Dos días más tarde, Gad Avner regresó a su casa a medianoche y encendió el televisor para relajarse antes de irse a dormir, pero mientras cambiaba de canal en canal se detuvo en las noticias de la CNN y se dio cuenta de lo asustada que estaba la opinión pública internacional ante el cariz que tomaban los acontecimientos de Israel y Cercano Oriente.
Para la situación irremediable todos presagiaban soluciones políticas que no llegaban, pero entretanto él, Gad Avner, comandante del Mosad, debía tomar medidas, prever y prevenir independientemente de lo que pensasen u organizaran los políticos. El tiempo apremiaba y todavía no sabía qué podía ser en realidad la Operación Nabucodonosor.
Miró a través de los cristales surcados de gotas de lluvia y vio reflejada entonces la lucecita verde intermitente de su línea reservada. Apagó el televisor y levantó el auricular.
—Avner.
—Soy el portero de noche, señor.
—Hola. ¿Alguna novedad?
—Unas cuantas. He descubierto quiénes son los norteamericanos. Se trata de un comando que servirá de apoyo en un atentado. En Babilonia. Matarán al presidente al Bakri durante un desfile militar.
—¿Quién lo matará?
—Un grupo de guardias republicanos bajo el mando de un tal Abdel Bechir. Oí decir que su verdadero nombre es Casey, que es hijo de padre norteamericano y madre árabe, perfectamente bilingüe. Más o menos como cuando asesinaron al presidente Sadat en El Cairo. La diferencia es que esta vez el mandante es otro…
—¿Quién es?
—No lo sé, pero todo apunta a que el general Taksoun será el sucesor.
—Demasiado previsible… —comentó Gad Avner, perplejo—. Lo más probable es que Taksoun no llegue con vida al 13 de enero. Si yo fuera al Bakri lo habría mandado fusilar. Demasiado eficiente, demasiado popular, demasiado progresista, demasiado considerado en las cancillerías del Cercano Oriente. Incluso entre nosotros. Además, si al Bakri sobreviviera al atentado, con toda seguridad Taksoun sería acusado y fusilado, tenga o no razón, es lo de menos. Al Bakri sólo espera tener un pretexto. ¿Qué más?
—El comando norteamericano pertenece a la Delta Force y se encuentra en Mitzpe Ramon bajo una tapadera. Se está adiestrando para una incursión aérea. Se preparan para intervenir y apoyar a Taksoun en caso de necesidad.
Avner guardó silencio; le parecía imposible que las fuerzas aéreas hubiesen concedido permiso para el adiestramiento de un comando norteamericano en su polígono de Mitzpe sin que él se enterara. Pero sobre todo le parecía imposible que los norteamericanos lo hubiesen mantenido al margen de todo aquel asunto.
Alguien iba a pagarlo muy caro.
—¿Algo más? —preguntó.
—Sí… señor —respondió su interlocutor con tono de incertidumbre—. Se trata de algo de lo que no le había comentado nada porque era poco claro, por no decir inexplicable, aunque al principio creí que podía tener un interés directo para mi misión. Pero francamente ya no sé qué pensar.
—¿De qué se trata?
—De una excavación, señor… una excavación arqueológica en la localidad llamada Râ’s Udâsh.
El coche se detuvo delante de la embajada de Estados Unidos y el centinela se acercó al vehículo y miró en su interior.
—Señor, la embajada está cerrada —le informó—, deberá volver mañana.
—No pienso hacerlo —respondió el hombre desde el asiento posterior—. Anúnciame al embajador.
—Está usted de broma, señor —dijo el centinela meneando la cabeza—. Son las dos de la mañana.
—No estoy bromeando —contestó el hombre—. Dile que Gad Avner quiere verlo ahora mismo. Me recibirá.
—Espere un momento —dijo el centinela.
Sin dejar de menear la cabeza marcó un número en la centralita de la recepción y después de intercambiar algunas frases con la persona que atendió su llamada esperó la respuesta. Cuando se la dieron se acercó otra vez al coche con cara de incredulidad.
—El embajador lo recibirá ahora mismo, señor Avner.
El centinela lo acompañó al interior del edificio donde lo hizo sentar en una salita. Minutos después entró el embajador y por su aspecto se notaba que la visita imprevista lo había sacado de la cama. No se había vestido y llevaba una bata sobre el pijama.
—¿Qué ha ocurrido, señor Avner? —le preguntó con expresión bastante alarmada.
