William Blake regresó a su casa y se sentó en el escalón de la entrada a meditar sobre lo que haría las veinticuatro horas siguientes. Creía haber tomado la decisión más sabia al no revelarle a Maddox la identidad del personaje inhumado en la tumba de Râ’s Udâsh, pues no podía prever el efecto ni las consecuencias que la noticia tendrían en él.
Cuanto más lo pensaba, más conciencia adquiría de que el saqueo y la dispersión de ese ajuar funerario representaba una pérdida insoportable que debía impedir a toda costa. Desde hacía tiempo su mente había elaborado, casi inconscientemente, una especie de plan de salvamento que, con la misma espontaneidad, se le presentó en ese preciso instante como la única salida viable. Al recordar la actitud remisa exhibida durante la reunión con Maddox sintió disgusto y rabia y lo invadieron las ganas de reaccionar como fuese, de tomar la iniciativa. Pero solo no podía.
Fue a llamar a la puerta de Sarah.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó la muchacha invitándolo a pasar.
Tenía el cabello mojado por la ducha y llevaba camiseta; daba la impresión de estar a punto de irse a dormir.
—Intenté convencerlo por todos los medios, pero no hubo manera.
—Me habría sorprendido que lo consiguieras; su vanidad de intelectual es pura puesta en escena. A él sólo le interesa el dinero.
Y hablando de dinero, ¿te ha ofrecido alguna compensación?
—Sí, acreditarme una cantidad sustanciosa en una cuenta suiza.
—Espero que la hayas aceptado.
Blake guardó un incómodo silencio.
—No habrás cometido alguna locura… —insistió Sarah, alarmada.
—No, no. He aceptado… mejor dicho, le he hecho creer que estaba dispuesto a aceptar.
—Lo importante es que te haya creído. De lo contrario eres hombre muerto.
Le echó los brazos al cuello y lo besó.
—Me he acostumbrado a la idea de que existes y me fastidiaría tener que darte por perdido.
—A mí también, la verdad sea dicha.
—Entonces, nada de locuras. Mañana por la noche, Maddox lo entregará todo a esos fanáticos y, si te necesita, tú le echarás una mano. Cobraremos nuestro dinero, nos largaremos de este agujero y haremos como si jamás hubiésemos pisado esta tierra. Yo ya he cumplido con mi parte. Y tú también. De haber podido hacer más y mejor, lo habríamos hecho. Pero ha llegado la hora de levantar el vuelo, créeme. De un momento a otro aquí puede armarse la de Dios es Cristo, tú ni te lo imaginas… Pasado mañana estaremos en vuelo hacia Estados Unidos y si te he visto no me acuerdo.
»En cuanto haya terminado ciertos asuntos te iré a buscar para pasar un fin de semana en el lago. Alquilaremos una cabaña donde pasaremos unos días. Mira que sé cocinar…
—Sarah, estoy pensando en ir a Râ’s Udâsh.
La muchacha se quedó muda.
—Y quiero que me ayudes.
—Estás como un cencerro. ¿Qué vas a hacer en Râ’s Udâsh?
Blake sacó del bolsillo su libreta y trazó un diagrama.
—Escúchame; cuando desescombramos la galería no lo quité todo. El derrumbe se había compactado en la parte de arriba. Lo alisé con la llana para que pareciera el fondo de un nicho, pero golpeando con un pico podemos abrir la abertura al pasillo lateral y comprobar hasta dónde lleva. Debería comunicar con alguna salida o tal vez con otra cámara.
—¿Y si así fuera?
—Mi plan es el siguiente: si encontramos la salida quiero poner a salvo el mayor número de piezas posible y luego cerrar la galería y bloquear las entradas.
—Creo que no te das cuenta de…
—No, Sarah, lo tengo todo pensado. En la tumba hay cinco piezas de cierto tamaño; tres son de madera y dos de caliza pintada. Las de caliza pesarán aproximadamente cincuenta kilos, pero entre los dos las podremos transportar sin grandes dificultades. Las estatuas de madera son ligeras. Las demás piezas: pebeteros, reposacabezas, candelabros, vasijas, copas, armas y joyas, en total cincuenta y seis, son de dimensiones reducidas. Necesitaremos como mucho hora y media. Otra hora para cerrar el sarcófago: lo haremos bajar aplicando cuñas cada vez más pequeñas.
»Otra media hora más para colocar las cargas y enterrar todo el complejo bajo miles de metros cúbicos de arena. Inmediatamente al este de la abertura creada por Maddox está esa loma, ¿recuerdas? Si hacemos estallar una carga en mitad de la cuesta, bastará para que el derrumbe caiga hacia la entrada y la sepulte.
