William Blake y Sarah subieron al jeep y salieron rumbo al campo de Râ’s Udâsh. Los seguía de cerca el coche de Maddox, con Sullivan al volante.

—Tienes un aspecto verdaderamente horrible —observó Sarah mirándolo a hurtadillas.

—Nunca he sido apuesto, pero cuando me paso la noche en vela la situación no mejora.

—¿Has conseguido traducir la inscripción?

—Sí.

—¿Es algo interesante?

—Algo que puede cambiar el destino del mundo, traumatizar a las dos terceras partes de la humanidad y dejar boquiabierto al tercio restante que esté en condiciones de entender algo —respondió Blake con tono monótono, como quien recita su número de teléfono.

—¿Estás bromeando? —inquirió Sarah mirándolo a la cara.

—Es la pura verdad.

—¿Y estás seguro de tu interpretación?

—Al noventa por ciento.

—¿Qué te falta?

—Abrir el ataúd y mirarlo a la cara.

—¿Al faraón?

—A quienquiera que esté sepultado allí dentro.

—¿Por qué?

—La tumba podría estar vacía, no sería la primera vez. En ese caso mis dudas aumentarían. O bien el inhumado podría ser alguien distinto de quien yo pienso.

—¿Quién piensas que puede ser?

—Todavía no puedo decírtelo.

—¿Me lo dirás?

Blake no contestó.

—No te fías de mí, ¿verdad?

Blake siguió sin decir palabra.

—Sin embargo soy la única persona del campamento capaz de salvarte la vida. Además, te has acostado conmigo.

—Cierto. Y me gustaría repetir.

—No cambies de tema.

—Revelar la identidad del personaje tendría un impacto devastador.

—Por eso no te fías. ¿Es eso? ¿Ni siquiera si te cuento lo que prepara Maddox y lo que harán con tu tumba?

Blake se volvió hacia ella bruscamente.

—Ah, veo que te interesa —dijo Sarah.

—Te lo diré. Cuando haya quitado la tapa.

—Gracias.

—La tostada está totalmente carbonizada. ¿Llevas algo en el bolso?

—Sí. Galletas y un termo de café. Sírvete.

Blake esperó a que el terreno se volviese más llano y regular para servirse con más comodidad el café del termo, cogió un puñado de galletas de la bolsita y empezó a comer.

—Anoche —dijo Sarah—, seguí a Maddox hasta su cita y vi con quién se reunía.

—¿Has oído de qué hablaban? —preguntó Blake entre bocado y bocado.

—Llevaba conmigo un juguete muy útil, se trata de un micrófono direccional de alta fidelidad.

—Eso es estar bien equipada.

—Es mi trabajo.

—¿Y qué pasó?

—Maddox se reunió con Jonathan Friedkin. ¿Sabes quién es?

—No.

—El jefe indiscutible de los israelíes ortodoxos extremistas. Un grupo de peligrosos fanáticos.

—El fanatismo siempre es peligroso, venga de donde venga.

—Sueñan con derrocar al gobierno republicano e instaurar una monarquía de tipo bíblico…

—He oído rumores…

—Hay algo más. Su plan es destruir la mezquita de Al Aqsa en el monte Moriah y construir en su lugar el cuarto Templo.

—Un proyecto sugestivo, de eso no hay duda. ¿Cómo piensan llevarlo a cabo?

—No lo sé. Pero la dramática situación que reina en Oriente Medio no hace más que reforzar las posiciones extremas, de uno y otro bando.

—Ya… los sueños… el poder de los sueños es más grande que ningún otro. Su fuerza es arrolladora. ¿Quieres saber una cosa? Si fuera judío yo también soñaría con reconstruir el Templo en la montaña.

Encendió un cigarrillo y sopló despacio el humo en el aire del desierto.

—¿Estarías dispuesto a matar a miles de personas por eso?

—No. Yo no.

—Will, Maddox está de acuerdo con ellos; venderán los objetos del mobiliario de la tumba de Râ’s Udâsh y se repartirán el dinero. Una suma enorme. Han pasado las fotos y las fichas de tu documentación a los compradores. La oferta por todo el conjunto es de cien millones de dólares, de los cuales veinte serán para Maddox. Más que suficientes para resolver todos sus problemas. El resto servirá para financiar al grupo de Friedkin.

—Cabrones. ¿Cuándo harán todo eso?

—Mañana por la noche.

—¿Bromeas? Es imposible.

—Lo harán. Llegarán dos camiones desde Mitzpe y lo cargarán todo, después irán rumbo a la costa; allí los esperará una embarcación para su traslado. El pago se hará en el momento de retirar la mercancía. Ver camello, pagar camello, dicen en estas tierras. ¿Lo sabías?

—Ya.

—¿De veras me dirás lo que has leído en la inscripción?

