William Blake había dormitado un par de horas tratando de descansar antes del aterrizaje; lo despertó la voz que por el interfono deseaba a todos Feliz Navidad y solicitaba a los pasajeros que se abrochasen los cinturones de seguridad.
Cuando abrió los ojos vio que todas las ventanillas del avión estaban cerradas y no encontró a Gordon en su asiento, por lo que supuso que habría ido a la cabina del piloto.
—¿Dónde estamos? —le preguntó a Sullivan.
—Casi hemos llegado, doctor Blake —le respondió. Pero no le aclaró nada.
Blake calculó que debían encontrarse en algún punto al oeste de Luxor, si debía guiarse por las detalladas descripciones que sus compañeros de viaje le habían hecho de las características del ambiente durante las primeras horas de vuelo.
Sullivan y Gordon llevaban consigo algunas fotos del interior de la tumba, pero resultaba bastante difícil hacerse una idea de conjunto debido a que habían sido tomadas desde ángulos limitados. Lo que sí se podía decir sin lugar a dudas era que, en el momento de su descubrimiento, la tumba estaba tal como había sido dispuesta en la época de la inhumación del personaje que dormía en el hipogeo.
Pasaron varios minutos hasta que por fin notó que el avión posaba las ruedas en el suelo e invertía los motores para frenar su carrera. Cuando el aparato se detuvo del todo, el piloto abrió la puerta lateral e hizo bajar a los pasajeros. Blake se asomó y aspiró hondo el aire seco y perfumado del desierto. Echó luego un vistazo a su alrededor y trató de deducir dónde se encontraban.
El avión descansaba en una pista de tierra batida bastante lisa y regular como para permitir aterrizar sin problemas, situada en el centro de un valle dominado a derecha e izquierda por dos cadenas montañosas. En las laderas de los montes, las arroyadas paralelas confluían en un wadi que bajaba serpenteando hasta llegar, completamente seco, al costado de la pista, pero aquí y allá gozaba de la sombra de la vegetación baja de plantas espinosas y arbustos achaparrados de retama y tamarisco.
El conductor de una camioneta se acercó a la escalerilla del avión, recogió a los pasajeros y su equipaje y se alejó mientras el Falcon carreteaba por el costado de la pista hasta la colina en cuya base se abría en ese momento el portón del hangar.
Viajaron aproximadamente media hora siguiendo el curso del wadi hasta avistar un grupo de casetas, el campamento residencial de la Warren Mining Corporation. En un extremo había un generador de corriente que funcionaba con motor de gasolina; en el otro, una gran tienda de campaña negra, de tipo beduino, probablemente destinada a las comidas y las reuniones conjuntas.
Detrás del campamento, en mitad de la ladera, una cisterna sobre ruedas de la cual partían diversos tubos llevaba agua a las distintas casetas. Uno de éstos era claramente más grande que el resto, por lo que Blake dedujo que se trataría de la residencia del director de la explotación o del jefe de obras.
En un espacio rectangular delimitado por una hilera de piedras estaban aparcados los vehículos de la empresa: una barrena de oruga, un volquete, tres camionetas cuatro por cuatro de alquiler, un camión y dos todoterreno de tres ruedas con caja posterior.
A casi doscientos metros del campamento se divisaba una caseta y al costado de ésta un saco lleno de polvo blanco, el mismo que cubría todo el terreno a su alrededor. Debían de ser la letrina y el saco de cal viva para echar en el foso en lugar de hacer correr el agua. Decidió ahí mismo que no iba a usarla y se internaría en el desierto, pues nada hay más horrible que la letrina común de los campamentos.
A la derecha, cayendo casi a plomo sobre el valle principal, la montaña adoptaba una forma de león sentado o esfinge. El suelo era del tipo hammâda, formación geológica común en todo Cercano Oriente y el norte de África: tierra y arena compactada, cubierta de canto rodado de sílex y caliza. El sol del crepúsculo le restaba dureza al paisaje, cubierto de surcos blanquecinos y piedras negras, bañándolo con su luz rosada que arrancaba destellos a los frutos resecos de las lunarias haciéndolos brillar como monedas de plata.
El centro de la bóveda celeste se había vuelto azul cobalto y la luna, grande y blanquísima, ascendía en ese preciso momento por la parte opuesta al sol poniente, planeando sobre la cima de las montañas desiertas y silenciosas, como si rodara por sus recortados perfiles.
El coche se detuvo delante de la caseta principal y un hombre con sahariana caqui salió a recibirlo.
—Soy Alan Maddox —dijo—. Bienvenido a Râ’s Udâsh, doctor Blake. Espero que haya tenido buen viaje.
—Hola, señor Maddox —repuso Blake—. El viaje ha ido bien y estoy menos maltrecho de lo que esperaba.
Maddox rondaría los sesenta, era robusto, tenía pobladas cejas negras y la barba y el bigote grises. Llevaba un sombrero de guarda forestal australiano, pantalones de algodón gris y botas militares impermeables.
—Esa de ahí será su vivienda —le dijo indicándole la caseta gris de su izquierda—. Tendrá ganas de ducharse; aquí el agua siempre sale caliente, da gusto. Dentro de media hora se sirve la cena en mi casa. Espero nos haga el honor de compartir mesa con nosotros.
—Cuente con ello, señor Maddox, la verdad es que tengo apetito. Nunca consigo comer lo que dan en los aviones. Ni siquiera en los de lujo como su Falcon. Nos vemos dentro de media hora.
Gordon y Sullivan también se retiraron a sus respectivas casas, situadas en el extremo opuesto, a la derecha de la residencia principal.
