuera, por tanto deberían impedir el paso del polvo hacia adentro y permitirnos respirar.

—No estarás pensando en… —dijo Sarah meneando la cabeza.

—Precisamente en eso estaba pensando —dijo Blake.

Vació las mochilas y guardó su contenido en una bolsa de plástico que encajó entre las piedras. Miró entonces a los ojos a Sarah con la mochila boca abajo y le ordenó:

—Mete la cabeza aquí dentro. No nos queda otra salida.

La chica obedeció. Blake tiró de los cordones de la abertura y se la ajustó alrededor del cuello, le enrolló encima el pañuelo con varias vueltas para cubrir la abertura de la mochila.

—¿Qué tal? —le preguntó.

La muchacha contestó con un gruñido que podría haber significado cualquier cosa, pero Blake lo interpretó como la admisión de que todo iba bien. Le estrechó la mano con fuerza y repitió la operación con su mochila tratando de sellar lo mejor que pudo la abertura alrededor del cuello con dos pañuelos atados juntos.

Cuando terminó buscó a tientas las manos de Sarah, tiró de ella y la hizo tumbar. Se acurrucaron en el suelo con la cabeza apoyada contra el peñasco, abrazados el uno al otro, y esperaron la llegada de la tormenta.

Instantes después el torbellino se abatió sobre ellos con toda su fuerza; la superficie del desierto quedó barrida por la furia del viento y la nube de polvo lo engulló todo borrando cielo, tierra, piedras y colinas. Sólo la luna conseguía filtrarse con su tenue halo naranja en el hemisferio occidental del cielo, pero desde la inmensa llanura desierta nadie alcanzaba a verla.

Blake se aferró con fuerza a Sarah, como para transmitirle toda su voluntad de resistir a aquel ataque infernal, de aguantar con todas sus fuerzas para sobrevivir a aquel mortal desafío, o tal vez para encontrar en ella la energía necesaria.

Notaba contra el gran peñasco de sílex un ruido semejante al del granizo; era tal la fuerza del viento que a su paso pulverizaba miríadas de piedras diminutas. Le vinieron a la cabeza las palabras de Elías: «Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas…» Era aquel el infierno del desierto de Parán, un lugar en donde sólo los profetas guiados por la mano de Dios habían osado adentrarse.

El silbido continuo y agudo, el incesante crepitar de las piedras contra el peñasco, la oscuridad total que los rodeaba, les hicieron perder la noción del tiempo. Procuraba concentrarse en el cuerpo de Sarah, en los latidos de su corazón para sobreponerse al terrible esfuerzo, a la sensación de opresión cada vez más fuerte y sofocante. Había polvo por todas partes: cubría cada milímetro de su piel, impregnaba la ropa más que el agua misma, pero tanto la nariz como los pulmones estaban a salvo y se dio cuenta de que respirar se le hacía difícil aunque no imposible.

Se preguntaba cuánto más resistiría en esas condiciones de tremenda incomodidad y cuánto aguantaría Sarah. En cualquier caso, era perfectamente consciente de que sólo era cuestión de tiempo; tarde o temprano la humedad de la respiración, combinada con los finísimos granos de polvo, formaría una pasta que sellaría los poros de la tela gore-tex; entonces tendrían que elegir entre morir ahogados por el polvo o la falta de oxígeno. ¿Cuánto tardaría en llegar el momento en que la naturaleza formidable les asestara el golpe de gracia y acabara aplastándolos como insectos?

El espasmo provocado por la tensión y el cansancio aminoró; sumido en un estado semiinconsciente, Blake aflojó el abrazo que lo mantenía unido al cuerpo de Sarah y tuvo la impresión de que la tormenta amainaba, de que el viento también necesitaba recobrar fuerzas.

Se levantó, desató el pañuelo que le envolvía el cuello y se quitó de la cabeza la mochila de gore-tex. Ante sus ojos se ofreció una aparición espectral: una masa negra, enorme y luminiscente, dos halos de luz pálida, lechosa. De fondo, un ruido continuo y ritmado, como un resuello lento. Miró mejor y alcanzó a distinguir una silueta, los contornos de haces de luz que recorrían el magma polvoriento de la atmósfera nocturna; parecía un submarino apoyado en el fondo del mar, pero en realidad era un autobús del desierto, uno de esos extraños vehículos que lograban transportar hasta cincuenta pasajeros de Damasco a Jedda, de Omán a Bagdad, por los caminos más endiablados. Vehículos estancos como naves espaciales, dotados de potentes filtros y aire acondicionado.

Sacudió a su compañera, que parecía desmayada, y le destapó la cabeza.

—Sarah, Sarah, levántate, por amor de Dios, nos hemos salvado. ¡Mira, mira delante de ti!