—Te lo diré cuando haya abierto el sarcófago.

—Gracias.

—Sarah.

—Sí.

—Te quiero.

—Yo también.

Pasaron ante la ruina de piedras y enseguida por la roca esculpida con los grabados rupestres. Faltaba poco trecho para llegar a la hammâda que cubría la tumba de Râ’s Udâsh.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Sarah.

—A veces siento como si me faltara la respiración y a veces noto un agujero en el estómago. En una palabra, como la mierda.

—Ánimo, hombre. Es un día decisivo y has trabajado toda la noche.

—¿Cómo crees tú que acabarán conmigo?

—No me parece que tengan motivos para hacerte daño. En su momento, Maddox te ofreció dinero. En mi opinión deberías aceptarlo. Te montarán en el Falcon y te depositarán en Chicago. Te ingresarán un buen pellizco en un banco suizo y si te he visto no me acuerdo. Yo en tu lugar no me preocuparía.

—Lo intentaré. Pero sigo pensando que la situación es difícil, por no decir crítica.

Se detuvieron en la excavación, se apearon y esperaron a que llegasen los otros dos coches: el primero, donde viajaban Maddox y Sullivan, y el segundo con los obreros y Walter Gordon.

Sullivan bloqueó las ruedas del jeep, desenrolló la cuerda del cabrestante, la pasó por la garganta de la polea y, después de atar la losa de cierre, la levantó y la depositó en el suelo.

—Si quieren bajar, yo estoy listo —dijo.

—De acuerdo —contestó Blake—, lleve la escalera y las herramientas. Cuando haya terminado venga usted también, porque necesitaremos su ayuda.

En cuanto la escalera tocó el fondo de la tumba descendió al interior seguido de Sarah. De inmediato bajaron los obreros, Maddox y por último Sullivan.

—Si el señor Gordon quiere ver lo que hacemos será mejor esperar a que abramos el sarcófago. Somos demasiados, podríamos romper algo.

El aire viciado del hipogeo se llenó de inmediato con el olor de los cuerpos sudados y la atmósfera se volvió opresiva.

Blake metió cuatro cuñas de madera en los cuatro extremos del sarcófago y colocó encima cuatro gatos de camión. Sobre los gatos apoyó cuatro vigas: dos paralelas a los lados más largos del sarcófago y dos superpuestas sobre los lados más cortos.

Con el nivel comprobó si estaban rectas y modificó las cuñas de soporte de los gatos hasta que las cuatro vigas quedaron rigurosamente horizontales. En el lado norte del sarcófago montó una rampa de tubos sobre la que colocó un entarimado de madera untado de grasa para deslizar por él la tapa del sarcófago cuando llegara el momento de quitarla por completo y depositarla en el suelo.

Cuando el sistema de cuerdas estuvo listo, escuadrado y nivelado, Blake apostó a los dos obreros en los dos extremos del norte.

—Prestad mucha atención —les advirtió—, estos aparejos no son adecuados para la operación, pero como no disponemos de otra cosa tendremos que adaptarlos. El problema consiste en que debemos subir los cuatro gatos de manera constante y uniforme, de lo contrario la losa podría romperse.

»Las maderas de arriba y abajo amortizarán lo suficiente la irregularidad de los impulsos, de manera que no deberíamos tener excesivas dificultades.

»En cualquier caso, tendréis que estar atentos a mi señal y al mismo tiempo no perder de vista a quien tengáis delante y de lado para aplicar a la palanca del gato el mismo impulso constante. Deberéis deteneros después de cada impulso y continuar cuando os lo ordene.

»Tened presente que el primer impulso es crucial porque nos permitirá separar la tapa de su apoyo. Si fuera preciso, en un segundo momento, habrá que levantar los dos gatos del lado sur para crear un plano inclinado y permitir así que la losa se deslice hacia la rampa y llegue al suelo. Pero este último detalle lo decidiré cuando haya visto el interior del sarcófago. ¿Alguna pregunta?

Nadie abrió la boca. Blake inspiró hondo y dijo:

—¿Preparados?

Los obreros también percibían la tensión que flotaba en el exiguo espacio de la tumba y sudaban a mares. Maddox tenía las axilas y la base del cuello empapadas y se enjugaba la frente y la barbilla con el pañuelo.

Blake observó el sarcófago y el sistema de cuerdas y miró a los ojos a Sarah, que estaba de pie, delante de él. Su mirada destilaba violentas emociones pero al mismo tiempo una calma extraordinaria. Era la mirada de quien está a punto de jugarse la vida, pero lo hace con la sangre fría exigida por la apuesta.

—¿Listos? ¡Ya! —exclamó.

Con movimiento lento y uniforme empezó a bajar las manos.

