Sarah Forrestall subió con el todoterreno hasta la cima de la colina que daba al campamento, apagó el motor y bajó en punto muerto hasta casi llegar al aparcamiento. Se apeó para empujar el vehículo hasta su sitio, respiró hondo y miró a su alrededor. Todo estaba tranquilo y en silencio; las casetas se veían en la oscuridad gracias a la luz de la luna que iluminaba el polvo blanquecino de la explanada. Hacia el oeste, en una de las colinas que rodeaban el campamento, vio de pronto un reflejo luminoso y se ocultó detrás de un camión. Minutos más tarde oyó el motor del jeep en el que Maddox se había marchado del campamento.
El coche se detuvo a poca distancia de su escondite, Maddox bajó y habló con los hombres que lo acompañaban; vestían uniforme de camuflaje y llevaban armas automáticas.
Oyó que seguían hablando en voz baja y luego comprobó que los militares subían al jeep y se alejaban hacia el sur. Esperó a que Maddox entrase en su casa para regresar sigilosamente a su caseta, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta, pero cuando se disponía a meterse dentro alguien le cerró el paso.
—Will —dijo sobresaltada—. Qué susto me has dado.
—Y tú a mí —contestó Blake—. ¿Qué has ido a hacer por el desierto en plena noche? ¿Te parecen horas de volver?
—Vamos, hombre, entremos —sugirió la muchacha—. No me parece oportuno que a las dos de la mañana nos vean aquí charlando.
—De acuerdo —aceptó Blake mientras la chica encendía la lámpara de gas, bajaba al mínimo la llama y corría las cortinas—. Pero creo que me debes una explicación.
—¿Por qué? —preguntó Sarah.
—Porque me he enamorado de ti y lo sabes. Me das a entender que no te disgusta y me metes en líos. Me tienes al margen de todo aunque te consta que estoy desesperado por recibir ayuda en todos los sentidos. No sé si me he explicado.
Sarah se volvió hacia él. Blake dedujo por cómo lo miró que sus palabras no le habían resultado indiferentes.
—Te has explicado muy bien. Pero te equivocas, me he arriesgado por ti para conseguirte la información que querías. Yo no tengo la culpa si no he tenido suerte.
—Claro que tienes la culpa —dijo Blake—. Copié tu archivo original y lo examiné en mi ordenador. Las coordenadas están ahí, corresponden a una localidad del desierto de Néguev, en Israel. Estamos más o menos a sesenta kilómetros al sur de Mitzpe Ramon y a poco más de veinte al este de la frontera egipcia. Tú lo sabías. Y repito, ¿qué fuiste a hacer al desierto a estas horas con el todoterreno? Imagino que has seguido a Maddox y a sus hombres, ¿pero por qué y por cuenta de quién?
Sarah se dejó caer en la silla suspirando profundamente.
—¿De veras me quieres? —preguntó mirándolo a los ojos—. ¿Qué esperabas para decírmelo?
—Para empezar, no sé quién diablos eres ni qué cuernos haces aquí ni para quién demonios trabajas…
—¿Y a ti qué te importa? —inquirió la chica.
Se puso en pie y se le acercó. Blake percibió la fragancia de su perfume mezclada con el olor de su sudor antes de que lo besara apretándose a él con una fuerza cargada de agresividad y persuasión.
La oleada de calor le subió por el pecho ofuscándole la mente. Blake había olvidado la fuerza arrolladora del deseo por el cuerpo femenino y el poder de la fragancia que emanaba de entre los pechos de una bella mujer.
Intentó no perder la lucidez.
—¿Por qué me has mentido? —le preguntó tratando de separarse de ella pero sin apartar la vista de sus ojos.
El aire estaba cargado, la caseta parecía empequeñecerse por momentos, como si las paredes se fuesen acercando y obligaran al hombre y a la mujer a refugiarse en el espacio cada vez más exiguo donde flotaban sus sensaciones y sus deseos.
Sarah se quitó delante de él la camiseta y los pantalones llenos de polvo y anunció:
—Creo que me daré una ducha. No te vayas, por favor.
Blake se quedó solo en la pequeña habitación cargada de mapas, libros, ropa colgada en el interior de bolsas de plástico, mientras escuchaba el golpeteo del agua de la ducha tras las mamparas empañadas y el latir cada vez más fuerte de su corazón. Temblaba por dentro al pensar en el instante en que el agua dejara de correr; hacía seis meses que había hecho el amor por última vez con Judy. Toda una vida. Judy seguía dentro de él con el color de sus ojos, el perfume de sus cabellos, la gracia de sus movimientos.
Pensó en la tumba perdida en medio del desierto, tras la montaña esfinge y la montaña pirámide, en el enigma del faraón sepultado a increíble distancia del Valle de los Reyes. Antes de que el palpitar enloquecido de su corazón anulara todo pensamiento, por su mente pasaron fugazmente imágenes del lugar donde la naturaleza y el azar habían reproducido las arquitecturas más majestuosas de la tierra del Nilo; la voz del hombre sepultado por los siglos y el olvido en una zona desolada del más árido de los desiertos no logró vencer la fuerza de la llamada que percibía tras la cortina de vapor.