—Señor Holloway —dijo Avner sin más preámbulos—, el presidente al Bakri será asesinado a las 17.30 del 13 de enero, probablemente con el apoyo de su país o puede incluso que bajo su directa responsabilidad. Tienen ustedes un comando de la Delta Force que trabaja bajo tapadera en Mitzpe Ramon sin que yo haya dado mi opinión ni mi consentimiento. En la situación en que estamos, se trata de un comportamiento gravísimo y sumamente peligroso. Exijo una explicación ahora mismo.
El embajador Holloway acusó el golpe.
—Lo siento mucho, señor Avner, las instrucciones que he recibido no me permiten responderle. Puedo asegurarle que no tenemos responsabilidad directa en el proyecto de un eventual atentado contra el presidente al Bakri, pero vemos con buenos ojos la posibilidad de que en Bagdad el poder pase a manos del general Mohammed Taksoun.
—De acuerdo, señor Holloway, el mal ya está hecho y espero que se dé cuenta de que en este país no puede ocurrir nada, nada, entiéndame bien, nada sin que yo me entere. Transmítaselo a su presidente y a los de la CIA y transmítales también que en los altos niveles no se llega a ningún acuerdo sin tener en cuenta la opinión de Gad Avner.
Holloway inclinó la cabeza y no se atrevió ni a respirar cuando vio a su huésped encender el pitillo a pesar de que en las paredes había un cartel en grandes caracteres que decía:
Gracias por no fumar
—¿Hay algo más que quiera decirme, señor Avner? —inquirió al fin tratando de disimular la contrariedad que le producía aquella infracción tan arrogante.
—Quiero hacerle una pregunta, señor Holloway. ¿Sabe qué es la Operación Nabucodonosor?
—No tengo idea, señor Avner —contestó, estupefacto—. Ni la mínima idea.
Avner se le acercó envolviéndolo en la nube de humo azul que se elevaba del cigarrillo entre sus dedos y mirándolo con fijeza le dijo:
—Señor Holloway, sepa usted que si me está mintiendo haré cuanto esté en mi mano para hacerle la vida muy desagradable en Jerusalén. Le consta que soy capaz.
—Le he dicho la verdad, señor Avner. Le doy mi palabra.
—Le creo. Ahora informe a sus superiores de Washington que quiero ser consultado antes de que tomen cualquier decisión sobre los movimientos del comando que tienen en el cráter de Mitzpe Ramon y que tengan en cuenta la posibilidad de retirarlo en breve plazo.
—Así lo haré, señor Avner —dijo el embajador.
Avner miró a su alrededor en busca de un cenicero y, al no encontrarlo, para mayor escándalo del embajador de Estados Unidos apagó la colilla en el plato de Sèvres que adornaba el centro de una consola.
En ese momento se oyó a alguien llamar discretamente a la puerta de la salita. Los dos se miraron sorprendidos, ¿quién sería a esas horas?
—Adelante —ordenó el embajador.
Entró un funcionario, los saludó a ambos inclinando la cabeza y dirigiéndose a su superior anunció:
—Señor embajador, una llamada para usted. ¿Puede salir un momento?
Holloway pidió disculpas a su huésped y salió tras el funcionario antes de que a Avner le diera tiempo a despedirse. Regresó pocos minutos más tarde, visiblemente alterado.
—Señor Avner, acabamos de recibir noticias de que el general Taksoun detuvo a Abdel Bechir y a cinco guardias republicanos, los acusó de conspiración y alta traición y, después de un juicio sumario, los mandó fusilar. La ejecución se produjo poco después de medianoche en un cuartel de Bagdad.
—Era de esperar. Taksoun comprendió que si el atentado llegaba a fallar no tendría ninguna salida. Prefirió no arriesgarse y se adelantó a la jugada. Señor Holloway, han depositado su confianza donde no debían, sobre sus conciencias pesan ahora varios muertos y se han echado encima a un molesto traidor. Magnífico resultado, qué duda cabe. Buenas noches, señor embajador.
Salió y le ordenó al chófer que lo llevase a la ciudad vieja. Al llegar, lo despidió y siguió a pie. Al pasar junto al Muro de las Lamentaciones se detuvo para contemplar la Fortaleza Antonia; estaba acordonada tras las vallas y dos hombres con uniforme de camuflaje montaban guardia: Ygael Allon seguía excavando en las entrañas del Moriah. Según los datos en su poder, faltaban pocos días para llegar al Templo. Había dado órdenes de que le avisaran cuando ocurriese; pensaba entrar con los demás a la galería para encontrarse bajo la roca sobre la que durante siglos habían colocado el trono de Dios y el Arca de la Alianza. Se preguntó si todo aquello no sería signo de algo y qué ocurriría si Israel se veía obligado a otra diáspora. Traspuso el umbral y desapareció en el porche oscuro.
