Esta vez el mensaje es muy breve —dijo Pollack con una sonrisa idiota al ver que Blake enviaba a su colega sólo cinco ideogramas transcritos de una hoja de papel.

—Ya —dijo Blake, lacónico.

—¿Es eso todo?

—Sí. Podemos ir a cenar. El señor Maddox y los demás nos estarán esperando.

Mientras Pollack apagaba el ordenador, Blake se reunió con el resto de los comensales bajo la tienda beduina, se sentó y saludó con un movimiento de cabeza. La tensión era palpable alrededor de la mesa. Maddox llevaba la incomodidad reflejada en el rostro, como si tuviera escritas en la frente sus intenciones para las veinticuatro horas siguientes. No obstante, al llegar Blake dijo:

—Quiero felicitar al doctor Blake por la brillantez del trabajo desempeñado y espero que pueda revelarnos lo antes posible el contenido de la inscripción copiada del sarcófago y su interpretación del derrumbe hallado en el interior de la tumba.

Hablaba con afectación, como si fuese del oficio. Otra de sus costumbres.

Blake le dio las gracias y dijo que necesitaría trabajar algunas horas más para redactar un informe exhaustivo, pero que le faltaba poco para concluir su investigación. La conversación continuó con intermitencias por los mismos y arduos cauces, como si después de cuanto habían visto y vivido aquel día los temas escasearan.

Sin embargo resultaba claro que todos los presentes estaban sumidos en sus propios pensamientos, o tal vez fuera una extraña electricidad que flotaba en el aire la que influía en el humor y la actitud de las personas.

A pesar de que Maddox y Blake habían trabajado todo el día codo a codo no parecían tener mucho que decirse. Maddox sólo consiguió hacer comentarios triviales del tipo:

—Ha sido la experiencia más estimulante de mi vida y eso que me han pasado infinidad de cosas en los años que llevo trabajando en todos los países del mundo.

La intervención de Sarah no fue menos previsible:

—Si me hubiesen dicho lo que me esperaba cuando acepté este encargo habría pensado que estaba tratando con locos; pero es cierto, ha sido una experiencia fantástica, sobre todo para mí, que la he seguido día a día.

Sullivan mantuvo la cabeza inclinada sobre su plato durante toda la velada y apenas pronunció palabra, mientras que a Gordon le dio por recurrir a la meteorología, en consonancia con su afectación típica de bostoniano educado en Inglaterra. No obstante, su comentario planteó a todos la necesidad de considerar que la situación del campamento podía tomar inesperados rumbos trágicos debido a trivialidades tales como los cambios climáticos.

—He escuchado las previsiones del tiempo de nuestro emisor por satélite —dijo mientras servían el café—. En las próximas veinticuatro horas se espera una tormenta de arena de proporciones excepcionales que afectará buena parte de Cercano Oriente y que fácilmente podría abatirse sobre nuestro campamento. Se prevén inconvenientes en las comunicaciones, interrupciones de vuelos regulares, escasa visibilidad en un radio de miles de kilómetros cuadrados.

—Estamos equipados para hacer frente a situaciones así —repuso Maddox—. Disponemos de víveres y agua en abundancia y nuestras casetas están equipadas con filtros de aire que podemos conectar con un generador auxiliar. Pollack, asegúrese de que todo esté listo y en perfectas condiciones para la tormenta.

Pollack se levantó y fue a la caseta del generador auxiliar. Maddox se despidió de todos y se retiró.

—¿Qué harás? —le preguntó Sarah a Blake cuando estuvieron a solas.

—Me quedo. Tengo que hablar con Maddox.

—¿Quieres un consejo? No lo hagas.

—No tengo más remedio.

—Me lo imaginaba… En ese caso, escúchame bien…

—¿Qué pasa?

—Ni se te ocurra comentarle nada a Maddox de lo que te dije sobre la operación de mañana a la noche. De lo contrario, tú serás hombre muerto y a mí me meterás en problemas hasta el cuello; no le costará nada adivinar de dónde has sacado la información. Si te ofrece dinero, acéptalo. Si lo rechazas tendrá la certeza de que no puede fiarse de ti y te quitará de en medio. Hazme caso. No lo pensará dos veces: no cuesta nada cavar una fosa en la arena. Nadie sabe que estás aquí, nadie vendrá a buscarte. Será como si te hubieses desvanecido, ¿entiendes?

—Están mis mensajes de correo electrónico.

—¿En jeroglífico? —dijo Sarah encogiéndose de hombros—. Vaya cosa…

—¿Y tú? Tú también estabas conmigo.

—Yo soy un bocado demasiado grande para él.

—Entiendo.

