Chicago, Estados Unidos de América, a finales del segundo milenio después de Cristo.

William Blake se despertó con dificultad; tenía en la boca un sabor ácido, recuerdo de la noche agitada, el sueño inducido por las pastillas para dormir y la digestión lenta. Entró en el baño arrastrando los pies. Iluminada por la luz frontal del tubo de neón, en el espejo vio su cara verdosa, los ojos hundidos y el cabello desgreñado. Sacó la lengua cubierta de una pátina blancuzca: volvió a meterla en la boca con una mueca de disgusto. Tenía ganas de llorar.

La ducha caliente le alivió los calambres del estómago y los músculos y contribuyó a agotar las pocas energías que le quedaban sumiéndolo en una languidez tan profunda que cayó al suelo casi sin conocimiento. Quedó tirado bajo el chorro de agua humeante un buen rato, al cabo del cual estiró con mucho esfuerzo la mano hasta alcanzar el grifo y lo giró de un golpe hacia la marca azul. El agua salió helada, dio un brinco, como si recibiera múltiples latigazos; intentó aguantar hasta recuperar el tono y la lucidez suficientes para ponerse en pie y recordar la miseria en la que se había hundido su vida.

Se frotó enérgicamente con el albornoz y volvió a mirarse al espejo; se enjabonó la cara a fondo, se afeitó y luego se masajeó con la loción de buena marca, una de las pocas concesiones a su antiguo tren de vida. Y, como el guerrero que se enfunda la armadura, eligió la chaqueta y los pantalones, la camisa y la corbata, los calcetines y los zapatos, analizando las mejores combinaciones antes de decidir qué iba a ponerse.

Tenía el estómago vacío cuando le echó un vaso de bourbon al café negro y caliente y bebió algunos sorbos. La potente poción sustituiría el Prozac del que había abusado demasiado y, con su fuerza de voluntad como única arma, lo empujaría a afrontar las últimas etapas del calvario que le esperaba ese día, la vista ante el juez de paz en la que se aprobaría su divorcio de Judy O’Neil, y por la tarde, la cita con el rector y el decano del Instituto Oriental, quienes esperaban su dimisión.

Estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono y levantó el auricular.

—Will —dijo una voz al otro extremo de la línea.

Era Bob Olsen, uno de los pocos amigos que le quedaban desde que la suerte le había vuelto la espalda.

—Hola, Bob. Gracias por llamar.

—Estoy a punto de marcharme pero no quería irme sin saludarte. Comeré con mi padre en Evanston para desearle que pase unas buenas navidades y luego cojo el avión para El Cairo.

—Qué suerte tienes —dijo Blake con voz apenas audible.

—Hombre, no te pongas así. Dejemos pasar unos meses hasta que las aguas vuelvan a su cauce y después volvemos a hablar del asunto. El Consejo de la Facultad deberá reexaminar tu caso, tendrán que escuchar tus razones a la fuerza.

—¿Tú crees? No tengo razones que exponer. No tengo testigos, no tengo nada…

—Venga, hombre, anímate. Tienes que luchar, motivos no te faltan. En Egipto yo me puedo mover con total libertad. Recogeré información, en los ratos libres haré mis investigaciones y si consigo encontrar a alguien que pueda testificar en tu favor te lo traigo, aunque tenga que pagarle el billete de mi bolsillo.

—Gracias, Bob, gracias por tus palabras, aunque dudo que puedas hacer algo. De todas maneras te lo agradezco. Que tengas buen viaje.

—Entonces… ¿me puedo ir tranquilo?

—Claro que sí —respondió Blake—, puedes ir tranquilo…

Colgó, cogió la taza de café y salió a la calle.

En la acera cubierta de nieve lo recibieron un Papá Noel barbudo y encapuchado que agitaba una campanilla y una ráfaga de viento cortante después de acariciar de extremo a extremo la superficie helada del lago. Llegó hasta el coche aparcado a dos manzanas, siempre con la taza humeante en la mano, abrió la portezuela, se sentó al volante, arrancó y se dirigió al centro. La avenida de Michigan estaba magníficamente adornada para las fiestas navideñas y los miles de bombillas que cubrían los árboles desnudos creaban la ilusión de que habían florecido antes de tiempo. Encendió un cigarrillo mientras disfrutaba de la tibieza que comenzaba a invadir el habitáculo, de la música de la radio, del perfume del tabaco, del whisky y el café.

