William Blake tardó varios días en fotografiar, describir y registrar, con ayuda de Sarah, todos los restos de la tumba, pero no movió los objetos sino que se limitó a dejarlos tal como los había encontrado y prefirió usar una especie de mampara hecha de tablas de madera forradas con plástico para aislar el sarcófago y el derrumbe que lo cubría en buena parte.
Con ayuda de Ray Sullivan logró construir un extractor rudimentario que aspiraría continuamente el polvo cuando comenzara a quitar los escombros del derrumbe y a subir a la superficie los desechos. Para esta segunda tarea construyó una torreta en el orificio, donde instaló una polea por la que hizo deslizar la cuerda del cabrestante del jeep y, del extremo de ésta, colgó el recipiente construido especialmente en el taller del campamento. Cuando todo estuvo dispuesto para iniciar las obras de desescombro fue a ver a Maddox, como de costumbre, poco antes de la cena.
—¿Qué tal marcha todo, doctor Blake?
—Bien, señor Maddox. Pero hay un problema que quiero comentar con usted.
—¿De qué se trata?
—El trabajo preliminar de registro ha terminado. Ahora hay que quitar los escombros caídos sobre el sarcófago. Calculo que habrá como veinte metros cúbicos de desechos, polvo, piedras, arena; la única forma de sacarlos es a mano. Me pregunto cuántas personas deben enterarse del descubrimiento. Usted, Sullivan, Gordon, la señorita Forrestall y yo somos cinco. Necesitaremos obreros si queremos terminar el trabajo en un tiempo razonable, pero eso implica que otras personas van a saberlo. Creo que le corresponde a usted decidir cuántas personas serán.
—¿Cuántos hombres necesita? —preguntó Maddox.
—Dos en la excavación, no más, para no provocar obstáculos inútiles, uno en el extractor y otro en el cabrestante.
—Le facilitaré tres obreros. Sullivan puede ocuparse del cabrestante.
—¿Quién más en el campamento está enterado del hallazgo?
—Nadie más, aparte de las personas que acaba de mencionar. En cuanto a los tres obreros, no nos queda elección, creo.
—No.
—¿Cuánto tiempo hará falta para desescombrar la tumba?
—Si los obreros trabajan como es debido pueden quitar entre dos y tres metros cúbicos diarios de material, o sea que en poco más de una semana estaremos en condiciones de abrir el sarcófago.
—Perfecto Puede empezar mañana mismo. Me encargaré personalmente de elegir a esos tres obreros. Lo esperarán mañana a las siete en el aparcamiento de coches. ¿Sigue necesitando a la señorita Forrestall?
Después de dudar un momento, Blake contestó:
—Sí. Me resulta muy útil.
No fue ninguna casualidad que a la cena asistieran sólo las personas enteradas de la existencia de la tumba del desierto, de manera que la conversación giró en torno al mismo tema hasta el momento del café en la tienda beduina. Al escucharlos y observarlos, Blake se dio cuenta de que Sullivan, además de ser un notable técnico, era el hombre de confianza de Maddox, quizá fuera incluso su guardaespaldas. Gordon, por su parte, parecía servir de puente entre Maddox y la cúpula de la compañía; en ocasiones, el mismo Maddox daba la impresión de sentir por él un gran respeto rayano a veces en el temor. Estaba claro que la persona más independiente era Sarah Forrestall, lo cual carecía de fácil explicación.
Cuando Gordon y Sullivan se retiraron, Maddox le preguntó:
—Doctor Blake, en su opinión, ¿qué valor pueden tener los objetos de esa tumba?
Hacía tiempo que Blake esperaba esa pregunta.
—En teoría el valor es inestimable; sin duda, varias decenas de millones de dólares —contestó tratando de captar la reacción que sus palabras provocaban en sus dos interlocutores.
—¿En teoría? —inquirió Maddox.
—En efecto. Mover y transportar semejante mole de material es casi imposible. Tendrían que sobornar a la mitad de los funcionarios públicos de la República Árabe de Egipto y no sería suficiente; suponiendo, claro está, que lo consiguieran. En teoría podrían usar el Falcon, pero habría que adaptarlo para el transporte aquí mismo, lo cual no sería cosa fácil. Sin contar que cada pieza exigiría un embalaje adecuado, o sea muy voluminoso. Muchas de ellas no pasarían siquiera por la puerta del avión.
»Suponiendo que consiguieran exportar cierto número de ellos, digamos los menos voluminosos, después no se podría ni exponerlos ni permitir a los posibles compradores que dieran noticias de ellos. La imprevista aparición de tan rico mobiliario, completamente inédito, provocaría por parte de la República de Egipto la inmediata demanda de aclaraciones y luego la devolución de los objetos. Creo que sería muy difícil saltarse lo de las explicaciones.
»Le reitero mi consejo, señor Maddox, debemos hacer público el descubrimiento y permitir la publicación de los restos arqueológicos.
Maddox no contestó; Sarah Forrestall siguió bebiendo su café, como si la cosa no fuese con ella.
—No depende de mí, doctor Blake —dijo al final Maddox—. En cualquier caso, necesitamos una valoración detallada, lo más exacta posible del ajuar de la tumba.
—Cuente con ella —dijo Blake—, pero será al final de la excavación. Ahora no tiene sentido. Ni siquiera sabemos lo que hay en ese sarcófago.
—Como quiera, Blake, pero tenga en cuenta que no nos quedaremos mucho tiempo aquí. Que duerma usted bien.
—Igualmente, señor Maddox —le deseó Blake. Esperó que se marchara y le preguntó a Sarah—: ¿A santo de qué me pide ahora una valoración?
—¿Te apetece estirar las piernas antes de irte a dormir? —preguntó la muchacha.
Blake la siguió; cruzaron el campamento pasando delante de las tiendas de los obreros, sentados todavía alrededor de sus mesitas después de la cena y dedicados a jugar a cartas y a beber cerveza. Faltaba poco para que apagaran el generador.