Sarah se sentó protegiéndose la cara con la mano, mientras Blake echaba a andar hacia la luz de los faros.

—¡Eh! ¡Eh! —gritaba—. ¡Socorro! Nos hemos perdido en la tormenta de arena. ¡Ayudadnos!

Bajaron del vehículo varios hombres armados; uno de ellos se volvió bruscamente y apuntó el fusil como si acabara de oír algo.

Llevado por el entusiasmo de su inminente salvación, Blake no pensó en nada más. Sus gritos apenas habían sido escuchados cuando notó que alguien se le echaba encima por la espalda para derribarlo. Sarah lo mantuvo aplastado contra el suelo.

—Quieto —le susurró al oído—. Quieto. Mira… van armados.

El hombre del fusil avanzó en dirección a ellos alumbrando la espesa polvareda con el rayo de su linterna. Agazapados en el suelo, cubiertos de polvo, Blake y Sarah se habían mimetizado por completo con el paisaje. El hombre escudriñó brevemente la zona aguzando el oído y, cuando se hubo asegurado de que no había nadie, regresó al autobús. Por la puerta posterior, aún abierta, salieron otros tres o cuatro hombres armados con fusiles ametralladores, la cabeza envuelta en la kefia. Se colocaron en los cuatro extremos del vehículo para montar guardia mientras otros dos revisaban los neumáticos.

—¿Quiénes serán…? —preguntó Blake.

—No nos conviene averiguarlo. Está claro que no son israelíes. Volvamos a nuestro refugio… ¿Qué hora es?

Blake limpió la esfera de su reloj y contestó:

—Poco más de medianoche. Faltan seis horas para que amanezca.

Se arrastraron hasta el peñasco mientras el viento empezaba a soplar otra vez con fuerza, pero se notaba que la violencia de la tormenta se iba reduciendo poco a poco.

Las luces de los faros iluminaron entonces otras masas oscuras que parecían surgir de la nada.

—Son camellos… —dijo Sarah—. ¿Cómo hacen para sobrevivir?

—Son beduinos —murmuró Blake—. Se mueven en la arena como peces en el agua… ¿Logras ver algo?

—Sí, mira, llegan más, van armados… Está claro que se trata de una cita. Es increíble.

—Podrían haber llegado con los ojos cerrados —dijo Blake—. Con los años que llevan viviendo en el desierto tienen el sentido de la orientación muy desarrollado. En medio de las tormentas se mueven como fantasmas sin que nadie los vea.

Uno de los hombres abrió la puerta posterior del autobús e hizo subir a los recién llegados, todos ellos armados con fusiles ametralladores.

Cuando el último hubo subido, el vehículo se puso en marcha y desapareció rumbo al norte, envuelto en la nube de polvo.

Blake y Sarah se ovillaron otra vez detrás del peñasco después de cubrirse la cabeza con las mochilas y aguantaron inmóviles el embate de la tormenta. La escasez de oxígeno, la fatiga, la decepción después del breve estallido de entusiasmo ante la salvación inminente los sumió en un estado de profunda apatía, una especie de dolorosa postración, entre vigilia y sueño, durante el cual lo único perceptible era el frío que calaba hasta los huesos y el polvo impalpable que empezaba a colarse por la abertura de las mochilas hasta formar un emplasto con la saliva y las secreciones de la nariz.

De repente, Blake levantó la cabeza hacia el oeste.

—¿Qué ocurre? —logró preguntar Sarah, que había notado su brusco movimiento.

—Cordita —dijo Blake—. ¿No notas ese olor en el viento? Huele a guerra.

Blake se destapó un instante, aguzó el oído y en el viento oyó brevemente el fragor de truenos lejanos.

Llegó el alba y los dos fugitivos se destaparon la cabeza y se sentaron con la espalda apoyada contra el peñasco. El viento seguía soplando con fuerza, pero la fase más violenta de la tormenta había pasado. El aire estaba turbio, como si una niebla espesa envolviera el desierto, pero desde oriente la luz tenue se abría paso entre la bruma impenetrable.

—¿Te ves con ánimo para continuar? —preguntó Blake.

Sarah asintió.

—No tenemos otra salida. Si nos quedamos aquí moriremos. Debemos tratar de seguir el camino hacia el sur. Tarde o temprano algo encontraremos… si las fuerzas no nos abandonan.

Recogieron sus provisiones, las metieron en las mochilas y partieron. Se arrastraron durante horas y cuando estaban a punto de caer, muertos de cansancio, Blake vio a su izquierda una construcción baja de bloques de cemento con techo de chapa y los postigos medio arrancados.