Esas modestas sensaciones de placer le levantaron el ánimo y le hicieron pensar que, de alguna manera, su suerte cambiaría y que cuando hubiese tocado fondo volvería a subir. Y el hecho de que de pronto pudiese hacer todas esas cosas prohibidas por la convivencia con su mujer y las amistades tan respetuosas de las sanas costumbres, como beber alcohol sin haber probado bocado y fumar en el coche, casi le hacían parecer tolerables su abyección y la tremenda amargura por la pérdida de su mujer —a la que amaba profundamente— y del trabajo sin el cual no imaginaba cómo seguiría viviendo.

Judy, su mujer, estaba muy elegante, perfectamente maquillada, recién salida de la peluquería, más o menos como cuando la llevaba a cenar al Charlie Trotter, su restaurante preferido, o a un concierto en el Mc Connick Place. Le dio rabia; pensó que al cabo de pocas semanas o quizá de días habría vuelto a echar mano de su seducción, de sus escotes, de su forma de cruzar las piernas e impostar la voz para gustar a otro hombre, quien la invitaría a cenar y se acostaría con ella.

Le resultaba imposible no pensar en lo que haría en la cama con ese otro y mientras lo pensaba imaginaba que sería más y mejor. Todo mientras el juez los invitaba a sentarse y les preguntaba si quedaba alguna posibilidad de superar las diferencias que los habían conducido a la separación.

Le habría gustado decir que sí, que para él nada había cambiado, que la quería como el primer día, que su vida sin ella iba a ser un asco, que la añoraba mucho, que tenía ganas de echarse a sus pies para suplicarle que no lo abandonara, que la noche anterior había encontrado en un cajón una combinación y se la acercó a la cara para aspirar su perfume, que le importaba un bledo su dignidad, que con tal de que volviera a su lado era capaz de dejarse pisar la cabeza. Pero dijo:

—Señoría, los dos hemos meditado mucho el paso que vamos a dar y hemos decidido solicitar el divorcio de mutuo acuerdo.

Judy asintió y poco después firmaron los papeles de la separación y el acuerdo para el pago de alimentos que, por otra parte, era completamente aleatorio pues hacía tiempo que no trabajaba y faltaban apenas unas horas para que su dimisión fuese oficial.

Bajaron juntos en el ascensor; los dos minutos le parecieron una eternidad. A Blake le habría gustado decir algo bonito, importante, una frase que ella no pudiese olvidar, y mientras los números de los pisos iban pasando inexorables en el indicador se dio cuenta de que no se le iba a ocurrir nada importante y que, de todos modos, ya no habría tenido sentido. Pero cuando ella salió del ascensor y cruzó el vestíbulo sin despedirse siquiera, la siguió y le preguntó:

—¿Por qué, Judy? A cualquiera puede ocurrirle una desgracia, una serie de coincidencias negativas… ahora que todo ha terminado dime al menos por qué.

Judy lo miró sin que su cara delatase sentimiento alguno, ni siquiera indiferencia.

—No hay un porqué, Bill —odiaba que lo llamase Bill—. Después del verano viene el otoño y luego el invierno, sin un porqué. Que tengas buena suerte.

Se fue y él se quedó delante de la puerta de cristal del edificio, inmóvil como una marioneta bajo la nieve que caía en gruesos copos. En el suelo, junto a la pared, sentado sobre un cartón, un tipo de barba larga y cabello sucio, arrebujado en su abrigo militar, pedía limosna:

—Dame algo, hermano. Soy veterano de la guerra de Vietnam. Déjame unas monedas para poder comer algo caliente la noche de Navidad.

—Yo también soy veterano de Vietnam —mintió—, y no toco los cojones.

Cuando lo miró a los ojos pensó que hasta en la mirada de aquel pobre infeliz seguramente había más dignidad que en la suya propia.

Hurgó en el bolsillo de la americana y sacó un cuarto de dólar.

—Perdóname, no quería ofenderte —le dijo echándole la moneda en el sombrero que tenía delante—. Es que hoy tengo un mal día.

—Feliz Navidad —le deseó el hombre.

William Blake no lo oyó porque ya se había alejado y porque él también flotaba en el aire helado como un copo de nieve más, sin peso ni destino.