Sin darse cuenta siquiera, la encontró desnuda ante él; sólo entonces cayó en la cuenta de que el ruido del agua de la ducha había cesado.
Lo desvistió despacio y, con las manos aún mojadas, recorrió su cuerpo y su cara, como quien toma posesión de un territorio largo tiempo deseado.
Presa de frenética ansiedad, Blake la llevó hasta la cama donde la abrazó con incrédula pasión, la colmó de besos cada vez más ardientes tratando de deshacerse de los recuerdos y el dolor, mientras ella lo acogía con una sensualidad más intensa, más ávida y envolvente. Cuando Blake apartó la vista de su cuerpo para mirarla a los ojos la vio transfigurarse de placer, volverse cada vez más hermosa y radiante, envuelta en un misterioso esplendor, iluminada por una luz tenue.
La contempló mientras ella se abandonaba, exhausta, y estiraba las piernas voluptuosamente disponiéndose a dormir; él se sacudió, como si despertara de un sueño y le dijo:
—Y ahora contéstame, por favor.
Sarah lo miró a su vez, se incorporó y se sentó delante de él sosteniendo su mano entre las suyas:
—Todavía no, Will. Aquí no.
El doctor Husseini apagó todas las luces de su casa, conectó el contestador automático, cogió la cajita negra y la metió en el bolsillo interior de la americana. Salió a la calle y fue hasta su coche aparcado junto al bordillo. Se cruzó con un colega, el doctor Sheridan, docente de acadio, que sacaba a pasear al perro y lo saludó inclinando la cabeza. Seguramente se preguntaría dónde iba a esas horas con el frío que hacía y, con toda probabilidad encontraría alguna respuesta maliciosa aunque tal vez inocua.
Puso el motor en marcha y arrancó; entró despacio en el bulevar que bordeaba el lago de la Expo, brillante bajo las farolas cuyo halo verdoso hacía relucir el hielo. A su derecha dejó las agujas cubiertas de nieve del edificio de la Universidad y, más allá, la torre de la capilla.
La vista era fascinante y espectral a la vez, aunque todavía no se había acostumbrado a ella. Recordaba la primera vez que había pisado la capilla y su sorpresa al no encontrar en ella ninguna señal que le permitiese identificarla con una determinada confesión religiosa. Podría muy bien haber sido una mezquita.
«Cosas que pasan en Estados Unidos», pensó. «No podía elegir una determinada fe, por tanto no elegía ninguna.» No tardó en llegar a la Dan Ryan, desierta a esas horas, y enfilar la rampa que iba al sur. Adelantó a un coche de la policía que patrullaba a baja velocidad por la autopista y, al volante, vio la figura corpulenta de un agente negro.
Siguió tras un camión cisterna cubierto de brillantes cromados y luces de colores hasta la 111, luego se colocó en el carril de la derecha. Enseguida vio una vieja camioneta Pontiac con matrícula de Indiana que iba a la velocidad fija de sesenta kilómetros por hora. Pensó que podía tratarse de él.
Cinco minutos antes de las once lo vio doblar hacia la 115 y entrar en el aparcamiento de una tienda de vinos y licores y ya no tuvo dudas.
Suspiró hondo y aparcó también dejando encendidas las luces de posición. El hombre bajó de su vehículo y se quedó quieto en medio del aparcamiento vacío. Vestía vaqueros y cazadora con el cuello levantado y calzaba zapatillas deportivas. Llevaba una gorra de los Chicago Bulls.
Tuvo la impresión de que miraba hacia donde él estaba, para cerciorarse de que no se equivocaba, después vio que se cubría la cara con un pasamontañas. Se le acercó a paso ligero, abrió la portezuela de la derecha y se sentó a su lado.
—Salam aleykum, Abu Ghaj —dijo—. Soy el número uno del grupo dos y te traigo saludos de Abu Ahmid. Perdona por taparme la cara, pero se trata de una medida de seguridad indispensable, todos tenemos órdenes de aplicarla. Abu Ahmid es el único que nos ha visto y puede reconocemos.
A él pertenecía la voz metálica con la que había hablado por teléfono. Husseini lo miró; tenía la actitud, la voz y el porte de un hombre de alrededor de veinticinco años, robusto, de manos largas y fuertes. Cuando se acercó y abrió la portezuela se había fijado en sus movimientos sueltos, casi fluidos, seguros pero prudentes, y su mirada, brillante a pesar de la sombra proyectada por el pasamontañas, aparentaba indiferencia aunque estaba atenta y no dejaba de vigilar todo a su alrededor. Se trataba, sin duda, de una máquina de guerra de eficacia y precisión extraordinarias.