—Te lo pido por favor. Si te ofrece dinero, acéptalo. Creo que le caes bastante bien. Si no considera indispensable eliminarte te salvará con gusto. Pero si rechazas el dinero una vez que te lo haya ofrecido, en mi opinión estarás firmando tu condena a muerte. Sobre todo en las actuales circunstancias, con toda esa gente implicada y el jaleo que parece a punto de estallar en cualquier momento.

»Te espero. No hagas tonterías. Me gustaría continuar con lo que dejamos en suspenso la otra noche.

—A mí también —dijo Blake casi para sus adentros.

Sarah hizo ademán de marcharse, pero él la retuvo.

—Sarah, hay algo que no te dije.

—¿De qué se trata?

—De la inscripción.

—¿La del sarcófago?

Blake asintió.

—No soy egiptóloga —dijo Sarah sonriendo—, pero pude leer en tu cara que algo me ocultabas. Parecías un gato con el ratón en la boca… Soy toda oídos.

—No es verdad que el texto que te leí seguía con el Libro de los Muertos. Lo que sigue es una maldición.

—Tiene su lógica. Me asombraría lo contrario. No irás a decirme que un científico como tú cree en estas tonterías. Fíjate si han sido efectivas esas maldiciones que, a lo largo de los siglos, no han conseguido alejar a los ladrones.

—Ya. Pero ésta tiene algo convincente… Si no estás muy cansada, espérame.

—Te esperaré —dijo Sarah y cruzó el campamento iluminado por la luna.

William Blake pensó entonces que no le habría importado nada estar con ella en otro lugar. Tiró la colilla al suelo, la apagó de un pisotón y fue tras Maddox que estaba a punto de entrar en su casa.

—Señor Maddox —le dijo cuando se disponía a abrir la puerta—. ¿Puedo hablar con usted?

—Cómo no —contestó Maddox—. Pase, por favor.

A pesar del tono amable puso cara de quien tiene que vérselas con un pelma. Encendió la luz, se acercó al mueble bar y preguntó:

—¿Whisky?

—Sí, gracias.

—¿Qué me dice de la tormenta de arena, Blake? Parece que se trata de un fenómeno de inusual intensidad.

—Nos causará problemas. Y podría provocar serios daños. Pero no he venido a hablarle de esto.

—Lo sé —dijo Maddox mientras escanciaba Macallan de su reserva personal—. Quiere hablarme de la tumba de Râ’s Udâsh, pero yo…

Blake levantó el índice en el aire, miró a su interlocutor fijamente a los ojos y le soltó sin parar:

—Señor Maddox, debo preguntarle si tiene intención de saquear el hipogeo de Râ’s Udâsh y trasladar los objetos del ajuar donde considere más oportuno.

—Blake, ¿qué diablos…?

—No, déjeme hablar, Maddox, o no tendré valor para seguir. Debe detener ahora mismo la operación porque no tiene usted ningún derecho a hacerlo.

—Eso lo dice usted, Blake. En este campamento mando yo y si usted se entromete no dudaré en…

—Maddox, antes de decir nada más escúcheme. No puede tocar esa tumba porque representa un complejo extraordinario cuyo misterio apenas he logrado analizar someramente con mis estudios apresurados y superficiales. Si dispersa esos tesoros se perderá un patrimonio de conocimientos que nos llega intacto después de más de treinta siglos, se perderá información que jamás volveremos a recuperar, información que podría resultar vital para todo el género humano.

Maddox meneaba la cabeza como si acabara de oír puros desvaríos.

—Me dijo usted que estaba a punto de descubrir la identidad del personaje enterrado en esa tumba y que eso iba a aumentar el valor de todo el conjunto. Incluso le di permiso para enviar varios mensajes por correo electrónico a sus colegas para consultarlos a pesar del riesgo que corría yo. ¿No es así?

—Así es —repuso Blake con la cabeza gacha.

—¿Entonces?

—Ése es precisamente el punto: existen muchas probabilidades de que se trate de un personaje de muy alto rango, tal vez de un conocido personaje histórico. Imagine… —Blake se detuvo para recuperar el aliento—, imagine que durante una época de anarquía la momia de un gran faraón haya corrido peligro de ser profanada y que los sacerdotes hayan querido llevarla a un sitio inaccesible, o que un caudillo enzarzado en una campaña militar haya muerto lejos de la capital a causa de las heridas o de la plaga y que, por razones desconocidas, no hubiese sido posible transportar su cuerpo hasta el Valle de los Reyes para que lo embalsamaran. Señor Maddox, he hecho cuanto estaba a mi alcance para sacar de esa sepultura toda la información posible, pero todavía quedan muchos interrogantes. Todavía ignoro si la entrada lateral donde se produjo el derrumbe se prolonga y, si es así, hasta dónde e ignoro exactamente para qué sirve.

