Gad Avner entró en el despacho del presidente Schochot y éste lo recibió con cara sombría.
—Señor presidente… —lo saludó Avner inclinando la cabeza.
—Siéntese, señor Avner —le pidió el mandatario—. ¿Qué le puedo ofrecer? ¿Un whisky, un cigarro?
Avner sabía bien adónde iban a terminar esos preámbulos, no era más que la calma que precede a la tempestad.
—No, gracias, señor presidente —contestó negando cortésmente con la cabeza—, no me apetece nada.
—Señor Avner… —empezó a decir Schochot—, por el momento no quiero hablar del atentado a mi persona… —anunció poniendo cierto énfasis en la frase «por el momento».
»Quiero que me explique cómo fue posible que en una sinagoga, en plena celebración del sabbat, estallara esa bomba. Nunca había ocurrido nada semejante. Si nuestros servicios de seguridad son incapaces de impedir que los lugares más sagrados de la nación sean profanados por el terrorismo, significa que hemos caído muy bajo. La moral del pueblo está por los suelos. Los sondeos indican que día a día aumenta el número de quienes piensan abandonar el país y emigrar a Estados Unidos, Francia, Italia. Incluso a Rusia. ¿Vamos a asistir impotentes a una nueva diáspora? Señor Avner, usted sabe mejor que yo que si el pueblo de Israel se ve obligado a abandonar otra vez su tierra será para siempre. No regresará más…
Hablaba con convicción, con angustia, no como los políticos. Avner lo comprendió.
—Señor presidente, la bomba entró en la sinagoga por el subsuelo. Encontramos un túnel de cincuenta metros que sale de una alcantarilla de la ciudad. Alcantarilla que mandó construir su gobierno para el nuevo asentamiento de colonos…
El presidente se mostró momentáneamente desarmado, pero no tardó en volver al ataque:
—¿En las sinagogas no hacen una inspección antes de las ceremonias? Se trataba de un kilo de Semtex. Un kilo es un buen paquete, no puede pasar inadvertido.
—Señor presidente, nuestra reconstrucción de los hechos es la siguiente: un comando de terroristas excavó el túnel y dejó sólo una separación bajo el suelo para completar el trabajo el viernes por la noche o el sábado por la mañana. La última inspección de seguridad no encontró nada y autorizó la entrada de los fieles. Cuando la sinagoga se llenó rompieron la separación con una pequeña carga explosiva, el militante suicida irrumpió en el interior y accionó el detonador de la bomba que llevaba encima. El ataque fue sorpresivo, los presentes no tuvieron tiempo de reaccionar.
»Usted me dirá que es nuestro deber prever, además de proveer, pero sabe muy bien que todo tiene un límite, incluso las organizaciones como la nuestra, bien dotadas de medios y de hombres. Físicamente es imposible controlar el subsuelo del país y, al mismo tiempo, vigilar la superficie. No obstante, mis técnicos están instalando sensores en todas las sinagogas y demás lugares públicos para captar ruidos y vibraciones sospechosas provenientes del subsuelo. Se trata de una operación compleja y costosa, nuestros enemigos lo tienen en cuenta en sus planes; ejercen sobre nosotros una presión constante para impulsarnos a realizar desembolsos cada vez mayores en términos de esfuerzos y recursos humanos… Si la presión no disminuye, no podremos resistir.
»No hablo por mí; si ya no me tiene confianza no tenga reparos, estoy dispuesto a dimitir. Carezco de ambiciones, señor presidente, a lo único que aspiro es a protegerlo a usted y al pueblo… pero si conoce a alguien mejor que yo, más preparado, llámelo y dele mi cargo ahora mismo. Está a su disposición…
Se puso en pie, dispuesto a salir del despacho, pero el presidente se lo impidió.
—Siéntese, Avner, por favor.
Gad Avner se sentó; los dos hombres se miraron en silencio. El ruido del tráfico de la calle casi había cesado, la gente se había retirado a sus casas, empujada por la oscuridad de la noche y el miedo.
Schochot se levantó y se asomó a la ventana.
—Fíjese, Avner, en la calle no queda nadie. La gente está aterrorizada.
Avner se levantó a su vez y se acercó al presidente. El ventanal del despacho daba a la ciudad antigua y a la cúpula dorada de la Roca, como la ventana de su terraza.
—Están nuestros soldados —le recordó—. Ahí los tiene. También están mis hombres, pero no puedo indicarle dónde.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó el presidente suspirando.
Avner encendió un cigarrillo, aspiró con fruición y le asaltó un prologando acceso de tos.
—Fuma usted demasiado, Avner —le dijo el presidente con amabilidad—. Es muy perjudicial para la salud.
—El tabaco no me va a matar, señor presidente, mucho me temo que no le dará tiempo. De todos modos, ¿para qué preocuparse? Por favor, escúcheme, tengo que decirle algo desagradable…
—¿Puede haber algo peor de lo que ya sabemos?