Sarah, Sullivan y los dos obreros empujaron hacia abajo la palanca siguiendo el movimiento de sus manos. Las vigas gimieron y la tapa de caliza crujió al separarse de su base después de tres mil años de inmovilidad. Los cuatro brazos siguieron bajando mientras Blake coordinaba sus movimientos bajando las manos como el director de orquesta cuando debe marcar los tiempos de sus músicos.

Las palancas llegaron al final de su recorrido y Blake examinó la tapa: se había levantado un par de centímetros. No había encaje, la losa estaba apoyada sobre el borde del sarcófago. Le llegó un leve aroma a sustancias resinosas seguido del olor del polvo milenario. Tenía la frente cubierta de sudor y la camisa completamente empapada. Los dos obreros parecían estatuas antiguas, apenas unas gotas de sudor brillaban sobre las frentes enmarcadas por la kefia. Estaban acostumbrados de toda la vida a adaptarse a las condiciones extremas del desierto.

—Y ahora el segundo impulso —dijo—. Subid la palanca hasta el final del recorrido y controlad el movimiento de mi brazo cuando dé la señal de bajar. Sarah, ¿puedes continuar? ¿Quieres que el señor Gordon te sustituya? —preguntó al observar en los ojos de la muchacha el fulgor de la incertidumbre.

—Todo en orden, Blake. Adelante.

—Muy bien. Atención… ¡ya!

Empezó a bajar despacio el brazo izquierdo para acompañar el movimiento de las cuatro personas que hacían fuerza sobre las palancas. La madera chirrió y la losa subió tres centímetros más. Sarah lanzó un suspiro de alivio apenas perceptible.

Blake observó las columnas de los gatos: estaban extendidas casi hasta la mitad del recorrido. Cogió varios bloques de madera y los metió entre la tapa y la caja del sarcófago para aliviar el esfuerzo sobre los martinetes y aumentar el espesor de las cuñas debajo de las bases.

—Es muy ingenioso… —dijo Maddox—. Es usted muy hábil, Blake.

—Estoy acostumbrado a resolver situaciones de emergencia, es todo. No me fío de estos gatos y no quiero extender en exceso los pistones fuera de los cilindros. Prefiero subir las bases. Si la suerte se pone de nuestra parte, dentro de poco habremos completado sin problemas la primera fase de la operación.

Le pidió a Gordon que le bajase más tablas de madera en la cubeta y las colocó sobre las bases de los gatos hasta levantarlos siete u ocho centímetros. Colocó en posición las vigas, las encuadró y niveló. Cuando todo estuvo listo, indicó a sus compañeros que volviesen a sus puestos y empuñaran las palancas de los gatos.

Maddox se adelantó y le dijo a Sarah:

—Déjame a mí, estás cansada.

Sarah no se opuso, se apartó y se apoyó en la pared. La camisa, completamente empapada, se le pegaba al cuerpo como si se hubiese sumergido con ella en el agua.

Blake repitió la señal con la mano y las cuatro palancas bajaron despacio y sincronizadas para detenerse al final del recorrido. La luz que se colaba por la abertura del sarcófago iluminó el interior hasta una profundidad de treinta y pocos centímetros y Blake alcanzó a ver la pared interior.

Repitió la operación por cuarta vez y subió las cuñas debajo de la tapa. Había llegado el momento de ver el interior.

—¿Quiere mirar usted primero, señor Maddox? —preguntó.

Maddox negó con la cabeza.

—No. Ha dirigido la operación de forma magistral, doctor Blake. Lo más justo es que sea usted el primero.

Blake asintió, cogió la linterna, se subió a un escabel para alumbrar el interior del sarcófago. Con la mirada buscó a Sarah antes de contemplar la tumba abierta del faraón de las arenas.

Vio el cuerpo de un hombre completamente vendado, pero allí tampoco había rastros de los vasos canopes donde debían estar las vísceras. Probablemente el embalsamamiento se había realizado con prisas.

Sobre el rostro llevaba la típica máscara egipcia rematada por el klaft de bronce y esmalte, pero no se trataba de un retrato convencional pues no seguía un estilo determinado. Aquella cara estaba tratada con impresionante realismo, como si el artista hubiese esculpido su obra inspirándose en el modelo vivo, más que bajo el influjo de un canon amarniano remoto.

La nariz afilada y voluntariosa, la quijada potente, las cejas tupidas bajo la frente levemente arrugada daban a sus facciones solemnes un aura de dominio duro e inquietante.

Los brazos, cruzados sobre el pecho, sostenían dos objetos del todo insólitos: un bastón curvado de madera de acacia y una serpiente de bronce con escamas ligeramente doradas.

De su codo izquierdo colgaba un ankh de oro macizo y sobre el corazón llevaba un escarabajo de turmalina.