—Es un honor —siguió diciendo—, trabajar bajo la coordinación del gran Abu Ghaj. Tus gestas siguen siendo motivo de admiración en todos los territorios del Islam. Para cualquier combatiente de la yihad eres el modelo a imitar.
Husseini no contestó, se limitó a esperar que siguiese hablando.
—Nuestra operación está a punto de concluir. Los tres asnos comprados en el mercado de Samarcanda no tardarán en llegar a su destino. Uno de ellos viajaba en el camión articulado que iba delante de ti en la autopista, ¿lo recuerdas?
—Sí —contestó Husseini.
—Escúchame, Abu Ghaj —continuó el otro—, el grupo uno llegará a destino dentro de dos días; el grupo tres lo hará dentro de tres días; el grupo dos ya está en su sitio. Los tres asnos pueden ser ensillados en cualquier momento.
Husseini consideró que sus temores eran cada vez más fundados. «Ensillar los asnos» era la expresión en código para referirse al montaje de los artefactos y era evidente que el uso de ese lenguaje incluso en una entrevista tan confidencial lo imponía el temor a las escuchas. O quizá sólo fuera producto del florido estilo del lenguaje oriental…
—Abu Ahmid te manda decir que debes transmitir el mensaje veinticuatro horas después de que el último asno se encuentre en su cuadra.
«En total, cuatro días», pensó Husseini. La situación avanzaba a velocidad imparable. La megalomanía de Abu Ahmid estaba a punto de alcanzar sus cotas más altas. Sin embargo, todavía no entendía por qué lo había elegido a él ni cómo podía estar tan seguro de que haría cuanto le pedían. Bajó la ventanilla y echando mano del paquete de cigarrillos le preguntó al muchacho sentado a su lado:
—¿Te molesta si fumo?
—No —contestó el muchacho—. Pero es malo para ti y para quienes te rodean.
—Es increíble —dijo Husseini meneando la cabeza—, hablas como un norteamericano.
—Es preciso —contestó el otro sin inmutarse.
Husseini se apoyó en el respaldo del asiento, aspiró una larga bocanada de humo y la echó por la ventanilla junto con una nube de vapor.
—¿Qué más te ha dicho Abu Ahmid?
El joven ni siquiera se volvió hacia él, metió la mano en el bolsillo interior de la cazadora y sacó un sobre.
—Me ha pedido que te entregase esto y que te preguntara si lo conoces.
Husseini salió del extraño entumecimiento en que estaba sumergido y cogió el sobre. Algo del todo inesperado.
Lo abrió y comprobó que contenía tres fotos de la misma persona: en la infancia, en la adolescencia y la juventud.
El muchacho siguió con la vista clavada al frente, en el vacío de la noche. Repitió mecánicamente:
—Abu Ahmid pregunta si lo reconoces.
Husseini siguió mirando en silencio las fotos; al principio no entendía nada, pero luego fue como si lo alcanzara un rayo. Con expresión azorada y los ojos brillantes dijo:
—Podría ser… pero… no es posible… ¿Podría ser… mi hijo? ¿No es así? ¿Es mi hijo?
—Es tu hijo, Abu Ghaj. Abu Ahmid dice que es tu hijo.
—¿Dónde está? —preguntó con la cabeza inclinada mientras las lágrimas le surcaban las mejillas.
—No lo sé.
Husseini acariciaba la imagen del muchacho al que había dado por muerto hacía tanto tiempo. Años atrás, Abu Ahmid le había enviado un pequeño ataúd en cuyo interior estaban los restos irreconocibles de un niño, destrozado por una granada durante el bombardeo de un campamento de refugiados. Lo tenía ante sus ojos, en aquellas fotos, y lo veía tal como lo había imaginado siempre que pensaba en cómo habría sido de adolescente, de muchacho, si la crueldad humana le hubiese permitido crecer. Pero Abu Ahmid lo había mantenido oculto durante años, en secreto, para utilizarlo un día como rehén. Ese día había llegado para obligarlo a él, Omar al Husseini, a obedecer sin discutir. De ahí la certeza férrea de Abu Ahmid de que seguiría sus órdenes al pie de la letra.
Mientras su hijo estuviera en manos del hombre más cínico y despiadado que jamás había conocido, ni siquiera el suicidio le serviría de escapatoria. Estaba atrapado.
—Abu Ahmid dice que el muchacho está bien y que no te preocupes.
El silencio sepulcral cayó como una losa en el frío habitáculo del coche; el muchacho lo rompió al fin para preguntar:
—¿No estás contento, Abu Ghaj?
La pregunta indiferente sonó a broma macabra y cruel. Husseini se secó las lágrimas con el dorso de la mano y le devolvió las fotos.
—Abu Ahmid dice que puedes quedártelas —le dijo el joven.
—No me hacen falta —contestó Husseini—. Desde siempre llevo su cara grabada en mi corazón.