—Lamentablemente no hay más tiempo…

—Además, nunca ha querido decirme dónde estamos.

—No he tenido más remedio.

—Se lo pido por favor, no lo haga.

—Lo siento, Blake, el trato estaba claro. Debía desempeñar un trabajo y lo ha hecho bien y rápidamente. Lo demás siempre fue asunto mío. ¿No es así?

Blake inclinó la cabeza.

—Lamento que no haya podido hacer más, saber más. Soy perfectamente consciente de que como científico debe sentirse frustrado por no poder llegar al fondo del tema, pero considere también que ha tenido una oportunidad única en el mundo, un verdadero privilegio.

»Si es sensato, confórmese. Recibirá una suma de dinero que le permitirá vivir con holgura el resto de sus días y, si lo quiere, hasta rehacer su vida. Alan Maddox no es ingrato. Dispondré del dinero dentro de cuarenta y ocho horas como mucho. Puedo pagarle al contado o algo mejor, acreditarle la cantidad en una cuenta suiza de la que le facilitaré los datos. Eso significa que renunciará a todo tipo de publicación. Si no cumpliera con ese compromiso, lamento decirle que correría grave peligro.

Las palabras de Maddox eran muy claras. Blake asintió.

—Muy bien —dijo Maddox interpretando el gesto afirmativo como muestra de aceptación—. Le he reservado plaza en el vuelo directo de El Al de las 21.30 que sale de Tel Aviv para Chicago.

—¿Por qué no de El Cairo?

—Porque El Al nos ofrece condiciones más ventajosas.

—¿No hay nada que yo pueda hacer para disuadirlo?

Maddox negó con la cabeza.

—Por lo menos deje que supervise las operaciones de embalaje y carga. Se arriesgan ustedes a causar enormes daños.

—De acuerdo —aceptó Maddox—. Obviamente no me atrevía a pedírselo.

—Una última cosa: ¿tiene intención de tocar la momia?

Sus ojos tenían una extraña expresión, como de quien quiere advertir a su interlocutor de un peligro mortal. Maddox acusó el golpe y no supo qué responderle.

—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió después de una pausa.

—Porque necesito saberlo. De todos modos, yo en su lugar no lo haría.

—Si cree que va a asustarme se equivoca; no esperará que crea en las maldiciones de los faraones y todas esas necedades.

—No. Pero de todos modos quiero que sepa que la inscripción del sarcófago contiene la maldición más atroz y espantosa de las que he leído en veinticinco años de investigación y estudio. No se trata sólo de una maldición, sino más bien de una profecía que describe con notable precisión cuanto ocurrirá a los profanadores.

—Eso lo incluye a usted también —dijo Maddox con sonrisa irónica.

—Es posible.

—¿Qué le induce a pensar que esta maldición será más eficaz que todas las otras que no sirvieron para proteger ni una sola de las tumbas donde las encontraron grabadas?

—El inicio. Dice así: «Quien abra la puerta de su eterna morada verá el rostro ensangrentado de Isis».

—Impresionante —dijo Maddox con mayor ironía aún—. ¿Y?

—Mañana por la noche habrá un eclipse total de luna. Y la luna se pondrá rojiza: el rostro ensangrentado de Isis. Si se trata de una coincidencia es realmente notable.

—En efecto, es una coincidencia.

—Después dice que al día siguiente y durante otra noche el aliento de Set oscurecerá de este a oeste una vasta zona de la tierra. Si las previsiones del tiempo de las que nos habló el señor Gordon resultan correctas, me parece que debemos esperar una tormenta de arena sobre buena parte de Cercano Oriente, a partir, oh, casualidad, de mañana a la noche. Habrá una fuerte disminución de la visibilidad y se interrumpirán las comunicaciones en distintas localidades durante más de veinticuatro horas. No me negará que ésta también es una gran coincidencia, dado que «el aliento de Set» es universalmente reconocido como el viento del desierto.

—Vuelva a cerrar el sarcófago, Blake —dijo Maddox sin poder ocultar cierto nerviosismo—, y ahórrese esas tonterías. El ajuar de la tumba es de por sí muy rico, no necesito de los pocos objetos que quedan dentro del sarcófago. Además, para sacar la máscara funeraria de la momia, la única pieza realmente preciosa, deberíamos subir la tapa por lo menos veinte centímetros más, lo cual significa muchas horas de trabajo. No disponemos de ese tiempo. Lo demás me importa bien poco.

—Mejor así. Buenas noches, señor Maddox.

Gad Avner caminaba detrás de Ygael Allon; éste llevaba en la mano derecha una lámpara de neón para alumbrar el túnel que recorrían desde hacía más de quince minutos.