Blake notó a primera vista que el objeto estaba al alcance de la mano y, después de vacilar, metió el brazo. No quedaba sitio para asomar la cabeza entre la tapa y el sarcófago, de manera que tuvo que tantear con la mano milímetro a milímetro para no provocar daño alguno.

Palpó entonces la superficie curvada y lisa del escarabeo, lo sujetó y lo extrajo de la sepultura.

Le dio vueltas hasta que la base quedó bajo la luz. Llevaba la siguiente inscripción jeroglífica:

que interpretó sin duda alguna como la palabra:

MOISÉS

Le dio un mareo y estuvo a punto de caer.

Sarah corrió en su ayuda.

—¿Te encuentras bien, Blake?

—Está muy estresado —dijo Maddox—. Dadle un vaso de agua.

Blake negó con la cabeza.

—No es nada. Cosas de la tensión. Echen un vistazo, es… es extraordinario.

Apoyó la espalda en el sarcófago, se aflojó y se dejó caer hasta tocar el suelo.

Maddox subió al escabel, encendió la linterna eléctrica y observó el interior

—¡Dios mío! —exclamó.

Selim Kaddoumi detuvo el coche en el aparcamiento de Water Tower Place, cogió su maletín de cuero marrón, se apeó, se subió el cuello del abrigo y echó a andar por la acera. Al girar por la avenida Michigan sintió el cuchillo helado del viento y pensó en las noches templadas a orillas del Nilo lejano. Pasó mentalmente revista a lo que le esperaba en las veinticuatro horas siguientes.

Apretó el paso hacia la entrada y traspuso el umbral; lo recibieron la atmósfera caldeada del centro comercial, la música monótona de las pequeñas cascadas que caían una dentro de la otra en medio de la exuberante lozanía de las plantas de plástico verde. Subió al primer piso por las escaleras mecánicas; le fascinaban aquellas cascadas y le encantaba contemplar los destellos que despedían las monedas desde el fondo de las pilas de mármol cipolino.

Le habían explicado que los turistas tenían la costumbre de lanzar monedas en una de las grandes fuentes de Roma para asegurar su regreso a la ciudad eterna. ¿Pero qué sentido tenía tirar monedas en aquellas fuentecitas? De todos modos la gente iba a diario al centro comercial a hacer la compra. Ciertos aspectos de la civilización occidental continuaban siendo para él un misterio.

En el primer piso cogió el ascensor y subió al tercero, donde entró en la librería Rizzoli. Curioseó entre los estantes hasta que dio con la sección de libros de arte. Dejó el maletín en el suelo y hojeó un lujoso volumen sobre el baptisterio de Florencia, encuadernado en tela negra, con grabados en oro. El título del lomo decía Mirabilia Italiae (Maravillas de Italia).

Minutos más tarde se acercó otro hombre, dejó un maletín idéntico al suyo en el suelo y se dedicó a examinar un libro de grabados de Piranesi. Selim dejó su libro, cogió el otro maletín y se dirigió a otro estante. Eligió una guía de Italia titulada Off the beaten track, pagó en la caja y salió sin volverse atrás.

Subió al ascensor, se bajó en el primer piso y por la escalera mecánica flanqueada de cascadas que caían una dentro de la otra llegó a la planta baja. Cuando salió a la acera el aire estaba más gélido aún, el impacto fue tan doloroso que le cortó el aliento.

Avanzó tosiendo hasta el aparcamiento, abrió la portezuela de su coche y se sentó al volante. Dejó el maletín en el asiento del acompañante y lo abrió. Encontró un sobre con diez fajos de veinte billetes de mil dólares y un billete de British Airways para El Cairo.

Poco después iba por la autopista hacia el aeropuerto O’Hare. Lloviznaba, pero la lluvia no tardó en convertirse en aguanieve, minúsculas perlas de hielo que rebotaban silenciosas contra el parabrisas.

Omar al Husseini salió del vestíbulo del Water Tower Place con el maletín de cuero marrón y caminó hasta una cabina de teléfonos. Introdujo una moneda de veinticinco centavos de dólar en el aparato y marcó.

Chicago Tribune —respondió la voz de una mujer.

—Póngame con la redacción, por favor.

—Disculpe, señor, ¿podría decirme su nombre?

—Haga lo que le pido, maldita sea. Es una emergencia.

La telefonista calló y después de dudar un instante contestó:

—De acuerdo. Ya le paso.

Se oyeron las notas de la música de fondo para entretener la espera y luego contestó una voz varonil:

—Redacción.

—Escúcheme. Dentro de cinco minutos, en la portería de su diario entregarán por Federal Express un paquete de cartón gris oscuro dirigido a la redacción. Contiene un videocasete. Ábralo enseguida, es cuestión de vida o muerte para miles de personas. Repito, es cuestión de vida o muerte para miles de personas. No se trata de una broma.