El muchacho cogió el sobre y lo miró de frente. Husseini observó fijamente sus ojos y en ellos encontró sólo un fulgor inmóvil, glacial.
—Estás angustiado, pero créeme, es mucho mejor que el vacío, que la nada. Yo estoy a punto de morir, pero no tengo ni padre, ni madre, ni hermanos. Tampoco tengo amigos… Nadie llorará por mí. Será como si nunca hubiese existido. Adiós, Abu Ghaj.
Se apeó y caminó hasta su coche. Cuando se hubo marchado, Husseini se quedó mucho tiempo mirando sus huellas en la nieve, como si se tratara de las de una criatura quimérica. Después puso el motor en marcha y se fue.
William Blake bajó despacio al hipogeo, esperó a que Sarah tocara el suelo para encender la luz y luego fue hasta donde había empezado a limpiar el derrumbe y a sacar a la luz el entarimado.
—Aquí se oculta el secreto de esta tumba —le dijo a Sarah—. Pero antes de que prosiga, contesta a mis preguntas. Aquí nadie nos va a oír, Sullivan no se enterará por el ruido del generador y el cabrestante.
Sarah se reclinó contra la pared y no abrió la boca.
—Sabías que estábamos en Israel y no me lo dijiste; sabes también que Maddox no se ocupa únicamente de hacer investigaciones mineras. Anoche, cuando regresasteis, iba acompañado de dos hombres armados, con uniforme de camuflaje; tú lo seguiste de cerca en el todoterreno hasta ese mismo instante.
—Si te he ocultado cosas lo he hecho por tu bien. Saber dónde estamos habría alimentado tu curiosidad de manera peligrosa…
—Y me habría evitado también las pistas falsas. Yo creía que estábamos en Egipto.
—Egipto está a unos cuantos kilómetros hacia el oeste…
—El Egipto al que me refiero está en el Nilo.
—Y enterarte de lo que hace Maddox habría sido aún más peligroso para ti.
—No me importa. Quiero saberlo y quiero saber más de ti. Al fin y al cabo hemos dormido juntos, ¿no te parece que ya es hora?
—No. No me parece. Y sigo pensando que tienes que mantenerte al margen. Ya tienes un enigma por resolver, debería bastarte.
Blake la fulminó con la mirada. En el interior del mausoleo empezaba a hacer calor, el aire se había vuelto denso y pesado.
—Si no respondes a mis preguntas le diré a Maddox que esta noche lo seguiste y que el otro día entraste en su despacho para copiar archivos de su ordenador.
—No serías capaz.
—Claro que sí. Además, se lo puedo probar porque tengo una copia del original que reprodujiste. No te conviene correr el riesgo. No es ningún farol.
—Serás hijo de puta…
—Esto no es nada, si supieras de lo que soy capaz.
—¿De veras crees que puedes obligarme con tus amenazas? —le preguntó Sarah acercándose a él—. Para tu información, en el campamento sólo me tienes a mí. Si tu presencia llegara a resultar inconveniente por el motivo que fuera, nadie dudaría en quitarte de en medio y enterrarte bajo la arena y un montón de piedras. Maddox no lo pensaría dos veces y, si hiciera falta, Pollack colaboraría encantado.
—Ya lo imaginaba, pero no tenía más salida.
—Sí que la tenías. Podías haberte quedado en Chicago y, si era necesario, cambiar de oficio… pero ahora es inútil hablar, aquí las cosas se están poniendo feas. Si de veras quieres saber, el gobierno organizó una operación secreta y quería utilizar uno de los campamentos de la Warren Mining Corporation como base. Hace tiempo, antes de que la Warren Mining lo fichara como director, Alan Maddox había trabajado para el gobierno.
»La operación ha fracasado aunque, por decirlo de algún modo, el azar quiso que se alcanzara igualmente el objetivo. Esto, a su vez, ha provocado un grave resentimiento en las fuerzas del servicio secreto de Israel, indispensables para el gobierno norteamericano en este territorio, pero que no sabían nada de la operación. Total, que en este momento nadie se fía de nadie. Además, la idea de Maddox de hacerte intervenir en la excavación ha resultado una seria incomodidad…
—¿Por qué me habrá hecho venir Maddox? ¿Es cierto que tienen problemas financieros o te lo has inventado?
—Ha sido una locura de Maddox y una vieja manía suya por la egiptología. Yo me he hecho la siguiente composición de lugar: el gobierno le aseguró a Maddox una buena recompensa por su colaboración, recompensa que tendría que depositar en las arcas de la empresa para salvarla de la quiebra. Cuando descubrió esta maldita tumba se le ocurrió matar dos pájaros de un tiro y embolsarse el valor de estos tesoros, compartiéndolos quizá a partes más o menos iguales con Sullivan y Gordon. Supongo que a ti también te hicieron una oferta.
—Así es. Pero no me he comprometido a nada.