Omar al Husseini pasó varios días en relativa calma, incluso se hizo la ilusión de que todo se desvanecería en la nada. Esa tarde regresó alrededor de las cinco y se sentó a su escritorio para despachar la correspondencia y preparar la clase del día siguiente. Seguían en la mesita de la sala las copias en papel de los microfilmes que reproducían las tres primeras líneas del papiro de Breasted. ¿Qué habría querido decirle Blake con su mensaje, con su extraña petición? Esa noche había quedado citado con el ayudante de Blake, el mismo que había viajado con él a Egipto, a Al-Qurna, en busca del original. Se trataba de un muchacho de Luxor, licenciado por la Universidad de El Cairo, que había ganado la beca del Instituto Oriental. Se llamaba Selim y era hijo de campesinos muy pobres que cultivaban las tierras en los campos a orillas del Nilo.
Llegó puntual, a eso de las seis y media, y lo saludó respetuosamente. Husseini le preparó café y luego le dijo:
—Selim, ¿qué descubristeis en Al-Qurna en el papiro de Breasted? ¿Había verdaderas posibilidades o se trató de un montaje para sacarle dinero al doctor Blake? Estamos solos, no te preocupes, lo que me digas no saldrá de aquí. No tienes necesidad de mentir…
—No es mi intención mentirle, doctor Husseini.
—Selim, el doctor Blake ha descubierto algo extraordinario, una tumba egipcia de un grande del Nuevo Reino, está intacta. Pero algo en lo que ha descubierto está relacionado con el papiro Breasted, algo muy importante. Él siempre te ha ayudado y te seguiría ayudando si estuviera aquí. Ha perdido su trabajo, su mujer lo ha abandonado, algo terrible para un norteamericano, y ahora su única posibilidad es la de demostrar al mundo que es un gran estudioso y a sus colegas que hicieron mal en echarlo, demostrar a su mujer que no es un fracasado, un perdedor. Yo no lo conocía, nos habíamos visto ocasionalmente, hasta que en Nochebuena lo recogí de la calle, muerto de frío. Me demostró mucho afecto y gratitud por la poca hospitalidad que le ofrecí entonces, algo raro entre esta gente a quien sólo le interesa su propia carrera y sus negocios.
»Selim, escúchame bien, la situación del doctor Blake es emocionante y difícil a la vez. Si no he entendido mal, se encuentra ante un formidable descubrimiento y un enigma de difícil solución; además, quienes solicitaron su asesoramiento lo tienen prácticamente prisionero. Somos los únicos que podemos ayudarlo. Ahora quiero que me digas si estás dispuesto a ayudarlo aunque sepas que él no puede hacer nada por ti, que no puede favorecer tu carrera sino al contrario, podría perjudicarla si se llegara a saber que sigues manteniendo contacto con él.
—Cuente conmigo, doctor Husseini. ¿Qué quiere saber?
—Todo lo que sepas del papiro de Breasted… y si todavía existe la posibilidad de encontrarlo.
—Le diré lo que sé —dijo Selim lanzando un profundo suspiro—. Ocurrió hace más o menos cinco meses, a mediados de septiembre. El doctor Blake había conseguido del Instituto Oriental una financiación importante para su investigación en Egipto y me había pedido que fuese su ayudante. Yo nací no muy lejos de Al-Qurna y conozco a toda la gente de la zona. Puede decirse que desde hace generaciones los habitantes de esa aldea y de los alrededores se han dedicado a la búsqueda clandestina de antigüedades. Hasta los estudiosos y los investigadores deben contar con los cazadores de tumbas de Al-Qurna.
»Conservo allí un amigo de la infancia, un muchacho llamado Alí Mahmudi; nos bañábamos juntos en el Nilo y robábamos fruta a los vendedores ambulantes. No habíamos cambiado los dientes de leche y ya nos interesábamos por las antigüedades egipcias. Un antepasado suyo acompañó a Belzoni en Abú Simbel, su abuelo excavó la tumba de Tutankamón con Camarvon y Carter y su padre lo hizo en Saqqara con Léclant y Donadoni.
