A la una de la madrugada William Blake aparcó el coche debajo de su casa y fue hacia la puerta de entrada de su pequeño apartamento alquilado. Aquella iba a ser la Nochebuena más triste de su vida. Sin embargo las horas pasadas en compañía de su colega no sólo le habían calentado los miembros ateridos de frío sino también el corazón, y de no haber sido porque conservaba una pizca de amor propio habría aceptado la invitación para quedarse a dormir en el sofá. De esa manera habría tenido con quién hablar a la mañana siguiente mientras tomaba el café.

Oyó un chasquido seco mientras hacía girar la llave para entrar, pero no provenía de la cerradura de su puerta sino de la portezuela de un coche que alguien cerraba a sus espaldas. Como temía desagradables encuentros en aquel barrio no demasiado recomendable a esas horas de la madrugada quiso escabullirse en el interior de su apartamento, pero se le adelantaron y un brazo se interpuso entre la puerta y él impidiéndole pasar.

Retrocedió e intentó llegar al coche, pero topó con otra persona que lo seguía de cerca.

—No tenga miedo, doctor Blake —dijo el hombre que le había impedido entrar en su casa—. Perdónenos por la hora intempestiva, pero hemos estado esperándolo porque necesitamos hablar urgentemente con usted.

—No sé quiénes son ustedes —adujo Blake mirando a su alrededor, alarmado—. Si tienen buenas intenciones pueden volver dentro de un par de días. La gente suele pasar la Navidad en familia.

El hombre que se había dirigido a él rondaba los cuarenta, vestía cazadora de gore-tex y gorro de piel sintética. El otro aparentaba cincuenta, llevaba abrigo a medida y un magnífico sombrero de fieltro.

—Me llamo Ray Sullivan —dijo tendiéndole la mano—, y trabajo para la Warren Mining Corporation. Éste es el señor Walter Gordon. Necesitamos hablar con usted ahora mismo.

Después de una rápida reflexión, Blake se convenció de que debía aceptar la petición, especialmente porque unos delincuentes no habrían tenido interés alguno en ocuparse de alguien como él que, además, vivía en una casa como la suya. En cualquier caso, ni esa noche ni el día de Navidad tenía compromiso alguno.

—Le rogamos que nos conceda unos minutos —le pidió el hombre del abrigo—. Se dará usted cuenta de que no nos quedaba más remedio.

—De acuerdo —asintió Blake—. Entren, pero mi casa es pequeña e incómoda y además no tengo nada para ofrecerles.

—Nos conformamos con hablar, doctor Blake —dijo el de la cazadora.

Blake encendió la luz, los hizo pasar y cerró la puerta.

—Siéntense —los invitó, más tranquilizado al ver el aspecto bastante civilizado de los dos personajes y su comportamiento respetuoso.

—Discúlpenos por nuestra indiscreción, doctor Blake. Pensábamos que volvería a la hora de la cena. Ojalá hubiéramos podido evitar este encuentro tan desconcertante en plena noche.

—No importa —dijo Blake—. Espero que tendrán la gentileza de decirme el motivo de esta visita, porque estoy muy cansado y tengo ganas de irme a dormir.

Los dos hombres se miraron con aire perplejo y tomó la palabra el que le habían presentado como Walter Gordon.

—Como le ha dicho mi amigo Ray Sullivan, trabajamos para la Warren Mining Corporation y en estos momentos hacemos una campaña de sondeos en Oriente Medio. Buscamos cadmio.

—¡Dios mío! —exclamó Blake sacudiendo la cabeza—, han cometido una pifia colosal, yo soy arqueólogo, no geólogo.

Gordon siguió hablando sin inmutarse.

—Sabemos perfectamente quién es usted, doctor Blake. Bien, como le decía, en estos momentos llevamos a cabo una campaña de sondeos y hace tres días uno de nuestros equipos, dirigido por el señor Sullivan, estaba en plena perforación, a punto de iniciar un sondeo, cuando de pronto el terreno comenzó a desmoronarse como engullido por una vorágine.

—Me asomé al agujero provocado por la perforación —intervino Sullivan—, y examiné el fenómeno. En un primer momento pensé que se trataba de un agujero natural donde afluyen las aguas. La zona en la que operamos está plagada de ellos por la presencia de bancos de carbonato de calcio, pero me bastó con echar un vistazo de cerca para darme cuenta de que se trataba de algo muy diferente.

La mirada de Blake, nublada por el cansancio, se volvió de inmediato atenta.

—Siga —dijo—. Lo escucho.

—La sonda había perforado el techo de un hipogeo artificial y el sol que entraba en él arrancaba destellos a algo metálico, oculto en la oscuridad. Saqué de ahí a mi equipo con un pretexto cualquiera y cuando volvimos al campamento a la hora de la cena se lo conté todo al señor Gordon, mi superior inmediato. Esperamos que todos se durmiesen y regresamos al lugar.

»Hacía una bonita noche de luna y el color blanquecino del desierto reflejaba la luz, de manera que nos orientamos como si fuera de día.

»Al llegar al lugar, nos asomamos al borde del agujero para iluminar el interior con linternas. El espectáculo que se ofreció a nuestros ojos nos dejó sin aliento y durante un buen rato nos quedamos mudos. Aunque no se veía con toda claridad, nos dimos cuenta de que en el subterráneo había objetos de bronce, cobre, oro, marfil y algo que tenía todas las características de ser las ricas vasijas de una cámara sepulcral.