—Me parece bastante lógico —dijo Sarah—. Allá abajo hay antigüedades que valdrán decenas de millones de dólares y es más que comprensible que la Warren Mining Corporation intente sacar provecho.
—Creía que el negocio principal de la Warren Mining Corporation era la búsqueda y elaboración del cadmio.
—Lo es, pero la empresa está pasando por serias dificultades.
—¿Cómo lo sabes?
—Por rumores.
—¿Sólo por rumores?
—No. Accedí a un archivo confidencial del ordenador central.
Me deben bastante dinero. Estaba en mi derecho a informarme sobre la situación financiera de la empresa.
—Qué locura. ¿De verdad crees que piensan resolver sus problemas financieros con la arqueología?
—¿Por qué no? Para ellos esos objetos no son más que productos manufacturados de gran valor comercial, cuya venta podría salvarlos de la quiebra. ¿Por qué si no iban a organizar todo este montaje y por qué iban a llamarte precisamente a ti?
—¿A un fracasado, quieres decir?
—Quiero decir a un hombre fuera de juego, aislado, deprimido…
Blake no dijo nada. En ese momento el generador se apagó y el campamento quedó sumido en la oscuridad dejando sólo las cimas de las montañas como mudos testigos del milagro del cielo estrellado. Blake paseó la mirada por el infinito palpitar de luces y el velo diáfano de la galaxia.
—Puede que tengas razón. Pero lo que yo soy tiene muy poca importancia frente al enigma que oculta esa tumba. Debes ayudarme a salvar esos testimonios que por obra del azar nos han llegado intactos después de tantos milenios.
—¿Cómo? ¿No te has dado cuenta de los controles que nos rodean? Cuando salimos del campamento estamos siempre bajo vigilancia y te puedo garantizar que, al volver, alguien se encarga siempre de mirar el cuentakilómetros para ver la distancia que recorrimos. ¿Cómo piensas cruzar el desierto en semejantes circunstancias para transportar una carga de esas dimensiones y con qué medio?
—¡Maldición! —exclamó Blake, consciente de su total impotencia—. ¡Maldita sea!
—Vamos, regresemos —sugirió Sarah—. Mañana nos espera un día de mucho trabajo.
Caminaron en silencio hasta la caseta de Sarah y, mientras la muchacha metía la llave en la cerradura, Blake la cogió por el brazo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sarah volviéndose para buscar su mirada en la oscuridad.
—¿Por casualidad no tendrás un mapa topográfico de esta zona?
Sarah pareció decepcionada por la pregunta.
—Sí, pero no te servirá de nada. Le han quitado todas las referencias y las coordenadas. Los nombres de las localidades están en árabe y este lugar, como ya sabes, se llama Râ’s Udâsh, pero me parece que saberlo no te ha servido de nada.
—Tú lo has dicho. De todos modos querría ver ese mapa. Por favor.
—¿No será una excusa para entrar de noche en mi casa, doctor Blake?
—No excluiría esa posibilidad. ¿Me dejas pasar?
Sarah abrió la puerta y contestó:
—Déjame encender el farol de gas.
Se puso a buscar las cerillas en un cajón. Encendió el farol y lo dejó junto a la mesa de dibujo donde estaba desplegado el mapa topográfico.
—Aquí lo tienes. Es como te he dicho, ni una sola referencia; en total una docena de topónimos, incluido el de Râ’s Udâsh.
Blake se calzó las gafas y examinó con atención el mapa.
—Lo que imaginaba. Este mapa está hecho con ordenador. Así borraron las referencias. Pero es de suponer que en alguna parte habrán guardado el archivo completo con las coordenadas.
—Es probable.
—¿Tienes un disco duro extraíble?
—Sí.
—¿De cuánto?
—Dos gigas.
—Estupendo, más que suficiente.
—Entiendo —dijo Sarah—, quieres encontrar el archivo original, copiar el mapa en el disco, guardarlo en tu ordenador e imprimirlo después. ¿No es eso?
—Más o menos esa es la idea.
—Una buena idea, pero no sé dónde buscar el archivo original, suponiendo que exista. En todo caso, no creo que lograra acceder al ordenador de Maddox sin que me vieran y sin levantar sospechas.
—Me has dicho que accediste a un archivo reservado del ordenador central. Si quisieras ayudarme podrías intentarlo otra vez.
—No es lo mismo. Me pides que realice una operación que requiere bastante tiempo. El encargado del ordenador central goza de la confianza de Maddox, es un técnico llamado Pollack, un tipo que no se aparta de la pantalla mientras está encendido el generador.
—¿Cómo hiciste entonces para encontrar tu archivo?
—Pollack es de costumbres fijas; todas las mañanas, a eso de las diez, va a la letrina donde se queda diez minutos o más. Depende de si se va al retrete con diarios, pero para tu problema diez o quince minutos son muy pocos. El mapa topográfico ocupa cantidad de memoria; encontrarlo tomará su tiempo, copiarlo más todavía…
—Ya lo sé —dijo Blake—. Pero es preciso que averigüe dónde estamos. Es la única manera de entender qué oculta esa tumba y por qué está en un lugar tan apartado… Si lo que me has dicho es cierto, es muy probable que cuando haya terminado con la excavación me manden de vuelta a casa para dedicarse a saquearla y a trasladar el ajuar funerario con toda la tranquilidad del mundo. Sarah, no he venido aquí para ayudar a esos ladrones sino para no dejar escapar la oportunidad única e irrepetible de realizar un descubrimiento científico extraordinario. Ayúdame, por lo que más quieras.
—Mañana lo intentaré. Acaba de ocurrírseme una idea.
—Te lo agradezco —dijo Blake—. Si lo conseguimos, podré por fin empezar a sacar conclusiones.