Entró y miró a su alrededor: estaba todo cubierto de polvo, pero había una pequeña habitación resguardada donde pudieron sentarse en el suelo, beber de sus cantimploras el agua que quedaba y comer dos barritas de cereales, las últimas. Los paquetes de higos secos y dátiles que habían abierto estaban completamente impregnados de polvo. Descansaron media hora y continuaron viaje por el camino de Beer Menuha. Anduvieron horas y horas bajo el azote del viento; se guarecían a la buena de Dios y descansaban de tanto en tanto cuando las fuerzas los abandonaban. Llegaron al cruce de Beer Menuha al final de la tarde y enfilaron el camino de Yotvata.

Al cabo de no demasiado trecho vieron llegar una furgoneta que transportaba cabras y se ofreció a llevarlos hasta Yotvata. Era ya de noche pero pudieron encontrar donde alojarse sin muchas dificultades. El dueño del hotel, un hombre de alrededor de sesenta años, los miraba estupefacto. Parecían fantasmas, con el cuerpo, las ropas, el pelo, las pestañas y las cejas cubiertos de polvo blanco, y la cara cubierta de pequeñas heridas.

—Somos turistas —le explicó Blake—, nos sorprendió la tormenta cuando se nos estropeó el coche antes de Beer Menuha. Tuvimos que andar durante horas en plena tormenta de arena.

—Entiendo —dijo el dueño del hotel—, estarán muy cansados.

—Y tenemos hambre —dijo Blake—. ¿Tiene algo preparado para llevarnos a la habitación?

—Por desgracia, no mucho. El gobierno ha hecho requisas para el ejército que lucha en el frente y nos falta casi de todo. Pero les puedo ofrecer bocadillos con humus y atún y un par de cervezas bien frías.

—¿El frente? —preguntó Blake—. Verá usted… hemos estado mucho tiempo en el desierto, no sabemos nada.

—Hay guerra —le informó el hotelero—, y una vez más estamos solos, nadie acude en nuestra ayuda… Si me dejan sus documentos, ya pueden subir…

—Verá —dijo Blake—, lo hemos perdido todo en la tormenta. Si quiere le escribimos nuestros datos para que no tenga problemas en caso de controles policiales.

El hombre dudó brevemente y luego asintió; bajo la atenta mirada de Sarah, Blake escribió unos datos inventados y ella lo imitó. Subieron a la habitación como el matrimonio Randall; se asearon, limpiaron como pudieron sus ropas y comieron con apetito los bocadillos que el hotelero les hizo llevar.

Cuando terminaron, Sarah se dejó caer en la cama. Blake bajó a la calle y caminó en la semioscuridad hasta encontrar un aparcamiento de taxis con sólo dos coches.

—Esta misma noche —le dijo a uno de los dos conductores—, tengo que ir a Elat. Lo espero a las tres de la mañana delante del quiosco de periódicos.

El hombre, un falacha, aceptó el encargo y Blake regresó al hotel. En las calles no se veía un alma y de vez en cuando pasaba algún vehículo militar de patrulla.

Encontró a Sarah durmiendo a pierna suelta con la luz encendida; ni siquiera había tenido fuerzas para apagarla. Puso el despertador de su reloj pulsera, apagó la luz y se dejó caer en la cama, completamente rendido. En la oscuridad notó que Sarah lo buscaba con la mano, la besó antes de quedarse dormido.

El zumbido insistente de su reloj lo despertó a las dos cuarenta y cinco; seguía mortalmente cansado y atontado por el breve sueño. Despertó a Sarah, que se sentó en la cama con la cara demudada.

—¿Qué… qué ocurre?

—Nos vamos. Aquí no me fío de nadie. Estoy seguro de que el hotelero tampoco se fía de nosotros. Al amanecer podríamos encontrarnos con una desagradable sorpresa. Nos espera un taxi dentro de quince minutos. Date prisa.

Blake dejó en la mesita de noche un billete de cincuenta dólares. Los dos fueron a la escalera antiincendios por donde bajaron despacio tratando de hacer el menor ruido posible. El viento seguía soplando con fuerza y la ciudad estaba envuelta en la bruma.

Blake y Sarah se escabulleron por la parte de atrás del hotel, enfilaron la calle principal ocultándose detrás de las acacias y mimosas que la flanqueaban.

En el primer cruce vieron el quiosco y, pocos metros más adelante, los faros de un coche que se aproximaba.

—El taxi —dijo Blake—. Estamos salvados.

El falacha los hizo subir: Blake delante y la chica atrás, y partió. Dejaron atrás Shamar, Elipaz, Beer Ora y llegaron a Elat cuando todavía no había amanecido; allí le indicaron al conductor que fuese hacia la frontera egipcia.

—Nos conformamos con que nos ayude a cruzar la frontera —le aclaró Blake al taxista—. Después nos arreglaremos.

El falacha asintió, llegó a la frontera egipcia y se detuvo ante el puesto de control.

—¿Tienes visado egipcio? —le preguntó Blake a Sarah.