Caminó largo rato sin que se le ocurriera un sitio donde podría encontrarse cómodo, una persona con la que le habría gustado hablar, excepto su amigo y colega Bob Olsen, que lo había apoyado y animado en las últimas vicisitudes y al que quizá se le habría ocurrido alguna mentira piadosa para levantarle la moral. Pero en esos momentos Olsen estaría a punto de tomar el avión a Egipto, rumbo al calor y al trabajo. Él sí que tenía suerte.

Se detuvo cuando sus piernas se negaron a seguir sosteniéndolo, cuando cayó en la cuenta de que le faltaba poco para derrumbarse en la nieve sucia que cubría el asfalto, a merced de las ruedas de los coches. Pensó entonces que a esas horas el edificio de los juzgados estaría vacío, el juez de paz habría abandonado ya la sala y se habría ido a su casa, donde probablemente lo esperaban su mujer en la cocina, los niños sentados delante del televisor, su perro y el árbol de Navidad lleno de bolas de colores.

Sin embargo, a pesar de todo, de la nieve, del juez, de la mujer del juez, de los coches, de las bolas del árbol de Navidad, del divorcio y el whisky en el café negro, de Vietnam y de la paz a los hombres de buena voluntad, a pesar de todo eso, el instinto lo había llevado hasta la universidad, como el sentido de la orientación guía al viejo caballo de vuelta a la cuadra. La biblioteca del Instituto Oriental se encontraba a poca distancia, a su derecha.

¿Qué hora sería? Las dos y media de la tarde. Vaya, puntual a pesar de todo. No le quedaba más que subir al segundo piso por las escaleras, llamar a la oficina del rector, saludar a la vieja momia y al decano, quedarse escuchando como un imbécil sus gilipolleces y presentar la dimisión que ellos, en vista de las circunstancias, no tenían más remedio que aceptar. Y después, pegarse un tiro en los cojones o en la boca, ¿qué diferencia había? Ninguna.

—¡Pero si es William Blake! ¿Qué haces aquí a estas horas?

Ya estaba. Se había quedado sin trabajo, lo único que para él tenía sentido en este mundo y probablemente no volvería a trabajar más en lo mismo, y alguien tenía el coraje de decirle: «¡Pero si es William Blake! ¿Qué haces aquí a estas horas?»

—¿Por qué, qué hora es?

—Las seis de la tarde. Hace un frío que pela, estás morado y tienes cara de poder palmarla en cualquier momento.

—No se meta conmigo, no es buen momento, doctor Husseini.

—No era esa mi intención. Anda, hombre, ven conmigo. Vivo cerca de aquí. Ven, te prepararé una taza de café caliente.

Blake intentó quitárselo de encima pero el hombre insistió.

—Si lo prefieres, llamo una ambulancia y te hago llevar al Cook County, como ahora no tienes más seguro médico… Venga, no seas tonto y agradece que a estas horas sólo un hijo de Alá pudiera estar dando vueltas por aquí en lugar de haberse marchado con su familia a celebrar la Navidad.

El apartamento de Husseini tenía buena calefacción y olía a incienso, especias y alfombras.

—Quítate los zapatos —le ordenó.

Obedeció y se tumbó sobre los cojines que tapizaban la sala mientras su anfitrión se metía en la cocina.

Husseini mezcló un puñado de granos de café con clavo y canela y la habitación se llenó de un perfume penetrante; después, a ritmo cambiante, como música de tambor, molió el café en el mortero, acompañando con movimientos de la cabeza el extraño golpeteo en la madera.

—¿Sabes qué es este ritmo? Un llamado. Cuando el beduino muele el café en el mortero hace este mismo ruido; se propaga a mucha distancia y todo aquel que pase, por ejemplo un peregrino que esté dando vueltas en la soledad del inmenso desierto, sabe que bajo la tienda lo esperan una taza de café y una palabra amable.

—Bonito —admitió William Blake que poco a poco empezaba a entrar en calor—, conmovedor. El noble hijo de Alá hace sonar su mortero de madera en el desierto urbano y salva de una muerte segura al paria abandonado por la cínica y decadente civilización occidental.

—No digas chorradas —le soltó Husseini—. Bebe. Ya verás cómo te anima y hará que la sangre te fluya por las venas. Juro que cuando te vi estabas a punto de morir congelado. A lo mejor ni te diste cuenta, pero por tu lado pasaron al menos dos de tus colegas y ni se dignaron saludarte. Te vieron atontado y medio muerto de frío, sentado en una losa de piedra helada, inmóvil como una estatua y ni siquiera te preguntaron si necesitabas ayuda.