Fue hacia la puerta, se dio media vuelta y la saludó:
—Buenas noches, Sarah, y gracias.
—De nada, Will. Buenas noches.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué? —inquirió ella con curiosidad.
—Me parece una estupidez que apaguen el generador a esta hora.
—Es cosa de Maddox —le recordó Sarah—. El ruido no lo deja dormir. O puede que no logre dormirse si sabe que alguien está haciendo algo a sus espaldas. De todos modos la falta de luz podría tener consecuencias interesantes. Ya sabes, no hay mal que por bien no venga.
Blake la miró como si la viera por primera vez e inclinó la cabeza, confundido.
—Supongo que estás bromeando. Si no es así, más vale que sepas que no soy el tipo de hombre capaz de tener una aventura con una mujer como tú sin quedar destrozado el día que ésta terminara. Ten en cuenta que hace apenas una semana estuve al borde de quitarme de en medio y abandonar sin remordimiento alguno este valle de lágrimas. Mi equilibrio sigue siendo muy precario.
Le acarició la mano, se despidió con una inclinación de cabeza y se fue a su casa. A lo lejos se oía el golpeteo del rotor de un helicóptero y en la misma dirección, tras el perfil de las montañas, se veía el fulgor de las luces. Le llegó también el ruido de algunos jeeps recorriendo la montaña y vio fugazmente la estela dejada por proyectiles trazadores. Estaba en el campamento minero más extraño del mundo, no cabía duda.
En cuanto entró en su casa encendió el farol de gas y se puso a estudiar las inscripciones del Libro de los Muertos, a través de las fotos tomadas de las paredes de la tumba. Eran jeroglíficos que le resultaban extraños y al mismo tiempo había en ellos algo familiar. ¿Serían algunas expresiones o frases? ¿Acaso el estilo de los caracteres y los ideogramas?
Puso agua para el té, encendió un cigarrillo y empezó a pasearse por la habitación tratando de encontrarle sentido a su confusa intuición. Cuando el té estuvo listo se lo sirvió bien cargado y brillante en un vasito de cristal, tal como acostumbran en Oriente, le echó dos terrones de azúcar y bebió saboreando la bebida fuerte y dulce; le dio una buena calada al cigarrillo y de pronto tuvo la sensación de estar de vuelta en Chicago, en el apartamento de Omar al Husseini, aquella tarde fría y cargada de desesperación. El corazón le dio un vuelco inesperado: ¡el papiro de Breasted!
¡Eso era lo que le recordaba la escritura en la pared de la tumba! El uso de ciertos ideogramas con determinados significados, la forma en que el amanuense trazaba los signos de «agua» y «arena». ¿Se trataría de la misma persona? ¿O sería pura casualidad el hecho de que la letra de Breasted se pareciera en cierta forma a la del escriba que había decorado las paredes de la tumba en el desierto?
Se sentó ante su mesa de trabajo, cogió papel y lápiz y redactó un mensaje que despacharía al día siguiente por correo electrónico. Le temblaba el pulso de la emoción.
Mensaje reservado
Dr. Omar Ibn Khaled al Husseini
The Oriental Institute, Chicago
de: William Blake
Apreciado Husseini:
Estoy estudiando unos textos murales pertenecientes, en gran parte, al Libro de los Muertos. Pero lo extraordinario es que parecen haber sido trazados por la misma persona que escribió el papiro de Breasted. Puede que sea impresión mía o una extraña coincidencia, pero necesito confirmar si la intuición no me falla. Te pido, entonces, lo siguiente:
a) envíame lo antes posible por correo electrónico una reproducción exacta de las tres primeras líneas que tenemos del papiro de Breasted,
b) trata de comprobar si la transcripción de Breasted es una reproducción fiel o aproximada del original.
Te agradezco de antemano y quedo a la espera de tu respuesta urgente. Gracias otra vez por haberme invitado a tu casa el día de Nochebuena. Tal vez me salvaste la vida. O tal vez me la has arruinado, vete a saber; no cabe duda de que el Buen Samaritano no era mejor que tú.
Blake
Al día siguiente, Blake se levantó y fue de inmediato a llamar a la puerta de Sarah; ésta salió a abrirle en pijama y él le entregó un disquete.
—Sarah, aquí tienes un archivo para enviar por correo electrónico. Podrías aprovechar cuando vayas al despacho de Maddox, y si entrara Pollack mientras estás ahí le dices que has ido para enviar algo por correo electrónico ¿Qué opinas?
—Buena idea, aunque todo este asunto es una locura.
—Gracias, Sarah. Creo que hoy no nos veremos en la excavación.
—No, hoy tengo trabajo en el campamento.
—Te echaré de menos —dijo Blake.
—Yo también —contestó Sarah. Parecía sincera.
Blake fue a la tienda beduina donde los demás miembros de su grupo estaban desayunando y tomó una taza de café con leche con cereales y dátiles. Cogió provisiones para el almuerzo y fue al aparcamiento seguido de Ray Sullivan.
—La señorita Forrestall no vendrá hoy a la excavación, señor Sullivan —le informó antes de subir al jeep—. Debe terminar ciertos trabajos importantes en el campamento. Nos arreglaremos solos.
—De acuerdo, doctor Blake —dijo Sullivan al tiempo que ponía el vehículo en marcha y esperaba que subieran los nuevos obreros.
El cielo estaba parcialmente cubierto por un frente de nubes que venían del noreste y soplaba algo de viento sobre la vacía extensión del desierto. Al cabo de media hora de viaje, Blake miró hacia el campamento y vio claramente la montaña con forma de pirámide y, más lejos, el otro monte con forma de esfinge. Si Sarah lograba conseguir el mapa topográfico con las coordenadas, sin duda iba a poder deducir qué valor tenían aquellos extraños fenómenos de la naturaleza.