—No sé qué siente usted cuando se encuentra ante un gran descubrimiento —intervino Gordon—, pero le juro que durante unos instantes no conseguí creer lo que veía y me embargó una emoción incontrolable… Calculamos que bajo nuestros pies se abría un hipogeo bastante amplio, una cámara que mediría aproximadamente cuatro por cinco, por dos de altura, y que podía comunicar con otras cámaras laterales.

»Lo que vimos nos hace pensar en una cavidad natural adaptada por la mano del hombre para albergar esa fastuosa sepultura. La forma del sarcófago que entreveíamos parcialmente, la presencia de estatuas de divinidades, el estilo de las imágenes no dejaban lugar a dudas: estábamos en la tumba de un alto dignatario egipcio. No somos especialistas, pero por lo que nuestra vista alcanzaba a ver habría podido ser un faraón.

—¿Un faraón? Dios santo, sería la primera sepultura real intacta desde que Carnarvon y Carter abrieron la de Tutankamón.

—Eso mismo nos dijimos nosotros. Pero entonces…

—Podría tratarse también de una sepultura de la época helenística, cuando los Tolomeos habían adoptado por completo el ceremonial faraónico. Pero así, sin ver los restos es difícil pronunciarse. Si lo he entendido bien, ustedes no bajaron a la cámara.

—No, el agujero no era lo bastante ancho. Ése es precisamente el motivo de nuestra visita —le explicó Sullivan—. Querríamos que usted se ocupara de este descubrimiento, que por el momento hemos mantenido en el más absoluto secreto. El lugar está vigilado por guardias armados con órdenes de disparar a bocajarro a quien se acerque.

William Blake se pasó la mano por el pelo y suspiró. Estaba exhausto y ese día interminable en lugar de concluir en merecido descanso se prolongaba en una secuencia de emociones cada vez más fuertes.

—Les agradezco que hayan pensado en mí, es lo último que habría esperado que me ocurriera en un día como el de hoy… pero me temo que no puedo aceptan Por dos motivos: en primer lugar tendrían que haber informado a las autoridades, corresponde a ellas nombrar al inspector que asuma la dirección de los trabajos de identificación y catalogación del material. Además, por una serie de circunstancias de las que no les voy a hablar para no aburrirlos, en Egipto me han considerado persona no grata. De todos modos, no logro entender la necesidad de esta especie de emboscada a estas horas de la madrugada…

—En respuesta a su primera objeción, doctor Blake —dijo Gordon—, nuestra actividad se desenvuelve en un territorio fuera de todo control. Es precisamente el ejército el que no quiere que se informe a la Dirección General de Bellas Artes. Llegaría a la zona demasiada gente y el clamor del descubrimiento llamaría mucho la atención sobre el lugar. Por eso, de común acuerdo con nuestros anfitriones, por el momento, decidimos solicitar la colaboración de un especialista de confianza que nos garantice la máxima discreción. En cuanto a su segunda objeción, estamos al tanto de cuanto le ha ocurrido y el hecho de que le esté prohibido entrar en Egipto carece de importancia.

—Tendría que acompañarnos ahora mismo. Por eso hemos esperado a que volviera.

Blake se volvió hacia él extrañado, como si de repente hubiera entendido el verdadero significado de la petición que le hacían.

—¿Ahora? —repitió.

Gordon asintió con un movimiento de la cabeza.

—El avión privado de la compañía debe despegar del aeropuerto de Midway dentro de una hora. Le quedan quince minutos para hacer la maleta.

Blake guardó silencio.

—Se sobrentiende —dijo Sullivan—, que recibirá una contraprestación por su trabajo. En vista de las circunstancias y de las incomodidades que le causamos, se tratará de una compensación considerable.

Blake no contestó. A esas alturas el dinero era lo de menos.

Habría trabajado incluso gratis con tal de poder dedicarse otra vez a lo suyo.

Pensó que quizá no volvería a ver a Judy y la idea no lo trastornó demasiado, pensó en el doctor Husseini que le había ofrecido su hospitalidad el día de Nochebuena… Todo le parecía increíblemente lejano, como si hubiese ocurrido mucho tiempo atrás.

—De acuerdo —dijo—. Denme el tiempo necesario para recoger el cepillo de dientes, meter algo de ropa y mis herramientas en la maleta.

Los dos hombres se miraron satisfechos.

—Ha tomado la mejor decisión, doctor Blake —dijo Gordon—. Le aseguro que lo que le espera superará todas sus expectativas.

—Sólo quiero aclarar una cosa: el dinero no me interesa. Veo que se han informado bien sobre mí, tal vez sepan que estoy por los suelos, pero eso no significa nada. No me vendo a ningún precio, lo único que me interesa es la garantía de poder publicar sobre los restos hallados.

—Su solicitud es comprensible —dijo Sullivan—, pero se trata de un asunto que deberá discutir con nuestros directivos. De todos modos, tenemos la certeza de que llegará a un acuerdo razonable con nuestros superiores de la Warren Mining.

Blake se dio perfecta cuenta de que iba a meterse en un berenjenal, pero pensó que la alternativa era buscarse trabajo en alguna pequeña universidad de provincias o en una escuela secundaria privada.

Alea iacta est —dijo poniéndose en pie para ir a su dormitorio a preparar el equipaje. La sonrisa perpleja de sus invitados le hizo comprender que no entendían latín, aunque se tratara de una cita muy utilizada.