—Después de quitar dos barreras producidas por derrumbes de finales de la edad antigua y de la época medieval, la galería ha resultado ser bastante accesible. Mire —le indicó acercando la lámpara a la pared izquierda—, estos son grafitos de principios del siglo VI. Tal vez se remonten al período del asedio de Nabucodonosor.

El nombre provocó en Avner un visible sobresalto. Se enjugó la frente con el pañuelo y observó el grafito.

—¿Qué significa?

—No lo hemos entendido bien todavía, pero parece una indicación topográfica, como si indicara que la galería se desvía en otra dirección. Las letras trazadas debajo del dibujo dicen, «agua» o «torrente en el fondo».

—¿Un pozo?

—Es posible. En el transcurso de los asedios excavaban galerías como ésta para aprovisionarse de agua. Pero la inscripción podría significar cualquier otra cosa.

—¿Como qué?

—Acompáñeme —le pidió.

Siguió avanzando por la galería que, en un momento dado torcía a la izquierda en curva cerrada y luego continuaba en línea bastante recta hasta un punto ciego. A la izquierda, sobre la pared, se veían las marcas de un sondeo, a la derecha había un tabique de madera sujeto a la pared con un candado.

—Ya estamos —dijo Allon—. Sobre nuestras cabezas hay treinta metros de roca compacta y después viene la explanada del Templo. Fíjese en esto —le indicó, inclinándose hacia el suelo y alumbrando con la lámpara.

—Hay escalones —observó Avner.

—En efecto. Se pierden en la ladera de la montaña. Pienso que se trata de una escalera que venía del Templo. Puede incluso que del Santuario. En este lugar hemos hecho un pequeño sondeo, ¿lo ve? Encontramos materiales contradictorios, cenizas, fragmentos de revoque, caliche. Podría tratarse de materiales de la destrucción y del incendio del Templo del año 586 a. C. que cayeron en el interior de la tumba por la escalera y llenaron en parte el hueco.

—¿Quiere decir que si seguimos esos escalones podríamos llegar al Templo de Salomón o a sus dependencias inferiores?

—Con toda probabilidad.

—Extraordinario. Escúcheme, Allon, ¿quién más aparte de usted está al tanto del asunto?

—Mis dos ayudantes.

—¿Y los obreros?

—Son ucranianos y lituanos y acaban de llegar; por tanto no entienden una palabra de hebreo. Sobre todo el hebreo técnico que hablamos entre nosotros.

—¿Seguro?

—Como que estoy aquí con usted.

—¿Qué hay detrás de este tabique de madera?

Allon sacó del bolsillo la llave y abrió el candado.

—Aquí es donde hicimos el descubrimiento más apabullante. El hallazgo sigue in situ. Acompáñeme, ingeniero Cohen.

Ante ellos se abría otra galería que, con toda probabilidad, discurría hacia el sur.

—Tal vez conduzca hacia la piscina de Siloé y el valle del Cedrón —sugirió Allon—. Eso podría señalar el grafito. En este momento estamos siguiendo la indicación que encontramos grabada en el muro del túnel principal y recorremos una galería que debía de ser la continuación tanto del túnel principal como de la rampa con escalones que bajaba desde el Templo. El lugar donde nos hemos detenido antes debía de ser la intersección de las dos calles.

»Mire, aquí hemos tenido que quitar materiales de sedimentación que tapaban casi por completo el paso. Debajo encontramos esto…

Allon se detuvo; con su linterna iluminó de lleno el montón de arcilla donde se veía incrustado un objeto de un brillo deslumbrante.

—¡Dios mío…! —exclamó Avner, arrodillándose en el barro todavía húmedo—. En mi vida había visto nada igual.

—Para serle franco, yo tampoco —dijo Allon, poniéndose en cuclillas.

Acercó más la lámpara y el haz luminoso arrancó destellos a los zafiros, las cornalinas, el ámbar y los corales incrustados en el oro leonado que relucía en el barro.

—¿Qué es? —inquirió Avner.

—Un turíbulo. Y el punzón que ve aquí, en este lado, dice que pertenecía al Templo. Amigo mío, en este objeto quemaron incienso al Dios de nuestros padres en el Santuario erigido por Salomón.

Le tembló la voz al pronunciar aquellas palabras y la luz de la lámpara le permitió a Avner descubrir que le brillaban los ojos.

—¿Puedo tocarlo? —preguntó.

—Adelante —respondió Allon.

Avner tendió la mano y rozó la superficie del vaso. Era una copa de admirable perfección; en su pie, las gemas engastadas formaban una fila de grifos alados tan estilizados que daban la impresión de no ser más que una elegante sucesión de motivos geométricos. Las hojas de palma, que se repetían en motivos calados en la tapa, ornaban el borde y estaban rodeadas de una ataujía de plata bruñida por el tiempo. El pomo de la tapa era en forma de granada abierta, de oro, en cuyo interior minúsculos corales representaban los granos.