Llegaron a la tumba alrededor de las nueve de la mañana, cuando el sol estaba ya bastante alto. Blake bajó al hipogeo con los tres hombres encargados de excavar y de ocuparse del extractor; le fue imposible no notar la cara de estupor de los dos hombres nuevos al ver, seguramente por primera vez en sus vidas, semejante espectáculo. Eso le confirmó que el descubrimiento se había mantenido realmente en secreto y circunscrito a un reducido número de personas.
Dejó a Sullivan arriba, encargado de accionar el cabrestante y vaciar los cubos que iban subiendo sin cesar a la superficie. Después de cada paletada veía los escombros derrumbarse poco a poco hasta dejar al descubierto la superficie lateral del sarcófago. Cada vez que observaba la maciza arca de piedra lo invadía una oleada de emoción, como si percibiese el despertar de una voz callada durante milenios, como si en el interior del peñasco estuviese a punto de estallar un grito.
Los dos hombres que trabajaban con las palas llevaban buen ritmo y tardaban entre tres y cuatro minutos en llenar un contenedor.
De repente, Blake notó algo oscuro al nivel del suelo de la tumba y mandó detenerse a los dos excavadores. Se arrodilló, sacó del bolsillo de la chaqueta la llana y empezó a eliminar los restos y a limpiar con el cepillo. Se trataba de madera ennegrecida por el tiempo y la oxidación; tenía aspecto de ser una especie de entarimado.
Tomó una pequeña muestra, después de lo cual ordenó a los hombres que continuaran con su trabajo poniendo el máximo cuidado de no dañar aquel tablado de madera que, aparentemente, no tenía explicación alguna. Faltaba poco para la pausa del almuerzo cuando uno de los obreros lo llamó; entre los escombros había descubierto algo.
—Déjame ver —dijo Blake cuando se acercó.
En mitad del derrumbe, después del deslizamiento de los materiales de la parte superior, asomaba un objeto de forma indefinida, aparentemente confeccionado con cuero. Blake lo extrajo con las pinzas de madera y lo observó. ¡Eran restos de una sandalia! Lo envolvió cuidadosamente en papel de plata y lo guardó con la muestra de madera.
Sara Forrestall no salió de su casa y desde allí observaba con mucha atención los movimientos de Pollack. Maddox y Gordon se habían ido en jeep hacia el norte, como hacían casi todos los días y difícilmente volverían antes de la puesta de sol. En el campamento no quedaba casi nadie, si no se tenían en cuenta los guardias que, a varios centenares de metros, vigilaban desde las cimas de alrededor.
A eso de las diez de la mañana Pollack fue a la letrina, equipado con un ejemplar de Playboy, un rollo de papel higiénico y una botella de plástico llena de agua.
Sarah se coló entonces por la puerta posterior, pasó delante de la hilera de casetas, se acercó a la casa de Maddox y rogó porque Pollack no hubiese cerrado con llave. Empujó la puerta, estaba abierta. Calculó que dispondría de entre diez y quince minutos; echó una rápida mirada al reloj electrónico colgado en la pared. El ordenador estaba encendido y en pantalla se veían diagramas de los análisis mineralógicos del terreno, referidos a distintas zonas del valle de Râ’s Udâsh.
Sarah se sentó delante del teclado y empezó a examinar los archivos del disco duro. De tanto en tanto apuntaba con los prismáticos por encima de la pantalla del ordenador y, a través de la ventana de la pared de enfrente, vigilaba la letrina y los pies de Pollack, que se veían por la parte de abajo de la puerta, con los pantalones enrollados sobre los zapatos. Una solución perfecta para controlarlo.
En la pantalla aparecieron varios directorios protegidos que, sin duda, contenían documentos reservados. Sarah sacó del bolsillo de la camisa un disquete y ejecutó el programa para descifrar claves de protección que ella misma había sustraído antes del despacho de Maddox. Los directorios empezaron a abrirse uno tras otro y Sarah los copió en el disco duro portátil sin tener la menor idea de si en alguno de ellos estaba el original del mapa topográfico. A esas horas el calor empezaba a apretar y el sol abrasaba sin piedad las paredes metálicas de la caseta convirtiéndolo en un verdadero horno.
Observó con los prismáticos la letrina y comprobó que Pollack se estaba subiendo los pantalones. Tres minutos más y Pollack entraría por la puerta.
Dejó en pantalla las mismas imágenes que había encontrado y salió justo cuando Pollack cerraba la puerta de la letrina y se disponía a usar la cal del saco. Esperó que entrara otra vez en el despacho y al cabo de pocos minutos llamó a la puerta.
—Adelante —dijo Pollack.
Sarah entró y no pudo evitar fruncir la nariz: Pollack se había impregnado de olor a letrina.
—Veo que hoy se ha quedado en el campamento, señorita Forrestall.
—Sí, tengo trabajo que hacer en el despacho —sacó del bolsillo el disquete y se lo tendió—: Es del doctor Blake. Debería enviarlo por correo electrónico lo antes posible. En la etiqueta está la dirección y el nombre del archivo. Cuando le contesten pásele la respuesta al doctor Blake, creo que es muy importante.
—Señorita Forrestall ya sabe usted que el señor Maddox quiere supervisar toda la correspondencia enviada y recibida. En cuanto vuelva le enseñaré el mensaje y le pediré permiso para mandarlo.
Sarah salió, volvió a su casa y conectó el disco duro portátil a su ordenador para examinar todos los archivos.
William Blake regresó al campamento poco después de la puesta de sol y se fue directamente a la casa de Sarah sin pasar antes por la suya a asearse un poco.
—¿Alguna novedad? —preguntó en cuanto hubo entrado.
—Por desgracia no —repuso Sarah negando con la cabeza—. Míralo tú mismo. Está el original del mapa topográfico pero no tiene ninguna referencia. Es evidente que no quieren correr ningún tipo de riesgos.
Blake se dejó caer en la silla, decepcionado.