—El problema es que la situación general de esta zona se está deteriorando y se prevén serios problemas. Ya no queda tiempo para tus lucubraciones. Si quieres mi consejo, desescombra este maldito derrumbe lo antes posible, haz trabajar a los obreros día y noche si es preciso, cataloga las piezas y, si puedes, márchate. Cuando este asunto haya acabado, te buscaré y a lo mejor podremos pasar juntos momentos más tranquilos. Quién sabe… hasta conocemos mejor y todo. Siento curiosidad, para qué negarlo.
Blake la miró a los ojos sin decir nada, tratando de dominar las emociones, el miedo, la inquietud que sus palabras habían suscitado. Luego bajó la cabeza y le dijo:
—Gracias.
Volvió al agujero de entrada y le hizo señas a Sullivan para que le enviara a los obreros y bajara el cabrestante.
Siguió con las obras de desescombro en contra de lo que le dictaba su conciencia de estudioso; cada vez que la pala de los excavadores arrancaba trozos de madera del entarimado y los lanzaba dentro de la cubeta se sentía mal, pero no tenía otra elección. Si hubiese trabajado con cuidado, usando cepillo y llana, habría tardado semanas, pero se daba cuenta de que tenía las horas contadas.
Se concedió apenas media hora para reponer energías y subió a la superficie; se sentó junto a Sarah, a la sombra de la tienda para comer un bocadillo de pollo y beber una cerveza.
Se disponía a bajar de nuevo cuando por el lado del campamento vio acercarse una nube de polvo y poco después logró distinguir bien de qué se trataba: uno de los vehículos de la empresa minera se detenía a la entrada de la excavación. Se abrió la portezuela y se apeó Alan Maddox.
—Menuda sorpresa —dijo Blake—. ¿A qué debo el placer de esta visita a mi excavación?
—Hola, Sarah —saludó Maddox al ver a la muchacha sentada, y dirigiéndose a Blake añadió—: Tengo novedades. Han llegado los resultados del análisis al radiocarbono de las muestras. Nos ha costado un ojo de la cara pero lo han hecho en muy poco tiempo. Pensé que le gustaría que se lo trajese personalmente.
—Le estoy muy agradecido —dijo Blake sin ocultar su entusiasmo—. ¿Puedo verlo?
—He venido para eso —contestó Maddox tendiéndole el sobre cerrado.
Blake lo abrió, sacó apresuradamente la hoja y leyó el resultado:
Muestras de madera: mediados del siglo XIII a. de J. C. +/− 50 años.
Muestras de cuero: principios del siglo VI a. de J. C. +/− 30años.
Maddox esperaba con nerviosismo para conocer el resultado.
—¿Qué noticias hay?
—El resultado es sumamente exacto, pero no logro entender nada… —dijo Blake negando con la cabeza.
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
—Todos los elementos que he considerado hasta ahora me conducen a afirmar que esta tumba data de los siglos XII o XIII a. C., extremo que confirma el análisis de la madera del entarimado, pero la prueba del trozo de cuero ofrece una datación de principios del siglo sexto… No entiendo nada…
—Alguien habrá entrado en la tumba seis siglos antes de Cristo para saquearla, ¿qué tiene de raro?
—Justamente eso, que no fue saqueada. ¿Por qué entraría entonces el misterioso visitante?
Maddox calló como si estuviese meditando.
—¿Toma algo? —le preguntó Blake—. Hay agua y zumo de naranja; todavía está fresco.
—No, gracias, ya he bebido. Dígame, Blake, ¿cuánto tardará en terminar de desescombrar la tumba?
—No mucho… —respondió Blake—. Quizá esté mañana por la tarde…
—¿Qué hará después, abrirá el sarcófago?
Blake asintió.
—Quiero estar presente cuando lo haga. Mándeme llamar, Blake, quiero estar allá abajo cuando abra esa maldita tapa.
—De acuerdo, señor Maddox. Gracias por haber venido. Si no se le ofrece nada más, sigo con mi trabajo.
Maddox le hizo algunos comentarios a Sullivan, se despidió de Sarah, subió al coche y se marchó. Blake se hizo bajar a la tumba y siguió trabajando.
Sarah se reunió con él poco después para preguntarle:
—¿De veras tienes intenciones de abrir el sarcófago mañana por la tarde?
—Sí, es muy probable.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—La losa de cierre sobresale casi diez centímetros todo alrededor. Me las arreglaré con cuatro vigas y cuatro gatos hidráulicos. Haremos deslizar la tapa sobre otras dos vigas hasta conseguir apoyarla en el suelo. ¿Crees que en el campamento habrá algo parecido?
—Esta tarde me ocuparé yo misma. En el peor de los casos usaremos los gatos de los jeeps, deberían bastar.
Los obreros habían dejado al descubierto la mayor parte del entarimado y cuanto más escombros eliminaban, por el lado oriental del hipogeo comenzaba a asomar una especie de arquitrabe debajo del cual seguían bajando escombros.
Blake se acercó e iluminó el arquitrabe con la linterna.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sarah.