Blake entró en la suya; olía a polvo humedecido. Alguien debía de haber fregado el suelo con agua y repasado velozmente el cuartito de baño y el espejo encima del lavabo.
Se metió debajo de la ducha y dejó que el agua le cayera encima sin dejar de pensar en la última ducha que había tomado, encogido en el suelo como un perro, agarrándose el estómago para aguantar las dentelladas de los calambres.
Se frotó con la toalla, se peinó cuidadosamente, ordenó los objetos de su neceser mientras la televisión mostraba los desórdenes y enfrentamientos en las afueras de Jerusalén y Hebrón, así como un atentado suicida que había segado la vida de quince niños israelíes de una escuela primaria. Era para estar seriamente preocupados; que él recordara, la situación en Cercano Oriente nunca había sido tan grave y difícil.
¿Acaso estallaría la quinta guerra entre Israel y el mundo árabe? Y si así ocurría, ¿cuáles iban a ser las consecuencias? Apagó el televisor, se echó una chaqueta sobre los hombros y salió.
El campamento estaba vacío, pero en las casetas se veían luces encendidas y de lejos llegaba el ronroneo continuo del generador de corriente. Por un instante, en la cima de la montaña que tenía delante le pareció ver hombres moviéndose; daban la impresión de llevar fusiles.
De repente dos estelas de fuego surcaron el cielo y el estallido de un trueno rompió el silencio; dos jets se perseguían volando bajo, simulando un duelo aéreo. Uno de ellos lanzó dos descargas sin dar en el blanco, pero consiguió escapar de su perseguidor. Los dos proyectiles cayeron en el desierto encendiendo la oscuridad con sendas cascadas de chispas plateadas.
—En esta zona no se le ocurra jamás tocar nada que no sea De madera o piedra —dijo una voz a sus espaldas.
—¿De dónde sale usted, Gordon?
—De mi casa, esa caseta amarilla que ve allá abajo, a la izquierda. Tuve el tiempo justo para darme una ducha. A Maddox le gusta la puntualidad. Pertenece a una antigua familia de Virginia y en su casa cenaban siempre con cubertería de plata y copas de cristal. ¿Qué le ha parecido?
—Amable.
—Lo es, pero no se deje engañar. Es un hombre duro, chapado a la antigua, de una sola pieza. Para él sólo cuentan los intereses de la empresa y el trabajo que hay que cumplir.
—Está al tanto de lo de la tumba, ¿no es así?
—Hasta el último detalle —dijo Gordon.
—¿La ha visto?
—Sí. Lo llevamos nosotros una noche, antes de marchamos a Chicago. Quedó muy impresionado. De todos modos, en la cena lo sabrá por boca de él. Vamos, nos estará esperando.
Caminaron juntos hacia la caseta que servía de cuartel general. En un momento dado, Blake se detuvo y le preguntó a Gordon:
—¿Ha visto esos dos cazabombarderos?
—Sí, los he visto. ¿Por qué?
—Si no me equivoco eran dos Jaguar. De fabricación francesa. ¿Qué hacen por aquí? Quiero decir, eran dos cazabombarderos israelíes.
Gordon no supo qué contestar.
—No lo sé, yo de armas no entiendo. Hay que tener en cuenta que en todo Cercano Oriente la situación es muy tensa. A mí ya nada me extraña. En cualquier caso, le recuerdo que estamos en una zona casi inaccesible. Nadie lo molestará.
Habían llegado a la casa de Maddox. Gordon llamó a la puerta y salió a abrirles el dueño en persona. Tenía el pelo húmedo de la ducha y se había cambiado; llevaba un conjunto de panamá, camisa azul y pañuelo de algodón.
—¡Feliz Navidad a todos! —exclamó—. Hola, Gordon. Hola, doctor Blake. Por favor, pasen. Estaba preparando un cóctel. ¿Les apetece un Martini?
—Me vendrá muy bien —dijo Blake.
—A mí también —añadió Gordon.
Desde su silla, en un extremo de la habitación, Sullivan los saludó con una inclinación de cabeza y luego siguió bebiéndose su copa.
La mesa estaba puesta con platos, copas y cubiertos auténticos; sobre el mantel blanco había una cesta con pan beduino recién horneado, una jarra de agua y otra de vino blanco. En una mesa esquinera había un árbol de Navidad sintético, adornado con frutos secos del desierto pintados a mano y algunas bombillas de colores que se encendían y apagaban intermitentemente.
Maddox distribuyó los sitios e hizo sentar a Blake a su derecha.
—Me alegra de que aceptara mi invitación, doctor Blake —le dijo—. El señor Sullivan le habrá explicado todo, supongo.
—En efecto.
—¿Qué le parece?
Blake tomó un sorbo de Martini. Era una versión dura; su anfitrión apenas había mojado la copa con vermut para llenarla luego de ginebra y hielo.
—Resulta difícil pronunciarse sin haber visto nada, pero por lo que me ha comentado Gordon creo que debe de tratarse de algo muy importante, demasiado importante para ocuparse de ello de este modo.
Maddox lo miró a los ojos y le dijo:
—Es usted muy franco, doctor Blake. Mejor así, lo cierto es que los rodeos sirven de bien poco. ¿Quiere usted decir que no se siente a la altura o sencillamente que no aprueba nuestros métodos?
Entró un camarero árabe y empezó a servir a los comensales.
—Espero que le guste el cuscús. No tenemos otra cosa.
—No hay ningún problema, es un plato que me encanta. Señor Maddox, si he entendido bien la situación, lo que yo piense tiene poca importancia y dudo que pudiera hacerle cambiar de idea. Por otra parte, yo soy prácticamente un hombre acabado y, la verdad, agradezco a la suerte que ha puesto a sus hombres en mi camino. No estoy en condiciones de venir con exigencias. Sólo quiero que sepa que he aceptado este trabajo por puro interés científico y con la esperanza de poder publicar los resultados de mi investigación y de los estudios que haré después.