—Tendrían prisa. Hoy es Nochebuena. A muchos les falta tiempo para acabar de hacer las compras… los regalos para los niños, la tarta para el postre. Ya sabes cómo son estas fiestas…

—Ya —dijo Husseini—. Hoy es Nochebuena.

Cogió el café que había molido en el mortero con las especias y lo vertió en la cafetera donde el agua ya hervía; el aroma se hizo más intenso pero más suave y penetrante. Blake se dio cuenta de que era ese olor a especias y café el que impregnaba las alfombras mezclado con el perfume del incienso indio.

Husseini le ofreció una taza humeante y un cigarrillo y luego se acuclilló en el suelo, delante de él, mientras fumaba en silencio y sorbía la bebida fuerte y aromática de su taza.

—¿En tu tienda del desierto es igual? —le preguntó Blake.

—Claro que no. En mi tienda hay hermosas mujeres y dátiles así de gordos. Además sopla el viento del este que trae el perfume de las flores de la meseta y el balido de los corderos y, cuando salgo, ante mí veo las columnatas de Apamea, pálidas al amanecer y rojizas al crepúsculo. Cuando el viento cobra fuerza, suenan como los cañones de los órganos de vuestras iglesias.

Blake asintió, bebió otra vez y aspiró una bocanada de humo.

—¿Entonces por qué no te quedaste en tu tienda del desierto? ¿Qué has venido a hacer aquí si tanto asco te da esto?

—No he dicho que me diera asco. He dicho que es diferente. Y lo he dicho porque me lo has preguntado. Si quieres saber la verdad, desde los cinco años viví siempre en un campo de refugiados al sur del Líbano, un lugar inmundo, con los pozos negros a cielo abierto, donde los niños jugábamos entre las ratas y las basuras.

—Pero… ¿y las columnas de Apamea, pálidas al amanecer y rojizas al crepúsculo que con el viento suenan como cañones de órgano?

—Soñé con ellas. Así me las describía mi abuelo, Abdalla al Husseini, que Alá lo bendiga, pero yo… yo nunca las he visto.

Se quedaron mucho rato en silencio.

—No entiendo por qué te han echado —dijo Husseini al fin—. Por lo que yo sé, eras uno de los mejores en tu oficio.

—Puedes decirlo bien alto —repuso Blake, tendiéndole la taza para que le sirviera más café.

Husseini se la llenó y siguió diciendo:

—Yo no podía opinar, porque soy profesor asociado, pero no entiendo por qué tu amigo Olsen no estuvo en la votación.

—Olsen se ha marchado a Egipto, no podía estar en el claustro, pero ha enviado su voto en contra… el único, claro. De todos modos, si realmente te interesa saber cómo ocurrió es una larga historia.

—Hoy es Nochebuena y, si no me equivoco, los dos tenemos todo el tiempo del mundo.

Abatido por la oleada de recuerdos y la angustia que le causaba el presente, William Blake se sostuvo la cabeza con las manos; a lo mejor hablar le haría bien, quién sabe, hasta podía ocurrírsele una salida, una manera de recuperar la credibilidad.

—Fue hace más o menos un año —comenzó a decir—, estaba examinando unos microfilmes con textos del Nuevo Reino transcritos por James Henry Breasted antes de que estallara la gran guerra. Se trataba de material del período de Ramsés II o de Menefta en el cual se hacía referencia a eventuales relaciones de ese texto con el Éxodo. Junto a la transcripción, en el borde de la hoja, había una anotación hecha con una letra más apresurada. Seguramente habrás tenido ocasión de analizar la caligrafía de Breasted…

—Sí, sin duda —repuso Husseini—. Sigue.

—Normalmente es muy regular. Pues bien, esa anotación, como te he comentado, parecía escrita a toda prisa y hacía referencia a otro documento en el cual las relaciones con el hecho bíblico del Éxodo permitían deducir la existencia de ulteriores repercusiones. Ojo, la anotación no era clara, pero me intrigó la idea, podría haber sido el descubrimiento de mi vida. Busqué el condenado documento en todos los fondos de la biblioteca del Instituto Oriental, en todos los sótanos y en todos los registros, pero no hubo manera…

Husseini le ofreció un cigarrillo, le dio fuego y cogió otro para él.