—Ahora lo entiendo —dijo Sarah—, a ti te importa un cuerno el fin de semana y todo lo demás, lo único que te importa es tu puñetero honor académico. Regresas a Estados Unidos, presentas la documentación y después vuelves aquí para sacarlo todo a la luz: el descubrimiento arqueológico más espectacular de todos los tiempos. Aplaudirán y pedirán mil perdones al gran William Blake y hasta es posible que le ofrezcan la dirección del Instituto Oriental.
—Estás muy equivocada, yo…
—¿No has pensado en las consecuencias? Tu descubrimiento sembrará la confusión en dos terceras partes de la humanidad, minará uno de los pilares del judaísmo, el islam y el cristianismo.
—Han muerto Ra y Amón, Baal y Tanit, Zeus y Poseidón; también puede declinar el Yahveh de Israel sin que Dios deje de existir.
—Te ayudaré a colocar la carga explosiva dentro de la tumba, es la mejor solución. Créeme.
—No, Sarah. Si esa tumba llegó intacta hasta nuestros días después de tres mil años, no tenemos derecho a destruirla.
—Pero tu plan es imposible, no podemos alejarnos del campamento sin que se den cuenta…
—Tú lo has hecho.
—No tenemos explosivos…
—No será difícil entrar en el depósito. Los obreros tienen las llaves, invéntate alguna excusa…
—No tenemos ni puñetera idea de lo que hay detrás de ese muro al final del pasillo del derrumbe. Podría haber otro derrumbe, podríamos acabar atrapados y morir asfixiados…
—Si no me ayudas, lo haré yo solo.
Sarah inclinó la cabeza.
—¿Qué me contestas?
—Te ayudaré. Porque si no lo hago te matarán. Pero cuando todo haya acabado, te pasaré factura.
—Por mí, de acuerdo.
—Me figuro que te habrás dado cuenta de que aquí no podremos volver. ¿Se te ocurre alguna idea para después?
—El todoterreno siempre lleva reserva de agua y gasolina. Cogeremos provisiones y algunas raciones de subsistencia y nos iremos. Yo evitaría usar el camino de Mitzpe Ramon e iría hacia el sur, por el valle del Arabah hasta Yotvata y Elat. Desde allí ya se verá por dónde seguiremos… Bien, me voy al depósito.
—Mejor no. Ya me ocupo yo. Tú despertarías sospechas. Recoge tus cosas, llena las cantimploras y reúnete conmigo en el aparcamiento dentro de quince minutos. No te olvides de la crema solar, es muy probable que nos quememos.
Blake entró en su casa y empezó a preparar sus cosas. Se sentía dominado por un extraño entusiasmo; aquella reclusión se le había vuelto insoportable y la idea de alejarse de ese campamento y de esa gente le parecía un sueño. Miró muchas veces el reloj contando los minutos y fumó nerviosamente el último cigarrillo antes de salir.
La luna todavía no había salido por detrás de las colinas, pero la claridad difusa que se apreciaba hacia el este indicaba que el astro se disponía a asomar su rostro sobre el desierto de Parán.
Cuando faltaban pocos minutos para la cita, Blake apagó el cigarrillo, fue al cuarto de baño y se coló por la ventana después de haber lanzado la mochila.
Se detuvo para mirar hacia el fondo del campamento y vio una sombra oscura que se acercaba a hurtadillas al aparcamiento: era Sarah.
Agazapado en la oscuridad fue sigilosamente en la misma dirección hasta que se le acercó bastante.
—Estoy listo —susurró.
—Yo también —dijo Sarah—. Muévete, partimos enseguida.
Se disponía a dejar la mochila en la caja del todoterreno; ni tiempo de moverse tuvo cuando se oyó el ruido del generador y de pronto el campamento quedó iluminado como en pleno día.
—¡Alto ahí, no os mováis! —ordenó una voz.
—¡Maldita sea, es Maddox! —profirió Sarah—. ¡Sube! ¡Larguémonos!
—¡Detenedlos! —gritó Maddox a un grupo de hombres que se acercaban a él.
Blake subió de un salto al todoterreno mientras Sarah arrancaba y salía a toda velocidad. Los hombres de Maddox echaron a correr hacia el aparcamiento y empezaron a disparar y a gritar:
—¡Alto!
—¿Qué hacen? —preguntó Sarah sin atreverse a apartar la vista del camino.
Blake miró hacia atrás y lo que vio lo dejó sin respiración.
—¡Dios santo! —exclamó aferrando a Sarah del brazo—. ¡Mira, mira hacia ahí!
Sarah echó un vistazo hacia donde le indicaba: infinidad de haces luminosos hendían la oscuridad del cielo, se oyó el golpetear entrecortado de hélices y el fragor de motores a máxima velocidad.
—¡Son helicópteros de asalto! —gritó—. ¡Larguémonos de aquí!
Pisó el acelerador a fondo mientras los hombres de Maddox abordaban los jeeps y maniobraban para salir del aparcamiento.