—No.

—Da igual. Puedes hacértelo en la frontera. He cortado de mi pasaporte la página con la anotación que me calificaba de persona no grata. Espero que no se les ocurra contar las páginas. Y sobre todo que mis datos no figuren en los registros de frontera.

—¿Y si figuraran?

—Lo peor que nos puede pasar es que nos nieguen la entrada. En cuyo caso buscaremos un barco que nos lleve a los Emiratos.

Sarah se apeó, entró en el fotomatón, se hizo tres fotos tamaño carnet tan feas que no se reconoció y rellenó los impresos. Blake exhibió su pasaporte a un policía medio dormido, con los bigotes amarillos de nicotina, quien le selló el documento sin hacerle preguntas.

El egiptólogo suspiró aliviado y subió al coche, donde esperó a Sarah; luego le pidió al falacha que los llevara a la estación de autobuses. El lugar estaba vacío y el viento arremolinaba los papeles amarillentos y las hojas de periódico que cubrían las calles polvorientas. Sacó de la cartera un billete de cincuenta, el precio pactado, y se despidió del taxista estrechándole la mano.

—Adiós, amigo. Gracias. Si pudiera te daría más, pero me queda por delante un viaje largo y difícil. Shalom.

Shalom —contestó el falacha mirándolo con sus grandes ojos negros y húmedos de animal africano. Subió a su coche y desapareció envuelto en la polvareda.

La taquilla abrió poco después. Blake compró dos billetes para El Cairo, dos cafés con rosquillas de semillas de sésamo y fue a sentarse al lado de Sarah.

—Ya está hecho —dijo—; si llegamos a El Cairo nos presentaremos ante nuestra embajada, donde encontraremos quien nos ayude.

—Si llegamos a la embajada se habrán acabado nuestros problemas —dijo Sarah—. Alguien deberá explicarme lo que pasó en Râ’s Udâsh; se trata de una broma que no me ha sentado nada bien. No me gustan estos imprevistos.

—Ni a mí —reconoció Blake—, es algo que no consigo explicarme.

Hurgó en los bolsillos y encontró el paquete arrugado de Marlboro; sólo le quedaba un cigarrillo entero, los demás estaban rotos. Se lo llevó a los labios, lo encendió y aspiró con fruición.

—¿No te conformas con toda la porquería que tienes en los pulmones? —preguntó Sarah.

—Me relaja —dijo Blake—. Me siento como el protagonista de una película de acción que se ha quedado sin doble; me duelen todos los huesos; por dolerme hasta me duelen las uñas y el pelo.

Sarah lo miró. Blake lucía una mueca forzada que intentaba parecerse a una sonrisa, pero en el fondo no lograba ocultar la angustia, que ya no era producto del cansancio ni del dolor físico. Cuando la salvación se perfilaba cercana, William Blake reflexionó si no habría sido mejor para la humanidad que tanto él como su compañera hubiesen muerto ahogados en el polvo del desierto de Parán.

—¿Qué haremos con este secreto? —preguntó Sarah captando al vuelo sus pensamientos.

—No lo sé —dijo Blake—. En este momento no logro analizar lo ocurrido como un hecho real. Tengo la impresión de haberlo soñado.

—Pero llegará el momento de despertar…

—Entonces lo decidiré. Si fuera posible detener esta guerra revelando cuanto he visto… revelando que en ninguna parte existen Pueblos Elegidos, lo haría…

—Tal vez deberías hacerlo de todos modos. Por su naturaleza, la verdad exige ser revelada. ¿No te parece?

Blake movió negativamente la cabeza.

—Por su naturaleza, la verdad nunca es creída. En realidad el silencio casi siempre suele ser la única verdad posible…

El ruido del autobús al acercarse a la marquesina interrumpió sus palabras. Subieron los primeros; se sentaron en el fondo, seguidos, poco después, por otros pasajeros que fueron llegando uno a uno: las mujeres llevando pesados fardos, los hombres con cartones de tabaco americano, probablemente comprados en Aqaba.

Finalmente, el autobús arrancó con una sacudida y se puso en marcha aumentando progresivamente la velocidad. Mecida por el balanceo del vehículo y el ronroneo del motor, derrotada por el cansancio, Sarah apoyó la cabeza en el hombro de su compañero y se quedó profundamente dormida. Al principio, Blake intentó mantenerse despierto pero acabó cediendo al cansancio y la tibieza del cuerpo de Sarah.

Se despertó al notar que el autobús se detenía bruscamente y pensó que el conductor había hecho una parada en alguna estación de servicio para repostar. Cuando iba a acomodarse para seguir durmiendo sintió algo duro apoyado en su hombro y tuvo que despertarse del todo y darse la vuelta. Ante él encontró a un hombre que lo encañonaba con su metralleta.