—Lo recuerdo muy bien, a mí también viniste a verme…

—Sí. Pero no conseguí nada. Nada de nada. Sin embargo la anotación debía tener algún sentido. Para mí se convirtió en una obsesión. Al final se me ocurrió una idea: Breasted no tenía por qué haber legado todo al Instituto. A lo mejor existían fondos privados de los cuales no había registro.

»Le seguí la pista a los herederos. Por suerte, para entonces el registro civil de las grandes ciudades estaba ya en la Web, lo cual me facilitó bastante la tarea. Al final conseguí dar con el último descendiente de Breasted, un abogado de unos cincuenta años que vivía y, si no me equivoco, sigue viviendo, en una bonita casa de Longwood, por la zona de Beverly. Fui a verlo, le enseñé mis credenciales académicas y le hablé de un documento que podría contener las transcripciones de textos jeroglíficos de gran interés, pero sin mostrarle mis cartas.

—¿Y qué dijo?

—Fue amable. Dijo que yo no era el primero en interesarse por ese documento y que me olvidara del asunto porque no había visto ni rastros de él, pues los papeles de su abuelo, o lo que quedaba de ellos, habían sido analizados a fondo al menos una media docena de veces en el curso de los años, cada vez que alguno de mi oficio se topaba con la anotación. De todos modos, me dijo que podía pasar a la biblioteca si me empeñaba en repetir la búsqueda cuyos resultados eran previsibles. En fin, que aunque el hombre estuvo muy educado, me hizo sentir como un idiota.

»Para no acabar haciendo el papelón del año acepté su invitación y me puse a examinar, con escasa convicción, los papeles de la biblioteca privada. Volví al día siguiente y al otro porque soy un cabezota y a mí las dificultades me sirven de acicate; al final encontré un rastro que tal vez me habría ayudado a dar en la tecla…

—¿Te apetece comer algo? —lo interrumpió Husseini—. Al fin y al cabo es hora de cenar. No tengo mucha cosa, pero haremos como acostumbran en el desierto.

—Por mí vale —aceptó Blake.

Husseini metió en el horno un par de pide, sacó de la nevera la salsa picante y la puso a calentar, algo de humus, unos huevos duros, queso, judías estofadas.

—¿No tendrás cerveza? —le preguntó Blake—. ¿O eres religioso a rajatabla?

—No tan a rajatabla —repuso Husseini—, mi madre era libanesa.

Entre bocado y bocado, Blake siguió con su relato.

—Breasted tenía una amante. Una tal Suzanne de Bligny, viuda de un diplomático del consulado francés que se había establecido en Minneapolis, y con toda probabilidad se habían carteado. Logré descubrir también que en el curso de la carrera de su difunto marido la señora de Bligny había estado en Egipto y visitado Luxor.

—Ya me lo imagino —dijo Husseini—. Eran los tiempos del Hôtel du Nil, de Auguste Mariette y Emil Brughs, de la egiptología heroica…

—Como te contaba, entre los dos existían seguramente ciertas afinidades… Madame de Bligny tenía una hija, Mary Thérèse, que se casó con un tal James O’Donnel, oficial de la aviación, muerto en combate en los cielos de Inglaterra.

—Una dinastía de viudas… —comentó Husseini dejando sobre la mesa la salsa humeante.

Blake la vertió sobre su pide y se sirvió judías estofadas.

—Eso parece. En cualquier caso, Mary Thérèse O’Donnel seguía viva, tenía ochenta y siete años y la custodia de las cartas intercambiadas entre James Henry Breasted y su madre. Le pedí permiso para consultarlas y por fin di con el documento que llevaba meses buscando.

—Imagino que en esa época dejaste de lado todas tus otras actividades, las reuniones del Departamento, las fiestas del cuerpo académico, la recepción de estudiantes y a tu mujer.

—Así es —admitió Blake—. Estaba tan concentrado en mi investigación que no me daba cuenta del paso del tiempo ni de mis descuidos. Tampoco me daba cuenta de que si dejas la trinchera sin vigilancia el enemigo no tarda en ocuparla…

La cara de William Blake cambió de expresión, como si todos los pensamientos angustiantes que por un momento parecían haberle concedido cierta tregua hubiesen vuelto a apoderarse de golpe de su mente.