Maddox le llenó la copa de vino.
—No estoy seguro de que pueda hacer más que ver la tumba y los objetos que hay en ella…
—Es preciso que haga esos estudios, señor Maddox. Me resisto a creer que piense que estoy en condiciones de comprenderlo todo así como así, y si me lo permite le diré que es muy probable que nadie esté en condiciones.
Maddox guardó silencio; entretanto, Sullivan apartó la vista del plato para mirarlo con disimulo.
—Podría poner a su disposición una conexión a Internet en nuestro ordenador personal, naturalmente bajo nuestro control. ¿Le basta?
—Creo que sí —contestó Blake—. Me permitiría consultar en la biblioteca del Instituto Oriental y en otras instituciones de investigación. Creo que sí…
—En cuanto a la publicación… —siguió diciendo Maddox—, es un problema que no podemos discutir ahora. Tengo que pensarlo y considerar qué consecuencias puede tener. Le ruego que abordemos un problema a la vez.
El camarero árabe pasó con una bandeja de legumbres y les sirvió más vino.
—Es un Chablis de California —dijo Maddox—. No está mal. Como le decía, un problema a la vez. Queremos que examine la tumba; que determine, si es posible, la época en que fue construida, que describa y valore los objetos del ajuar funerario. Le aseguro que no tenemos intenciones de cometer actos ilegales. El hecho es que este descubrimiento es imprevisto e interfiere enormemente en nuestros programas. Mientras usted se ocupa de la excavación, nosotros seguiremos con nuestro trabajo. Nuestro personal, que ya ha dejado accesible la entrada, está a su disposición, igual que nuestros medios técnicos. Cuando haya concluido con su trabajo, le pagaremos lo que pida a través de una transferencia a la cuenta que nos indique en Estados Unidos u otro país.
—Una pregunta —lo interrumpió Blake.
—Lo escucho.
—¿Dónde estoy?
—En el campamento de la Warren Mining Corporation de Râ’s Udâsh.
—¿En qué región?
—Eso no se lo puedo decir.
—Debo advertirle que si no puedo situar topográficamente la tumba, tal vez tampoco pueda identificarla.
Maddox lo miró sin pestañear y le contestó:
—Es un riesgo que deberemos correr, doctor Blake.
El camarero árabe empezó a recoger y Maddox se levantó de la mesa.
—Sugiero que tomemos el café fuera, en la tienda beduina. Estaremos más frescos y quien quiera fumar podrá hacerlo.
Los invitados lo siguieron hasta la tienda y se sentaron en las sillas de mimbre distribuidas alrededor de una mesita de hierro. El generador de corriente estaba a sotavento y la brisa nocturna se llevaba lejos el ruido.
Maddox pasó una caja de habanos.
—En Estados Unidos resulta cada vez más difícil encontrarlos —dijo—. A ver cuándo levantan el maldito embargo a Cuba. Pero aquí es diferente. Los fuman todos los jefes de Estado y todos los ministros y diputados del Creciente Fértil.
—No sólo habanos se fuman —observó Gordon con sorna.
Blake bebió su café y encendió un puro.
—¿Cuándo quiere que empiece? —preguntó.
—Mañana mismo —respondió Maddox—. Si no tiene problemas de desfase horario después de tantas horas de vuelo. Cuanto antes, mejor.
Mientras seguían hablando Blake notó una luz que, envuelta en una nube de polvo, avanzaba por el camino que llevaba al campamento y, poco después, el ruido del motor de dos tiempos de un todoterreno se superpuso al del generador de corriente. El todoterreno se detuvo en el aparcamiento y de él bajó una figura vestida con un mono oscuro y casco. Al quitarse éste, una cascada de cabellos rubios cayó sobre sus hombros y quedó al descubierto la cara de una joven treintañera que se acercó a la tienda a paso ligero. Maddox se levantó para recibirla.
—Ven, Sarah. ¿Has comido? Siéntate con nosotros, pediré que te traigan algo.
La muchacha se quitó el mono, lo colgó de un palo y se quedó en vaqueros y camiseta. Blake la miró admirado mientras una ráfaga de viento le alborotaba el cabello hasta cubrirle la cara.
—Te presento a nuestro invitado, el doctor William Blake.
—El egiptólogo —dijo la muchacha tendiéndole la mano—. Soy Sarah Forrestall, bienvenido a Râ’s Udâsh. Espero que se encuentre bien en este infierno. Por el día hace treinta grados y por la noche dos bajo cero, aunque a veces es peor. Éste es el único horario decente, no hace ni demasiado calor ni demasiado frío.
—Estoy acostumbrado —dijo Blake.
—Sarah es nuestra topógrafa. Puede serle útil —le explicó Maddox.
—Ya —dijo Blake—. Justamente lo que necesitaba, si ella acepta responder a mis preguntas.
Maddox no captó la indirecta; la muchacha tampoco pareció darle importancia y se sentó a comer el bocadillo de pollo frío que el camarero árabe le acababa de servir con una botella de agua mineral.
—El doctor Blake empezará a trabajar mañana mismo. ¿Te puedes encargar de llevarlo tú y echarle una mano si le hace falta? —le preguntó Maddox.
—Con mucho gusto —respondió la muchacha—. Lo espero mañana a las siete en el aparcamiento, si le parece bien. ¿Qué le hará falta?