—Pero qué…

Husseini colgó y regresó al aparcamiento a buscar su coche.

Arrancó y puso rumbo al edificio del Chicago Tribune. Cuando faltaban cuatrocientos metros para llegar detuvo el coche y fingió tener una avería, pues en aquella zona no había sitio dónde aparcar.

Estuvo trasteando con el gato y la rueda de recambio hasta que llegó el furgón de Federal Express; se detuvo delante del edificio gótico del Tribune y de él bajó un empleado con un paquete gris.

Sacó del bolsillo los prismáticos y enfocó la entrada. Un hombre de cabello canoso se apresuró a recibir al mensajero, le firmó el albarán, abrió febrilmente el paquete y sacó el videocasete.

Husseini guardó el gato y la rueda de recambio en el preciso instante en que se acercaba a él un coche patrulla de la policía.

—¿Necesita ayuda? —le preguntó el agente, asomándose a la ventanilla.

—No, gracias, sólo ha sido un pinchazo. Ya lo he solucionado. Gracias.

Subió a su coche y volvió a casa a toda prisa para ver el telediario de la noche.

Una noche gris y oscura que se cernía sobre las calles de la metrópolis como el ángel de la muerte.

Alan Maddox salió al aire libre y fue a reunirse con Gordon, que se había sentado bajo la tienda montada por Sullivan usando el techo del jeep de soporte.

—Baje, Gordon. Baje a ver. Es algo increíble. En mi vida había vivido semejante emoción. Allá abajo hay… hay un hombre que lleva tres mil años dormido. Sin embargo su máscara desprende una prepotente vitalidad, una fuerza indomable. Miré fijamente su pecho vendado y por momentos creí ver que se elevaba con la respiración.

Gordon lo miró desconcertado. Maddox estaba irreconocible.

Tenía la cara embadurnada de polvo y sudor, la camisa empapada y profundas ojeras, como si acabara de soportar enormes fatigas. No hizo comentarios y bajó con cuidado los peldaños de la escalera.

Minutos después, Blake subía a la superficie seguido de Sarah. El arqueólogo miró el sol que empezaba a ponerse y le dijo a Maddox:

—Hemos terminado.

—El tiempo ha pasado de prisa —dijo Maddox mirando su reloj.

—Estuvimos allá abajo durante horas, pero da la impresión de que han sido pocos minutos.

—Ya.

Gordon se unió a ellos.

—¿Qué me dices? —inquirió Maddox.

—Asombroso. Increíble y asombroso.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Maddox.

—Por hoy nada más —contestó Blake—. Si quiere, puede regresar al campamento. Yo me quedaré para comprobar que el sarcófago quede bien cubierto con el plástico. La exposición al aire podría ser perniciosa para la momia. Nos veremos a la hora de la cena.

—De acuerdo —dijo Maddox—. Necesito urgentemente tomar una ducha.

Blake regresó al hipogeo. La tapa estaba apoyada sobre las cuñas y separada del borde del sarcófago casi treinta centímetros.

Esperó a que los obreros la cubriesen con la película de plástico y cuando ellos salieron a la superficie aprovechó para contemplar el contenido del sarcófago. Encaramado a los soportes de los gatos apuntó la linterna al interior Bajo la transparencia del plástico, el rostro esculpido en madera asumía un aspecto aún más inquietante, como si estuviese sumergido en líquido lechoso.

Blake lo contempló con atención durante mucho rato, hipnotizado por aquella mirada magnética. La voz de Sarah lo sacó de su ensimismamiento.

—¿Va todo bien ahí abajo?

—Sí —contestó—. Todo bien.

Bajó al suelo y fue a la escalera, pero antes de subir echó otro vistazo al sarcófago murmurando:

—Nos has engañado a todos… ¿Por qué? ¿Por qué?

Sullivan esperó a que saliese Blake para cerrar la entrada con la plancha de acero y cubrirla a su vez con arena. Subió a su coche y se fue.

Empezaba a oscurecer.

—¿Nos vamos ya? —preguntó Sarah.

—Deja que fume un cigarrillo —le pidió Blake—. Necesito relajarme.

Sarah se sentó en un peñasco y William Blake encendió el pitillo apoyando la espalda en el costado del jeep.

—¿Se han confirmado tus sospechas? —preguntó Sarah después del breve silencio.

—Plenamente.

—¿Tienes ganas de hablar del asunto?

—Te lo prometí.

Blake se volvió hacia ella, le brillaban los ojos, como si estuviese a punto de echarse a llorar.

—¿Qué te pasa?

—Sé quién es el hombre enterrado en esa tumba.

—Ya lo sé. Me di cuenta cuando te vi leer el jeroglífico grabado en el vientre del escarabeo. Como si te hubiera caído encima un rayo. ¿Tan desconcertante es?