Metió en la maleta la ropa de campaña, la llana y el bisturí de excavación, la gramática egipcia de Gardiner, su ropa interior, un neceser con lo indispensable, la crema solar, una caja de Tylenol y otra de Maalox; cogió también el Prozac, pero después echó el frasco en la papelera, seguro de que en cuanto pisara las arenas del desierto no iba a necesitarlo más. Cogió el maletín con la cámara fotográfica, estuvo listo en algo más de cinco minutos y se presentó ante sus compañeros de viaje.

—Cierro la llave de paso del gas y enseguida estoy con ustedes —dijo—. Vayan poniendo el coche en marcha.

El Mercury negro se internó en la ciudad vacía y Blake, sentado en el asiento de atrás, parecía hipnotizado por la luz amarilla intermitente de la máquina quitanieves que los precedía e iba levantando una blanca nube que se depositaba después en ondas sobre el arcén derecho de la carretera. Había dejado atrás la larga batalla campal de ese día y pensaba que, al fin y al cabo, Gordon había sido para él como el bueno de Papá Noel que le había traído regalos la mañana de Navidad, bien de madrugada: toda una tumba egipcia intacta y vaya a saber qué más.

Le entusiasmaba la idea de sobrevolar las aguas del Nilo en pocas horas más y de zambullirse luego en la atmósfera árida y límpida del desierto, su medio natural, donde iba a respirar el polvo de los milenios y a despertar a un personaje importante, dormido desde hacía treinta siglos.

Llegaron al aeropuerto de Midway. Sullivan exhibió un documento al guardia de seguridad que vigilaba la entrada y éste lo dejó pasar. Recorrieron la pista de servicio hasta la escalera de un Falcon 900EX que esperaba con los motores en marcha. Al bajar del coche, una ráfaga de nieve los golpeó. Gordon se encasquetó más el sombrero y lo aguantó con la mano hasta que hubo subido a bordo del jet. Blake lo siguió y antes de entrar se volvió para echar una última mirada a la ciudad cubierta de nieve, tachonada de luces de colores. Recordó que, cuando era niño, en Nochebuena miraba el cielo para comprobar si descubría el trineo de Papá Noel con sus renos volando entre los rascacielos, envueltos en una nube de polvo plateado, como en los dibujos animados, y se preguntó si volvería a pisar su ciudad.

Sullivan subió tras él y los tres se acomodaron en sus amplios asientos. El Falcon carreteó por la pista y se elevó como un dardo en el cielo gris. Instantes después volaba en la noche de cristal del cielo navideño, entre las frías constelaciones boreales.

Contra el fondo negro de las rocas y de la llanura esteparia, envuelto en una nube de polvo blanqueada por la luz de la luna, el viejo Mercedes avanzaba hacia las colosales ruinas de Baalbek. Al llegar a la entrada del valle de los templos se detuvo y apagó los faros. Las seis columnas del templo grande se alzaban hacia el cielo estrellado, como pilares del infinito, y el hombre sentado en el asiento posterior contempló en silencio tanta maravilla, escuchando los pensamientos que le susurraba el alma. Pensaba en cuantos había visto morir en los innumerables enfrentamientos que constelaban su vida: morir en pleno bombardeo, morir en combate segados por una ametralladora o destrozados por una mina o una bomba de mano. Pensaba en cuantos había visto morir de hambre y desesperación, de enfermedades y heridas, pensaba en sus almas, errantes en las negras noches del desierto.

A pesar de todo, ese era uno de los raros momentos en que podía descansar el cuerpo y la mente, el momento de la espera. Bajó la ventanilla y encendió el último de los tres cigarrillos diarios que su médico le permitía como máxima transgresión y miró el cielo negro y estrellado. En momentos como aquel recordaba su infancia y su juventud; a sus padres, a quienes había conocido durante un tiempo demasiado breve; a las mujeres que no había podido amar, los estudios que no había podido terminar, a los amigos que no había podido visitar. Porque nunca había tenido tiempo suficiente.

Recordaba sus relaciones con todo tipo de personajes: príncipes y emires del petróleo, tiranos ávidos de poder y dinero; jefes religiosos a veces cínicos, a veces visionarios; jóvenes consumidos por el odio y el fanatismo, simplemente por la frustración de no poseer los fetiches del bienestar occidental; agentes de los servicios que hacían el doble juego, banqueros enriquecidos gracias a la miseria de los pobres y las más sucias especulaciones.

Los había usado tanto como los había despreciado y ninguno de ellos le había revelado jamás su verdadera identidad; esperaba que llegase el día de la rendición de los condes, cuando el plan más ambicioso jamás concebido por un árabe desde los tiempos de la batalla de Poitiers se haría realidad dándole la victoria sobre el enemigo, el liderazgo de una nación que iba desde el Himalaya hasta el océano Atlántico y el control de un tercio de los recursos energéticos de todo el planeta.

Interrumpió sus pensamientos cuando de la oscuridad salió un hombre vestido de negro y caminó hasta el coche. Lo observó mientras se acercaba y luego cuando se asomó a la ventanilla y lo saludó con una reverencia.

Respondió al saludo, bajó del coche y lo siguió hasta una casita baja, de paredes de adobe, y entró tras él.

Era un viejo cargado de hombros, con los ojos velados por las cataratas.

—Bienvenido, efendi —le dijo y lo hizo pasar.

—¿Qué noticias tienes?

—Buenas —contestó el viejo—. Me han pedido que te dijera lo siguiente: «Han comprado tres asnos en el mercado de Samarcanda, tal como habías mandado, y se ha pagado por ellos el precio justo. Ahora el arriero está llevando a cada uno de ellos a su establo, tal como habías ordenado».