—¿Qué encontraste en ese archivo? —inquirió Husseini.

Blake vaciló, como si le costara revelar el secreto que hasta ese momento había guardado. Husseini bajó la vista y volvió a servirse de la bandeja.

—No estás obligado a contestar —le aclaró—. Podemos cambiar de tema. Hablar de mujeres, por ejemplo, o de política. Con todo lo que ocurre en mi país hay abundante materia de conversación.

Blake siguió manteniendo silencio. En la calle no se oía un alma. A esa hora no había nadie y la nieve que había vuelto a caer en abundancia amortiguaba hasta los toques del reloj de la torre de la Universidad. Blake se puso de pie y fue a la ventana; pensó en las arenas ardientes del Valle de los Reyes y por un instante tuvo la impresión de que todo había sido un sueño. Entonces dijo:

—El archivo se refería a la anotación que había leído en los documentos del Instituto Oriental y contenía el inicio de la transcripción de un texto jeroglífico que comenzaba con esta frase: seguí a los khabiru desde Pi-Ramsés por el Mar de cañas y luego en el desierto

—Impresionante, qué duda cabe —dijo Husseini—. Las coincidencias con el inicio del libro del Éxodo son notables. Pero sabes bien que en la literatura científica se han dado interpretaciones opuestas del gentilicio khabiru. No es seguro que signifique «hebreos», no es nada seguro. Espero que el revuelo que provocaste en el Instituto no se basara sólo en esto… Se veía claro que el tiro iba a salirte por la culata.

—El estilo de los ideogramas era en todo similar al de la estela llamada «de Israel» —rebatió Blake, resentido.

Husseini pareció acusar el golpe y aclaró:

—No cabe duda de que es impresionante… Perdona, no era mi intención poner en duda tu competencia. Lo que ocurre es que ciertas cosas parecen muy difíciles de creer. Preparo más café. ¿Quieres?

—Sí, si no te pones a tocar otra vez la música del mortero.

—Americano, con filtro —dijo Husseini al tiempo que cogía el hervidor del hornillo eléctrico—, de lo contrario no dormiremos más.

—Esa transcripción, avalada por la reputación de Breasted, contenía la prueba más explícita, jamás encontrada en un texto no bíblico, de la fiabilidad histórica del libro del Éxodo. Así las cosas, estaba decidido a llegar hasta el fondo. Breasted había anotado diligentemente la procedencia del original: un papiro que había visto en casa de un tal Mustafá Mahmoud, en Al-Qurna, con quien negoció por cuenta del Instituto Oriental. Sólo había podido leer la primera línea y copiar los ideogramas que la componían antes de que guardasen el papiro.

—Amigo mío, Al-Qurna era el paraíso de los ladrones de tumbas, pero también de los falsarios. Estoy cada vez más convencido de que has caído en una trampa…

—Lo que estaba en juego era demasiado valioso como para dejar pasar la ocasión. De todas maneras, Breasted no era un tipo descuidado; si él había considerado que el documento era auténtico, para mí había muchas posibilidades de que lo fuera. Después de sopesar todos los pros y los contras preferí arriesgarme y convencí al Consejo de la Facultad para que destinara una fuerte suma a la investigación de campo que yo mismo iba a realizar. El voto de Olsen, entre otras cosas, resultó determinante para la asignación de fondos.

—La cosa ha salido mal. Y todos esperaban como buitres para alimentarse de tu cadáver. ¿No es así?

—Un momento, ilustre colega. No soy tan imbécil. El documento existía. Y es posible que siga existiendo.

Husseini aspiró una profunda bocanada de humo y sacudió la cabeza.

—Han pasado casi noventa años…

—Te digo que el documento existía… mejor dicho, existe.

—Si no puedes encontrarlo es como si no existiera, lo sabes mejor que yo. En todo caso, me gustaría saber cómo puedes estar tan seguro. ¿No irás a decirme que has encontrado a los herederos de Mustafá Mahmoud en Al-Qurna?

—En efecto, he encontrado a sus herederos y algo mejor aún.

—¿Como qué?

—Una documentación fotográfica. Parcial, no muy clara, pero de todos modos sumamente significativa.