»Nuestros caminos se separaron cuando mi padre, después de vender varios sauabtis y dos brazaletes de una tumba de la XXII dinastía, consiguió el dinero para mandarme a estudiar a la Universidad de El Cairo. Allí me hice merecedor de la beca que me ha permitido llegar al Instituto y conocer y apreciar a nuestro doctor Blake. Alí no tuvo esa suerte y continuó saqueando tumbas, pero nuestra amistad ha seguido intacta.
»En cuanto llegamos fui a verlo y nos invitó a cenar. No dijo nada interesante, se limitó a recordar viejos tiempos y a hablar de las empresas de sus antepasados en el Valle de los Reyes. Más tarde, cuando nos separamos y yo me retiré a mi alojamiento para pasar la noche, llamó a mi puerta y me preguntó para qué había vuelto y qué buscaba.
»Hacía tanto calor que no podía pegar ojo. Decidimos subir a la terraza de la casita donde me había alojado y allí le hablé de mi trabajo y de lo que buscaba, un papiro que un norteamericano había visto ochenta años antes en una casa de Al-Qurna. Le conté que teníamos el nombre y las tres primeras líneas del papiro. Nada más.
»“¿Por qué quieres el papiro?”, me preguntó. “En el mercado hay cosas más convenientes.”
»“Porque le interesa a mi profesor y si yo lo ayudo a él, él me ayudará a mí, hará que me prorroguen la beca y a lo mejor me consigue un puesto en la Universidad.”
»Alí no dijo nada; contemplaba las aguas del Nilo, relucientes bajo la luz de la luna. Era como si hubiésemos vuelto a la niñez, cuando pasábamos las noches de verano fantaseando sobre lo que seríamos de mayores. Soñábamos con comprar una barca y bajar por el Nilo hasta el delta y desde allí salir a recorrer todos los mares del mundo. De repente me preguntó:
»“¿Quieres hacerte norteamericano?”
»“No, qué va”, le contesté. “Quiero terminar los estudios en una buena universidad de Estados Unidos y después volver a Egipto para llegar a jefe máximo de la Dirección General de Bellas Artes. Como Mariette, como Brugsh y Maspero…”
»“Sería muy bonito”, me dijo Alí. “Entonces sí que podríamos hacer buenos negocios tú y yo juntos.”
A Husseini le habría gustado llegar rápidamente a alguna conclusión, pero se dio cuenta de que para Selim era importante contarle todos esos detalles. Era una manera de entrar en confianza con el interlocutor y dar credibilidad a su relato.
—Sigue —le pidió.
—Entonces se levantó para marcharse —prosiguió Selim—, yo bajé con él las escaleras y lo acompañé hasta el portón de la tapia. Se detuvo, me miró a la cara y me soltó: «Buscas el papiro de Breasted». Y se marchó.
—¿Qué hiciste tú? —preguntó Husseini.
—Conocía bien a Alí y lo que significaba esa forma suya de hablar sin decir mucho. No hice nada y esperé a que volviera. Dio señales de vida días más tarde, lo encontré en la puerta de casa cuando volvía a eso de medianoche. Yo estaba preocupado porque el doctor Blake empezaba a temer que no consiguiéramos nada y sabía que en Chicago se la tenían jurada.
»Alí llevaba una hoja de papel en la que estaban escritas algunas líricas del jeroglífico, el inicio del papiro de Breasted. Por poco me da un ataque, doctor…
—Sigue —insistió Husseini mirándolo fijamente a los ojos.
—Le informé que yo también tenía esas líneas y entonces él sacó una foto Polaroid… ¡Era el papiro de Breasted, doctor Husseini!
—¿En qué te basaste para llegar a esa conclusión?
—La instantánea Polaroid representaba el papiro y algunos otros objetos del ajuar. Teóricamente habría podido tratarse de cualquier cosa, pero después me enseñó una vieja foto amarillenta en la que se veía el papiro al lado de esos mismos objetos, colocados en una mesa, en el interior de la casa de un fellah.
»Ahora bien, doctor Husseini, aunque en la foto no se veía a James Henry Breasted era lógico considerar que se trataba de ese papiro porque coincidía en el aspecto general, en la parte superior derecha estaba roto y algo más arriba de la mitad del lado izquierdo le faltaba un borde. En cualquier caso, habría jurado que se trataba de los mismos objetos vueltos a fotografiar con Polaroid ochenta años después de la primera foto amarillenta.
—¿Qué hiciste entonces?