—No mucho. Para empezar, una escalera, aunque sea de cuerda, un arnés con ganchos, una linterna, un ovillo de cordel y papel milimetrado, del resto me encargo yo. Mañana querría limitarme a hacer un reconocimiento general y a organizar mi trabajo. Todavía no tengo una idea clara de lo que voy a encontrar ni de los problemas que me tocará resolver. Después usted me podrá ayudar a marcar todas las cotas y a situar los objetos en el interior de la tumba.
—Imaginé que traería toneladas de instrumentos sofisticados —comentó la chica decepcionada—. Pero veo que lo único que necesita es una escalera de cuerda y una linterna.
—Soy de la vieja escuela —dijo Blake—, pero cuando llegue el momento le enseñaré algunos métodos avanzados de investigación. Por ahora me arreglo con lo que le he pedido. Sólo quiero averiguar quién es la persona sepultada en esta tumba, lejos de todo y de todos.
Gordon se puso en pie, saludó a los presentes y se retiró a su casa; poco después Sullivan siguió su ejemplo.
—Aquí nos recogemos temprano —dijo Maddox echando un vistazo al reloj—, mañana me espera un día muy duro. Buenas noches, doctor Blake.
—Buenas noches, señor Maddox.
La chica se puso de pie, se acercó al hornillo y dijo:
—Me voy a hacer un café. ¿Le apetece?
—Sí, gracias —contestó Blake.
—Le quitará el sueño. ¿No está cansado?
—Estoy rendido pero no tengo sueño. Sé por experiencia que cuando tenga que dormirme, me dormiré. Un café más o menos no influirá en el resultado.
—De todos modos disponemos de diez minutos, máximo un cuarto de hora, después apagarán el generador. Maddox no puede dormir con el ruido del motor.
—Entiendo.
—Y enseguida hará un frío terrible. Aquí la temperatura baja sin previo aviso. —Le sirvió el café bien caliente en un vaso de plástico—. ¿Cómo se siente?
—Como si las hormigas me recorrieran todo el cuerpo. Seguro que esta noche no pegaré ojo. Todavía no me lo puedo creer.
Bebió un sorbo de café y observó a la muchacha; después de echarse el mono sobre los hombros se había sentado en el círculo de luz proyectado por la única bombilla. Era muy hermosa, y lo sabía.
—¿Qué hace una chica como usted en un sitio como éste? —le preguntó.
—Me pagan bien. ¿Y usted?
—¿Le gusta el fuego? —inquirió Blake en lugar de contestar.
—¿Tiene ganas de encender una fogata?
—Bueno, por aquí abunda la leña seca y empieza a hacer frío.
En ese momento, el generador se detuvo y el campamento quedó iluminado sólo por la luz de la luna.
—Si usted quiere.
Blake fue hacia el wadi, arrancó un viejo tronco seco y lo arrastró hasta la tienda, luego puso debajo de él un haz de broza, ramas secas de tamarisco y retama y les prendió fuego con su encendedor. La llama se avivó crepitante y envolvió el tronco en un globo de brillante luz naranja.
—Bonito, ¿no le parece?
Cogió su silla, se sentó al lado del fuego y encendió un cigarrillo.
—¿Y usted? ¿Qué hace un personaje como usted en un sitio como éste? —inquirió la muchacha.
Blake la miró, observó su delgada figura envuelta en el fulgor de las llamas.
—Era egiptólogo del Instituto Oriental de Chicago. Y no de los peores. Acabé en la calle por una imprudencia y tanto mis superiores como mis colegas no movieron un dedo por impedirlo. Acepté este trabajo porque estaba en las últimas.
—¿Está casado?
—Divorciado. Desde hace dos días.
—La herida es muy reciente, pues…
Lo miró con una expresión rara que a Blake le pareció de pena.
—Ya se sabe, siempre llueve sobre mojado. Son cosas que ocurren, pero de esto no se muere nadie. Cambiar de aires y empezar a trabajar me ayudará.
La muchacha lo miró fijamente a los ojos iluminados por la luz del fuego y en ellos leyó algo mucho más fuerte que las frases de compromiso que acababa de decir. Sintió que la deseaba más allá de todo límite y reaccionó instintivamente.
—Puede contar con mi apoyo técnico. Lo demás, más vale que se lo quite de la cabeza.
Blake no dijo nada, arrimó las brasas al tronco hasta reavivar las llamas y luego se puso en pie.
—Gracias por su compañía —dijo, y se marchó.
Cuando entró en la caseta lo invadió una sensación claustrofóbica mezclada con la rabia que la frase inútilmente despreciativa de Sarah Forrestall le había producido y se dijo que no podría dormir.
Cogió su saco, salió por la puerta de atrás y se alejó en la oscuridad en dirección a las colinas que por el este limitaban con el campamento.
Entró poco después en el cono de sombra de la montaña en forma de esfinge y recorrió un pequeño wadi que desaguaba en el valle. En un recodo encontró una lengua de arena fina y limpia donde se tendió y se quedó largo rato mirando las constelaciones que brillaban con increíble limpidez y luminosidad.
Pensó con rabia en la rubia cabellera de Sarah y en su cuerpo esculpido por la luz del vivac, imaginó los pensamientos que su persona habrían suscitado en ella hasta que el silencio del desierto, el silencio cósmico de la soledad le inundó el alma y se calmó. Los fantasmas que se agitaban en su interior fueron desapareciendo y notó entonces la proximidad de las criaturas nocturnas, percibió en la sombra el trote del chacal y el paso más tímido y prudente de la gacela.
Pensó que no podía encontrarse al oeste de Luxor y que quizá estuviera a punto de dormirse en algún rincón oculto del desierto de wadi Hammamat, donde se decía que estaban las minas de oro de los faraones.
Fijó largo rato la mirada en la imagen celeste de Ra, en su cinturón de estrellas resplandecientes hasta que se le cerraron los ojos.