—Como usted recordará, hace unas semanas hablé en su Consejo de ministros de la llamada Operación Nabucodonosor y pedí más medios para lo que yo consideraba una amenaza grave e inminente…
Schochot frunció el ceño.
—¿Me está diciendo que estos atentados marcan el comienzo de la operación?
—No lo sé, es muy probable… pero lo que temo es que deberemos combatir en dos frentes, el terrorismo interno y un ataque exterior. Frontal.
—No es posible. Los hemos derrotado siempre en campo abierto. Nuestra superioridad técnica es aplastante. No se atreverán.
—Por desgracia creo que sí se atreverán.
—¿Tiene algún indicio… alguna prueba?
—No. Sólo presentimientos.
Schochot lo miró con incredulidad.
—¿Presentimientos?
—Es difícil de explicar: Los sabuesos olemos en el aire estas cosas. No necesitamos pruebas. Siento que ese mal nacido está detrás de todo este montaje… detrás del asesinato de al Bakri y de la sucesión de Taksoun, que ha pillado desprevenidos a los norteamericanos y no sospechan nada.
—¿Qué mal nacido?
—Abu Ahmid, ¿quién iba a ser?
—Pero Taksoun goza de la estima, por no decir de la amistad de los norteamericanos.
—A al Bakri no lo mataron ellos. Para esa operación tenían un comando en Mitzpe Ramon. ¿Estaba usted al tanto, señor presidente?
Schochot se quedó pasmado, sin poder articular palabra. Avner insistió en un tono que no ocultaba su reproche:
—¿Estaba al tanto?
—Sí, Avner, sí.
—¿Y por qué no me puso al corriente?
—Pensé que se opondría a la operación y que…
—Hable, hable sin tapujos.
—Que me habría puesto trabas en un momento en el cual no puedo enfrentarme a los norteamericanos.
—Habría agachado la cabeza, no me habría opuesto a sus actos. Pero habría hecho todo lo posible por disuadirlo.
—¿Pero por qué? Los norteamericanos se fían de Taksoun y no me negará que para nosotros es mucho mejor que al Bakri.
—Yo no me fío de nadie y mucho menos de Taksoun. Si es amigo de los norteamericanos es un traidor y un vendido. Si no lo es, tal como yo pienso, entonces alguien le ha sacado las castañas del fuego por motivos muy distintos de los que imaginan nuestros amigos de Washington.
—¿Está relacionado con la misteriosa Operación Nabucodonosor?
Avner encendió otro cigarrillo y Schochot observó que fumaba la marca siria Orient. Costumbre típica de su subordinado.
Avner tuvo otro acceso de tos seca y persistente y en cuanto se recuperó, dijo:
—No entiendo esa historia de las tropas iraníes en la frontera de Shatt al Arab. No tiene sentido. Y todavía menos sentido tiene la movilización solicitada por Taksoun, más bien parece una comedia… No me gusta, no me gusta nada. Además, sé que los hombres de Taksoun se han puesto en contacto con Siria y Libia. Esperaba que se reuniese más bien con los jordanos y los saudíes, ¿no le parece?
—¿Está seguro?
—Sí.
—¿Qué esperaba para decírmelo?
—Se lo estoy diciendo, señor presidente. También he informado al Estado mayor de las fuerzas armadas.
Schochot meneó la cabeza.
—No, no tiene sentido. Los norteamericanos movilizarían a sus fuerzas, como en la guerra del Golfo. Es absolutamente imposible, créame.
Avner apagó la colilla en el cenicero del escritorio del presidente y se puso en pie. Schochot lo imitó y fueron los dos hasta la puerta.
—Señor Avner —le dijo—, ocupaba usted el mismo cargo con el gobierno y la coalición anteriores, pero yo tengo plena confianza en usted. Le pido que siga en el cargo y continúe con su trabajo. Por mi parte, en el futuro trataré de… de evitar tomar decisiones importantes sin consultarlo.
Avner se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—Señor presidente, ¿ha leído a Polibio?
—¿El historiador griego? —inquirió Schochot, sorprendido—. Sí, algo leí en la universidad.
—Polibio dice que la historia no está toda en manos de los hombres que la hacen. Existe lo imponderable, la tyche, como la llama él, es decir el azar. Presiento que esta vez nuestros enemigos lo han preparado todo con gran exactitud, sólo el azar podrá socorrernos. O la mano de Dios, si lo prefiere. Buenas noches, señor presidente.
Como de costumbre, se hizo llevar a su casa por el chófer y subió solo al último piso. Sobre la mesa de la cocina encontró pollo frío y en la tostadora varias rodajas de pan. La botella de agua mineral y la cafetera en el quemador de la cocina completaban su comida.