No les dio tiempo; a sus espaldas, ráfagas enceguecedoras penetraron la oscuridad; el estruendo ensordecedor de los cañones, que alcanzaban con letal puntería casetas, vehículos y depósitos, se apoderó del lugar. El ruidoso martilleo de los cañones fue acompañado por el tableteo de las armas automáticas que barrían el suelo en el cono de luz de los proyectores frontales, levantando nubes de arena y lanzando al cielo negro miles de piedras incandescentes como meteoros.
Los jeeps saltaron por los aires como juguetes de latón; cuando las descargas alcanzaron el depósito de explosivos, la explosión que siguió sacudió las montañas y una inmensa bola de fuego iluminó la zona varias millas a la redonda.
—¿Qué ocurre? ¿Qué diablos ocurre? —gritaba Sarah sin apartar la vista del camino.
—Los helicópteros atacan el campamento y lo están arrasando —gritó Blake—. Es un infierno. Disparan sin piedad a todo lo que se mueve.
Sarah apagó los faros y avanzó sólo con las luces de posición para que no los descubriesen.
—¡Van a bajar! —aulló Blake, que vigilaba la retaguardia—. El campamento ha quedado detrás de las colinas, pero los helicópteros vuelan en círculos más grandes y están bajando.
Los helicópteros se ocultaron detrás del perfil de las colinas pero el fulgor de los reflectores y las estelas de las balas trazadoras iluminaron el cielo con la claridad de un amanecer fantasmagórico.
El golpeteo de las hélices de los rotores y el ruido de los motores fue cuanto se oyó durante un rato, después se reinició el tableteo de armas automáticas.
—Han aterrizado. Probablemente están peinando el terreno palmo a palmo. ¡Acelera! Debemos alejamos lo más de prisa posible.
—Ya estamos a cinco kilómetros —dijo Sarah—, el peligro debería haber pasado.
La luna se elevaba en el cielo bañando con su intensa claridad la superficie blanquecina del desierto. Sarah mantuvo el ritmo durante un buen trecho y pudo aumentarlo al entrar en la zona llana de la hammâda.
El todoterreno avanzaba como un bólido dejando atrás nubes de polvo lechoso atravesadas por los rayos de la luna.
Al llegar a la zona de Râ’s Udâsh, Sarah apagó el motor, se apeó y se dejó caer en el suelo completamente exhausta.
Blake se le acercó.
—Nunca he conducido un trasto como éste, pero habría podido relevarte si me hubieses explicado cómo…
—Olvídalo —le contestó—. Nos salvamos de milagro. Un minuto más y…
—¿Pero quiénes serían?
—No lo sé. No he visto nada porque tenía que mirar por dónde iba. ¿No has reconocido ningún símbolo en los laterales de los helicópteros?
—Con ese infierno de tiros, explosiones, balas trazadoras… no se distinguía nada; además, nos alejamos muy de prisa.
—Maddox debe de haberle tocado las narices a alguien y ese alguien se lo ha tomado muy mal —aventuró Sarah—. Dios mío, nos salvamos por los pelos.
—En dirección a Mitzpe todavía se ve el resplandor de los incendios, mira.
Sarah se incorporó, oteó el horizonte hacia el norte, donde se veía el confuso palpitar de luces tras la línea baja y ondulada de las colinas.
—Ya —dijo—. ¿Y ahora qué piensas hacer? Me parece que tu plan no tiene ahora demasiado sentido.
—Es verdad —respondió Blake—, pero de todos modos quiero bajar al hipogeo para examinar el pasillo lateral y cerrar el sarcófago. Después colocaré las cargas.
Sacó la pala del todoterreno y quitó la arena de la superficie de la plancha de acero. Cogió la cuerda del cabrestante y la ató a la anilla de enganche.
—Será mejor que nos vayamos enseguida —sugirió Sarah—. Alguien podría haber descubierto que huimos. No creo que aquí estemos muy seguros.
—Ayúdame, venga —le pidió Blake como si no la hubiese oído.
—Por el motor en marcha y tira de la plancha. Con que la subas medio metro podremos entrar. Bajaremos con una soga.
Sarah obedeció, hizo marcha atrás y aceleró; las ruedas del todoterreno se hundieron en la hammâda y el vehículo derrapó hacia ambos lados hasta encontrar el punto de apoyo necesario para hacer fuerza. La plancha se deslizó despacio hacia atrás dejando al descubierto parte de la entrada. Blake se ató un extremo de la soga a la cintura y el otro a la anilla de enganche de la plancha y se dejó caer al interior.
Encendió la lámpara de neón y miró a su alrededor: todo estaba en orden; la tapa del sarcófago seguía apoyada sobre el rudimentario mecanismo de elevación inventado por él. Quitó el plástico que envolvía el sarcófago y subió al escabel; se quedó inmóvil y ensimismado contemplando la máscara que cubría el rostro de la momia.