—¿Cómo ha venido a parar aquí este objeto tan precioso? —preguntó Avner.

—Sólo tengo una respuesta: alguien intentó poner a salvo las vasijas sagradas antes de que fuesen profanadas por el invasor babilonio. Por otra parte, es probable que este incensario hubiese sido hecho y donado hacía poco tiempo; proviene de un taller cananeo de Tiro o Biblos, o quizá sea obra de un artesano de esa ciudad que había trasladado su taller a Jerusalén para atender los encargos del Santuario. Estos motivos ornamentales que ve aquí son característicos de un estilo inconfundible que los arqueólogos denominamos «orientalizante». La época se sitúa entre finales del siglo VII y los primeros veinticinco años del siglo V antes de Cristo.

—La época del sitio de Nabucodonosor.

—Exactamente. Ahora bien, es muy probable que quienes pusieron a salvo las vasijas sagradas lo hicieran en el último momento, cuando tuvieron la certeza de que la entrada de los babilonios era inminente. Quizá cuando el rey Sedecías se fugó a través de una brecha en la muralla, cerca de la piscina de Siloé… para ir al encuentro de su terrible destino…

»Fueron tales las prisas que no hubo tiempo de embalar los objetos con el cuidado necesario; este incensario cayó al suelo y ahí se quedó hasta anoche, cuando lo encontramos. También debemos pensar que quien lo transportaba caminaba a paso muy vivo y no se dio cuenta de que perdía parte de su valiosísima carga.

—¿Quiere decir que al final de este túnel podría encontrarse el tesoro del Templo?

—Todo es posible —contestó Allon después de una breve vacilación—. Si bien es cierto que no se puede excluir la posibilidad de que la galería conduzca a una cámara secreta, tampoco es del todo seguro. Mañana continuaremos con los trabajos. Ahora sacaré de aquí este objeto; me espera un piquete de la policía militar para escoltarme hasta la bóveda del Banco Nacional.

»Este objeto es la reliquia más valiosa encontrada en la tierra de Israel desde tiempos de nuestro regreso a Palestina.

Allon cogió el incensario con suma delicadeza y lo guardó en una caja enguatada que llevaba en bandolera.

Volvieron sobre sus pasos hasta la entrada del túnel, debajo del arco de la Fortaleza Antonia. Se disponían a salir cuando Avner vio encenderse y apagarse la lucecita roja de su teléfono móvil: la señal de máxima urgencia.

Se despidió del arqueólogo con un caluroso apretón de manos.

—Gracias, doctor Allon. Ha sido un privilegio. Le ruego que me mantenga informado de todas las novedades, por insignificantes que sean. He de marcharme, tengo una llamada urgente y debo comprobar de qué se trata.

—Hasta la vista, señor Cohen —dijo Allon.

El arqueólogo siguió a los policías que lo escoltaron hasta el coche blindado aparcado a poca distancia.

Avner escuchó el mensaje del buzón de voz. Decía: «Llamada urgente del Ministerio de Defensa. Estado de máxima alarma». Por la voz parecía Nathaniel Ashod, jefe de gabinete del Presidente.

Miró el reloj: eran las once. Le convenía pedir que fuera a buscarlo alguien de la oficina; empezó a marcar el número, pero en ese momento un Rover oscuro se detuvo a su lado y de él se apeó Fabrizio Ferrario.

—Señor Avner, de prisa, lo estuvimos buscando desesperadamente por toda la ciudad. ¿Ha comprobado si le funciona el teléfono? No había manera de conectar con usted.

—Estaba a treinta metros bajo tierra.

El joven le abrió la portezuela de atrás y luego se sentó a su lado.

—Vamos —le ordenó al chófer, y dirigiéndose a Avner le preguntó—: ¿Cómo ha dicho?

—Me has oído a la perfección, Ferrario, estaba en el túnel con el profesor Allon de la Universidad. ¿Qué diablos te ocurre ahora?

—Señor, me temo que estamos en serias dificultades —dijo el oficial—. El ministro se lo explicará todo.

Entraron en el ministerio por la puerta de servicio y Ferrario le indicó el camino por escaleras, pasillos y ascensores hasta conducirlo a una salita desnuda, cuyo único mobiliario eran una mesa y cinco sillas.

Asistían el presidente Schochot, el ministro de Defensa Aser Hetzel, el jefe del Estado mayor Aaron Yehudai, el ministro de Asuntos Exteriores Ezra Shiran y el embajador de Estados Unidos Robert Holloway. En el centro de la mesa había dos botellas de agua mineral y vasos de plástico delante de cada uno de los presentes.