Abrió la puerta de la terraza y aspiró el viento del desierto de Judá que transportaba el aroma de la primavera precoz. Con todo lo que fumaba se sorprendía de lo aguzado de su olfato.
Se sentó a comer algo y a hojear los periódicos y el documento con las órdenes para el día siguiente. Cuando terminó entró en el cuarto de baño, donde se aseó antes para meterse en la cama, y mientras salía oyó el timbrazo de su línea reservada.
Levantó el auricular y oyó la voz de siempre saludarlo del modo habitual:
—Soy el portero de noche, señor.
—Te escucho, portero de noche.
—El comando de Mitzpe está levantando el campamento, pero hay algo que no me cuadra. Intento descubrir quien es en realidad el responsable de la misión.
—¿Qué insinúas?
—Pues que tengo la impresión de que está jugando a dos bandas pero todavía no he logrado saber quién es el segundo interlocutor.
—La última vez hablaste de una excavación arqueológica. ¿Cómo la tienen?
—Mañana abrirán el sarcófago y tal vez identifiquen la momia. Si logran concluir esta operación no tendrían motivos para seguir allí, salvo imprevistos. La situación es muy compleja y difícil. Si no me equivoco creo que hay negociaciones en curso pero, como le he dicho, todavía no sé quién está sentado al otro lado de la mesa. Quizá el tesoro de la tumba, cuyo valor es inestimable, forme parte de esas negociaciones, aunque no es seguro. Pero empiezo a tener mis sospechas, el tesoro podría servirle a alguien en Israel…
Avner guardó silencio y pensó a quién podría estar refiriéndose. Él también comenzaba a tener sus sospechas, pero se cuidó de manifestarlas.
—Sé prudente y, si puedes, llámame en cuanto empiece a perfilarse la solución. Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
La luz del teléfono se apagó y el cansancio hizo que Gad Avner cayera rendido sobre la cama. Se sentía asediado por un enemigo omnipresente y no sabía hacia dónde golpear para defenderse.
Maddox le indicó al cocinero que sirviese el café e hizo circular la caja de habanos. Había seis personas sentadas a la mesa: él, Pollack, Sullivan, Gordon, que había reaparecido horas antes, Sarah y Blake. Por tanto, Maddox podía hablar libremente.
—Señores, mañana el doctor Blake abrirá el sarcófago y examinará la momia que verá la luz por primera vez después de tres mil años. He pedido estar presente en la operación; no quiero perdérmela. Imagino que a ustedes les pasará lo mismo. ¿Alguna objeción, doctor Blake?
—No, señor Maddox, ninguna. Me gustaría saber qué ha pensado hacer con el mobiliario funerario.
—Se trata de una decisión de último momento. Ahora quiero que exponga a los aquí presentes los resultados de su excavación en el interior del mausoleo. El desescombro del derrumbe era indispensable para poder levantar la tapa del sarcófago, pero tengo entendido que esto le ha permitido ver con más claridad la situación general en la cual se produjo el derrumbe. ¿No es así?
—Como ya saben —comenzó a decir Blake—, el sepulcro se hallaba parcialmente cubierto por un derrumbe de material inerte formado por arena y piedras. Por ese motivo era necesario proceder al desescombro con el fin de liberar la parte enterrada del sarcófago.
»Esperaba también que, una vez limpia la zona, descubriría las condiciones en que se había producido el derrumbe. Al principio pensé que aquello se debía a un terremoto, pero cambié de idea en cuanto comprobé que todos los objetos del ajuar funerario de la tumba estaban en su sitio.
»De haberse producido un terremoto tan fuerte como para provocar un derrumbe de esas dimensiones, muchos de los objetos habrían caído y algunos de ellos, los de vidrio y cerámica, se habrían roto. Por tanto no se trataba de un terremoto sino de un derrumbe provocado; había que descubrir cuándo y por qué.
»Empezamos a quitar los escombros y a descargarlos en el exterior mediante una cubeta conectada al cabrestante del jeep del señor Sullivan. No tardé en descubrir que debajo del derrumbe había un entarimado de madera apoyado en el suelo de la tumba, hecho que no supe explicar inmediatamente.
»Junto al entarimado encontramos entonces los restos de lo que parecía una sandalia de cuero. Mandé realizar análisis al radiocarbono de los dos restos: un trozo del entarimado de madera que había debajo del derrumbe y un trozo de cuero de la sandalia. Los resultados llegaron ayer y son sorprendentes. El entarimado es de madera de acacia muy resistente y sus orígenes se remontan a mediados del siglo XIII antes de Cristo. La sandalia pertenece al siglo VI. Algo muy extraño.
»Cuando concluimos las obras de desescombro comprobé, casi con toda seguridad, que el entarimado formaba parte de un sistema de protección de la tumba. Quien intentara penetrar en ella provocaría la caída del entarimado y el desprendimiento de una montaña de piedras y arena que bloquearía la entrada y sepultaría al intruso. Este sistema de protección es análogo al hallado en los grandes túmulos de los reyes de Frigia en Asia Menor.