—Más que desconcertante, horrible. Ahí dentro está la momia de Moisés.

—No es posible… —dijo Sarah meneando la cabeza con cara de incredulidad.

—Empecé a sospecharlo cuando vi los grabados rupestres: una vara y una serpiente… un hombre con los brazos en alto ante la hoguera encendida…

—¿La zarza ardiendo?

—Tal vez… Además, en la montaña encontré restos de fuegos a alta temperatura. ¿Te acuerdas del libro del Éxodo? El humo y el fulgor de las llamas cubrían el monte sagrado mientras Dios dictaba su ley a Moisés en medio del fragor de los truenos y el resonar de las trompetas… ¡Sarah, el campamento de la Warren Mining Corporation está al pie del monte Sinaí!

»Mis sospechas aumentaron cuando descubrí que estamos en Israel y no en Egipto. Ningún dignatario egipcio se habría hecho enterrar tan lejos de la tierra del Nilo…

—¿Y la inscripción?

—Subamos al jeep —dijo Blake—. No querría despertar sospechas.

Sarah puso el motor en marcha y arrancó. Blake sacó del bolsillo una hoja arrugada y se puso a leer:

El hijo del sagrado Nilo y

de la princesa real Bastet Nefrere,

príncipe de Egipto, predilecto de Horus,

surcó el umbral de la inmortalidad

lejos de las Tierras Negras y de los

amados lugares de las riberas

del Nilo mientras conducía al pueblo de los

cabiros a asentarse en las fronteras de Amurru

para que también en esos lugares áridos y lejanos

se formara una nación que obedeciese al faraón, señor

del Alto y Bajo Egipto.

Que aquí pueda él recibir el soplo vital y

desde aquí pueda surcar el umbral ultramundano

para llegar a los campos de Yalu

y la morada de Occidente.

»Siguen las fórmulas rituales del Libro de los Muertos.

—En la inscripción no figura su nombre. ¿Es por eso que esperabas a abrir el sarcófago para tener la confirmación definitiva?

—Sí. Pero era por un exceso de prudencia. Tenía en mi poder una cantidad impresionante de indicios; la inscripción habla de un príncipe hijo del Nilo y de una princesa egipcia, lo cual se ajusta perfectamente a Moisés quien, según la tradición, fue salvado de las aguas del Nilo y adoptado por una princesa real. Además, este hombre muere lejos de Egipto, en un lugar árido y desolado, mientras conduce a un grupo de cabiros, o sea de judíos a establecerse en las fronteras de Amurru, es decir, en Palestina, con lo cual esto puede muy bien referirse a la narración del Éxodo, de lo contrario sería imposible hablar de un príncipe egipcio sepultado fuera de Egipto.

»He reflexionado sobre las páginas de la Biblia. La muerte de Moisés está rodeada de misterio. Se cuenta que, acompañado de algunos ancianos, subió al monte Nebo, situado al este de la desembocadura del Jordán, para morir allí. De hecho nunca se supo dónde estaba su tumba. ¿Cómo es posible que un pueblo entero se olvidara del lugar de la sepultura de su padre y fundador?

—¿Cómo te lo has explicado tú?

—Antes de entrar en esa tumba pensaba que en realidad Moisés no había existido jamás, que se trataba de un fundador mítico como Rómulo, como Eneas.

—¿Y ahora?

—Ahora es distinto. La verdad es que no sólo Moisés existió, sino que siempre fue egipcio. Tal vez sintió fascinación por el monoteísmo de Amenofis IV, un faraón herético que instituyó el culto a un solo dios, Atón, pero de hecho siempre siguió siendo egipcio. Y como tal quiso morir, con una tumba egipcia y, dentro de lo posible, con el ritual egipcio.

—No tiene ningún sentido. ¿Cómo pudo hacerse construir una tumba así y decorarla, esculpir el sarcófago y preparar los mecanismos que protegiesen la entrada sin que su pueblo lo descubriese?

—El santuario bajo la tienda. He ahí la explicación. ¿Lo recuerdas? Nadie podía acceder al santuario excepto él y sus más estrechos colaboradores y amigos, Aarón y Josué. Oficialmente porque en esa tienda se manifestaba la presencia de Dios. En realidad, porque la tienda ocultaba el trabajo de preparación de su inmortalidad egipcia, su eterna morada.

—¿Insinúas que el santuario tapaba la entrada de su tumba?

—Estoy prácticamente seguro. Desde la colina que da al campamento de Râ’s Udâsh todavía se ven las piedras de referencia. He tomado medidas, coinciden perfectamente con las indicadas en el libro del Éxodo.

Sarah meneaba la cabeza, como si no pudiera o no quisiera dar crédito a sus oídos.