Se quedaron callados; el estudioso árabe seguía con la mirada la delgada voluta de humo que se elevaba de su cigarrillo y su huésped daba vueltas entre sus manos la taza de café vacía. El eco de la sirena de la policía rebotó a lo lejos entre las paredes de cristal de los rascacielos para propagarse a través de la cortina de nieve y llegar hasta aquella habitación lejana como un vagido extraño e inquietante.

—Sigue —le pidió Husseini.

—Era consciente de que en esa partida me jugaba el todo por el todo, como ocurre siempre cuando buscamos un documento que sirve de base a una tradición llegada hasta nosotros a través de los siglos; el riesgo menor es el cortocircuito y el peor, la catástrofe.

»Procedí con circunspección y nunca en primera persona; tenía un alumno, un tal Selim Kaddoumi —Husseini hizo un movimiento de cabeza para indicarle que lo conocía—, un muchacho estudioso que hacía conmigo el doctorado con una beca del gobierno egipcio, completamente bilingüe. Él hizo todos los contactos por cuenta mía, habló con los viejos fellahín de Al-Qurna, repartió dinero con mesura y siempre después de evaluar la situación, quedándose, como es evidente, con un lógico porcentaje hasta que consiguió una información importante. Los rumores del tráfico clandestino de antigüedades daban por inminente la salida al mercado de cierto número de piezas provenientes de un viejo fondo de la edad del oro.

»Fue entonces cuando entré en escena personalmente. Me puse un traje italiano de firma, alquilé un bonito coche y concerté una cita a la que me presenté como posible perista.

—¿Por qué? —preguntó Husseini.

—Como te he dicho ya, mi alumno había visto las fotos Polaroid de una de las piezas puestas a la venta y me lo reprodujo de memoria en un dibujo bastante exacto. Me pareció reconocer uno de los restos descritos por Breasted en el documento que había consultado en Minneapolis: un brazalete de bronce dorado con ámbar, hematites y cornalinas.

»Además, me enteré que también pondrían a la venta unos papiros. Era razonable suponer que el papiro que yo buscaba podía formar parte del lote, puesto que no se había vuelto a oír hablar de él desde la época de Breasted. O mucho me equivocaba o la suerte estaba a punto de sonreírme como jamás me habría atrevido a imaginar. En cualquier caso, valía la pena intentarlo.

Husseini sacudió la cabeza.

—No entiendo, Blake. ¿Una pieza reaparece al cabo de casi noventa años, justo cuando tú la buscas, y no sospechaste nada?

—No es exactamente así. No tenía ninguna certeza de que el papiro que estaba buscando formara parte del lote. Ni siquiera estaba del todo seguro de que el objeto que había visto dibujado a partir de una foto fuera el descrito por Breasted…

—Pero entonces… —dijo Husseini mirándolo con cara de incredulidad.

—Tal como ocurre en el mejor guión policiaco —lo interrumpió Blake—, la historia se complica, hijo de Alá. Para contarte cómo sigue necesito algo fuerte para beber, pero no querría estar pidiendo demasiado.

—Pues sí. Pero puedo darte otro cigarrillo. La nicotina te animará.

William Blake aspiró con avidez el humo del pequeño cigarrillo turco y siguió hablando.

—Me puse en contacto con un funcionario de nuestra embajada en El Cairo que me presentó Olsen, por si surgía la necesidad de agilizar los contactos con las autoridades egipcias, con la Dirección General de Bellas Artes y tramitaciones de ese tipo. Una noche me llamó a la hospedería del Instituto Oriental para citarme en la cafetería del Marriot. Era su lugar preferido porque sirven hamburguesas, bistecs y patatas fritas. Y los camareros llevan sombreros de vaquero, imagínate.

»Me dijo que me mantuviese alerta porque había otra gente, no me dio más detalles, gente con mucho poder, peligrosa, a la que le interesaba aquel lote y que no permitiría que se lo arrebataran. En fin, que me avisaba por hacerme el favor. Como diciendo: “Ojo, se trata de objetos con muy mala sombra”. Para mí fue otro indicio positivo. Si había oscuras y poderosas instituciones interesadas en aquellos restos quería decir que se trataba de objetos de excepcional importancia, como por ejemplo el papiro de Breasted.

—¿Cómo creíste que ibas a quitarles ese papiro de las manos? —inquirió Husseini.

—Con una buena dosis de presunción, pero también con una discreta organización. Si el juego hubiese sido limpio habría ganado yo.