»Ahora bien, la presencia de la sandalia que, según los análisis del radiocarbono, pertenece a principios del siglo VI, nos hace pensar que el derrumbe se produjo entonces. Sin embargo, esta hipótesis plantea numerosos interrogantes: ¿quién era el hombre de la sandalia? ¿Un ladrón?
»Si así fuera, ¿por qué no quedó sepultado por el derrumbe? El hecho de que sólo perdiese una sandalia hace pensar que sabía a la perfección lo que hacía. A mi modo de ver, se trataba de un sacerdote que por algún motivo conocía la ubicación de esta tumba. Probablemente temía que fuese profanada o saqueada y por eso accionó el mecanismo para provocar el derrumbe y obstruir la entrada.
—Esa operación —intervino Maddox—, se produjo más de cinco siglos después de que la momia fuese depositada en la tumba.
—Eso pienso yo —dijo Blake.
—Pero en cinco siglos el entarimado podría haber cedido solo. El derrumbe muy bien podría haber sido espontáneo.
—Podría haberlo sido —replicó Blake—, pero no lo fue. Por dos motivos: el entarimado está reforzado con dos barras de bronce y el clima tan seco contribuyó a conservar la madera, de por sí muy dura; además, la sandalia induce a pensar que en el momento del derrumbe había alguien, alguien que no fue sorprendido por este hecho sino que lo provocó. Si no fuera así, debería haber encontrado sus restos en el interior de la tumba y no sólo su sandalia.
Blake interrumpió su exposición y todos guardaron silencio, a la espera de que continuara hablando. Al ver que nadie preguntaba nada siguió explicando:
—La presencia del dispositivo y el hecho de que un sacerdote pudiese accionarlo al cabo de siglos significa que alguien conocía esta tumba y transmitía su ubicación por motivos todavía desconocidos.
—¿Espera descubrirlo mañana abriendo el sarcófago? —preguntó Maddox.
—Eso espero —contestó Blake.
—En ese caso será mejor que nos vayamos a dormir. Mañana nos espera un día cargado de trabajo y emociones. Señores, buenas noches a todos.
Se levantaron y se retiraron a sus respectivos alojamientos. Poco después, el tiempo justo para cepillarse los dientes y ponerse el pijama, el generador se apagó y el campamento quedó sumido en la oscuridad y el silencio.
William Blake llegó a su casa, encendió la lámpara de gas, se sentó, abrió la Biblia y se puso a leer y a tomar notas. De vez en cuando el silbido de los cazabombarderos que sobrevolaban el campamento a baja altura interrumpía el silencio. Pasó largo rato sumergido en la lectura y el estudio hasta que de pronto le pareció oír a lo lejos el ruido característico de las hélices de un helicóptero. Miró el reloj: era la una de la madrugada.
Se puso en pie y se acercó a la ventana de atrás para observar el desierto por el lado de donde venía el ruido; vio a Sarah salir por la ventana trasera de su caseta y perderse en la oscuridad. La vio reaparecer detrás de un arbusto y desaparecer otra vez. Sacudió la cabeza y se disponía a volver al trabajo cuando le llegó el sonido apenas perceptible de un motor; en lo alto de una duna vio avanzar un jeep con los faros apagados; iba hacia el horizonte, donde se distinguía una débil claridad.
Suspiró, salió por la puerta de adelante y encendió un cigarrillo. La oscuridad era total; el cielo estaba cubierto. Cogió un palo del suelo, lo afiló con su navaja, clavó el cigarrillo en la punta y semienterró el palo en el suelo. Después fue a la parte de atrás de su caseta y caminó hasta el aparcamiento. El coche de Maddox no estaba.
Regresó a su casa y cogió la colilla todavía encendida para terminar de fumársela. Hacía frío; en el aire flotaba olor a polvo humedecido: en alguna parte llovía sobre la tierra árida y estéril.
Tuvo la impresión de ser un caballero velando las armas. ¿Qué le depararía el día siguiente? ¿Qué ocurriría con el tesoro de la tumba y qué haría él si la loca hipótesis que intentaba comprobar resultaba cierta?
Volvió a sus papeles y se agarró la cabeza con ambas manos tratando de ver si existía el modo de salvar la tumba del desierto. Seguramente en el Falcon no cabrían todos los objetos, pero podían usar los jeeps o pedir que enviasen camiones a través del desierto. No necesitaban más que citarse en algún lugar oculto, efectuar el transbordo y después embarcarlo todo en una zona deshabitada de la costa mediterránea.