Cuando entró, todos se volvieron para mirarlo con el rostro demudado y expresión alucinada. El único que seguía impasible, con cara de soldado, era el comandante Yehudai.

Fabrizio Ferrario se retiró y cerró la puerta.

—Siéntese, Avner —dijo el presidente—. Hay pésimas noticias.

Avner se sentó pensando que le dirían que acababa de ponerse en marcha la Operación Nabucodonosor y entonces se cabrearía como una mona y les recordaría que hacía más de dos meses que él les había advertido de que el peligro era muy serio y nadie se había dignado prestarle atención.

El embajador de Estados Unidos habló en primer lugar.

—Señores, hace una hora alguien telefoneó a la redacción del Chicago Tribune para anunciar la inminente llegada de un videocasete y exigir que lo vieran de inmediato pues estaba en juego la vida de miles de personas. Cinco minutos más tarde una persona que bajó de una camioneta entregó el paquete con el casete, tal como se anunciaba en la llamada telefónica.

»El jefe de redacción y el director del Tribune vieron el vídeo y llamaron al FBI. Poco después se transmitía el vídeo en el despacho del presidente en Washington. En el casete aparecen tres grupos terroristas distintos en el momento de conectar otros tantos artefactos nucleares en tres lugares diferentes de Estados Unidos.

—¿Cómo pueden estar seguros de que se encuentran realmente en Estados Unidos?

—Ofrecieron una prueba que es al mismo tiempo una burla. Una llamada anónima dio los datos que permitieron localizar los lugares donde montaron las bombas, en las mismas condiciones en que aparecían en la cinta. Con la única diferencia de que las bombas no estaban allí, sólo se encontraron los embalajes…

—Puede tratarse de imágenes hechas por ordenador.

—Excluimos esa posibilidad —dijo Holloway—. Nuestros expertos opinan que la cinta es original y no presenta signos de añadidos. De todos modos, nos han mandado copia y no tardará en llegamos.

—Podría tratarse de maquetas como las que se ven en el cine pero llenas de serrín.

—Es improbable. El vídeo muestra primeros planos en los que se ve un contador Geiger en funcionamiento.

—¿Qué quieren?

—Nada. Un mensaje sobreimpreso dice que habrá más información. El FBI, la CIA y todos los cuerpos especiales de policía de todos los Estados recibieron orden de peinar el país de arriba abajo y encontrar a esos cabrones, pero Estados Unidos se encuentra ante la situación más dramática que le ha tocado vivir desde Pearl Harbor.

—¿Alguna pista? —preguntó Avner.

—Por ahora ninguna. El presidente y su equipo consideran que se trata de un comando de fundamentalistas islámicos. Pero los personajes que aparecen en el vídeo llevan la cara cubierta con pasamontañas y es imposible reconocerlos.

»Los expertos del Pentágono están tratando de identificar las bombas, pero las imágenes son parciales y no hay ninguna panorámica. La hipótesis es que se trata de las famosas bombas portátiles, de las que se habla desde hace mucho tiempo, joyas de la técnica de las ex repúblicas soviéticas, artefactos que caben en un maletín y se pueden transportar con suma facilidad.

—¿Qué potencia tienen?

—Según ciertas fuentes serían bombas tácticas de quinientos kilotones, fáciles de montar, de transportar y esconder. Si las hicieran explotar en una zona urbana densamente poblada provocarían una carnicería. Se calcula que entre quinientos y setecientos mil muertos, medio millón de heridos y trescientas mil personas más afectadas por radiaciones mortales que acabarían con sus vidas al cabo de tres o cuatro años de la explosión; suficiente para poner de rodillas al país entero. Además, parece que la misma persona que transporta la bomba puede dejarla lista para estallar, no hace falta el famoso maletín negro que acompaña siempre a los presidentes de Rusia y Estados Unidos.

Avner miró de frente a Yehudai.

—General, estamos ante el comienzo de la Operación Nabucodonosor. Atacarán mañana, con mal tiempo, utilizarán los medios de tierra, nosotros no podremos valemos de nuestra superioridad aérea y nadie podrá acudir en nuestra ayuda: Estados Unidos estará bajo amenaza mortal y no podrá actuar; además, hará presión sobre sus aliados europeos para que no hagan nada.

—Dios mío… —balbuceó el presidente.

—Debí suponerlo —dijo Avner—; yo seguía oteando las montañas por el lado del desierto de Judá sin pensar que el ataque vendría de la otra orilla del Atlántico… maldito cabrón.

Yehudai se puso de pie.