En cuanto él se hubo marchado, Sarah Forrestall fue a llamar a su puerta.
—Blake, lo siento, no quería ofenderlo. Blake…
Al no obtener respuesta regresó al vivac para disfrutar de lo que quedaba del fuego que él había encendido. El doctor William Blake se presentaba distinto de lo que ella había imaginado; debía de ser un perdedor muy especial, ciertamente no de los que esperan sentados en la puerta de su casa a ver pasar el cadáver del enemigo. Debía de ser de los que, tarde o temprano, regresan para hacer estragos.
Blake llegó al aparcamiento poco antes de las siete de la mañana y comprobó que Sarah Forrestall esperaba con el motor del todoterreno encendido.
—Anoche podía haberme abierto la puerta —le dijo—. Quería explicarle…
—Se explicó a la perfección. De todos modos no estaba en casa. Dormí en el wadi.
—¿En el wadi? ¿Se ha vuelto usted loco? El calor atrae a escorpiones y serpientes, podía haberle ocurrido cualquier cosa.
—Lo preferí así.
—Habrá desayunado, supongo.
—He bebido agua. Me ayuda a superar el desfase horario.
Sarah salió del aparcamiento y fue hacia el sur por un camino apenas visible que, de tanto en tanto, desaparecía del todo para ser sustituido por el lecho del wadi.
—Tendría que haber comido algo. Busque en mi mochila, por favor, llevo bocadillos y fruta. Los he traído para el almuerzo, pero hay más que suficiente.
—Gracias —dijo Blake, pero no se movió.
Los nervios y la rabia le habían cerrado el estómago. Habría sido incapaz de probar bocado.
—Agárrese —le ordenó Sarah—. Vamos a salir del wadi por ese punto.
Redujo la marcha y aceleró al máximo. El coche trepó por la pared empinada del wadi levantando con las ruedas una lluvia de piedras hasta que volvió a la posición horizontal.
Se encontraban ante una gran extensión llana y negra de terreno calcinada por el sol.
—¿Es por allá? —preguntó Blake.
—Sí, a una hora de camino. Exceptuando el calor, ya hemos superado lo peor del recorrido.
Blake ya tenía el papel milimetrado y la brújula en la mano; fue echando frecuentes miradas al cuentakilómetros, trazando una especie de itinerario y esbozando los elementos del paisaje.
—No se da por vencido, ¿eh? —dijo Sarah.
—No. No entiendo por qué no me quieren decir dónde estamos. Supongo que usted lo sabe.
—No. Llegué más o menos como usted y procuro no fisgonear. Maddox no se anda con chiquitas y yo también tengo que cubrirme las espaldas, ¿qué se pensaba?
—Da igual, de todos modos lo voy a descubrir —dijo Blake—. Conozco este país como la palma de mi mano. Dentro de tres o cuatro días le daré una sorpresa.
En su fuero interno no estaba tan seguro. Maldita prisa. ¿Por qué no se le ocurriría traer el LORAN? En dos segundos, el navegador vía satélite le habría indicado el punto topográfico.
El camino se acercó otra vez a la cadena de montañas que remataba la llanura por el este; de repente, Blake vio algo en la roca.
—Deténgase, por favor.
Sarah obedeció y apagó el motor.
—¿Qué ocurre?
—Grabados rupestres, en esa roca.
—Por aquí hay cientos de ellos. He hecho dibujos de algunos. Si quiere verlos, en el campamento tengo un álbum entero.
—De acuerdo —dijo Blake—. Pero ahora déjeme que les eche un vistazo a éstos. —Y se acercó a la roca.
—No entiendo nada. Lo espera una tumba egipcia intacta y usted se detiene a mirar esos garabatos en las rocas.
—Estos garabatos los hicieron para transmitir un mensaje a quien pasara por aquí y querría tratar de entenderlos. Todo elemento de prueba que haya en la zona es de gran valor. El terreno junto a la pared rocosa estaba cubierto de peñascos, algunos de ellos rodeados de piedras más pequeñas, como si alguien hubiese querido que llamaran la atención.
Blake se acercó a la pared y observó el grabado. Hecho a percusión con piedra afilada, representaba una escena de caza del íbex. Los cazadores empuñaban arcos y flechas y rodeaban al animal, de grandes cuernos enroscados hacia atrás. Hizo algunas fotos y señaló su posición en el mapa. Luego volvieron al coche.
—¿Alguna vez remontó el wadi montaña arriba? —le preguntó de repente.
—Alguna vez.
—¿Y no ha notado nada raro?
—Creo que no. Sólo hay piedras, serpientes y escorpiones.
—En las rocas hay señales de fuegos a alta temperatura.
—¿Y eso qué significa?
—No lo sé, pero he visto la arena vitrificada en un par de sitios.
—Alguna bomba de fósforo. Por esta zona hubo varias guerras.
—Dudo que se trate de bombas. La arena vitrificada estaba en el fondo de pozos pequeños, excavados artificialmente en la roca, y en las paredes de los pozos había grabaciones como las que acabamos de ver.
—¿Y eso qué significa?
—Que en medio de esta desolación, hace más de tres mil años hubo alguien en condiciones de encender fuegos a alta temperatura.
—Interesante. ¿Y con qué fin?
—Ni idea. Pero me gustaría averiguarlo.
El paisaje se había vuelto más escabroso y desnudo y el aire caliente creaba a lo lejos la ilusión de que la tierra estaba mojada.
—En verano esto debe ser un horno —dijo Blake.