Eran las tres de la mañana cuando William Blake se levantó de la mesa para lavarse la cara y preparar café. Mientras encendía el hornillo oyó ruido de pasos apenas perceptibles en la hammâda, venían de la parte trasera de la caseta. Miró de reojo por la ventana y vio a Sarah entrando en su casa por la ventana de atrás. Esperó un momento y, descalzo para no hacer ruido, salió y se acercó a la caseta de la chica donde se pegó a la pared y apoyó en ella la oreja. Oyó el fluir del agua, pasos y luego silencio. Regresó a su casa y siguió trabajando, pero a los pocos minutos desde el aparcamiento le llegó el ruido de un motor: Maddox debía de haber vuelto de su expedición nocturna.
Blake se tomó el café, una mezcla italiana adquirida en la pequeña tienda del campamento con la que conseguía preparar algo vagamente similar a un expreso, encendió un cigarrillo y se acercó al mapa desplegado sobre la única mesa libre. El panorama comenzaba a aclararse; empezaban a tomar cuerpo hipótesis aparentemente absurdas; ante sus ojos se revelaban itinerarios olvidados.
Sacó del cajón las fotos de los grabados rupestres tomadas aquí y allá a lo largo del camino que atravesando el desierto llevaba a la tumba; ellas también comenzaron a formar una sucesión de signos con significado. Pensó en las dos montañas con forma de esfinge y de pirámide mientras el rostro del faraón del desierto surgía poco a poco del misterio como la esfera del sol al asomar entre las nieblas matutinas.
A las cinco Blake salió de su casa y fue a llamar a la puerta de Alan Maddox.
—Discúlpeme, señor Maddox —dijo en cuanto lo tuvo delante en bata y con cara de sueño—. Necesito su ayuda ahora mismo.
—¿Se encuentra mal? —preguntó Maddox mirándolo con disimulo.
Bajo la luz del alba su cara tenía color terroso y sus ojos, enrojecidos por la vigilia, le daban un inquietante aspecto de trastornado.
—No, me encuentro bien, señor Maddox. Necesito enviar un mensaje por correo electrónico antes de ir a trabajar. Es muy importante.
Maddox lo miró perplejo.
—Ya conoce las reglas que nos han impuesto en este campamento, no podemos tener ningún contacto con el exterior hasta acabar la operación. Usted lo entiende…
—Señor Maddox, yo ya me comuniqué con el exterior en su ausencia y, como ve, no ha ocurrido nada…
—¿Pero cómo…?
—Déjeme pasar, por favor, se lo explicaré todo.
—Pollack deberá responder por esto… —protestó Maddox.
—Como ha podido comprobar, aquí no ha pasado nada. Soy hombre de palabra, me he comprometido con usted y pienso cumplir. Se trataba de un texto jeroglífico para el cual necesitaba la clave de lectura. La obtuve poco después, por correo electrónico, y gracias a eso he podido continuar con mi investigación.
»Escúcheme, señor Maddox, imagínese que consigo identificar al personaje enterrado en la tumba de Râ’s Udâsh, el valor del mobiliario se triplicaría ipso facto. ¿No le interesa?
—Pase —dijo Maddox—. Pero estaré presente mientras envía el mensaje. Lo siento, pero es preciso.
—Pollack hizo lo mismo, examinó la carta acompañatoria y comprobó que efectivamente se trataba de una inscripción jeroglífica. Tengo un programa para eso, se lo enseñaré.
Se sentó ante la pantalla, encendió el ordenador, cargó el programa de escritura desde los disquetes y se puso a escribir frases en caracteres jeroglíficos.
—Extraordinario —susurró Maddox, de pie, a espaldas de su huésped matutino, mientras observaba la antigua lengua del Nilo tomar forma en la pantalla del ordenador.
Omar al Husseini entró en su casa, se sirvió café y se sentó a su mesa de trabajo para leer los exámenes del primer semestre de sus escasos estudiantes, pero no conseguía concentrarse ni apartar la mirada de la foto del niño que tenía delante: la foto de su hijo. Se llamaba Said, era fruto de su unión con una muchacha de la aldea de nombre Suray, que le habían dado en matrimonio sus padres después de largas negociaciones con la familia de ella para fijar la dote adecuada.
Nunca la había amado, como era lógico tratándose de una esposa no elegida por él y que no le gustaba, pero le tenía aprecio porque era buena y devota y porque le había dado un hijo.
Los dio por muertos a los dos cuando la casa donde vivían fue alcanzada por una granada; los sepultó en el cementerio de la aldea, bajo la escasa sombra de los arbustos de algarrobo, en lo alto de una colina de piedra agostada por el sol.
A su mujer la había alcanzado una esquirla y murió desangrada, pero le dijeron que el niño había sido herido de tal manera que era irreconocible, por lo cual ni siquiera pudo verlo por última vez antes de enterrarlo.
Aquella misma noche, mientras seguía llorando a sus muertos, sentado en el suelo delante de las ruinas de su casa, fue a verlo un hombre y le ofreció la posibilidad de vengarse; rondaba los cincuenta años y llevaba un tupido bigote gris; le dijo que quería convertirlo en un gran combatiente del Islam, que le ofrecía una nueva vida, un nuevo objetivo, nuevos compañeros con quienes compartir peligros e ideales.