El realismo impresionante del retrato reproducía las facciones de una cara austera y mayestática, la expresión severa y poderosa de un hombre acostumbrado a guiar multitudes sólo con la fuerza de la mirada.
Al notar la mano de Sarah apoyada en su brazo se sobresaltó, como si acabaran de despertarlo de repente.
Bajó en silencio y unió con una estaca las palancas de los cuatro gatos, de manera tal que la misma persona pudiese accionarlos al mismo tiempo. Con ayuda de Sarah los subió hasta liberar las cuñas del peso de la tapa, colocó otras cuñas de menor espesor y bajó los gatos haciendo descender poco a poco la tapa hasta cerrar el sarcófago por completo.
—Hemos tardado sesenta y cinco minutos —dijo al acabar, mientras se secaba la frente y miraba el reloj—. Más de lo previsto.
—Siempre se tarda más de lo previsto —observó Sarah—. Y ahora, por favor, vámonos mientras sea de noche.
Blake se colocó en dirección del pasillo lateral del cual había eliminado el derrumbe y empuñando la piqueta dijo:
—Déjame comprobar qué hay allá.
—Vámonos —insistió Sarah—. Este lugar no me gusta. Además, no terminaste de contarme la historia de la maldición…
—No hubo mucho tiempo para explicaciones.
—Ya. De todos modos es hora de marchamos. Cerremos este agujero, hagamos estallar las cargas y larguémonos para Yotvata. Si el trasto ese de ahí fuera aguanta, llegaremos a Elat antes de que cambie el tiempo. El todoterreno hace como máximo setenta por hora, o sea una media de entre cuarenta y cincuenta. ¿Lo habías tenido en cuenta? Diablos, siempre podrás volver cuando todo se haya calmado y excavar hasta el centro de la tierra si te apetece. Pero ahora salgamos de aquí.
—Tardaré media hora, nada más —dijo Blake—. Dame media hora y después nos marcharemos. No sé si podré volver aquí; quiero comprobar qué hay ahí detrás. Alúmbrame, por favor.
Sarah enfocó el pasillo del derrumbe con su lámpara de neón y Blake empezó a excavar el fondo compacto como si demoliera un muro. Al cabo de poco notó que la piqueta encontraba el vacío.
—Lo sabía —dijo con entusiasmo creciente—, del otro lado hay una cavidad.
Sin dejar de jadear ensanchó la abertura y le pidió a Sarah que le pasase la linterna para iluminar el hueco detrás de la masa de escombros.
—¿Qué hay? —preguntó Sarah.
—El resto del derrumbe; tapona parcialmente una galería que sube en rampa.
—Nos quedan quince minutos —dijo Sarah—. Me lo has prometido.
Blake siguió excavando con la piqueta y echando atrás los escombros hasta abrir otro hueco lo bastante amplio para permitir el paso de una persona.
—Vamos —ordenó y empezó a avanzar hacia el otro lado.
Sarah lo siguió, insegura, iluminando el estrecho pasaje con la lámpara de neón. Recorrieron aproximadamente diez metros cuando se detuvo de pronto y aguzó el oído.
—¿Qué ocurre? —preguntó Blake.
—Los helicópteros… maldita sea, esperaron que clareara para seguir las huellas del todoterreno.
—No tiene por qué ser así, Sarah. No es la primera vez que vemos helicópteros sobrevolando esta zona…
Pero el ruido se hizo cada vez más cercano e intenso. Al cabo de nada se oyó el tableteo de las ametralladoras.
—¡Salgamos de aquí, de prisa! —exclamó Sarah.
Se disponía a volver sobre sus pasos pero en ese preciso momento una explosión sacudió la tierra bajo sus pies; un relámpago iluminó el hipogeo y el pasillo. Inmediatamente después ambos fueron sacudidos por un golpe sordo y quedaron sumidos en la oscuridad.
—Le han dado al todoterreno y las cargas de explosivo. ¡Nos han enterrado vivos!
—Todavía no —dijo Blake—. Date prisa, vamos por aquí. ¡Alumbra, alumbra!
Se oyó otra explosión.
—Los bidones de gasolina… —dijo Sarah encaramándose a la rampa.
En ese momento, a sus espaldas se oyó un ruido siniestro, una especie de chirrido seguido del fragor impresionante de un derrumbe.
—¡Dios mío, las vibraciones han provocado el desmoronamiento del túnel! —gritó Sarah—. ¡Salgamos de aquí ahora mismo!
El túnel se estrechaba y el recorrido era ligeramente ascendente; Sara y Blake avanzaron impulsados por la desesperación, empapados de sudor, con el corazón galopando enloquecido y aterrados por obra de la claustrofobia y la sensación de aplastante opresión.
Avanzaban a la carrera, perseguidos de cerca por el continuo derrumbe de piedras y arena, envueltos en densas nubes de polvo sofocante que la lámpara apenas conseguía penetrar. Blake se detuvo, petrificado, con la vista clavada en el flanco izquierdo del túnel donde se abría una especie de nicho.