—Pues sí —contestó Sarah—. En esta época el tiempo es inestable. A veces pasan unas nubes, puede haber bruscos descensos de temperatura y desatarse temporales violentos. Los wadi se llenan en un abrir y cerrar de ojos porque el terreno no tiene ninguna capacidad de retención y se pueden producir inundaciones desastrosas. La naturaleza que nos rodea es decididamente hostil.
El paisaje volvió a cambiar al aparecer una costra calcárea blanquecina y dura sobre la que el vehículo rebotaba a la mínima aspereza del terreno. Sarah aminoró la velocidad, redujo la marcha y fue otra vez hacia las colinas de su izquierda.
—¿Ve esa cavidad en la pared? —inquirió indicándole una zona de sombras a pocos cientos de metros—. Es por ahí. Hemos llegado.
Blake inspiró hondo. Se disponía a vivirla emoción más fuerte de su vida.
En cuanto el coche se detuvo, bajó y miró a su alrededor. Notó una pequeña depresión en el centro de una losa calcárea y sobre ésta guijarros y arena apilados.
—Es ahí, ¿no?
Sarah asintió.
—No lo entiendo… —dijo Blake meneando la cabeza—, tanto secreto y después dejan todo esto sin vigilancia.
—No está sin vigilancia —le aclaró Sarah—. Nadie puede acercarse siquiera a la zona si Maddox no quiere —lo miró fijamente a los ojos y agregó—: Y lo que es más importante, nadie puede alejarse. Para llegar al lugar habitado más cercano hay que recorrer ciento cincuenta kilómetros por este desierto, donde no hay una brizna de hierba ni una gota de agua.
Blake no hizo comentarios. Se quitó la chaqueta, sacó la pala del coche, se acercó a la pequeña depresión y se puso a apartar los guijarros y la arena. Finalmente apareció la plancha de hierro que cerraba la entrada.
—¿Por qué habéis excavado precisamente aquí? —preguntó.
—Fue pura casualidad —contestó Sarah—. Perforamos al azar y hacemos los sondeos guiándonos por las prospecciones geológicas realizadas anteriormente y los datos estadísticos. Es todo, se lo garantizo. Fue un caso extraordinariamente fortuito. No hay más misterios.
La pesada plancha de cierre llevaba un anillo en su parte central. Blake enganchó en él la cuerda atada al jeep y le hizo señas a Sarah para que retrocediese. Quedó al descubierto la abertura cilíndrica que perforaba la capa calcárea. Las paredes conservaban las marcas dejadas por la barrena; era lo único que se veía, el fondo estaba sumido en la más completa oscuridad.
—¿Ha bajado alguna vez?
—Todavía no —contestó Sarah al tiempo que sacaba del jeep la escalera y la linterna.
El sol empezaba a estar alto pero, gracias a la falta absoluta de humedad, el calor todavía no era insoportable. Blake bebió ávidamente de su cantimplora antes de colocarse el arnés con ganchos. Cogió el cordel, se ató el extremo al cinturón y dejó el ovillo en el asiento del conductor del jeep.
Enganchó la linterna a uno de los mosquetones que le colgaban del cinturón y luego dijo:
—Vuelva a ponerse al volante y ponga el motor en marcha. Ataré la cuerda del cabrestante a mi arnés y usted me va a bajar muy despacio. Coja el otro extremo del cordel y pare el cabrestante cuando yo tire de él. Si vuelvo a tirar, siga bajándome. ¿Lo ha entendido?
—A la perfección. ¿Por qué no usa la escalera de cuerda? —preguntó Sarah.
—Porque al desenrollarla en la oscuridad corro el riesgo de golpear y romper algún objeto frágil o en precario equilibrio. Primero quiero asegurarme de cómo está la situación.
Se enganchó la cuerda del cabrestante al arnés y empezó a bajar por el pozo.
Descendió unos pocos metros y, cuando notó que se hallaba suspendido en el interior del hipogeo, tiró del cordel. Sarah paró el cabrestante y Blake encendió la linterna.
Ante su mirada estupefacta se abrió un mundo dormido desde hacía treinta siglos; en el profundo silencio del hipogeo le pareció que los latidos de su corazón se amplificaban hasta límites increíbles; el aire encerrado desde hacía milenios lo asaltó con extraños y desconocidos aromas; en su alma se agolparon sensaciones violentas y contrastantes despertando en él asombro, inquietud, temor.
Los rayos de sol se filtraban a través del finísimo polvo en suspensión, movido por el aire causado al abrirse la entrada y por su descenso, y al llegar al fondo de la tumba daba de lleno en una panoplia compuesta por un yelmo de cobre y esmalte y un pectoral de oro en forma de alas desplegadas de halcón, con incrustaciones de piedras duras, ámbar, cuarzos y lapislázuli. Había un talabarte de malla de oro con hebilla también de lapislázuli en forma de escarabajo del cual pendía una espada con empuñadura de ébano, tachonada de remates de plata, así como dos lanzas y dos jabalinas con punta de bronce y un gran arco con el carcaj repleto de flechas.
Sarah puso el freno de mano, se asomó al pozo y le gritó:
—¡Blake! ¡Blake! ¿Va todo bien?
Sólo alcanzó a oír su voz amortiguada cuando murmuró:
—¡Dios mío!
Blake apuntó el haz luminoso de la linterna hacia el resto del hipogeo. En el lado norte de la cámara fúnebre vio un carro de guerra desmontado. Las dos ruedas de cuatro radios estaban apiladas en un rincón, mientras que la caja estaba apoyada contra la pared con el timón en alto y casi tocaba el techo. Del timón colgaban los restos de las riendas mientras que a ambos lados de la caja habían caído dos trozos de bronce.