El huésped hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Demos gracias a Alá —dijo—, todo sale de la mejor manera posible. Y ahora, amigo mío, diles a los jóvenes que me acompañarán en la peregrinación que se reúnan conmigo. Tres de ellos me verán en Belén, tres en Nablús, y tres en Gaza.

—¿Quieres que mande preparar un alojamiento para vosotros en La Meca, efendi?

—No, amigo mío. Esta vez peregrinaremos a la antigua usanza, a lomos de camello. No te preocupes más.

Se abrazaron y el huésped regresó al coche que lo esperaba al pie de las columnas de Baalbek. El viejo acompañó con la mirada a aquella silueta que su vista débil percibía como una sombra, luego miró el templo y las seis columnas le parecieron otros tantos colosos que, en silencio, montaban guardia en plena noche para que ninguna mirada indiscreta se posara sobre el pequeño hombre encorvado que se alejaba.

No lo había visto nunca hasta entonces y habría sido incapaz de describirlo después; sólo habría podido decir que llevaba una kefia a cuadros blancos y negros, una chaqueta gris sobre la jalabiyya blanca, pero sabía que había hablado con el hombre más buscado de la faz de la tierra, al que el enemigo habría deseado atrapar más que a nadie en el mundo: Abu Ahmid.

El aire de Belén seguía oliendo a incienso y la ciudad estaba todavía sumida en la atmósfera de la reciente Navidad; bajo el sol, las calles, los bancos y las tiendas del bazar estaban atestados de peregrinos.

Entre la multitud que hablaba infinidad de lenguas iba un sacerdote ortodoxo, vestido de negro, con el polos cubierto por un largo velo y los iconos de plata colgados del cuello; iba también un humilde fraile franciscano con las sandalias polvorientas y el cinturón de cuerda y un mulla con el gorro envuelto en el turbante blanco; la gente los miraba, eran la prueba de los distintos caminos que el hombre sigue para llegar al único Dios.

Nadie reparó en el hombre de la kefia a cuadros blancos y negros, la chaqueta gris sobre la túnica blanca y el bolso de lana en bandolera, que salía de la ciudad y entraba en una casa de dos plantas, con el enlucido desconchado, situada en el cruce entre Suk el Berk y Ain Aziza.

Una mujer, una anciana viuda, lo esperaba en la casa vacía para acompañarlo desde la entrada hasta la habitación principal, una modesta sala con el suelo cubierto de viejos kilim y algunos cojines. La mujer levantó un kilim dejando al descubierto una trampilla de madera que conducía al sótano apenas iluminado por la bombilla eléctrica. El hombre bajó la escalera de mano de madera mientras ella cerraba la trampilla y volvía a taparla con el kilim.

El hombre recorrió un pasillo breve y muy estrecho y entró en otra habitación de aproximadamente dos metros por tres, también iluminada por una sola bombilla que colgaba del techo, con el suelo cubierto de esterillas. Encontró allí a tres hombres en cuclillas con la cara completamente cubierta por la kefia.

El hombre que acababa de entrar también llevaba la cara cubierta y, dada la escasa altura del techo, su voz sonó mucho más amortiguada a través de la tela.

—Hermanos —dijo—, vuestra misión está a punto de empezar y es de tal importancia que de ella dependerá el éxito de la Operación Nabucodonosor y la victoria de nuestra causa. Llevamos años meditando los motivos de nuestras anteriores derrotas y no volveremos a cometer los errores del pasado.

»Esta vez actuaremos sólo cuando recibamos la señal de que los paquetes han sido hallados. Actuaremos sobre seguro. Como sabéis, se trata de paquetes voluminosos que llamarían la atención, por eso se repartirán en tres partes, uno para cada uno de vosotros.

Metió la mano en la bolsa y sacó tres sobres que entregó a cada uno de los tres hombres.

—Aquí tenéis dinero en efectivo y tarjetas de crédito del International City Bank así como las instrucciones para retirar y entregar vuestro paquete.

»Debéis aprenderlas de memoria aquí mismo, delante de mí; cuando lo hayáis hecho, las destruiré. Las instrucciones os indicarán cómo poneros en contacto con el coordinador de la operación en Estados Unidos. Su nombre en código es Nabuzardán. Con él también os comunicaréis en código. Sólo en caso de absoluta necesidad o bien si yo os lo pidiera explícitamente, lo veréis en persona.

»Si llegaseis a ser descubiertos deberéis accionar las cargas que llevaréis en vuestros cuerpos tratando de causar entre nuestros enemigos el mayor número posible de víctimas. No deberéis apiadaros ni de los ancianos ni de las mujeres ni de los niños, como no se apiadaron ellos de nuestros padres, de nuestros hijos y de nuestras esposas. Concluida la misión volveréis a la base. Necesitaremos combatientes valerosos y bien adiestrados como vosotros para luchar en la última batalla.

Pronunciando con sumo cuidado las palabras, como si se tratara de una fórmula sagrada, añadió:

—El asedio y la conquista de Jerusalén.

Los tres hombres cogieron los sobres, sacaron el dinero y las tarjetas de crédito, leyeron con cuidado las instrucciones y después, uno tras otro, quedando en último término el que parecía más joven, devolvieron las hojas que fueron quemadas en un plato de cobre, sobre la esterilla.

Allâhu akbar! —exclamó el hombre.