—¿Y en la excavación? ¿Hay alguna novedad?
Blake sacó del bolsillo el paquetito y dijo:
—Entre el derrumbe y el suelo he encontrado un entarimado de madera. Algo muy raro. Y el resto de unas sandalias de cuero. Habrá que hacer un análisis al radiocarbono para datar los restos.
—¿Radiocarbono, dices? No sé si será posible. Dudo mucho que en el campamento sepan dónde hay un laboratorio capaz de hacer esos análisis.
—Si supiera dónde diablos estamos podría decir a qué laboratorio acudir.
—He hecho todo lo posible por ayudarte —dijo Sarah agachando la cabeza—; no me resultó fácil concentrarme en todas las operaciones que tuve que hacer delante del ordenador con tan poco tiempo y atenazada por el miedo de que Pollack entrara en cualquier momento y empezara a hacerme preguntas embarazosas.
—No lo digo por ti, Sarah. Pero todo esto es muy absurdo y para colmo parece que se me escapa incluso el objetivo de mi trabajo. Es como si estuviese excavando en otro planeta… sin puntos de referencia ni elementos con los cuales confirmar mis hipótesis. De todos modos te agradezco la ayuda que me has brindado. Nos vemos a la hora de la cena.
Abrió la puerta y se marchó. Sarah lo observó partir, como si esperase que se volviera para mirarla, pero Blake siguió hasta su casa sin detenerse, entró y cerró de un portazo. Debía de estar furioso.
La cena se sirvió en la tienda beduina, pues la noche era cálida, casi un anuncio de la primavera. Blake se sentó al lado de Sarah y esperó a que Maddox le preguntara cómo había ido la excavación ese día para pedirle que hicieran analizar al radiocarbono las muestras que había tomado en la tumba.
Maddox se mostró algo incómodo.
—Es usted consciente de que no contamos con el equipo adecuado, pero si me indica algunos centros de Oriente Medio dedicados a este tipo de análisis me ocuparé de ello lo antes posible.
—Está el del Museo Egipcio de El Cairo —respondió—. Hay otro muy bien equipado en el Instituto de Arqueología de la Universidad de Jerusalén, otro en la Universidad de Tel Aviv…
—Entréguele las muestras al señor Pollack, por favor, me ocuparé de que se manden a analizar.
Pollack se le acercó, cogió los fragmentos de madera y cuero envueltos en papel de plata y le entregó un sobre.
—Aquí tiene la respuesta al mensaje que hizo enviar esta misma mañana. Ha llegado hace un momento.
Blake guardó el sobre en el bolsillo de la chaqueta colgada en el respaldo de su silla y entabló conversación con Sarah. Parecía haber recuperado el buen humor. Cuando sirvieron el café, Pollack se ausentó un momento y al volver le susurró algo al oído a Maddox; éste terminó su café a toda prisa, se levantó y dijo al resto de los comensales:
—Discúlpenme, me llaman desde Houston, tengo que dejarlos; pero, por favor, no se molesten, tomen el café con tranquilidad. Señorita Forrestall, ¿le importaría reunirse conmigo en mi despacho?
Sarah se levantó, le echó un vistazo a Blake y éste la miró perplejo. ¿Acaso Pollack había descubierto la intromisión de Sarah en su ordenador?
Desvió por casualidad la mirada y vio la chaqueta de Sarah colgada en el respaldo de la silla. Metió disimuladamente la mano en el bolsillo derecho, palpó el manojo de llaves y tuvo una idea.
—Discúlpenme —les dijo a Sullivan y Gordon—, me he dejado el tabaco en casa y la verdad es que el café sin un cigarrillo no sabe igual. Vuelvo enseguida.
Gordon lanzó una sonrisa de conmiseración, como si Blake se dispusiera a inyectarse heroína y dijo:
—Vaya, doctor Blake, vaya, lo esperamos.
Blake hizo una leve reverencia y se alejó a toda prisa hacia su caseta. Cuando estuvo delante de la casa de Sarah comprobó que nadie estuviese vigilándolo, abrió la puerta, encendió el ordenador y se puso a hurgar en los cajones en busca del disco duro portátil. No encontró nada. Se asomó a la puerta para ver si Sarah había regresado a la tienda y luego volvió al teclado. Descubrió que uno de los cajones del escritorio estaba cerrado con llave, buscó en el manojo y lo abrió. Había mapas, apuntes, papeles. Y el disco duro. Lo sacó, lo introdujo en la CPU y revisó en pantalla la lista de archivos.
Estaba tan entusiasmado que notaba el corazón en la boca. ¿Qué iba a decirle a Sarah si llegaba a entrar en ese momento? Quizá se tratara de una trampa para inculparlo. Rauda ante sus ojos pasó la sigla TPC-H-5 A. ¡Tactical Pilotage Chart H-5A! ¡Un mapa topográfico del Departamento de Defensa! Seguro que le había tendido una trampa.
Sacó una copia del archivo, apagó el ordenador, cerró el cajón y salió al tiempo que echaba un vistazo al reloj: habían pasado seis minutos desde que entrara.
Sarah y Pollack seguirían en el despacho de Maddox. Cerró la puerta con llave y regresó a la tienda beduina después de asegurarse de que tenía el tabaco en el bolsillo.
Se sentó justo cuando el camarero le servía el café; metió el manojo de llaves en el bolsillo de la chaqueta de Sarah sin ser visto, encendió un cigarrillo y aspiró voluptuosamente el humo.
—El tabaco nunca me ha tentado —comentó Gordon—. Siempre que veo a un fumador hurgarse histérico los bolsillos en busca de tabaco me considero afortunado por no haber encendido nunca un pitillo.
—Hace usted bien, señor Gordon. Sin embargo no debemos olvidar que el vicio, más que la virtud, es lo que nos diferencia de los animales. ¿Alguna vez vio fumar a los caballos?