Aceptó y juró servir a la causa y dar la vida si era preciso. Lo llevaron a un campo de adiestramiento cerca de Baalbek, en el valle de la Bekaa, le enseñaron a usar el puñal, la ametralladora, granadas, lanzamisiles; reavivaron el odio que sentía por el enemigo, destructor de su familia, y después lo lanzaron a una serie de empresas cada vez más audaces y destructivas hasta hacer de él un combatiente implacable e inasible, el legendario Abu Ghaj. Y así, un buen día, se hizo digno de conocer y ver cara a cara al más grande combatiente del Islam, el enemigo más temido de los sionistas y de sus sostenedores: Abu Ahmid.
Fueron años de fuego y entusiasmo durante los cuales se sintió un héroe, vio y trató a personajes de alto rango, durmió en grandes hoteles, vistió con elegancia, comió en los mejores restaurantes, conoció mujeres hermosas y dispuestas. Abu Ahmid sabía recompensar como era debido a sus combatientes más audaces y valientes.
Llegó el día en que la sangre y el peligro constante lo desquiciaron y cayó en una profunda crisis. Con Abu Ahmid había acordado combatir hasta que se le acabasen las fuerzas y el valor. Por eso una noche cogió un avión y se marchó con documentos falsos, primero a París, donde terminó sus estudios de copto y luego a Estados Unidos. Desde entonces habían pasado dieciséis años sin que Abu Ahmid diese señales de vida. Se había esfumado sin dejar rastros. Él lo había olvidado todo, su vida anterior quedó borrada, como si jamás hubiese existido.
No seguía los avatares de su movimiento, ni los acontecimientos de su país de origen. Se había integrado, sumergido en el estudio y la vida tranquila de la clase media alta de Estados Unidos. Tenía una amante, algunas aficiones, practicaba el golf, se interesaba por el baloncesto y el fútbol americano.
El único recuerdo que conservaba era el de su hijo muerto, Said. Desde su mesa del despacho, el retrato lo miraba siempre; pasaban los días y en su imaginación lo veía crecer, veía su primera barba, oía su voz de niño convertirse en adulta. Al mismo tiempo seguía sintiéndose padre del pequeño de la foto que no crecía nunca y, en cierto modo, ese detalle nimio lo rejuvenecía.
Por eso no había querido volver a casarse ni tener más hijos. Pero un buen día los fantasmas de su pasado regresaron en tropel junto con la foto de un muchacho que reconoció al instante como hijo suyo; y ahí estaba, sin poder salir de su asombro.
Fue al armario para buscar los tranquilizantes y en ese momento sonó el teléfono móvil. Contestó.
—Salam aleykum, Abu Ghaj —lo saludó la voz metálica levemente distorsionada por la línea. Llamaba desde su móvil—. Tenemos todos los asnos ensillados. Estamos listos para ir al mercado.
—De acuerdo —respondió Husseini—. Transmitiré el mensaje.
Esperó unos minutos mientras seguía pensando cómo salir de esa situación, cómo borrar todo, el pasado y el presente, para volver a su tranquilo puesto de profesor norteamericano o morir quizá. Hiciera lo que hiciera no tenía salida. ¿Acaso volvería a ver las columnas de Apamea, pálidas bajo la luz del alba y al atardecer, rosadas como antorchas llameantes?
El cielo estaba gris, gris la calle y grises las casas, del mismo color que su porvenir.
El timbre de la puerta sonó en ese momento y se sobresaltó: ¿quién podía ser a esas horas? Tenía los nervios destrozados y no conseguía dominar sus emociones; sin embargo en otros tiempos (¿cuánto hacía de aquello?) había sido Abu Ghaj, la máquina de matar, el autómata inexorable.
Fue a la puerta y preguntó:
—¿Quién es?
—Soy Sally —respondió tímidamente una voz casi infantil—. Iba para mi casa y vi la luz encendida, ¿puedo pasar?
Husseini suspiró aliviado y abrió; era su amiga, la secretaria de la biblioteca. Hacía días que no se veían.
—Ponte cómoda —le dijo, no sin sentirse violento.
La muchacha se sentó. Era rubia y entrada en carnes; sus grandes ojos azules miraban con asombro.
—Hacía mucho que no sabía nada de ti —dijo—. ¿Te he hecho algo malo?
—No, Sally. No me has hecho nada. La culpa la tengo yo. Estoy pasando por un momento difícil.
—¿Te encuentras mal? ¿Puedo ayudarte?
Husseini estaba muy nervioso; sabía que debería haber llamado enseguida; sin querer, miró el reloj. La muchacha se sintió humillada y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No es lo que tú piensas, Sally, tengo que tomar un medicamento y por eso he mirado el reloj… Ya ves, no me encuentro bien.