—En nombre de nuestra antigua amistad, lo más lógico era decirle que quería ver el papiro enseguida. No cabía en mí del entusiasmo. Me moría por contárselo al doctor Blake. ¡La cara que iba a poner cuando se enterase!
—Pero no se lo dijiste.
—No, le pregunté cómo era posible que todos esos objetos hubieran salido a la luz al cabo de noventa años.
—Ya. Interesante la pregunta.
—Me salió con una historia increíble… si tiene paciencia como para escucharla se la contaré.
Husseini lo invitó a seguir con un movimiento de la cabeza y le sirvió más café. Selim continuó diciendo:
—El abuelo de Alí había participado en la exploración de la cueva de Dayr al-Bahari en calidad de jefe de la cuadrilla de obreros, a las órdenes de Emil Brugsch, por entonces director del Servicio de Bellas Artes. Brugsch lo había sospechado siempre porque era amigo de los dos fellahín de Al-Qurna que habían encontrado la cueva de las momias reales y vendido gran cantidad de objetos preciosos antes de ser descubiertos y obligados a revelar de dónde sacaban el material para sus operaciones.
»No estaba muy alejado de la verdad. Su jefe de cuadrilla era un joven apuesto y lleno de vitalidad, más pobre que las ratas y estaba perdidamente enamorado de una muchacha de Luxor, camarera del Hôtel du Nil. Por ese motivo quería ganar mucho dinero para ofrecer el regalo adecuado a la familia de la mujer con la cual quería casarse. Trató entonces de vender algunos objetos robados en la cueva de las momias reales.
»En otras circunstancias habría esperado meses, incluso años, antes de introducir aquellos objetos en el mercado, pero el amor es el amor y el corazón no sabe de razones. El joven estaba tan ansioso por presentarse ante la familia de la muchacha con los regalos adecuados que olvidó toda prudencia y, en contra del consejo de sus amigos, hizo circular el rumor entre quienes iban por el Winter Palace Hotel de que tenía ciertas piezas muy antiguas de gran valor.
»James Henry Breasted se encontraba entre esas personas. Al enterarse de que entre los objetos en venta había un papiro pidió verlo de inmediato. Se concertó la cita pero, entretanto, el rumor había llegado a oídos del director de Bellas Artes, Emil Brugsch, que contaba con informantes en los hoteles de Luxor, en especial en el Winter Palace. Breasted y Brugsch no se podían ver ni en pintura y este último imaginaba que muchas de las reliquias importantes que empezaban a formar parte de las colecciones del Instituto Oriental de Chicago eran de dudoso origen.
»Cierta noche de finales de la primavera, Breasted se reunió con el abuelo de mi amigo Alí en alguna parte del Nilo, y desde allí lo condujeron a caballo hasta la casa donde guardaban los objetos. En cuanto vio el papiro, Breasted se mostró sumamente interesado, pero su interlocutor quería vender todo el lote pues no le hacía gracia arriesgarse a hacer varias transacciones con distintos compradores.
»Breasted insistió, pero el otro le pidió entonces sólo por el papiro algo menos de lo que le había pedido por todo el lote en venta; la cantidad era tan alta que Breasted no podía cerrar trato con los fondos que tenía en El Cairo.
»No quería dejar escapar semejante oportunidad, por eso tuvo que mandar un telegrama a Chicago para pedir más dinero. Solicitó también fotografiar los restos, pero como no era posible hacerlo de inmediato le permitieron copiar el papiro. Breasted acababa de ponerse a transcribir el texto cuando llegó un fellah jadeante y les avisó que los hombres de Brugsch les seguían la pista.
»A Breasted no le convenía que lo encontraran allí, de manera que dejó como anticipo el dinero que llevaba encima y se alejó a toda prisa y en el mayor de los sigilos. El abuelo de Alí lo escondió todo y más tarde mandó fotografiar los objetos puestos en venta y junto a ellos el papiro, pero pasaron días, semanas incluso, durante las cuales los hombres del Servicio de Bellas Artes lo vigilaron muy de cerca, por tanto no se arriesgó a volver a ver a Breasted.
»El pobre tuvo que renunciar a su sueño de amor con la camarera del Winter Palace y al cabo de dos años se casó con una chica de Al-Qurna, perteneciente a una familia tan pobre que su padre sólo pidió por ella un saco de mijo y una fanega de arroz como regalo nupcial.
»Un buen día, pocos meses después de la boda, mientras trabajaba en un pico cerca de Dayr al-Bahari perdió pie y cayó. Lo llevaron a su casa agonizante, pero antes de morir logró decirle a su mujer, embarazada del primer hijo, dónde había escondido los objetos.