—¡Vamos! —aulló Sarah—. ¿A qué esperas? ¡De prisa! ¡De prisa!
Pero Blake estaba paralizado por lo que acababa de ver o creía ver ante si: un brillo confuso de alas doradas dentro de la nube de polvo blanco, bajo la bóveda de piedra, y los fulgores velados de un tesoro.
Sarah lo aferró del brazo y tiró de él apartándolo justo antes de que la bóveda del túnel se desplomara sobre su cabeza y siguió tirando de él hasta que creyó que el corazón le estallaría. Sin fuerzas ya, los dos se dejaron caer en el fondo de la galería.
Se hizo el silencio interrumpido de vez en cuando por alguna piedrecilla desprendida de las paredes. Al disiparse la polvareda vieron que soplaba algo de aire y la arrastraba despacio hacia lo alto.
—Allá arriba hay una abertura —señaló Sarah con voz entrecortada—. Tal vez consigamos llegar.
Blake se levantó el primero; le sangraba la frente por los rasguños y golpes de las piedras caídas de la bóveda; tenía las manos en carne viva y el rostro cubierto de un emplasto de sudor y polvo blancuzco. Blandía en la mano la piqueta y parecía fuera de sí, como loco.
—Debo volver a bajar —dijo retrocediendo—. No sabes lo que he visto…
Sarah lo aferró por ambos brazos y lo puso de espaldas a la pared.
—¡Por el amor de Dios, Will! Lo importante ahora es ponernos a salvo. Si no salimos de aquí moriremos. Vámonos, por lo que más quieras, salgamos…
Blake salió entonces de su extraña catatonia y reemprendió el ascenso volviéndose de vez en cuando, hasta que vieron la claridad.
Finísimos rayos de luz se colaban por una grieta al fondo del túnel que terminaba en ese punto.
Blake se acercó, levantó la piqueta para ensanchar la grieta, vio caer el polvo y oyó voces amortiguadas. Le hizo señas a Sarah para que no se moviese ni hiciese ruido y apoyó la oreja en la grieta: oyó pasos que se alejaban y, más lejano, el golpeteo de las hélices de un helicóptero girando al mínimo.
—Han aterrizado —bisbiseó—. Patrullan la zona, probablemente nos estén buscando.
—¿Logras escuchar en qué idioma hablan? —preguntó Sarah.
—No. Están lejos y el ruido del helicóptero no deja oír bien las voces. Sugiero que tratemos de salir y lo comprobemos.
Agrandó la grieta con la piqueta hasta pasar la cabeza y los hombros y entró en una pequeña cueva donde flotaba un insoportable olor a orina. En el suelo se veían huellas recientes de botas militares.
Cuando Blake terminó de examinar el lugar ayudó a salir a Sarah.
—¡Caray! —exclamó la muchacha—. ¿A qué huele aquí?
—A pis de íbex. Usan estas cuevas como refugio nocturno y la arena del suelo está cubierta de sus excrementos. He visto muchas como ésta en todo Oriente Medio. Anda, comprobemos qué pasa.
No terminó de pronunciar estas palabras cuando oyó el motor del helicóptero aumentar de revoluciones y notó el silbido de las hélices en el aire.
Se arrastraron por el suelo de la cueva hasta asomarse a la entrada y se encontraron en la ladera de la colina de Râ’s Udâsh que dominaba el campamento donde habían trabajado todo ese tiempo; densas columnas de humo negro ascendían hacia el cielo. El helicóptero se había alejado.
—¡Qué desastre! —exclamó Blake.
El todoterreno había sido alcanzado de lleno y lo que quedaba de él estaba esparcido por todas partes. La explosión había dejado un cráter y los escombros caídos formaban un túmulo a la entrada del hipogeo.
Dos cargas de explosivo y cuatro bidones de gasolina se habían salvado.
—Menudo golpe —dijo Sarah mientras el helicóptero no era más que un pequeño punto en el cielo gris—. ¿Pudiste ver si tenía algún distintivo?
Blake movió negativamente la cabeza.
—No he visto nada. ¿Has examinado las pisadas de las botas?
Sarah echó un vistazo a las huellas que cubrían la entrada de la cueva.
—Botas impermeables tipo OTAN. Son las más comunes y forman parte del material de decenas de ejércitos. Por lo que yo sé, podrían ser egipcios, norteamericanos, saudíes, israelíes. De todos modos, el helicóptero era de fabricación occidental, lo cual no aclara mucho.
—Sólo nos quedan las provisiones que llevamos encima —anunció abriendo la mochila—. ¿Qué llevas tú?
Blake abrió su mochila y contestó:
—Una cantimplora de agua, varias barritas de cereales, dos latitas de carne, galletas, una lata de dátiles y otra de higos secos.