—Señores, si así están las cosas solicito permiso para lanzar lo antes posible un ataque preventivo con misiles de nuestra aviación para destruir en tierra el mayor número posible de aviones árabes. Debo presentarme en mi Estado mayor, dar la alarma roja y preparar el plan de defensa de nuestro territorio. Podemos contar con todos los reservistas dentro de seis horas y todas las unidades de combate en línea y plenamente efectivas dentro de una hora.

—Creo que la propuesta del general Yehudai es la única salida posible, señores —concluyó el presidente—. En vista de la gravedad de la situación no debemos perder un solo minuto más.

—Un momento, señor presidente —dijo el embajador Holloway.

—No me parece prudente tomar semejante decisión. No media ninguna declaración de guerra de ningún país árabe, tampoco contamos con datos de los satélites que indiquen movimientos masivos de tropas; del comando terrorista que ha colocado las bombas en nuestro territorio no hemos recibido aún ninguna petición.

»Si atacan ustedes sería una acto de guerra a todos los efectos y acabaría para siempre con toda posibilidad de concluir con éxito el proceso de paz en esta zona. Objetivo que a mi gobierno le importa mucho.

Todos se miraron sin decir palabra. El primero en hablar fue Avner.

—Señor presidente, estoy seguro de que los dos hechos están relacionados, tan seguro como de estar aquí. Los terroristas colocaron esas bombas en territorio norteamericano para inmovilizar a Estados Unidos mientras lanzan el ataque definitivo. Detrás de todo esto está Abu Ahmid y el atentado contra al Bakri también forma parte de esta estrategia.

»No me fío de su amigo Taksoun —añadió, dirigiéndose a Holloway—. Estoy seguro de que en estos momentos está preparando sus planes de batalla en algún maldito búnker del palacio de al Bakri. Estoy a favor de atacar aunque los norteamericanos se opongan. Es nuestro pellejo el que está en juego —concluyó, y encendió un cigarrillo a pesar de los carteles colgados en todas partes que prohibían fumar so pena de severas sanciones.

Holloway se puso coloradísimo.

—Señor Avner, su comportamiento es inadmisible…

—¿Lo dice por el cigarrillo? Vamos, Holloway, está en juego la vida de millones de personas y a usted le preocupa que sus malditos pulmones aspiren una modesta ración de alquitrán. Mi padre y mi madre acabaron convertidos en puro humo en los hornos de Auschwitz. ¡Váyase al demonio!

—Señores —intervino el presidente—, señores, juntos debemos alcanzar la mejor decisión posible. No son momentos para pelear entre nosotros. Avner, hágame el favor, apague el cigarrillo, le prometo que cuando todo esto acabe le haré llegar una caja de los mejores habanos del mercado. A cuenta de los contribuyentes. Y bien, señor Holloway…

—Lo siento, señor presidente, tengo instrucciones claras de mi gobierno, nada de locuras hasta que sepamos qué quieren.

—¿Y si hacemos caso omiso de su consejo?

—Quedarán ustedes solos: se acabarán las ayudas, los suministros, la información. Esta vez mi gobierno tiene la firme intención de no dejarse arrastrar a otra guerra. La opinión pública no lo entendería.

—De todas maneras, a nosotros nos corresponde decidir —dijo el presidente Schochot mirando a Yehudai—. General Yehudai, tome todas las medidas de alarma máxima pero no lance ningún ataque hasta nueva orden.

Yehudai se levantó, se encasquetó la gorra y al salir se cruzó con un soldado que en ese momento entregaba un sobre al oficial apostado ante la puerta del despacho. El guardia lo cogió y llamó a la puerta.

—Adelante —ordenó el presidente.

El oficial entró y le entregó el sobre.

—Acaba de llegar ahora mismo, señor presidente.

Schochot lo abrió, contenía el videocasete.

—¿Quiere verlo? —le preguntó a Holloway.

El embajador asintió.

Avner se encogió de hombros y contestó:

—Yo ya sé todo lo que hay que saber. Buenas noches, señores —se despidió—. Dios no quiera que sea la última.

Saludó a todos inclinando la cabeza y salió.

Fabrizio Ferrario lo esperaba en el coche; en cuanto lo vio le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.

—¿Está todo tan mal como pinta? —le preguntó.

—Peor. Llévame a casa. Mucho me temo que me pasaré la noche en blanco.

Ferrario no hizo preguntas, arrancó y puso rumbo hacia la casa de su jefe, en la ciudad vieja.

Avner guardó silencio todo el trayecto, mientras iba rumiando sus pensamientos. Cuando el coche se detuvo delante de su casa, abrió la puerta y con un pie dentro y otro fuera le advirtió a su agente:

—Ferrario, en las próximas veinticuatro horas puede pasar de todo, incluido un nuevo holocausto. En el fondo, eres nuevo por aquí. Si quieres volver a Italia no te lo reprocharé.