Allâhu akbar! —contestaron los otros tres.

Minutos después caminaba bajo el sol del hermoso día invernal, entre la multitud del bazar de Belén. Pasó debajo de una pancarta que decía en tres idiomas:

Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

Los tres combatientes de Alá salieron de uno en uno, a intervalos de una hora.

Partió cada uno a su destino, como caballeros del Apocalipsis. El primero tenía instrucciones de llegar a Beirut y desde allí debía tomar el avión para Limassol, donde iba a embarcar en una nave mercante chipriota con destino a Nueva York.

El segundo iría en coche hasta Alejandría, donde debía embarcar en un petrolero con destino a New Haven, en Connecticut.

El tercero embarcaría desde Jaffa con rumbo a Barcelona, donde tomaría un vuelo de Iberia a San José de Costa Rica y de allí, desde Puerto Limón, un barco cargado de plátanos de la United Fruits con destino a Miami, Florida.

Dos días más tarde, en una mezquita de la ciudad vieja de Nablús, Abu Ahmid se puso en contacto con otros tres jóvenes; y dos días después se reunió con los tres restantes en Gaza, en una barraca de un campo de refugiados.

Estos seis, al igual que los tres de Belén, eran combatientes suicidas dispuestos a morir, adiestrados para hacer frente a cualquier situación. Ellos también recibieron sus instrucciones y el itinerario de viaje.

Desde el momento de partir se convirtieron en piezas del tablero de Abu Ahmid; en caso de necesidad todos ellos eran intercambiables, y cada uno de los grupos, una vez cumplida su misión, podía destacar a alguno de sus hombres para cubrir las bajas en los otros, si llegaban a producirse; lo importante era cumplir con los tres objetivos.

Los nueve hablaban inglés sin acento alguno y sabían usar todo tipo de armas blancas y de fuego; sabían artes marciales, eran capaces de pilotar aviones y helicópteros, de lanzarse en paracaídas, escalar paredes de hormigón o roca y nadar debajo del agua con escafandra autónoma.

No tenían nombre, se identificaban con números, no tenían padres ni hermanos y sus documentos eran tan falsos como perfectamente imitados. Para ellos sus vidas carecían de valor pues durante años los habían educado para entregarla a la causa en el momento en que su jefe lo ordenara. Podían sobrevivir días y días con una galleta y algo de agua; eran capaces de soportar el hambre y la sed, el calor y el frío, de enfrentarse a cualquier sufrimiento, de soportar torturas.

Al frente de cada grupo había un jefe que ejercía sobre sus compañeros un poder absoluto y decidía sobre su vida o su muerte.

La Operación Nabucodonosor se apoyaba del principio al final en la resistencia y la capacidad de estos hombres.

Cuando todos ellos llegaran a destino con su carga debían avisar a Nabuzardán, quien a su vez notificaría a Abu Ahmid. Entonces se pondría en marcha la segunda fase de la operación, la de la acción militar propiamente dicha, estudiada hasta el más pequeño detalle, día y noche durante dos años.

No le quedaba más que esperar desde un buen lugar de observación y pasar revista a todo el plan, de principio a fin. Llegó a Damasco y desde allí se hizo llevar a su tienda del desierto, no lejos de Dayr az-Zûr.

Había nacido allí hacía aproximadamente setenta años y su pequeña tribu beduina seguía fiel a la memoria de su padre y a él en persona, a quien conocían con el nombre de Zahed al Walid. Se levantaba al alba y contemplaba las aguas del Éufrates encendidas por el fuego del astro naciente, veía los rebaños marchar tras sus pastores rumbo a los pastos, a las mujeres bajar al río a lavar la ropa y a otras encender el fuego de los hornos de barro para cocer el pan que le servían recién hecho, perfumado de fuego y ceniza. El sol arrancaba destellos a las monedas que llevaban de adorno en la frente y con su belleza bruñida parecían reinas del pasado: Saba que había seducido a Salomón o Zenobia que había fascinado a Aureliano.

Realizaba largas cabalgatas por el desierto, en dirección de al Qâmishlî, y se alejaba tanto que, mirara donde mirara, no veía nada. Sentirse solo entre el cielo y la tierra a lomos de su caballo le daba una sensación profunda y terrible de poder. Entonces desmontaba y caminaba descalzo por el desierto, en otros tiempos la tierra exuberante del Jardín del Edén, o bien se sentaba, cruzaba las piernas y meditaba en silencio durante horas, con los ojos cerrados, alcanzando una concentración casi total que le permitía llegar a una dimensión casi trascendente, como si por sus miembros así recogidos fluyeran la fuerza del cielo y la tierra.

Al caer la tarde regresaba y cenaba en su tienda con los cabezas de familia; comían pan y sal y carne de cordero asada, luego se quedaba despierto hasta tarde, sentado en los cojines, bebiendo ayran y hablando de cosas absolutamente fútiles e irrelevantes como las camellas preñadas y el precio de la lana en el mercado de Dayr az-Zûr. De esta manera recuperaba fuerzas y aguzaba la mente ante la proximidad de la partida más grande que jamás se jugara sobre la Tierra desde los tiempos en que Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas.

No quería reconocerlo, pero en el fondo de su corazón sabía muy bien que del otro lado del tablero había un jugador tan astuto y peligroso como él, capaz de controlar al mismo tiempo mil situaciones distintas, desconfiado e insomne, probablemente despojado de todo sentimiento que no fuese la consideración de sí mismo y de su propia habilidad: Gad Avner, jefe del Mosad. La partida acabaría enfrentándolos a ellos dos y se jugarían Jerusalén, la ciudad de Dios.