—¿Qué tienes? ¿Puedo hacer algo por ti?
—No —respondió—. No puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada, Sally. Es algo que debo resolver yo solo.
Se le acercó y le acarició la mejilla.
—Omar…
Husseini se puso tenso.
—Perdóname, no me siento…
Ella inclinó la cabeza tratando de ocultar las lágrimas.
—No te llamaré durante una temporada, Sally, no lo tomes a mal… Tendrás noticias mías en cuanto me haya recuperado.
—Yo podría… —insistió la muchacha.
—No, es mejor así, créeme. Debo arreglármelas como pueda yo solo… Ahora vete a dormir, es tarde.
La muchacha se secó los ojos y salió. Husseini se quedó mirándola desde el umbral hasta que la vio subir a su coche, después cerró la puerta, cogió el móvil y marcó el número. Respondió el contestador automático y dejó el mensaje:
Tenemos todos los asnos ensillados. Estamos listos para ir al mercado.
Le echó otro vistazo al niño de la foto y sintió que la granada que había destruido su casa hacía tantos años volvía a estallar en ese momento en su corazón haciéndolo pedazos. Ya no sabía quién era ni qué hacía, sólo sabía que debía seguir adelante a cualquier precio: tarde o temprano, su verdadero yo asomaría otra vez y se pondría a luchar. En un bando u otro.
Posó la mirada en el ordenador y se acordó de su colega William Blake. Encendió el aparato y se conectó a su servidor para recoger el correo electrónico. Encontró dos mensajes de colegas y en último lugar el de William Blake. En jeroglífico.
La traducción más aproximada podía ser:
El faraón de las arenas enseñará su rostro antes de que se ponga el sol de este día. Antes del crepúsculo sabré su nombre. El nombre te llegará dentro de doce horas. Entretanto, busca el papiro perdido.
Se trataba de una cita precisa. Husseini miró el reloj: el mensaje fue enviado cuando en Israel eran las seis de la mañana. El próximo mensaje llegaría al día siguiente, antes de mediodía, hora de Chicago. Debía dejar el ordenador encendido, de ese modo comprobaría si le llegaba correo y podría responder a Blake de inmediato.
Entretanto, redactó la respuesta de confirmación con la esperanza de que Blake la interpretará como:
Dentro de doce horas estaré presente. Estoy buscando el papiro perdido.
Envió el mensaje y trató de ponerse a trabajar, pero le costaba un esfuerzo enorme concentrarse. Al terminar comprobó que había empleado el doble de tiempo del que habitualmente dedicaba a corregir media docena de exámenes. Eran casi las once y no había comido nada. En lugar de cenar tomó dos pastillas de Maalox y un tranquilizante con la esperanza de poder dormir.
Se acostó y, en cuanto el tranquilizante empezó a hacerle efecto, cayó en un sueño inquieto y turbado, y siguió hundido en ese agobiante sopor durante casi cinco horas. Entró después en la fase de duermevela y empezó a cambiar de postura tratando de encontrar la que le permitiese volver a dormirse. Del mundo de los sueños le llegaba una señal insistente, como si alguien llamara a la puerta. No lograba precisar si oía los timbrazos en el sueño o si, por el contrario, se producían en el mundo real.
De repente dejó de oír el timbre e imaginó a Sally detrás de la puerta, esperando que le abriera. Pensó que habría sido bonito que entrara y se acostara a su lado. Llevaba mucho tiempo sin hacer el amor con ella. Pero no era el timbre de la puerta, el timbre no tenía ese sonido intermitente. Era otra cosa.
Se incorporó en la cama presionándose las sienes con las manos. Era el teléfono móvil. Respondió:
—¿Dígame?
—Ha llegado la orden —dijo la voz de siempre—. El ataque se producirá dentro de treinta y cuatro horas, por la noche y con mal tiempo. Los pronósticos prevén que habrá una tormenta de arena de inusitada violencia… Mira en tu buzón de correo. Encontrarás un paquete con un videocasete que contiene el mensaje. Envíalo dentro de nueve horas exactas. Que tengas un buen día, Abu Ghaj.
Se levantó, se echó la bata sobre los hombros, salió y caminando sobre la nieve llegó hasta el buzón. Encontró el paquete, entró en su casa y se preparó café.
Paladeó el líquido caliente y encendió un cigarrillo, sin apartar la vista del paquete envuelto en papel de embalaje que había dejado sobre la mesa de la cocina. Tuvo ganas de abrirlo y ver su contenido, pero se dio cuenta de que si cedía a su impulso quedaría trastornado el resto del día y no podría siquiera ir a trabajar. Le convenía esforzarse por parecer normal.