Ferrario no le hizo caso y se limitó a preguntarle:

—¿Tiene alguna orden para esta noche, señor?

—Sí. Mantente cerca, podría necesitarte. Si quieres dar un paseo ve por la zona de la Fortaleza Antonia, al túnel de Allon, ¿lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo. Está donde estaba hoy.

—En efecto. Comprueba la situación. Asegúrate de que los militares lo vigilen con mano de hierro. A la mínima sospecha llámame.

Ferrario se alejó y Avner subió en ascensor hasta el sexto piso. Abrió la puerta de la terraza y se quedó contemplando la noche que cubría las montañas del desierto de Judá.

—Desde allí vendrás a matarme, hijo de perra —masculló entre dientes—. Estaré aquí, esperándote.

Cerró la puerta ventana y entró en la sala. Se sentó delante del ordenador y revisó todos los bancos de datos sobre artefactos nucleares, conocidos o supuestos, para tratar de encontrar alguno que se ajustara a los detalles con los cuales contaba.

Por el rabillo del ojo vio parpadear la luz de la línea reservada. El minutero del reloj pasaba apenas de las doce de la noche.

—Soy el portero de noche —dijo la voz.

—¿Qué novedades hay, portero de noche?

—Han abierto el sarcófago e identificado la momia.

—¿Con seguridad?

—Sí. El hombre sepultado bajo las arenas de Râ’s Udâsh es Moisés, quien guió a Israel en su salida de Egipto.

Avner se quedó de piedra.

—Imposible —dijo al fin—, es absolutamente imposible.

—Existen pruebas irrefutables. En el sarcófago hay una inscripción que lo identifica.

—Lo que afirmas es muy grave, portero de noche. Me estás diciendo que el conductor de Israel era un pagano que quiso morir entre los dioses con cabeza de pájaro y chacal. Me estás diciendo que nuestra fe no sirve de nada y que el pacto de Dios con Abraham no se cumplió.

—Estoy diciendo que ese hombre es Moisés, señor.

—¿Qué posibilidades de error hay?

—Por lo que sé son mínimas. Sobre el pecho de la momia han encontrado un escarabeo que llevaba grabado su nombre.

—Entiendo… —dijo Avner, confundido.

Desde el día en que le comunicaron la muerte de su hijo en combate creía que no habría noticia capaz de conmoverlo.

—Hay algo más, señor.

—¿Qué más puede haber, portero de noche?

—Mañana, al anochecer, sacarán de la tumba todo el ajuar para venderlo a un grupo de extremistas ortodoxos. La gente de Jonathan Friedkin. Puede haber otro material aún no estudiado que contenga más pruebas de la identificación. Es posible que los hombres de Friedkin decidan actuar por sorpresa para no pagar…

—¿Sabes dónde se hará la entrega?

—No exactamente. Pero presumo que vendrán desde el camino de Mitzpe. Necesitarán camiones y es el único camino transitable. Pero también podrían venir desde Shakarhut, donde hay un pequeño asentamiento de colonos.

—Entiendo.

—¿Quiere saber algo más?

Avner tuvo un instante de distracción y luego dijo:

—Sí. ¿Sabes si el comando de la Delta Force sigue en la zona de Râ’s Udâsh?

—Quedan más o menos media docena de infantes de marina, pero ellos también se marcharán lo antes posible.

—Muy bien. Eso es todo. Buenas noches.

—Buenas noches, señor.

Avner colgó, cogió el otro teléfono y marcó el número.

—Yehudai —contestó una voz ronca.

—Habla Avner. ¿Dónde estás?

—En el Estado mayor.

—Escúchame, acabo de enterarme de algo muy grave. Un grupo de integristas de Hamás ha dado un golpe en el campamento de la Warren Mining, cerca de Mitzpe Ramon. Lo utilizarán de base para lanzar una serie de ataques terroristas al sur del país. En esa zona está Beersheba. ¿Te das cuenta de lo que significa?

—Me doy cuenta. Podrían tratar de desmontar nuestra represalia nuclear.

—Destrúyelos esta misma noche, Yehudai. No podemos correr el riesgo de que nos amenacen en ese frente, menos con lo que se avecina. No debe quedar nadie con vida. ¿Me has entendido? Nadie.

—He entendido perfectamente, Avner —respondió el general Yehudai—. No quedará nadie. Te doy mi palabra.

Avner colgó; se asomó a la ventana de la terraza para contemplar la luna llena que se elevaba sobre las cumbres de las montañas de Judá. Por el rabillo del ojo vio sobre la mesa el teléfono de la línea reservada; estaba mudo.

—Adiós, portero de noche —murmuró—. Shalom.