Ganara quien ganara el mundo no iba a ser ni mejor ni peor que antes, pero se juega para ganar, se combate para vencer, las ofensas se vengan, es preciso poner remedio a las injusticias.

Al cabo de siglos, Ismael regresaba del desierto donde lo habían confinado para reivindicar su papel de primogénito de Abrahán.

Abu Ahmid pasó diez días en su tienda del desierto y después regresó, primero a Damasco y luego a Ammán, para reanudar los contactos con los hombres que iban a dirigir la batalla en el campo: los alfiles, las torres y los caballos de su gigantesco tablero.

Esperó algunos días en un hotel del centro hasta recibir el mensaje que esperaba: la hora y el lugar de la cita en pleno desierto, a treinta millas al nordeste de una estación de bombeo del oleoducto denominada F7.

Salió en taxi a última hora de la tarde; viajó por el camino de Bagdad hasta cruzar la frontera y se bajó en una estación de servicio, donde se unió a una pequeña caravana de beduinos que iba rumbo al sudeste, hacia el oleoducto.

Lo dejaron en el lugar convenido donde esperó solo hasta que del este le llegó el rugido del motor de un enorme helicóptero de combate MI 24, de fabricación rusa, armado con misiles, cañones y lanzacohetes.

Volaba a pocos metros del suelo levantando a su paso una densa nube de polvo; sobrevoló el oleoducto, se quedó inmóvil en el aire y empezó luego a bajar hasta tocar tierra a unos cien metros de allí. Las hélices siguieron dando vueltas hasta perder velocidad y detenerse del todo. Se abrió la portezuela y un oficial con gorro militar del cuerpo de tanques y cazadora de aviador bajó y se acercó a él. El helicóptero apagó las luces de a bordo y todo quedó sumido en la oscuridad y el silencio.

Los dos hombres estaban de pie, frente a frente.

Salam aleykum, general Taksoun —dijo Abu Ahmid.

Aleykum salam —respondió el oficial inclinando ligeramente la cabeza.

—Me alegro de que haya aceptado verme.

Soplaba un viento frío y el cielo amenazaba lluvia. El general era un hombre bien plantado, rondaría los cincuenta, tenía la cara bronceada y las manos grandes de los campesinos del sur, pero un notable orgullo en el porte y la mirada.

—Este encuentro es muy peligroso, Abu Ahmid —dijo—, tendrá que ser lo más breve posible.

—Estoy de acuerdo, general. He solicitado esta reunión cara a cara porque lo que debo decirle es tan importante que ningún mensaje o intermediario habría tenido el peso y el efecto que exige la naturaleza de cuanto voy a transmitirle. Además, la respuesta debe ser inmediata, es preciso que la lea de sus mismos labios. Le expondré mi plan y mi propuesta.

»Deberá abandonar su… colaboración con los norteamericanos y pasar a nuestro bando.

El militar dio un respingo.

—No pienso quedarme un solo minuto más si me va a…

—No se moleste, general, tenemos en nuestro poder documentos irrefutables que confirman lo que acabo de decir y si no se calma y me escucha con atención estamos dispuestos a pasárselos a su rais.

Taksoun lo miró estupefacto, sin decir palabra. Sólo le veía los ojos, porque llevaba tapado el resto de la cara y eran pocos los momentos en que lograba captar la expresión de la mirada, luz incierta y huidiza que infundía inseguridad e inquietud.

—No deberá modificar ni una sola coma de su plan; incluso podrá contar con nuestra colaboración, mucho más fiable que la de sus amigos, que desconocen a los hombres y el territorio… Quédese tranquilo —continuó diciendo al ver la expresión desconcertada de su interlocutor—, sólo otra persona de mi absoluta confianza y yo conocemos la situación; por tanto, nada tiene que temer. Es más, goza usted de gran consideración en muchos ambientes importantes de esta zona del mundo; en especial, gracias a su fe chiita, cuenta con la simpatía de los iraníes. Y con la mía, si de algo puede servirle. Para demostrárselo le he traído un regalo.

Sacó del bolsillo una foto y se la dio.

—¿Qué es? —preguntó el general.

—Un combatiente de la yihad, soldado de la guardia presidencial, está dispuesto a dar la vida. A él le corresponderá hacer saltar por los aires a su rais el día del desfile; lo hará de una forma mucho más segura que el comando preparado por usted. Existen bastantes posibilidades de que a usted lo descubran antes de que pueda reaccionar, lo cual llevaría a su fusilamiento por la espalda. De modo que no se mueva, nosotros nos encargaremos de todo.

»En cuanto al Bakri salte en mil pedazos, usted se encargará de dar solemne sepultura a los restos que consiga recoger en la plaza de armas; después asumirá el mando supremo de las fuerzas armadas y ese mismo día hará que lo pongan al frente del gobierno provisional hasta tanto se celebren elecciones en una fecha por determinar.

»A continuación iniciará contactos diplomáticos con Estados Unidos e inmediatamente después, en el más absoluto de los secretos establecerá un plan de estrecha alianza con el nuevo presidente sirio, firme partidario de nuestro proyecto. Se pondrá entonces en contacto con los iraníes, con cuyo apoyo también contamos, y con los grupos integristas de Egipto y Jordania que le indicaremos.

»Yo me encargaré de concertar las citas y reuniones en lugares secretos.