—Pero hay algo más. Un día, un grupo de israelitas guiados por un hombre llamado Coré se alzaron contra Moisés y pusieron en tela de juicio su derecho a guiar al pueblo e imponer sus reglas. Evidentemente, estos hombres constituían el frente visible de un movimiento de oposición.

»Moisés los retó a comparecer con él ante el Señor, es decir, a entrar con él en el Templo, bajo la tienda. Y bien, bajo sus pies se produjo una vorágine que los engulló. Y he aquí mi interpretación: una especie de trampa los hizo caer dentro de la tumba, en parte excavada, donde sus cuerpos fueron quemados y sepultados rápidamente, lo cual queda confirmado por los esqueletos que hemos encontrado al fondo de la pared este.

»Desde lejos, transparentado a través de la sagrada tienda, el pueblo debió de ver siniestros fulgores, percibir el olor a azufre y carne quemada y oír gritos desesperados. El temor reverencial los mantuvo a todos clavados en sus tiendas, temblando de miedo en la oscuridad de la noche.

—Will… no sé si el texto de esa inscripción te permite llegar tan lejos… Tu hipótesis es demasiado audaz…

—Pero terriblemente lógica…

—Además, presupone que el libro del Éxodo es la transcripción fiel de los hechos.

—Te equivocas. Todo lo contrario. Tengo aquí una serie de datos materiales que confirman el testimonio literario del libro del Éxodo. Encontré restos de azufre y brea también en el interior de la tumba y tú misma viste en un rincón el amasijo de huesos cubiertos apenas por unos pocos puñados de polvo. ¿No te basta?

—¿Los restos de Coré y sus temerarios secuaces que osaron desafiar a Moisés?

—Pues así es. Y si pudiese someter a análisis químico los rastros de fuego que encontré en la tumba y compararlos con los de la montaña, estoy seguro de que revelarían la presencia de las mismas sustancias. Probablemente las que provocaron la columna de fuego que guió al pueblo de noche y el humo que los guió de día. Las mismas que provocaron las llamas y los truenos en el monte sagrado mientras recibía las Tablas de la Ley.

—¡Basta! —exclamó Sarah—. ¡No quiero escuchar más!

Pero Blake siguió hablando, más machacón todavía:

—¡Y el lugar! Considera el lugar; estamos cerca de una pirámide y una esfinge, dos formaciones naturales que recuerdan de manera impresionante el más famoso paisaje de Egipto. Circunstancia nada casual para un príncipe egipcio, obligado a construir su morada eterna fuera de su patria.

Sarah seguía negando con la cabeza. Estaba visiblemente afectada.

—Y no basta —prosiguió Blake—. Moisés dio personalmente la orden de exterminar a los madianitas, tribu a la que estaba vinculado por lazos de sangre, pues Séfora, su mujer, era madianita. La única explicación plausible es que él u otros en su lugar, para mantener en secreto el lugar de la tumba, acabasen con cuantos lo conocían.

—Dios mío… —murmuró Sarah.

—No… no imaginé que fueses creyente —dijo Blake.

—No es por eso —le espetó la muchacha—. Tal vez no lo sea, pero la idea de que dos tercios de la humanidad, que las tres grandes religiones monoteístas se vean condenadas a desaparecer por tu teoría…

—Por desgracia no es una teoría, te daré pruebas.

—¿Pero te das cuenta de lo que dices? El profeta del monoteísmo universal no habría sido más que un impostor.

—Sarah, la momia de allá abajo llevaba sobre el pecho un escarabeo con el nombre de Moisés grabado.

—¿Cómo puedes estar seguro?

Blake cogió el bolígrafo y en su libreta trazó la secuencia de ideogramas que había visto grabados en el escarabeo.

—¿Lo ves? Los dos primeros signos significan M y S y con esto podría haber dudas. Como en egipcio no se transcriben las vocales las dos consonantes podrían tener también otros significados, pero los tres ideogramas siguientes especifican «conductor de asiáticos», y los judíos lo eran. No. No tengo dudas.

»Además, el cadáver no fue embalsamado según los cánones tradicionales por la imposibilidad de encontrar en estas tierras embalsamadores de la casa de los muertos de Tebas. Todo coincide. Y la inscripción grabada en el sarcófago puede muy bien referirse a las vicisitudes de Moisés salvado de las aguas del Nilo y a su viaje por el desierto del Sinaí, tal como se describe en el libro del Éxodo. No puedo más que tomar nota de lo que he visto, leído y descubierto.

—¿Pero por qué? Tiene que haber un porqué. Si toda tu interpretación es absurda tus indicios no bastarán para hacerla plausible.

—Reflexioné toda la noche tratando de encontrar una explicación.

—¿Y entonces?