Salió de casa a las siete y media y a las ocho entraba en su despacho del Instituto Oriental. Recogió el correo de su buzón y las comunicaciones de servicio y se dedicó a leerlas mientras esperaba que llegase la hora de darla primera clase. Llamaron entonces a su puerta.
—Pase.
Era Selim, el ayudante de Blake.
—Tengo que hablar con usted, doctor Husseini.
—Entra, siéntate. ¿Qué se te ofrece?
—El doctor Olsen se ha ido otra vez a Egipto.
—¿Cuándo?
—Esta mañana, creo. Irá a Luxor, a la sede del Instituto.
—¿Alguna otra novedad?
—Sí, he tenido noticias de mi amigo Alí, el de Al-Qurna.
—¿El del papiro? —preguntó Husseini.
—El mismo.
—¿Qué cuenta?
—Dice que todavía tiene el papiro.
—Estupendo. ¿Es de fiar?
—Diría que sí.
—¿Qué propones?
—Si queremos recuperarlo necesitamos dinero. Alí no se pasará la vida esperando. Sigue teniendo el adelanto, está dispuesto a mantener su palabra.
—El Instituto es el único que puede firmar un cheque de doscientos mil dólares, pero no lo hará nunca. Este asunto del papiro sigue oliendo a chamusquina…
Selim se encogió de hombros.
—Entonces no tenemos ninguna esperanza. A Alí le han hecho una oferta muy generosa, pero no quiso decirme quién.
—Entiendo —dijo Husseini.
—¿Qué hacemos?
Husseini tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras se mordía el labio inferior: una idea acababa de tomar cuerpo en su mente.
—Vuelve a tu despacho, Selim. Iré a verte cuando termine mi clase y encontraré los doscientos mil dólares. ¿Puedes avisarle a Alí?
—Claro.
—Entonces hazlo enseguida. Dile que irás a llevarle el dinero.
Selim salió y Husseini se quedó meditando sin abandonar el rítmico tamborileo con los dedos, después abrió el móvil y marcó un número. Al oír la señal, habló:
—Emergencia. Solicito disponer del dinero depositado en el International City Bank. Tengo que comprar material de cobertura.
Colgó y esperó tamborileando obsesivamente los dedos sobre la mesa de encina. Faltaban cinco minutos para comenzar su clase.
El portátil sonó de pronto y una voz sintetizada le dijo:
—Disponibilidad concedida hasta trescientos mil dólares. Código de retiro, Gerash.200/x. Repito, Gerash.200/x.
Husseini apuntó el dato e interrumpió la comunicación. Era hora de ir a dar su clase; cogió el maletín con los apuntes, los textos y las diapositivas y enfiló hacia el aula donde lo esperaban los estudiantes. Prácticamente no había asientos libres. Inició la clase diciendo:
—Hoy hablaremos del mito de la Gran Biblioteca de Alejandría que, según la tradición más difundida, fue destruida por los árabes. Les demostraré la falsedad de dicha tradición. Fundamentalmente por dos motivos: primero, cuando los árabes tomaron Egipto hacía siglos que la biblioteca había desaparecido; segundo, los árabes siempre fueron sostenedores de la cultura, no sus enemigos…
William Blake miró la secuencia de caracteres aparecida en la pantalla y repasó mentalmente su significado:
Cuando hayas pasado la frontera de tu noche, yo estaré presente. Estoy buscando el papiro.
Calculó que entre las doce y la una de la tarde, Husseini estaría delante de su ordenador, conectado a Internet.
—Muchas gracias, señor Maddox —dijo—. Ahora podemos irnos.
Salieron cuando el horizonte comenzaba a clarear por el este.
Blake se detuvo ante la puerta de Sarah y llamó.
—Voy —contestó ella y de inmediato apareció en el umbral.
Vestía pantalones cortos color caqui, botas y camisa estilo militar. Se había recogido el pelo en un moño y estaba hermosísima.
—Tienes cara de estar molido —le dijo—. ¿Qué has hecho?
—Trabajar toda la noche.
—Yo también —dijo Sarah—. Bueno, toda entera, no.
—Espérame en el aparcamiento. Dame tiempo para ducharme y quemar las tostadas; no tardaré nada. Entretanto, prepara el material. ¿Sabías que Maddox vendrá con nosotros?
La muchacha asintió. Cerró la puerta y fue al aparcamiento.
—Hoy es el gran día —dijo Maddox acercándose a ella—. ¿Te ha comentado Blake qué planes tiene?
—No. Pero me da la impresión de que no tiene las cosas del todo claras. Se pronunciará cuando haya abierto el sarcófago.
—No sé… tengo el presentimiento de que oculta algo. Vigílalo de cerca, quiero estar informado de todo lo que piensa. No te arrepentirás, al final habrá para todos.
—¿Para él también?
—Para él también —dijo Maddox.
Llegaron Sullivan y Gordon; poco después apareció también Blake con un manojo de papeles y preguntó:
—¿Nos vamos ya?