Contra la pared norte vio otros objetos lujosos: un candelabro de bronce, un trono de madera pintada, un apoyacabezas, el pie de un candelero de cuatro puntas, un arquibanco que probablemente contenía ricas telas. Alumbró con la linterna la pared sur y se sintió invadido por el desaliento. En esa parte, el sarcófago estaba sepultado casi por completo bajo una masa de escombros y piedras de notables proporciones.
Era tal su asombro y su estupefacción que olvidó pedir a Sarah que lo bajase al suelo. Tiró del cordel y le gritó:
—Puede bajarme hasta el fondo, señorita Forrestall. Debajo de mí no hay nada. Si quiere, venga usted también, ate la escalera de cuerda y tírela que la cojo.
Sarah accionó el cabrestante y Blake llegó al suelo suavemente, casi en el centro de la tumba, sobre el montón de escombros caídos durante la perforación. La muchacha lanzó la escalera y descendió a su vez.
—Es increíble… —dijo mirando a su alrededor.
Blake iluminó entonces la zona del derrumbe.
—¿Ha visto? Por desgracia, el sarcófago está medio sepultado bajo los escombros. Casi seguro por obra de un terremoto. Necesitaremos varios días de trabajo para desenterrarlo. Habrá que organizarse bien para la eliminación del material de desecho. Formará un montón de notables proporciones ahí fuera y su color será tan distinto del terreno de la zona que de lejos llamará la atención.
Se acercó a las paredes y las examinó detenidamente; las habían excavado con escalpelo, en piedra caliza no muy dura y bastante friable, pero no había más huellas de decoración que un esbozo de inscripción jeroglífica en el lado izquierdo del sarcófago. Miró en el suelo, delante del sarcófago.
—Qué raro —dijo—, no están los canopes, es algo muy raro, mejor dicho, único.
—¿Qué son? —preguntó Sarah.
—Eran vasijas destinadas a contener las vísceras del difunto extraídas por los embalsamadores de la cavidad torácica. Es como si el cuerpo de este personaje no hubiese pasado por los ritos tradicionales de embalsamamiento. Eso también es un hecho anómalo, pues con toda seguridad se trataba de alguien de alto rango. A menos que las vasijas estén dentro del sarcófago.
Se acercó a la zona del derrumbe y la examinó con atención. Ahí también había algo raro: si lo había producido un terremoto, ¿cómo era posible que los objetos del mobiliario funerario estuviesen en perfecto orden? ¿Cómo era posible que las ruedas del carro, apoyadas contra la pared, no cayeran al suelo y la armadura tampoco?
Notó muchas otras anomalías: el ajuar aparecía medio amontonado, se componía de objetos dispares y épocas diferentes; se apreciaba también una cierta prisa en la excavación de las paredes y de la entrada en general, como si se hubiese adaptado y ampliado una cavidad natural preexistente; incluso el sarcófago mismo parecía cavado en la roca. Los picapedreros la habían cortado y rebajado hasta dejar al descubierto un paralelepípedo cuyo interior, a su vez, había sido excavado. Pero era una conclusión prematura y no habría podido confirmarla sin antes eliminar el material del derrumbe.
Intentó subir a la montaña de escombros pero le cayeron encima y la cámara se llenó de densísimo polvo.
—¡Maldición! —exclamó.
Sarah se acercó y le tendió la mano para ayudarlo a levantarse.
—¿Todo en orden?
—Sí —contestó—. No ha sido nada.
Esperó a que el polvo se depositara y volvió a acercarse a la zona del derrumbe. En la parte superior derecha del sarcófago, el movimiento de escombros dejó al descubierto una zona oscura de algo que parecía un corredor lateral. Con mucho cuidado trató de volver a subir y llegó casi al nivel de la abertura.
No se veía nada, porque casi de inmediato el corredor describía una curva, pero al volverse para iluminar con la linterna el resto de la pared, abajo a la derecha, al pie de la montaña de escombros, vio algo que asomaba en el suelo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sarah.
—Alúmbreme, por favor —le ordenó Blake tendiéndole la linterna.
Sacó del bolsillo la llana y empezó a rascar y limpiar todo alrededor. Aparecieron un fémur y un cráneo, y enseguida descubrió un grupo de esqueletos amontonados en impresionante maraña.
—¿Quiénes serán? —inquirió Sarah.
—No tengo ni idea —contestó Blake—. Los cuerpos fueron quemados y cubiertos luego con varias paletadas de tierra.
No salía de su asombro. Su primer reconocimiento superficial planteaba enormes problemas de comprensión e interpretación. ¿Conseguiría desvelar el enigma del personaje enterrado como faraón en medio de la nada?
Sacó la cámara y fotografió todos los detalles visibles de la tumba; tomó medidas y dibujó detalladamente cuanto veía mientras Sarah se ocupaba del relieve y de situar cada elemento de la sepultura en papel milimetrado.
Obligado por el calor y el cansancio dejó de trabajar. Sin darse cuenta habían pasado casi tres horas. De pronto sintió una gran debilidad y un cansancio mortal; al mirar a Sarah se dio cuenta de que ella también debía de estar exhausta.
—Vamos —dijo—. Por hoy hemos hecho bastante.
Subieron por la escalera de cuerda y una vez al aire libre Blake tuvo que apoyarse en el jeep para no perder el equilibrio.
Sarah Forrestall se le acercó como para darle la mano.
—Blake, qué cabeza dura es. Se ha pasado horas en ese agujero sin haber probado bocado y después de diez horas de vuelo, sin contar lo demás. Los divorcios también cansan, creo yo.
—Cree usted bien —dijo Blake.
Se sentó a la sombra del coche y comió algo. El viento soplaba trayendo un poco de alivio.
—¿Qué opina?