—No lo sé… Es muy difícil hallar la respuesta. Estamos hablando de alguien que vivió hace más de tres mil años. No sabemos si las palabras de la Biblia deben tomarse al pie de la letra o si deben interpretarse. En este último caso, ¿cómo? Tal vez lo impulsara la ambición… la ambición de ser el padre de una nación como era el faraón en Egipto. Algo a lo cual él, como hijo de desconocidos que era, jamás habría podido aspirar… Al final, en el momento supremo de la muerte, no supo resolver el conflicto que lo había desgarrado toda la vida: sangre y cuerpo de judío, educación y mentalidad de egipcio…

—¿Y el derrumbe? ¿Y el entarimado de madera? ¿Y la sandalia? ¿Cómo encajan en tus teorías? Quizá si analizaras con atención estos elementos podrías encontrar una respuesta diferente, más plausible.

—Ya he encontrado respuesta a eso. El hombre que perdió la sandalia sabía dónde estaba la tumba porque un círculo restringido de personas consiguió de alguna manera transmitir su ubicación, pero, probablemente, nadie había entrado en ella. Por tanto, debía de tratarse de un hebreo, sacerdote quizá, o levita, o profeta… No sé qué vendría a buscar a este lugar hace veintiséis siglos. De todos modos, lo que vio debió de conmocionarlo de tal manera como para impulsarlo a activar el mecanismo de protección y sellar para siempre la tumba. Si hubiese tenido a mano explosivos la habría hecho saltar por los aires. Estoy seguro.

La luz del crepúsculo se apagaba sobre las arenas del desierto de Parán, las cimas de las montañas yermas se cubrieron de sombras y las leves ondulaciones del terreno se tiñeron de una pátina broncínea. La luna empezaba a perfilarse, diáfana, contra el cielo tenue que, en el centro de la bóveda, se volvía azul oscuro.

Sarah no dijo nada más. Con las manos aferraba el volante y sólo apartaba la derecha para cambiar de marcha cuando debía superar un tramo difícil de camino.

Blake también guardó silencio; no lograba quitarse de la cabeza la mirada del faraón de las arenas, su fijeza irreal, la soberbia austeridad de sus facciones, la áspera pureza de sus rasgos.

Cuando a lo lejos surgieron las luces del campamento, Sarah se volvió otra vez hacia él.

—Hay algo que no entiendo. Has mencionado rastros de fuegos a alta temperatura en la montaña.

—Así es.

—Y los atribuyes a la manifestación del Dios de Israel a Moisés.

—Eso pienso.

—Lo cual implicaría que la montaña que domina nuestro campamento corresponde al monte Sinaí en cuya cima Moisés recibió las Tablas de la Ley.

—Con toda probabilidad.

—Pero yo siempre supe que el monte Sinaí está en el extremo sur de la península y aquí estamos en el norte, en el desierto de Néguev.

—Cierto. Sin embargo, éste es el territorio de los madianitas y algo más al norte se extiende el de los amalecitas, los pueblos del desierto con quienes se encontraron los hijos de Israel. Tiene perfectamente sentido que el Sinaí se encuentre en esta zona. La identificación a la cual te refieres, la que sitúa el monte Sinaí en el extremo sur de la península tiene origen bizantino y se remonta a las peregrinaciones a Tierra Santa de la reina Elena, madre de Constantino, pero siempre ha carecido de fundamento real. En esa región no se hallaron nunca rastros del Éxodo bíblico y todas las reliquias de esa zona que se muestran para consumo de la más ingenua piedad popular son falsas.

—No sé… —dijo Sarah—. Todo parece tan absurdo… Durante siglos y siglos centenares de miles de personas, entre ellas científicos, filósofos y teólogos han aceptado la epopeya del Éxodo como una narración sustancialmente exacta. ¿Cómo es posible que todos ellos se hayan engañado?

»Y ahora vienes tú, William Blake de Chicago a decir que la fe de dos mil quinientos millones de personas es fruto de la obra de un impostor. Entiendo tus argumentos, pero no logro aceptarlos del todo… ¿Estás seguro de tu teoría? ¿No existe nada que pueda ponerla en duda?

William Blake la miró y repuso:

—Tal vez.

—¿Qué?

—Su mirada.

Omar al Husseini regresó a su casa a primeras horas de la tarde, encendió el televisor y se dedicó a cambiar de canal para ver todos los telediarios programados, pero no consiguió encontrar ninguno donde se hablara del casete entregado al Chicago Tribune.

Fue a su estudio, se sentó delante del ordenador y se conectó a Internet. Consultó el buzón de correo y vio el nombre de Blake. Abrió el mensaje y ante sus ojos aparecieron los cinco ideogramas del jeroglífico:

MOISÉS

y después la firma de William Blake.

Se reclinó contra el respaldo, como paralizado por un rayo. Sólo logró murmurar:

—¡Oh, Alá, clemente y misericordioso!