Blake examinó el arquitrabe y luego la porción de entarimado que había quedado al descubierto y se sintió invadido por un súbito entusiasmo.
—Quizá tenía yo razón. Pásame el metro.
Sarah sacó el metro de la cesta de herramientas y se lo dio.
Blake se subió a la montaña de piedras, resbaló varias veces hasta que consiguió llegar al arquitrabe y medirlo. Volvió a bajar y midió el ancho del entarimado.
—Lo sabía. Es tal como lo pensé. El entarimado estaba en posición vertical y cerraba esta especie de abertura.
—Después, en un momento dado, alguien lo tumbó para obstruir definitivamente la entrada a esta tumba.
—Eso mismo creo yo. También creo que cuando terminemos de mover el entarimado encontraremos los puntales.
Recomendó a los obreros que al eliminar los escombros trataran de dañar el entarimado lo menos posible; luego empuñó la pala y empezó a cavar por el lado del sarcófago mientras sus hombres continuaban trabajando por la zona del entarimado. Encontró material más ligero, arena mezclada con guijarros del tamaño de granos de maíz, y la remoción avanzaba más de prisa de lo esperado. Sarah también parecía presa de un extraño entusiasmo; no pudo seguir de simple espectadora y quedarse de brazos cruzados, de modo que se puso a llenar las cestas y a vaciarlas en el enorme cubo con gran despliegue de energía física. La camisa de algodón empapada de sudor se le pegó al cuerpo resaltando sus formas; en la penumbra del hipogeo su piel bronceada destacaba como la pátina de las estatuas antiguas.
Los dos se ataron un pañuelo a la boca para protegerse de la densa polvareda que el trabajo de cuatro personas levantaba de la masa de escombros y el aspirador no alcanzaba a eliminar del todo.
Blake se detuvo para coger de la cesta de herramientas la escobilla y el pincel y empezó a eliminar el polvo incrustado en la superficie del sarcófago.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Sarah.
—La piedra del sarcófago está grabada… se diría que hasta la misma base.
Sarah dejó su parte del trabajo a los obreros, se acercó y se arrodilló cerca de Blake.
—Enciende la linterna y alúmbrame con un haz rasante —le ordenó mientras seguía limpiando la superficie calcárea, primero con la escobilla de zahína y luego con el pincel de cerdas. Sarah hizo cuanto le mandaban y observaba a su compañero mientras pasaba los dedos por los surcos grabados en la piedra. Bajo el contraste de la luz rasante surgió una línea escrita en jeroglíficos que conservaba restos de los colores usados por el escriba: ocre, índigo, negro, amarillo.
—¿Qué significa? —preguntó Sarah.
—Nada —respondió Blake—. No tiene ningún sentido.
—¿Cómo es posible? —inquirió la muchacha.
—Necesito ver la inscripción completa. No podré descifrar el sentido hasta que hayamos llegado al suelo. Volvamos a trabajar.
Blake empuñó otra vez la pala y, entre el derrumbe y la pared del sarcófago, consiguió cavar un canal lo bastante ancho como para moverse con libertad; luego se puso a limpiar la superficie a fin de copiar la inscripción.
Cuando terminó con la limpieza se dio cuenta enseguida de que el escriba debía de ser el mismo que había grabado las otras inscripciones de la tumba, el mismo que había redactado el papiro de Breasted.
Empezó a leer. Sarah espiaba las reacciones de Blake a medida que los ojos de éste recorrían de arriba abajo las líneas de escritura. Cuando terminó se le acercó; vio su expresión perpleja, casi turbada, como si el texto lo hubiese sumido en la peor de las confusiones. Sarah le tocó el hombro y, sin apartar los ojos de su cara, le preguntó:
—¿Qué dice, Will, qué dice la inscripción?
—No lo sé con certeza… Si lo que estoy pensando fuera cierto, sería una barbaridad tan grande que…
—¿De qué se trata? ¡Dímelo!
Por el tono de la muchacha los obreros cayeron en la cuenta de que algo ocurría y se volvieron hacia ella dejando de cavar, entonces Blake le hizo señas para que no insistiera y se limitó a pedirle:
—Saca fotos mientras yo copio el texto. Tengo que asegurarme… tengo que asegurarme… No es tan fácil. Me puedo equivocar… Hablaremos después. Ahora ayúdame.
Sarah no insistió, cogió la cámara y tomó algunas fotos de la inscripción mientras Blake, sentado en el suelo, la copiaba con sumo cuidado en una hoja de dibujo fijada en un portapapeles de madera.
Los obreros ya casi habían terminado de desenterrar el entarimado; al final de la pared oriental del mausoleo quedaron al descubierto un arquitrabe y dos jambas que enmarcaban una abertura, situada ligeramente por debajo del entarimado.