—¿Nada más?
—Cerillas, cordel, aguja e hilo, navaja suiza, pastilla de jabón, crema solar. Las chucherías de siempre… además, mapa topográfico y brújula.
Bajó hacia la llanura desierta. Empezaba a clarear; el viento frío del norte aplastó contra el suelo la columna de humo transformándola en negra serpiente que se alejó a rastras entre las piedras de la hammâda.
Sarah vio a Blake darse la vuelta, mirar a su izquierda e inclinarse para recoger algo.
—¿Qué has encontrado? —le preguntó poniéndose a su lado.
William Blake le enseñó la Biblia que acababa de rescatar; sus páginas estaban chamuscadas por la explosión.
—No se ha salvado nada más —dijo—. No se ha salvado nada más…
—Si hubiesen sido occidentales la habrían recogido, ¿no crees? A lo mejor eran árabes… En fin, es inútil devanarse los sesos. Me temo que no conseguiremos averiguar nada.
Se sentaron en el suelo y bebieron con parsimonia de sus cantimploras. Blake sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno sin apartar la vista de la nube de humo que seguía arrastrándose sobre la desierta planicie. Parecía distante, ausente.
—El camino de Yotvata sigue siendo la mejor solución —dijo Sarah—. Si racionamos el agua y las provisiones, llegaremos. Son ciento treinta kilómetros.
—Ya —dijo Blake—, siempre y cuando esta noche no nos sorprenda la tormenta.
—No está escrito que vaya a afectar también esta zona.
—Es verdad, no está escrito. Pero es posible.
—Will.
—¿Sí?
—¿Por qué te detuviste en el túnel? Casi no sales de ahí.
—Vi…
—¿Qué viste?
—Alas de ángeles… eran de oro.
—Estás cansado —dijo Sarah moviendo la cabeza—, ves visiones…
—A lo mejor creí ver…
—¡Ver qué, por el amor de Dios!
—Los ángeles de oro arrodillados sobre… sobre el Arca. Había otros objetos, vasos, incensarios…
Sarah lo miró a los ojos con incredulidad.
—William Blake, ¿estás seguro de no haber perdido la chaveta?
—Sí —contestó Blake—. Ahora por fin lo tengo todo claro. Sé por qué encontramos esa sandalia en la tumba y tal vez también sepa a quién pertenecía.
Hojeó la Biblia medio quemada ante los ojos de la muchacha y le preguntó:
—¿Lo ves? Lo he descubierto aquí… en un pasaje del Libro de los Macabeos.
Sarah lo contempló con estupor y se cerró la cazadora de algodón aunque no la abrigara demasiado del viento punzante que soplaba desde el norte con fuerza creciente.
—Esa sandalia se remonta más o menos a la época en que los babilonios, guiados por el rey Nabucodonosor, asediaron Jerusalén. Alguien debió de darse cuenta de que los paganos no tardarían en irrumpir en la ciudad para profanar el Templo, saquear el tesoro y llevarse el Arca. A través de algún pasadizo secreto conocido únicamente por dicha persona, sustrajo los tesoros y se los llevó lejos. Su meta era un lugar en el desierto de Parán, donde habían levantado el primer santuario bajo la tienda, a los pies del monte Sinaí. Allí escondería el Arca, donde había estado por primera vez. Quizá encontrara la pequeña cueva por casualidad y pensara que podría ser un buen escondite, o tal vez sabía que cerca del antiguo Santuario de la Tienda había una cueva y hacia ella fue deliberadamente.
»Bajó al túnel, depositó su tesoro en un nicho abierto en la pared…
—¿Y después? —inquirió Sarah con gran interés, aturdida casi por el vértigo que le daba aquel pasado tan lejano.
Blake siguió diciendo:
—El hombre había cumplido con su deber y se disponía a regresar sobre sus pasos, pero el túnel que se hundía en las entrañas de la tierra y parecía estar esperando su visita desde hacía muchos años le llamó poderosamente la atención y avivó su curiosidad, de modo que en lugar de volver a la superficie empezó a bajar.
»Seguramente alumbraba su camino con la llama temblorosa de un candil y cuando, sin saberlo, se encontró frente a la entrada de la tumba puso en marcha el rudimentario mecanismo que la protegía provocando el derrumbe hacia el interior del hipogeo de la masa enorme de escombros. En ese preciso momento, arrastrado al interior de la tumba por la avalancha de piedras, perdió la sandalia, único objeto en aquel pequeño universo fúnebre de otra época.
»Probablemente él también cayó con las piedras; pero el derrumbe se detuvo pronto porque las filtraciones de agua, al empapar la caliza, acabaron provocando la cimentación de la mezcla. La entrada no quedó obstruida del todo y tal vez al hombre le dio tiempo de ver el interior de la tumba y leer las primeras líneas de la inscripción si, como es probable, conocía los jeroglíficos egipcios.