Gordon esbozó una sonrisita avinagrada y cambió de tema.
—Ray me ha hablado de esa especie de entarimado de madera que hay entre el suelo de la tumba y el montón de escombros que usted llama «derrumbe». Es muy raro. ¿Tiene idea de lo que puede ser?
—Llevo todo el día dándole vueltas al problema y todavía no he dado con la solución. Pero las posibles explicaciones no son tantas… dos nada más. La primera: en la Antigüedad el entarimado debía de estar en posición horizontal o vertical. En el primer caso, quizá sirviera para tapar una abertura excavada en el suelo. Pero esto es imposible porque, de ser así, tarde o temprano, por más fuerte que fuese, con el paso del tiempo el peso del derrumbe lo habría hundido. Por tanto el entarimado debía de estar en posición vertical…
—¿Y entonces? —preguntó Sarah, que acababa de llegar y fue a sentarse a su lado.
—Bueno, en mi opinión, eso sólo podría significar una cosa…
—¿Qué? —preguntó Sarah.
—Que el derrumbe fue provocado para impedir el acceso a la tumba.
Sarah guardó silencio. La luz del día había desaparecido casi por completo y el viento traía del desierto ruidos lejanos, ecos de misteriosa actividad, provenientes de algún punto detrás de las montañas de yeso que por el nordeste rodeaban la llanura.
—Me parece raro… —dijo al fin—. Todas las tumbas egipcias eran inaccesibles. En cualquier caso, todavía no sabemos cómo es la entrada ni adónde lleva.
—Es cierto. De todos modos, para mí el derrumbe fue provocado. El entarimado vertical sostenía una masa de escombros. En un momento dado alguien hizo que el entarimado cayera hacia adelante y los escombros llenaron la tumba y cubrieron el sarcófago. La intención de quien provocó el derrumbe era que lo destruyese todo, pero no ocurrió así. El dispositivo funcionó parcialmente.
—Una hipótesis audaz —dijo Sarah.
—Menos de lo que tú crees. Es muy probable que la masa de escombros llevara mucho tiempo inmovilizada, con lo cual sufrió un proceso de conglomeración que impidió su deslizamiento completo hacia el interior del hipogeo. Pero si ocurrió tal como yo pienso, quiere decir que alguien volvió a visitarla tumba mucho tiempo después de que la cerraran.
—¿Y por qué?
—No tengo ni idea, pero no pierdo la esperanza de averiguarlo.
—¿Qué intenciones tienes ahora, liberar el sarcófago o continuar en dirección del entarimado?
—Si de mí dependiera excavaría en dirección del entarimado. Allí está la solución del enigma. Pero dudo que Maddox lo apruebe. Al fin y al cabo, él es quien corta el bacalao en esta concesión.
—Ya —dijo Sarah.
El silencio se apoderó de los comensales, todos ellos absortos en sus propios pensamientos. Maddox apareció entonces pero no volvió a sentarse a la mesa. Fue al aparcamiento e instantes después se oyó el motor de su jeep.
Sarah miró en dirección del aparcamiento con cierto nerviosismo.
—Creo que me iré a trabajar —anunció Blake poniéndose en pie—. Leeré la respuesta de mi colega a los interrogantes que le planteé, según lo que me haya escrito es posible que deba trabajar toda la noche.
—Yo me voy a dormir —dijo Sarah—. Ha sido un día agitado.
Lanzó a Blake una mirada cómplice. Él sabía muy bien a qué se refería. La acompañó hasta la puerta de su casa.
—¿Dónde crees que habrá ido Maddox a estas horas y solo?
—No sé —contestó Sarah—, y la verdad es que me interesa poco. Desde que trabajo aquí he aprendido a no meterme donde no me llaman y te aconsejo que, en la medida de lo posible, hagas lo mismo. Buenas noches, Will.
Lo besó suavemente en los labios, entró y cerró la puerta.
Blake se sintió enrojecer como un bachiller en su primera cita, pero la oscuridad impidió que se le notara. Volvió sobre sus pasos para ir a su caseta y comprobó que en la tienda beduina no quedaba nadie.
Encendió el ordenador y sacó por pantalla la copia que había hecho del disco duro portátil de Sarah. Apareció el mapa topográfico y en los márgenes, las coordenadas. ¡Sarah le había mentido!
En ese mismo instante le llegó un ruido apenas perceptible, el leve chirrido de alguna puerta. Se asomó a la ventana y vio a Sarah salir de su casa y desaparecer después de doblar la esquina de su caseta.
Salió a su vez y fue al aparcamiento ocultándose entre las sombras proyectadas por las casetas. Cuando llegó, Sarah ya no estaba y comprobó que faltaba uno de los vehículos todoterreno. Un poco después aguzó el oído y alcanzó a oír a lo lejos el ruido del coche que arrancaba. Sullivan, Gordon y los demás, cuyos alojamientos se encontraban cerca del generador de corriente, no habrían oído nada.
El ruido se apagó del todo, llevado por el viento que soplaba a favor desde el norte y Blake vio fugazmente el reflejo de los faros en lo alto de la montaña. Probablemente Sarah había ido tras Maddox, en dirección de su misterioso destino, sola, en pleno desierto.
Aunque lo había engañado le resultaba imposible no preocuparse por ella al pensar en los peligros a los que se enfrentaba, pero nada podía hacer.
Volvió a su casa, se sentó delante del ordenador, transcribió las coordenadas del mapa topográfico y las imprimió en una hoja, pero no consiguió deducir claramente dónde estaba porque no tenía un mapa general del Cercano Oriente. Debía enviar esos datos y obtener la respuesta desde fuera. Quizá de Husseini. ¿Pero cómo sustraerse al control de Pollack?
No podía pedirle a Sarah que repitiese su hazaña mientras Pollack iba a la letrina y tampoco podía ocuparse él del asunto porque debía supervisar la excavación.