»El secreto pasó de generación en generación…
—Me parece raro que ese pequeño tesoro pudiese permanecer oculto durante generaciones —lo interrumpió Husseini—. Imagino que el padre de tu amigo Alí tampoco nadaba en la abundancia.
—Es verdad, doctor Husseini, si hubiesen podido lo habrían vendido a la primera ocasión. El hecho es que no podían y el mismo Breasted fue el primero en quedarse con un palmo de narices. Verá… Poco después de la muerte de nuestro hombre la Dirección General de Bellas Artes mandó construir un barracón para los guardias que debían vigilar aquella extensa zona convertida en centro de gran interés arqueológico e histórico.
—Ya —dijo Husseini—. El barracón fue construido justo donde el abuelo de Alí había enterrado su tesoro.
—Exactamente. Es más, con el paso de los años el barracón se transformó en un cuartel de ladrillos, es decir, en una estructura estable y definitiva. Lo habían demolido hacía poco tiempo para construir una carretera y mi amigo Alí aprovechó una noche sin luna y, siguiendo las instrucciones transmitidas por su abuelo y su padre, consiguió volver a hacerse con el pequeño tesoro de Dayr al-Bahari.
—Pero… ¿cómo fue que se te ocurrió recurrir a tu amigo Alí?
—Porque en Al-Qurna siempre se había hablado de aquel tesoro oculto y de un papiro de incalculable valor sobre cuya pista habían estado tanto Breasted como Emil Brugsch. Se lo conté al doctor Blake cuando me enteré de que se interesaba por aquellas tres líneas del papiro de Breasted y por eso decidió trasladar su investigación a Al-Qurna, en Egipto.
—No cabe duda de que hiciste un trabajo de primera —reconoció Husseini—. ¿Qué pasó después?
—Bueno, más o menos lo que usted ya sabe, doctor Husseini. Empecé a negociar la compra del lote porque Alí, como le había pasado a su abuelo, quería venderlo todo de golpe, pero pedía muchísimo dinero…
—¿Cuánto? —preguntó Husseini.
—Medio millón de dólares en una cuenta suiza.
Husseini soltó un silbido de asombro.
—Después de largas negociaciones conseguí que bajara a trescientos mil dólares, pero seguía siendo mucho dinero. El doctor Blake tuvo que poner en juego toda su credibilidad para conseguir los cien mil dólares del anticipo.
»En cuanto llegaron los fondos concerté la entrevista, pero cuando el doctor Blake se presentó en el lugar de la cita hubo una incursión de la policía egipcia. Llegaron por sorpresa, como si nos esperaran…
—¿Y el papiro?
—La verdad no sé dónde fue a parar. Alí consiguió huir; probablemente se lo llevó con él. A lo mejor ni siquiera lo tenía encima, es un chico muy desconfiado. Sí llevaba los otros objetos, dos brazaletes y un colgante… hermosísimos, verdaderas obras maestras. Estaban sobre la mesa cuando entró la policía.
—Hay algo que no me has contado —dijo Husseini.
Selim levantó la vista y lo miró con expresión desconcertada, como si se sintiera culpable o hubiese tenido un comportamiento inadecuado.
—El doctor Blake me dijo que estaba convencido de la autenticidad del papiro porque había otros compradores misteriosos y con mucho poder que también estaban interesados. ¿Sabes algo de esto?
—No, señor. Nada…
Husseini se asomó a la ventana. Nevaba, los copos blancos flotaban en el aire como confeti en pleno desfile de carnaval, pero en la calle no había nadie; desde lejos, amortiguado por el manto de nieve, le llegó un sonido parecido al de un cuerno de caza, tal vez fuese la sirena de un barco que hendía la niebla del lago en busca del puerto invisible.
—¿Qué hiciste después? —preguntó entonces Husseini.
—Cuando entró la policía yo estaba fuera, esperando en el coche. Me puse en marcha en cuanto me percaté de que se lo llevaban en el coche patrulla con la sirena a todo volumen. Pobre doctor Blake…
—¿Dónde crees que estará ahora ese papiro?
—No lo sé. A lo mejor lo tiene Alí. O esos otros compradores, si lo que usted ha dicho es verdad…
—O el gobierno egipcio o el gobierno norteamericano. Incluso Blake podría tenerlo.
—¿Blake?