»Si intuyó la verdad, debió quedar conmocionado. Presa de la desesperación, ganó otra vez la salida y desapareció sin dejar rastros.
—¿Quién era ese hombre? Has dicho que sabías a quién pertenecía la sandalia —dijo Sarah.
Blake hojeó las últimas páginas del grueso volumen, medio quemadas por las llamas.
—Este libro contiene un apéndice valiosísimo: los apócrifos del Antiguo Testamento. Son textos que leí muchas veces en el curso de mis investigaciones, pero la otra noche releí un pasaje que me iluminó.
—¿Qué pasaje? —insistió Sarah, quien no lograba entender del todo cómo se las arreglaba Blake para encontrar pistas dejadas hacía treinta siglos, como el detective que llega a la escena del delito a las pocas horas de ocurrido éste.
—Es un texto apócrifo de Baruc. Dice que durante el sitio de Jerusalén su maestro desapareció de la ciudad y estuvo ausente dos semanas. Su maestro era el mismo hombre del que habla el Libro de los Macabeos, el profeta Jeremías. Dos semanas son exactamente el tiempo necesario para llegar aquí desde Jerusalén a lomos de mula y regresar. Sí, el hombre de la sandalia era Jeremías, el profeta que lloró la desolación de Jerusalén, abandonada por su pueblo y sus reyes, sometidos a la esclavitud.
Sarah no dijo palabra; se quedó mirando fijamente el vacío mientras el viento lanzaba su aliento sobre sus cabellos empolvados y en el interior de su alma desierta.
—Vámonos, Blake —dijo de pronto—. Tenemos que emprender la marcha. El camino es largo y difícil. Si la tormenta de arena nos sorprende aquí estaremos realmente perdidos.
—Espera —dijo Blake—. Yo te lo he contado todo sobre mí, pero todavía no sé quién eres.
—En realidad soy técnica, ya lo has visto con tus propios ojos. Hice mi trabajo para la Warren Mining. Pero me mandó una organización privada que trabaja por encargo del FBI. Hacía tiempo que tenían fichado a Maddox y la Oficina sospechaba de esta campaña justo en esta época y en este lugar. Es todo. Pero no trabajo como empleada; tengo mis puntos de vista y mi forma de actuar y cuando me encuentro en estas situaciones me muevo como mejor me parece.
—Ya me he dado cuenta.
—Al principio tampoco confiaba en ti porque en mi trabajo sé que no puedo fiarme de nadie. Después, en la medida de lo posible, traté de mantenerme al margen, porque estaba segura de que de una manera u otra acabarías provocándolos y te eliminarían. Y ahora hazme el favor, vámonos.
Avanzaron por el páramo llano y yermo, donde se veían aquí y allá arbustos espinosos agostados por la sequía. Entretanto el sol se había elevado sobre el horizonte, empezaba a calentar la atmósfera y la inmensa planicie comenzó a titilar por obra de infinidad de astillas de sílex negro que la cubrían.
Se detuvieron con el sol alto en el cielo y comieron algo, pero no había ni una sola sombra bajo la cual resguardarse de aquellos rayos despiadados.
Blake intentó situarse en el mapa topográfico mientras Sarah mordisqueaba una barrita de cereales.
—¡Pensar que en la oficina de Pollack había un LORAN portátil que nos habría permitido saber exactamente dónde estamos, con un margen máximo de error de diez metros!
—Debemos arreglamos con lo que tenemos —dijo Blake—. Así, a ojo, habremos recorrido quince kilómetros. Si seguimos a este ritmo, al anochecer deberíamos llegar al camino de Beer Menuha, más o menos aquí —dijo señalando con el dedo en el mapa topográfico.
Miró hacia el este, donde se había instalado una niebla blanquecina.
—Todavía no me has contado qué decía el resto de la inscripción —dijo Sarah.
—Es cierto —repuso Blake.
Dobló el mapa, guardó la brújula y echó a andar bajo el sol agostador.
La noche del cinco de febrero, Selim Kaddoumi aterrizó en el aeropuerto de Luxor; de allí fue en taxi hasta los suburbios de la ciudad, pagó al chófer y siguió a pie.
Necesitó alrededor de veinte minutos para llegar a su vieja casa donde sólo quedaba su madre, quien al principio no quiso abrirle porque no podía creer que fuera él y que se presentara a esas horas de la noche sin siquiera avisarle.
—Madre —le dijo—, le explicaré todo más tarde. Ahora debo atender un asunto importante.
Se despojó de sus ropas occidentales, se puso la jalabiyya y salió a toda prisa por la puerta trasera. Anduvo casi media hora hasta llegar a una zona solitaria, en las lindes del desierto. No lejos de un pozo se veían los penachos de las palmeras y poco después vio llegar a un muchacho para llenar de agua su cántaro.