Antes de contestar, Blake bebió media botella de agua, se sentía deshidratado, luego repuso:
—Señorita Forrestall…
—Oiga, Blake, me parece una idiotez que sigamos con tantas formalidades, y más cuando parece que vamos a tener que trabajar muchos días codo con codo. Si no sigue enfadado conmigo por esa frase infeliz de anoche, me gustaría que me llamase Sarah y me tutease.
—De acuerdo, Sarah, como quieras. Pero no vuelvas a tratarme así. Eres una chica guapa y probablemente bastante inteligente, pero quiero que sepas que puedo aguantar varias semanas sin mujeres sin tener que arrastrarme detrás de nadie.
Sarah acusó el golpe pero Blake sonrió como para quitarle hierro al comentario y volvió al tema principal.
—Pues bien, la excavación es de gran interés, más del que yo esperaba, pero la madeja está muy enmarañada. Este primer reconocimiento me plantea enormes problemas.
—¿Qué quieres decir?
—El mobiliario es heterogéneo, la tumba misma es distinta de todas las que he visto hasta ahora y revela gran prisa en la ejecución. Antes de sellarla mataron a alguien dentro, y además está el derrumbe que has visto. No lo provocó un terremoto; de lo contrario, la panoplia también habría caído al suelo, lo mismo que las ruedas del carro de guerra que están en precario equilibrio.
—¿De qué época calculas que es?
Blake sacó una manzana de la mochila y la mordió.
—Es difícil de decir con exactitud, pero los elementos que he visto me inducen a situarla en el nuevo reinado, en la época de Ramsés II o de Merenptah, pero podría equivocarme. Por ejemplo, en un apoyacabezas he reconocido el cartucho de Amenemes IV que data de una época mucho más antigua. Es un rompecabezas.
—¿Tienes alguna idea del personaje que está enterrado dentro?
—Por ahora, no. Pero debo completar la lectura de los textos, quitar los escombros y abrir el sarcófago. Las características de la momia y de los objetos que encontraré sobre ella podrían ser claves para descubrir la identidad del personaje. Sólo puedo decir que se trata de un hombre de muy alto rango, puede que de un faraón. Dime dónde estamos, Sarah, así lo entenderé todo mucho mejor… Estamos en el wadi Hammamat, ¿no?
—Lo siento —se disculpó Sarah negando con la cabeza—, no te puedo ayudar. No vuelvas a preguntármelo, por favor.
—Como quieras —dijo Blake y tiró el corazón de la manzana.
Encendió un cigarrillo y se quedó en silencio mirando el sol que empezaba a ponerse en la infinita extensión desierta. No había una sola piedra ni un solo relieve del terreno que le revelara nada familiar. Todo le resultaba desconocido; llegó a pensar incluso que, en aquella dimensión cada vez más absurda, hasta el sol era diferente.
Apagó la colilla en la arena y luego dijo:
—Por hoy podemos cerrar y regresar al campamento. Estoy muy cansado.
Llegaron al caer el sol; después de ducharse rápidamente en su casa, Blake fue a informar a Maddox. Le expuso sus puntos de vista y las dudas que le planteaba su reconocimiento.
Maddox se mostró muy interesado y escuchó atentamente cada palabra de su exposición. Cuando terminó, lo acompañó hasta la puerta.
—Relájese un poco, Blake —le sugirió—, debe de estar exhausto. Cenaremos a las seis y media en la tienda beduina, si le apetece acompañamos. Ayer noche cenamos más tarde para esperarlo, pero casi siempre lo hacemos más temprano, como en Estados Unidos.
—Allí estaré —dijo Blake, y antes de salir añadió—: Necesito revelar un carrete y hacer copias.
—Tenemos el equipo necesario —contestó Maddox—, tomamos muchas vistas aéreas desde el aeróstato y revelamos el material en nuestro laboratorio. Sarah Forrestall le enseñará dónde está.
Blake le dio las gracias y salió. Quería pasear por el campamento, bajar por el curso del wadi hacia el sur y estar de vuelta para la hora de la cena. Estaba demasiado cansado para trabajar.
Había refrescado; los tamariscos y las retamas proyectaban largas sombras sobre la grava limpia del lecho. Blake seguía con la mirada las lagartijas que corrían a ocultarse a su paso; vio fugazmente un íbex, con sus grandes cuernos retorcidos, iluminado por el sol que se ponía detrás de las colinas. El animal lo observó inmóvil un instante, y se alejó de un salto hasta desaparecer, como tragado por el aire.
Anduvo casi una hora antes de volver sobre sus pasos y la caminata lo calmó y relajó la tensión que le agarrotaba los músculos de la nuca siempre que se concentraba en una investigación. El sol había desaparecido casi del todo tras la hilera de colinas, pero sus rayos continuaban esculpiendo los perfiles que se alzaban sobre el horizonte, envolviéndolos con su luz leonada y clara.
En el preciso instante en que se disponía a regresar al campamento reparó en una montaña situada a un kilómetro a su izquierda, cuya cima seguía iluminada por los rayos del sol poniente.
Tenía el inconfundible aspecto de las pirámides. Las estriaciones horizontales de su estratigrafía acentuaban su realismo hasta dar la ilusión casi perfecta de una construcción artificial. Pensó de inmediato en otra montaña que dominaba el campamento y parecía un león sentado. ¿O una esfinge, quizá?
¿Qué lugar sería aquél, donde la naturaleza y el azar habían en cierto modo reproducido las formas del paisaje más emblemático y sugestivo del antiguo Egipto? Mientras las sombras de la noche se iban apoderando poco a poco del valle de Râ’s Udâsh, le dio vueltas y más vueltas a la duda que le rondaba la cabeza.