El general Taksoun levantó los ojos al cielo, que empezaba a nublarse, y después volvió a buscar la mirada de su interlocutor en la oscuridad, el rostro semioculto por la kefia.

Abu Ahmid asintió al tiempo que miraba las nubes negras que se agrupaban empujadas por el jamsín.

—Se avecina una tempestad… —dijo y por un instante pareció escuchar el soplo del viento que iba en aumento—, una tempestad nunca vista por el mundo desde el final de la última guerra. Será el Harmaguedón.

Taksoun sacudió la cabeza y le preguntó:

—¿Quiere desencadenar una nueva guerra, Abu Ahmid? Ya no es posible. En todo el mundo sólo queda una sola superpotencia y su supremacía militar es aplastante. No existen alianzas duraderas… No volverán más los templos de Salah ad Din y Harun al Rashid. Mi alternativa no suponía traicionar la causa árabe sino que era la única forma de sacar al país de la actual miseria y de su estado de abyección civil y política.

—Le creo, general. Pero hágame caso, esta vez no habrá superpotencias en la arena. El combate será entre las fuerzas que están en juego en esta región del mundo. No puedo decirle cómo será hasta tanto no se haya completado la fase inicial de mi plan, pero a su debido momento se dará usted cuenta. Lo que sí le puedo garantizar del modo más categórico es que Estados Unidos quedará encadenado al otro lado del océano y no podrá mover un solo barco, un solo avión, un solo hombre. Estados Unidos tendrá una pistola apuntada a la sien y yo, yo personalmente, tendré el dedo en el gatillo.

Taksoun lo miró fijamente tratando de imaginar lo que pasaba por la cabeza de su interlocutor, quien siguió diciendo:

—Llegado ese momento, sus fuerzas se moverán de forma fulminante en dos direcciones —con la punta del bastón trazó sobre la arena un esquema—. Con apoyo iraní, una parte de ellas irá al sur y avanzará día y noche hasta llegar a la zona de los pozos petrolíferos kuwaitíes y saudíes donde deberán minarlos. De esa manera tendremos en nuestras manos un tercio de los recursos energéticos del planeta. El grueso de las fuerzas irá hacia el oeste para unirse a las de los demás Estados árabes, bajo las murallas de Jerusalén.

»Usted irá al mando del grueso de este ejército y puedo garantizarle que será el comandante supremo.

Con ruido sordo cayeron sobre la arena algunas gotas de lluvia y en el aire flotó el agradable olor a polvo humedecido.

—¿Qué me contesta, general?

Taksoun se mordió nerviosamente el labio inferior y repuso:

—¿Y después qué pasará? Una amenaza como la que ha orquestado no puede mantenerse por tiempo indefinido. Si apunto una pistola a la sien de un hombre sin apretar nunca el gatillo, tarde o temprano ese hombre conseguirá sorprenderme y desarmarme.

—Eso también está previsto —respondió Abu Ahmid—. Confórmese con saber que cuando estemos listos negociaremos desde posiciones absolutamente ventajosas. Y bien, general, ¿qué me contesta?

—Parece usted muy seguro de sí mismo, Abu Ahmid —dijo el oficial—. Pero si ahora yo…

Abu Ahmid vio que su mano se apoyaba en la culata de la pistola.

—Olvida que hay otra persona que lo sabe todo de usted; aunque estuviese usted dispuesto a correr el riesgo, amigo mío, jamás llegaría a su cuartel general. ¿Por casualidad, su piloto no es un joven teniente originario de Zacko que hasta hace dos semanas servía en la base de Erbil y tiene la costumbre de llevar la pistola en el costado derecho?

Taksoun se volvió estupefacto hacia el helicóptero, luego dio la impresión de meditar un instante en silencio.

—De acuerdo —aceptó—. Está bien. Puede contar conmigo —dijo finalmente.

—Y usted conmigo —le aclaró Abu Ahmid—, a cualquier hora del día y de la noche, llueva o truene.

El viento sopló con más fuerza y un relámpago iluminó de pronto las nubes henchidas que se deslizaban por el horizonte.

—¿Cómo haré para…?

—Nunca podrá ponerse en contacto conmigo, simplemente porque no sabe quién soy ni dónde estoy. Seré yo quien se ocupe de buscarlo a usted. Hasta encontrarlo.

—Entonces, hasta la vista, Abu Ahmid.

—Hasta la vista, general Taksoun. Falta poco para el día del desfile militar. Allâhu akbar.

Allâhu akbar —repitió el general.

Saludó con una reverencia y fue hacia el helicóptero. El piloto puso en marcha el motor y las hélices del rotor comenzaron a girar cada vez más veloces hasta que el aparato se elevó en el aire. Allá abajo, el hombre envuelto en la kefia se fue haciendo más y más pequeño hasta desaparecer tras una cortina de lluvia. El general apartó la mirada del suelo y se quedó largo rato pensativo, mientras el helicóptero sobrevolaba las riberas desiertas del Éufrates. Miró entonces hacia el piloto y le preguntó:

—¿De dónde es usted, teniente?

—De Zacko, mi general —respondió.

Ese mismo día, avanzada la noche, Gad Avner salió de la reunión del Consejo para la Seguridad del Estado hecho un basilisco. Como de costumbre, los políticos se habían pasado la mayor parte del tiempo arrancándose la piel a tiras sin tomar ninguna medida seria en relación con su solicitud de potenciar los servicios secretos mediante una asignación extraordinaria.