Tuvo una idea, usaría el jeroglífico.
Con toda probabilidad, en el campamento no había nadie capaz de leerlo y, dada la situación, un texto egipcio antiguo no despertaría las sospechas de Pollack, de ese modo podría enviar datos más completos. Leyó entonces la respuesta de Husseini que Pollack le había entregado en un disquete. Decía así:
Hola, Blake,
Lo que me cuentas es extraordinario y daría cualquier cosa por estar a tu lado y leer ese texto.
Respondo a tus preguntas:
a) A continuación transcribo fielmente las tres líneas que tenemos del papiro de Breasted.
Seguía el texto en jeroglíficos.
b) Con toda seguridad se trata de la transcripción fiel del original con todas sus características paleográficas. Breasted era meticuloso a más no poder. Una transcripción suya debe considerarse casi como una fotocopia del original, si me permites el anacronismo. En cuanto te sea posible, cuéntame cómo acaba esta historia. Me tienes en ascuas.
Husseini
Blake cargó en el ordenador el programa de escritura jeroglífica y con ayuda de su gramática trató de escribirle a Husseini pidiéndole que le indicase a qué lugar y a qué región correspondían las coordenadas que le enviaba. Le costó sangre, sudor y lágrimas encontrar en egipcio antiguo expresiones que le permitiesen expresar conceptos geográficos modernos y, al releer el texto, no estuvo del todo seguro de que Husseini entendiese lo que quería decirle, pero no tenía otra salida. La intención del mensaje era:
«El lugar donde he leído las palabras es el lugar de la sepultura de un grande de la Tierra de Egipto. Entré en él y lo vi intacto. No sé dónde estoy, pero los números de este lugar son: treinta y ocho, dieciocho y cincuenta hacia la noche; treinta y cuatro y cuarenta y tres hacia el nacimiento del sol.»
Rogaba porque se entendiera: 38° 18' 50" latitud norte y 38° 43" longitud este.
Cuando terminó, telefoneó a Pollack.
—Siento molestarlo, Pollack, soy Blake. Necesitaría enviar un mensaje.
—¿De qué se trata, doctor Blake?
—De un texto jeroglífico que necesito consultar con un colega, el mismo a quien le envié el otro mensaje.
—Lo siento, doctor Blake, pero en ausencia del señor Maddox no puedo aceptar su petición.
—Escúcheme, Pollack —respondió Blake con decisión—, mi colega es la única persona de quien me fío y mañana se va de viaje y estará ilocalizable durante dos semanas. Eso significa que de los textos que he transcrito no podré sacar todos los datos que me hacen falta, mejor dicho, que me resultan indispensables. Si está dispuesto a asumir semejante responsabilidad no tengo ningún problema, pero al señor Maddox no le hará mucha gracia.
Pollack guardó silencio. Blake oyó su respiración mezclada con el sonido más claro del generador que le llegaba de fuera.
—De acuerdo —aceptó Pollack—, si me garantiza que sólo se trata de eso…
—De nada más, señor Pollack —insistió Blake—. Si tiene el ordenador encendido le haré llegar el texto por módem, así podrá mandarlo enseguida. Con suerte, me contesta esta misma noche… si deja encendido el generador un rato más.
—Eso mismo pensaba hacer —respondió Pollack—, quería aprovechar la ausencia del señor Maddox para terminar unos trabajos y dejar que las neveras funcionarán un poco más. Envíeme el mensaje.
Blake colgó con un suspiro de alivio y mandó el texto que había preparado al ordenador de Pollack, rogando que Husseini estuviese en casa. En Chicago serían entre las doce y la una.
Enviado el mensaje volvió a sacar por pantalla la respuesta recibida de Husseini, imprimió las tres líneas del papiro de Breasted y comparó cada signo y cada detalle paleográfico con los textos de la tumba que estaba excavando: la similitud era asombrosa. Casi podía decirse que los dos textos habían sido redactados por el mismo escriba. ¿Cómo era posible?
Terminado el análisis cayó en la cuenta de que habían pasado casi dos horas y el generador seguía funcionando. Eran las diez menos cuarto. Evidentemente, Maddox no había regresado aún y Sarah tampoco.
Abrió la puerta y se sentó al aire libre. Soplaba un vientecillo fresco y suave y la luna menguante vagaba entre la tenue capa de nubes, sobre el perfil ondulado de las montañas.
Pensó en Sarah, que daba vueltas sola en la noche del desierto, en Sarah que le había mentido y probablemente se valía de su belleza para controlarlo. En el campamento nadie era lo que parecía; se daba cuenta de que lo más sensato era desconfiar de todos. El único contacto, precario y difícil, era Husseini, el colega que lo había sacado de la calle y del frío aquella solitaria Nochebuena, contacto que podía interrumpirse en cualquier momento.
Encendió un cigarrillo e intentó relajarse, pero a medida que pasaban los minutos era más consciente de encontrarse en una situación difícil y peligrosa, una situación en la que no tenía posibilidad alguna de influir. La gente que daba vueltas de noche por el desierto, los ruidos lejanos, los extraños fulgores que iluminaban el horizonte, ¿qué diablos tenía todo eso que ver con una presunta actividad minera?
Cuando hubiesen conseguido lo que querían de él podían muy bien eliminarlo, o bien chantajearlo obligándolo a guardar silencio para siempre.
Los timbrazos del teléfono interrumpieron sus pensamientos y se puso en pie de un salto. Entró y levantó el auricular.
—¿Dígame?
—Habla Pollack. Ha llegado su respuesta, doctor Blake. Si tiene el ordenador encendido conecte el módem. Se la paso directamente.
—Envíela, señor Pollack. Está todo dispuesto. Gracias.