Se le acercó y le dijo:
—Salam aleykum, ¿no es demasiado tarde para venir por agua al pozo? Con esta oscuridad, corres peligro de caerte dentro.
—Aleykum salam, el-sidî —respondió el muchacho sin inmutarse—. Vengo por agua cuando tengo sed.
Selim se descubrió la cabeza y se acercó.
—Soy Kaddoumi. ¿Dónde está Alí?
—Alejémonos de aquí —sugirió el muchacho—. Sígueme.
Enfilaron un sendero iluminado por la luna llena; pronto llegaron a la cima de una loma baja. Al fondo, en el centro del valle, se veía el pueblo de Al-Qurna. Se detuvieron ante una casucha en mitad de la ladera. El muchacho empujó la puerta e hizo pasar a su acompañante.
—Aquí no veo a nadie —observó Selim.
—Imagino que Alí te ha dicho que lo vigilan. Anda por aquí la misma gente de la otra vez, ¿entiendes? Es preciso extremar las precauciones. ¿Traes el dinero?
El joven asintió.
—Entonces espera aquí. El vendrá en el curso de la noche. Si al salir el sol no lo has visto aún, vuelve mañana por la noche sin que nadie te vea y espera hasta que llegue… Inshallah.
—Inshallah —repitió Selim.
El muchacho cerró la puerta y el ruido de sus pasos se alejó por el sendero que conducía a Al-Qurna.
Selim apagó el candil y esperó fumando en silencio, envuelto en la oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, el cuarto vacío, de paredes de barro, se le apareció luminoso bajo los rayos azulados de la luna llena. Estaba cansado después del largo viaje y a esas horas el sueño lo vencía pero pugnaba por mantenerse despierto. Acompañaba la espera fumando un cigarrillo tras otro y paseándose por la exigua habitación. De vez en cuando miraba por las rendijas de los postigos para comprobar si se aproximaba alguien por el valle.
Vencido por la fatiga, reclinó la cabeza contra el respaldo de la silla y se quedó dormido. Durmió mientras el cansancio pudo más que la incomodidad y el entumecimiento provocado por la dureza de la silla. Cuando abrió los ojos y miró a su alrededor se encontró envuelto en una extraña oscuridad; una luz siniestra y rojiza invadía el cuarto. Se acercó a la ventana para mirar fuera y ante sí vio el disco lunar suspendido sobre las casuchas de Al-Qurna, surcado de sombras rojas que lo cubrían casi por completo.
Jamás había visto un eclipse parecido: la sombra no ocultaba el disco lunar, sino que lo velaba con su bruma sangrienta, y la faz desfigurada del astro proyectaba sobre el valle un silencio profundo y completo, como si los animales de la noche contemplaran azorados aquella inquietante transfiguración.
Selim se sintió mortalmente cansado y pensó en marcharse; cuando recogía del suelo el maletín se abrió la puerta y una negra silueta ocupó por completo el vano. Se estremeció.
—¿Eres tú, Alí? —preguntó.
La silueta se balanceó brevemente y cayó hacia adelante. Selim la aferró antes de que se desplomara, la tendió en el suelo con delicadeza y le colocó la chaqueta debajo de la cabeza.
—¿Eres tú… Alí?
Encendió el mechero y bajo su débil llama reconoció al amigo mortalmente pálido. Al retirar la mano con la cual le sostenía la espalda comprobó que estaba empapada de sangre.
—¡Oh, Alá, clemente y misericordioso! Amigo… amigo mío… ¿qué te han hecho?
—Selim… —dijo el joven con un hilo de voz—, Selim… el papiro…
Tenía la frente perlada de frío sudor.
—¿Dónde está? ¿Dónde está?
—Winter Palace… el hombre calvo de bigote pelirrojo… lleva una bolsa con hebillas… de plata.
Contempló la luna roja con ojos aterrados, lanzó un prolongado suspiro y su cuerpo se aflojó.
Selim miró a su alrededor con aire extraviado, aguzó el oído y le llegó el gemir lejano de sirenas. No tardaría en encontrarse como el doctor Blake, pero en una situación mucho más peligrosa. Debía marcharse de inmediato. Le cerró los ojos a su amigo y se internó en la noche corriendo cuanto le permitían las piernas hacia el fondo de un wadi que partía en dos el valle a su derecha, a algo más de medio kilómetro.
Apenas le dio tiempo a lanzarse detrás de un peñasco cuando vio dos vehículos de la policía subir la colina a gran velocidad y detenerse delante de la casucha donde yacía su amigo muerto. De no haber reaccionado con la presteza necesaria lo habrían descubierto con las manos ensangrentadas, junto al cadáver.
Esperó que desaparecieran y después de asegurarse de que no había nadie en las inmediaciones echó a andar despacio hacia el sendero por donde había llegado.
Cuando estuvo en el patio de su casa sacó un cubo de agua del pozo y metió en él las manos. El agua se tiñó de rojo.