—Limpiad a fondo el entarimado y eliminad el resto de los escombros hasta el sarcófago —ordenó Blake—. Nos quedan un par de horas todavía y podréis conseguirlo. Si termináis antes de la noche os garantizo que el señor Maddox os ofrecerá una buena gratificación.
Los dos obreros asintieron y Blake empezó a excavar en el lugar donde el primer día habían aparecido los esqueletos. Sólo encontró los huesos limpios de cuatro adultos, con toda probabilidad se trataba de hombres. Todo alrededor reconoció restos de azufre y brea, las sustancias con las cuales habían quemado los cuerpos. Metió los huesos en una caja y la dejó en un rincón del hipogeo. Cuando terminó, le indicó a Sarah que saliera con él. Se metieron en la cubeta y se hicieron subir a la superficie con el cabrestante.
—¿Qué tal va? —preguntó Sullivan.
—Bien —contestó Blake—. Si todo marcha como hasta ahora, antes del atardecer terminaremos de desescombrar el derrumbe. Nos vemos luego, Sullivan. Siga con su trabajo, nosotros iremos a estirar las piernas.
—De acuerdo —dijo Sullivan y volvió a bajar la cubeta al hipogeo—. Pero no se aleje demasiado y preste atención a los barrancos, las serpientes y los escorpiones.
—No te preocupes, Sullivan —le dijo Sarah—, ya me ocupo yo de él.
Blake tomó agua fresca del termo y se alejó hacia el este, donde se alzaba una montaña, no muy lejos de la excavación. El sol tocaba casi el horizonte y sus sombras alargadas lamían los pies de la colina.
Blake iba a buen paso, como si tuviera prisa por llegar a un lugar determinado.
—¿Por qué vamos tan de prisa? —preguntó Sarah.
—Porque quiero llegar a la cima antes de que el sol se ponga y ya no falta casi nada.
—No entiendo —protestó Sarah tratando de seguir su ritmo.
—¿Qué vamos a buscar allá arriba? ¿Y qué tiene de extraordinario lo que acabas de leer en la inscripción?
—Ya te lo he dicho —repuso Blake—, no estoy seguro. El jeroglífico puede tener varias claves de interpretación. Quiero cerciorarme de algunos puntos, comprobar ciertos elementos antes de pronunciarme. Y sobre todo, debo abrir el ataúd…
Trepaba jadeante por la ladera, mientras la luz se iba atenuando a cada paso y el cielo sobre su cabeza se volvía de un azul cada vez más intenso.
Llegó por fin a la cima y desde allí contempló la llanura donde el coche de Sullivan y su equipo destacaban en el vacío más absoluto.
—¿Qué estás buscando? —insistió Sarah.
—¿Tú ves algo? —preguntó Blake observando atentamente el terreno de abajo.
—No —contestó Sarah—. Nada, aparte del jeep de Sullivan, nuestro coche y el equipo.
—Pon más atención —le sugirió Blake con expresión enigmática.
—¿De veras no ves nada?
Sarah negó con la cabeza mientras paseaba la mirada por el llano desolado.
—Nada, sólo piedras.
—Precisamente —dijo Blake—. Piedras. Pero si te fijas bien, verás alineaciones que marcan una especie de perímetro. Y la tumba está más o menos en el centro de ese perímetro.
Sarah observó con más atención mientras el sol se ponía del todo tras el horizonte; descubrió un gran rectángulo cuyos vértices estaban marcados por cuatro piedras y, en el interior del espacio así delimitado, aparecían más alineaciones de piedras trazando otras subdivisiones del espacio.
Un ave rapaz nocturna abandonó entonces su nido en el pico lejano del cráter de Mitzpe y elevándose hasta el centro del cielo tomó posesión de la noche.
—¿Sabías ya lo de las señales en el terreno? —quiso saber Sarah.
—Esto está lleno de señales: en el terreno, en las rocas… Hay grabados rupestres, alineaciones de piedras, un lenguaje mudo hasta este momento. He descubierto y dibujado muchas de ellas en los ratos libres que me ha dejado la excavación. Ha llegado la hora de devolverles la palabra… ¿Por casualidad no tendrás una Biblia en tu casa?
—¿Una Biblia?
—Sí.
—La verdad, Will, no soy muy religiosa. Me temo que no tengo ninguna Biblia… Pregúntale a Pollack. Por lo que me han contado, es un viejo verde pero también un chupacirios.
—Pídesela, la necesito. Después te explico. Anda, bajemos a ver cómo siguen los trabajos…
Pasaron al lado de Sullivan que en ese momento vaciaba la cubeta.
—Creo que están a punto de terminar —anunció—, la cubeta ha subido medio vacía.
—Ahora mismo voy a ver —dijo Blake.
Blake descendió con el cabrestante y comprobó que prácticamente no quedaba nada del derrumbe; los dos obreros estaban barriendo el entarimado. Tenían el cabello y las barbas blancas por el polvo que flotaba en el aire.
—Cuando hayáis terminado cerrad la entrada pero no quitéis las lonas, todavía hay mucho polvo flotando.