—Lo digo por decir… En realidad no sabemos nada de lo ocurrido ese día en Khan el Kalil. Alí huyó, tú no estabas… Sólo estaba el doctor Blake.
—Es cierto. En mi opinión, no es usted el único que lo ha pensado.
—¿Qué quieres decir?
—El otro día me quedé trabajando hasta tarde en mi despacho del Instituto. Vi al doctor Olsen entrar con una llave en la oficina que había pertenecido al doctor Blake.
—¿Tienes idea de qué buscaba?
—No lo sé, pero empecé a vigilarlo y descubrí algo más: el doctor Olsen es el amante de la ex mujer del doctor Blake. La cosa viene de hace tiempo. En algo debe de haber influido ese detalle, ¿no cree?
—De eso no hay duda, Selim. Pero ahora debemos dar con la punta de la madeja y ver cómo podemos actuar. Déjame pensarlo. Tendrás noticias mías dentro de poco.
—Entonces me marcho, doctor Husseini. Gracias por el café.
—Ha sido un placer, Selim. Sigue manteniéndome informado sobre cuanto veas.
Lo acompañó a la puerta, esperó a que el coche de Selim desapareciera al final de la calle, entró y se sentó. La casa estaba silenciosa y notó el peso opresivo de la soledad. En ese momento no había nada en su vida que le inspirara ningún sentimiento o emoción. Ni siquiera le interesaba continuar con su carrera académica. Sólo deseaba una cosa: leer el papiro de Breasted hasta el final.
Sonó el teléfono celular. Husseini echó un vistazo al reloj pero no se movió. El teléfono siguió llamando y sus timbrazos apremiantes llenaron la casa. Al final, Husseini contestó con gesto de autómata.
—¿Dígame?
—Buenas noches, doctor Husseini —lo saludó una voz—. Lea el correo electrónico, por favor. Hay un mensaje para usted.
Husseini apagó el móvil sin decir palabra y siguió largo rato sentado, pensando. Cuando se levantó y fue al ordenador cayó en la cuenta de que había pasado casi una hora. Conectó con su servidor de correo electrónico, recogió los mensajes y vio uno que decía:
3×3=9
Apagó el ordenador, se sentó en el suelo y encendió un pitillo. Los tres comandos habían llegado. Se encontraban en Estados Unidos, dispuestos a actuar.
El teléfono volvió a sonar a eso de las doce de la noche, cuando Husseini estaba a punto de dormirse.
—Habla Husseini —contestó.
—Doctor Husseini —dijo una voz metálica—, para mí las ciudades más bonitas de Estados Unidos son Los Ángeles y Nueva York, pero mejor quédese en Chicago para recibir a esos amigos. Usted conoce las direcciones.
Era una voz perfecta, sin ningún acento, aséptica. No quedaba duda alguna: los objetivos ya estaban elegidos. Seguramente querrían ver a Abu Ghaj aceptar el desafío. Pero Abu Ghaj estaba muerto. Desde hacía tiempo.
Y si no lo estaba, convenía matarlo; cuando recibiera la orden, Abu Ghaj no podía erigirse en juez de la vida y la muerte de millones de personas que no le habían hecho nada malo.
Apagó todas las luces y meditó mucho tiempo en silencio; no había previsto que todo se cumpliera con precisión tan cronométrica, que el plan de Abu Ahmid pudiera proceder como el engranaje de una máquina de guerra. Pero conocía a Abu Ahmid y entonces se le planteó la atroz duda: cuando tuviese la certeza de que las armas estaban en su sitio y cebadas, ¿se limitaría a usarlas únicamente como amenaza? Cuando Jerusalén estuviera en sus manos, ¿resistiría a la tentación de infligir el golpe mortal al detestado enemigo?
Acarició la idea del suicidio y cuantas más vueltas le daba, más claro veía la escena en la oscuridad del cuarto: los agentes de policía entrarían al día siguiente, tomarían medidas y huellas. Se veía en medio de un charco de sangre (¿un tiro en la sien, quizá?) o colgado del techo con el cinturón.
Imaginó a William Blake moviéndose a tientas en un hipogeo faraónico absurdamente excavado en suelo israelí y cayó en la cuenta de que no tenía a nadie que pudiese ayudarlo, prisionero como estaba en manos de desconocidos, sin poder moverse. Pensó también que su suicidio restaría velocidad a la máquina, pero no la detendría y que William Blake se quedaría solo en aquella tumba.