Le pidieron pruebas, indicios sólidos que justificaran semejante desembolso y él no pudo ofrecerles más que su olfato de sabueso, la intuición, el hecho de que presentía en el aire el inminente peligro. Según ellos, nada tangible. Movimientos de extraños personajes, nerviosismo en ciertos ambientes bancarios, sospechosos desplazamientos de grandes capitales y, entre los prisioneros políticos, euforias inquietantes. Y dos palabras: Operación Nabucodonosor.

«¿Y por dos palabras nos pide una asignación extraordinaria de quinientos millones de shekel?», le había preguntado el jefe de la oposición. El muy idiota.

«¿Sabe quién era Nabucodonosor?», le había preguntado a su vez Avner. «Era el rey de Babilonia que en el 586 a. de C. capturó Jerusalén, destruyó el Templo y deportó a la población a la Mesopotamia.» Después de lo cual se había levantado para salir dando un portazo.

Se encontraba a poca distancia del Muro de las Lamentaciones, en la entrada de un patio interior donde había aparcado el coche. El barrio estaba sumido en el silencio más absoluto y en las calles no se veía a nadie.

Arrancó, pasó cerca de la plaza del Muro, custodiada por soldados en uniforme de camuflaje y equipo de combate y desde allí siguió hacia el hotel King David, donde lo esperaba uno de sus hombres para comunicarle una noticia importante.

Se trataba de una adquisición reciente aunque válida, un subteniente de los servicios secretos, de origen italiano, hijo del rabino de Venecia; un muchacho apuesto llamado Fabrizio Ferrario, que trabajaba de asistente social bajo la tapadera de una organización caritativa internacional cuya oficina central estaba en el hotel Jerusalem Plaza. Vestía con elegancia descuidada pero inconfundible, llevaba sólo camisas de Armani perfectamente combinadas con chaquetas de franela o saharianas.

Se vieron en el bar del vestíbulo, donde Avner encendió un cigarrillo y pidió una Maccabí helada.

—¿Qué puede ser tan urgente que no podías esperar a que acabara la reunión?

—Dos cosas —respondió el joven—. La primera, que la Operación Nabucodonosor existe y probablemente está a punto de empezar…

—¿Y la segunda? —preguntó Avner sin siquiera apartar la nariz de la copa.

—Debemos dar un paseo. Quiero que lo vea personalmente, ahora mismo.

—¿Un paseo? ¿Dónde?

—Cuando se termine la cerveza, sígame. No está lejos.

—¿Qué más sabes de la Operación Nabucodonosor?

—No mucho. Lo que sé es fruto de los datos obtenidos mediante escuchas ambientales. Sobre todo en las cárceles. Se están haciendo transferencias a algunos bancos de Oriente Medio como el Banque du Liban y el Saudi Arabian. Se trata de sumas muy elevadas.

—¿Transferencias? ¿Hacia dónde?

—Hacia cuentas suizas. Nassau. Estamos tratando de averiguar quiénes son los beneficiarios. También en los ambientes de la mafia siciliana y de la rusa. No deberíamos preocuparnos demasiado.

Entretanto, Avner había terminado la cerveza y siguió a su compañero mientras el camarero de la barra se ocupaba de un par de clientes norteamericanos que no tenían muchas ganas de retirarse. En los últimos tiempos, en Jerusalén había bajado mucho la calidad del turismo.

Recorrieron la calle vacía hasta el gran arco de la Fortaleza Antonia.

—En tu opinión, ¿qué crees que estarán comprando con ese dinero?

—Armamento, dispositivos electrónicos de interceptación, sistemas de misiles, armas bacteriológicas y químicas. Vaya usted a saber.

—Lo dudo —dijo Avner—. En nuestra región ese tipo de compras se hacen a través de los Estados y sus ministerios. Las autoridades palestinas no tienen un céntimo y a los terroristas de Hamás los financian los iraníes y los libios; además, el explosivo plástico se encuentra ahora en cualquier plaza, tirado de precio. ¿Se me ha olvidado algo?

—El arsenal de la ex Unión Soviética, que no está precisamente tirado de precio.

—Ya —dijo Avner subiéndose el cuello del abrigo.

Habían llegado al centro del gran paso inferior, y de la pared situada entre dos soldados armados con metralletas Uzi se filtraba un débil haz luminoso.

—Casi hemos llegado —dijo el teniente—. Es por aquí.

Avner entró tras él en una especie de túnel cavado primero en el muro de la fortaleza y luego en la piedra viva. Se oían voces que venían de dentro y el túnel estaba iluminado por tubos de neón fijados en las paredes laterales.

—¿Qué es esto? —inquirió Avner.

Habían llegado al final del trecho practicable y vieron a un grupo de personas con cascos de minero y herramientas de excavación; entre ellos, Avner reconoció al arqueólogo Ygael Allon, ex miembro del Gabinete en tiempos del gobierno de Shimon Peres.

El teniente Ferrario lo presentó de la siguiente manera:

—Señor Allon, éste es el ingeniero Nathaniel Cohen, del Cuerpo civil.

—Mucho gusto —dijo Avner estrechando la mano cubierta de polvo del arqueólogo. Después de mirar el túnel parcialmente obstruido por un derrumbe, preguntó—: ¿Qué es esto?

Allon le enseñó unas piezas de cerámica e iluminó un grafito de la pared donde había una breve inscripción alfabética.

—Un túnel de la época de los reyes de Judá. Parece que conduce hasta el Templo.