Husseini le contestaba del mismo modo, con un texto jeroglífico, y parecía haber entendido a la perfección cuanto le preguntaba. De su mensaje se podía hacer una interpretación aproximada y contenía algunas frases poco claras y ambiguas, pero había una que no dejaba lugar a dudas:
Tu lugar en el desierto se llama Néguev, cerca de la cavidad llamada Mitzpe Ramon, en la tierra de Israel.
A continuación añadía:
¿Cómo es posible?
A eso de la una de la madrugada, Gad Avner se despidió del arqueólogo Ygael Allon con estas palabras:
—Emocionante visita, profesor —le dijo en cuanto salió de la galería que había debajo de la cúpula de la Fortaleza Antonia—. ¿Cuánto cree que tardaremos en llegar al final del túnel?
—Es difícil de calcular —contestó Allon encogiéndose de hombros—. No se trata de una construcción como una casa, un santuario o un edificio termal de los cuales conocemos aproximadamente las dimensiones. Ya se sabe, un túnel puede tener diez metros o tres kilómetros. Lo extraordinario es que parece ir hacia el Templo.
—Ya —dijo Avner—. Entretanto, daré órdenes de acordonar la zona de acceso a la excavación y trataré de poner a su disposición todos los medios para que concluya la exploración lo antes posible. En vista del lugar donde estamos convendrá conmigo en que debemos guardar el más absoluto secreto sobre este trabajo. La tensión es tan grande que el solo hecho de difundir la noticia provocaría graves disturbios.
—Sí —reconoció Allon—, creo que tiene razón. Buenas noches, señor Cohen.
—Buenas noches, profesor.
Se alejó, seguido de su compañero. En cuanto recorrieron un corto trecho le dijo:
—Ferrario, ordena ahora mismo que acordonen la zona e infiltra a dos de nuestros agentes entre los obreros o los técnicos de la excavación. Quiero estar continuamente informado de cuanto ocurra allá abajo.
—Pero señor —protestó el oficial—, el acordonamiento llamará la atención y…
—Ya lo sé, pero no tenemos otra salida, creo. ¿Se te ocurre algo mejor?
Ferrario negó con la cabeza.
—¿Lo ves? Haz lo que te he pedido. Te espero a las cinco de la tarde en el vestíbulo del King David, nos tomaremos un café.
—Allí estaré —contestó Ferrario. Se dio media vuelta y desapareció entre las sombras de la Fortaleza Antonia.
Avner llegó a su casa de la ciudad antigua y subió en ascensor al octavo piso. Hacía siempre el recorrido sin protección alguna y había dado órdenes taxativas de que ninguno de sus agentes osara cruzar su territorio privado. Tenía calculados los riesgos y le iba bien así. Abrió con la llave y entró.
Atravesó todo el apartamento sin encender las luces y salió a la terraza a contemplar la ciudad desde arriba. Lo hacía todas las noches antes de irse a dormir: paseaba la mirada por las cúpulas y las torres, las murallas, la mezquita de Omar recortada en la piedra, la misma que en otros tiempos había albergado el santuario de Yahveh. De esa manera se figuraba que controlaba la situación, incluso si estaba dormido.
Encendió un cigarrillo y dejó que el viento frío que venía de las nieves del Carmelo le endureciera la cara y helase su frente.
A esa hora siempre pensaba en sus muertos: en su hijo Aser, muerto a los veinte años al caer en una emboscada al sur del Líbano; en Ruth, su mujer, que se había ido poco después, incapaz de sobrevivirlo. Pensaba en su soledad en la cúspide de su casa, en la cúspide de su Organización y de su propia existencia.
Escrutaba el horizonte oriental en dirección del desierto de Judá y las alturas de Moab y sentía que el enemigo se movía como un fantasma en algún punto, al otro lado de las colinas escarpadas, en aquella tierra yerma.
Abu Ahmid, el escurridizo.
Él había sido el responsable directo de la muerte de su hijo y de la matanza de sus compañeros de armas. Desde entonces había jurado darle caza sin tregua, pero desde aquel día no había conseguido más que verlo de refilón el día en que se le escapó de las manos por pocos segundos, al lanzar una incursión de paracaidistas en un campo de refugiados al sur del Líbano, aunque estaba seguro de que lo reconocería si volvía a encontrarlo.
El cigarrillo se consumió de prisa, quemado por el viento. Gad Avner entró en su casa y encendió la lámpara de su escritorio, porque en la oscuridad había visto centellear la lucecita de su línea telefónica reservada.
—¿Dígame?
—Soy el portero de noche —dijo una voz al otro lado de la línea.
—Te escucho.
—Estoy trabajando, pero la cosa se complica y hay presencias imprevistas… intrusos.
Avner guardó silencio como si lo hubiesen tomado por sorpresa y luego dijo:
—Gajes del oficio. ¿Quiénes son?
—Norteamericanos. Un comando. Se rumorea que hay una operación en curso.
—¿Tienes algún dato más?
—Una fecha, el 13 de enero. La situación parece evolucionar con cierta rapidez.
—¿Algo más en el frente que nos interesa?
—Ya lo creo… pero tengo que colgar, señor. Viene alguien.
—Sé prudente. Si te ocurriera algo no tendríamos a nadie para reemplazarte. Gracias, portero de noche.
La lucecita verde se apagó y Gad Avner encendió el ordenador para conectarse al banco de datos de la central, del cual obtendría un informe de cuanto ocurría en ese período en todo Cercano Oriente: citas, festividades, celebraciones religiosas, encuentros políticos y diplomáticos.
Le llamó la atención un suceso específico: el desfile militar en conmemoración de los caídos de la guerra del Golfo. El desfile se haría en presencia del presidente al Bakri, ante el palacio restaurado de Nabucodonosor, en Babilonia, a las 17.30 del 13 de enero.
Apagó el ordenador y las luces y fue a su dormitorio. El reloj radio de la mesita de noche marcaba las dos de la madrugada del 4 de enero. Faltaban nueve días, quince horas y treinta minutos.