Pensó en la ferocidad de Abu Ahmid y el miedo hizo que se le helara la sangre en las venas. Revivió escenas del pasado que creía haber sepultado en el fondo de la memoria, traidores caídos en sus manos a quienes había torturado lentamente, durante días, para arrancar de sus cuerpos martirizados hasta la última gota de dolor. Sabía que si traicionaba a Abu Ahmid o no cumplía con sus órdenes éste inventaría para él penas más atroces, buscaría la manera de mantenerlo vivo durante semanas, meses, incluso años, obligándolo a vivir en un infierno eterno.
¿Era posible desobedecer a un hombre como él?
Jugaría la partida pero antes prepararía una fuga hacia la muerte. Buscó en la agenda un número telefónico y como todavía no era demasiado tarde llamó a su médico, el doctor Kastanopoulos y, pretextando algo urgente, le pidió hora para el día siguiente a las seis de la tarde. Cuando consiguió la cita se sentó delante del ordenador para leer los mensajes del correo electrónico. Había uno que decía:
DR115.S14.1.23
En base al código elaborado para los comandos, ese mensaje significaba que debía reunirse con alguien en la salida 115 Sur de la Dan Ryan, el 14 de enero a las once de la noche. Al día siguiente conocería cara a cara a uno de los caballeros del Apocalipsis.
Estaba extenuado pero sabía que si se tumbaba en la cama no lograría conciliar el sueño; en su mente y su tiempo sólo había lugar para las pesadillas.
Encendió el televisor y en la pantalla surgieron las imágenes de un informativo especial. La voz del periodista anunciaba que a las cinco y diez del día 13 de enero el presidente al Bakri había sido víctima de un atentado en el transcurso del desfile militar ante las murallas de Babilonia.
La cadena CNN ofrecía escenas de confusión absoluta: miles de personas se amontonaban para huir de las tribunas alineadas a derecha e izquierda de un camino; los grupos militares apostados en el recorrido del desfile disparaban a tontas y a locas como atacados por un enemigo invisible; los enormes tanques de fabricación soviética invertían la marcha en medio de sonoros chirridos y sus torretas giraban como si tuviesen a tiro a un agresor que no se dejaba apuntar.
Por doquier se veían destellos de luces de ambulancias y coches patrulla de la policía y, en el centro de la tribuna, bajo un dosel con las banderas nacionales, un charco enorme de sangre. Dos hombres transportaban a la carrera una camilla hacia el helicóptero que aterrizaba en ese momento en medio de la calle, para elevarse otra vez al cabo de pocos minutos. El objetivo de otra cámara, colocada en un lugar dominante, seguía el vuelo del helicóptero sobre las cúpulas doradas y los minaretes de las mezquitas de Bagdad.
El periodista decía que, según el comunicado de la agencia de prensa nacional, el presidente al Bakri estaba en cuidados intensivos y que su estado era grave, aunque los cirujanos esperaban poder salvarle la vida. Acto seguido añadía que era poco probable, pues los testigos presenciales habían visto el destello de la explosión muy cerca del presidente y se rumoreaba que los enfermeros habían recogido en las gradas los trozos de cuerpo. La hipótesis más probable apuntaba a que un miembro de la oposición hubiese adoptado la técnica de los comandos suicidas de Hamás. Era impensable que alguien hubiese podido colocar una bomba en las tribunas, rastreadas a fondo palmo a palmo por la guardia de seguridad hasta minutos antes de la ceremonia.
Husseini inclinó la cabeza mientras hacían la pausa de la publicidad y pensó en quién podía estar detrás del atentado que llegaba en un momento tan crítico para el panorama de Oriente Medio.
Al reanudarse la transmisión, las cámaras enfocaron a un alto oficial con la gorra del cuerpo de tanques, rodeado de sus guardias. Llevaba el hombro derecho en cabestrillo, las vendas manchadas de sangre e impartía órdenes con voz agitada. El periodista lo identificó como el general Taksoun, hombre fuerte y posible sucesor de al Bakri. Personaje que podía contar con la estima y el apego de las tropas de élite del ejército y gozaba de cierta reputación en el extranjero.
Husseini observó la expresión dura y decidida del general, sus modales bruscos, como de quien sigue las indicaciones de un guión estudiado desde hacía mucho y dedujo que tras aquel atentado quizá estuvieran los servicios secretos de Estados Unidos. Para los norteamericanos, el general Taksoun era alguien con quien se podía tratar.
Sonó el teléfono en ese preciso instante y Husseini levantó el auricular.
—Hemos sido nosotros, doctor Husseini —dijo la voz metálica.