Salió a la superficie y él y Sarah subieron al coche mientras Sullivan guardaba el equipo y enganchaba al cabrestante la losa para depositarla sobre la entrada de la tumba.
Sarah conducía el jeep por la pista iluminada por las últimas luces del crepúsculo mientras Blake repasaba las hojas donde había copiado la inscripción grabada en el sarcófago.
—¿De veras no vas a decirme lo que está escrito en esa piedra? —preguntó la muchacha.
—No es cuestión de decírtelo o no decírtelo. Verás, el jeroglífico es un sistema de escritura en el que la mayoría de los signos adquieren variedad de significados según la posición que ocupen en la frase o el contexto en general…
—Y un cuerno. Te quedaste de piedra, no puedes ocultarlo. Lo cual significa que algún significado le habrás dado. ¿Sí o no?
—Sí —reconoció Blake—. Pero eso no basta para que me pronuncie. Déjame esta noche y todo el día de mañana para estudiarlo. Te prometo que serás la primera en saberlo.
El jeep se encaramó a la ribera sur del wadi para bajar después hacia el lecho accidentado, cubierto de gigantescos peñascos. A lo lejos brillaban las luces del campamento. Faltaba poco para que los llamaran a cenar.
En cuanto llegaron al aparcamiento, Blake bajó del vehículo.
—¿Esta noche también saldrás a pasear por ahí? —le preguntó a Sarah.
—No lo sé, depende…
—Consígueme esa Biblia, por favor.
—Haré lo posible y lo imposible, si es preciso.
Le sonrió, se echó la mochila al hombro y se fue para su casa.
Blake se sentó en un peñasco y encendió un cigarrillo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquella gélida noche en Chicago? Parecía una eternidad, aunque realmente eran poco más de dos semanas. Vaya a saber qué habría pensado Judy al no verlo más ni tener noticias suyas por teléfono… Le gustaba la idea de haber desaparecido así de repente de su vida. Con toda seguridad ella esperaría que la llamase, que le hiciera llegar algún mensaje, que le rogara verla otra vez…
¿Y Sarah? Imaginaba que en cuanto acabase su misión la muchacha se esfumaría y él tendría que enfrentarse a la vida desde el fondo en el cual había caído, a menos que los del campamento se ocuparan de eliminarlo… Si así ocurría, por lo menos habría vivido el momento más intenso de su vida y de la de muchos otros hombres que pasan por la faz de la tierra como si jamás hubiesen existido. Al caer la tarde del día siguiente se enfrentaría al enigma más grande de la historia de la humanidad, estaba seguro, y por primera vez vería cara a cara al faraón de las arenas.
Siguió sentado, gozando de la tibieza del día que desprendían las piedras, luego se levantó y fue a su casa.
En cuanto cerró la puerta encendió la radio que tenía sobre la mesita de noche, subió el volumen y se metió en la ducha. Era la hora de las noticias y había sintonizado una emisora chipriota que transmitía en inglés. El locutor parecía nervioso, su tono era urgente, se hablaba de una gran concentración de tropas iraníes en la frontera sur de Irak, al norte de Kuwait y de las islas de Shatt al Amb. El locutor comentaba que el general Taksoun había obtenido de las Naciones Unidas y del gobierno de Estados Unidos permiso para la movilización de parte de su ejército con el fin de defender las fronteras amenazadas y que el gobierno norteamericano había respondido afirmativamente. Era de público conocimiento que Taksoun gozaba de simpatías en ciertos ambientes del Departamento de Estado.
En Israel, otro atentado suicida, esta vez en el interior de una sinagoga en plena celebración del sabbat había provocado una carnicería. La policía creía que el explosivo había sido introducido en el templo el día anterior. Era la única forma de que el comando suicida pudiese burlar los controles de seguridad y entrar. El presidente Benjamin Schochot había escapado por los pelos a un atentado y el ministro del Interior había endurecido las medidas de seguridad y cerrado todas las entradas a los territorios palestinos.
Blake cerró el grifo de la ducha y se acercó a la radio frotándose el cabello con energía.
En ese momento entró Sarah y señalando la radio encendida le preguntó:
—¿Te has enterado tú también?
—Sí —contestó Blake—. No me gusta nada. La situación en esta zona está fuera de control. No me sorprende que Maddox quiera largarse cuanto antes.
—Aquí la tienes —dijo Sarah dejando un libro sobre la mesa.
—Me la ha prestado Pollack. ¡Si vieras la cara que puso cuando se la pedí! Habrá pensado que estoy en plena crisis mística.
Blake se vistió mientras Sarah hojeaba distraídamente el grueso volumen.
—¿Qué esperas encontrar en la Biblia? —preguntó.
—La confirmación de una sospecha —contestó Blake.
Sarah cerró el libro, fue a la puerta y con la mano en el pomo dijo antes de salir:
—Dentro de cinco minutos servirán la cena.