—Ya… me lo imagino. Pero lo que ocurrió fue que te mandaron a la policía egipcia para que te pillaran con objetos comprometedores en la mano, o en casa, o en el coche.

—Más o menos… El vendedor era del oficio; conocía las piezas a fondo y estaba en condiciones de describirlas en términos técnicos adecuados pero le interesaba colocar sobre todo las joyas: el brazalete, un pectoral y un anillo, todos de la dinastía XIX. Los objetos que llevaba encima, sin embargo, eran de menor importancia, aunque correspondían a los enseres principales: dos brazaletes, un pendiente, además de escarabeos, ankh, ushabti.

»Cuando le mencioné los papiros empezó a hacerme preguntas. Para mí que sabía que había otra persona interesada en ese lote. Cuando le di elementos suficientes para demostrarle que no formaba parte de ninguna camarilla sospechosa, el hombre se mostró más flexible y me enseñó la foto. Te juro que por poco me da un ataque. Era ese, no había duda: conocía de memoria la secuencia y el estilo de los ideogramas de la primera línea y en la correspondencia de Breasted había leído muchas veces la descripción del papiro. No podía caber duda alguna.

»Hice lo posible por ocultar mi emoción y le pregunté si no podía dejarme la foto. Si lo conseguía, habría sido una conquista.

Por lo menos habría podido leer el texto.

—¿Y qué hizo?

—Vaciló un instante y volvió a guardarla en el bolsillo interior de la americana. Dijo algo así como: «Mejor no. Si la descubrieran en su casa o se la encontraran encima le harían preguntas». Me dijo que tenía que discutir mi oferta con la persona para la que trabajaba y que me llamaría. No volví a verlo. Poco después llegó la policía. El hombre desapareció en medio del jaleo y a mí me pillaron sentado ante aquella mesa con todos esos objetos. El resto es historia…

Husseini reflexionó un momento sin decir nada mientras miraba disimuladamente a su compañero.

—¿Estaba oscuro cuando apareció la policía? —preguntó de repente.

—El local donde me encontraba era una especie de gran almacén situado en un semisótano de Khan el Khalil, lleno de todo tipo de mercancías, apenas iluminado por dos o tres bombillas. Alguien que hubiese conocido el lugar habría podido esfumarse sin problemas, pero yo no habría sabido hacia dónde ir; además, no tenía intenciones de escapar.

—En tu opinión, ¿quién informó a la policía egipcia?

—¿Mis misteriosos competidores?

—Es lo más probable. Sobre todo si pensaban dar con ese papiro. Seguramente quien estaba al frente de los policías se había puesto de acuerdo con ellos y actuaba siguiendo sus instrucciones.

—Después de la detención me declararon persona no grata y luego me expulsaron.

—Te podía haber ido peor. ¿Tienes idea de lo que son las cárceles egipcias?

—Puedo imaginármelas después de haber pasado cinco días detenido. Sin embargo, si pudiera, volvería ahora mismo.

Husseini lo miró entre admirado y compadecido.

—No has tenido bastante, ¿eh? Hazme caso, hombre, mejor olvídate de todo el asunto porque para ti no habría una segunda oportunidad. Se trata de un mundo peligroso: peristas, ladrones, traficantes de droga, gente que no perdona. Si volvieras, dejarías el pellejo.

—La verdad es que en este momento esa idea no me asusta demasiado.

—De acuerdo, pero se pasará, puedes estar seguro. Te levantarás un día y tendrás ganas de empezar otra vez de cero…

Blake negó con la cabeza.

—¿Empezar de cero qué?

—Lo que sea. Mientras hay vida hay esperanza… ¿Y el papiro?

—No he vuelto a saber nada. A mi regreso me vi superado por los acontecimientos. La pérdida de la cátedra, la pérdida de mi mujer…

—¿Qué harás ahora?

—¿Te refieres a ahora mismo?

—A eso me refiero.

—Me iré andando hasta mi coche y volveré a mi casa. Tengo un rincón en Bolton Lane, por la zona de Blue Island. No pienso suicidarme, si es eso lo que estás pensando.

—No sé… —dijo Husseini—. Dudo que pueda hacer mucho por ti en la Facultad. No soy más que profesor asociado y el puesto no es fijo pero, si quieres, cuando vuelva Olsen puedes decirle que estoy dispuesto a echarte una mano…

—Te lo agradezco, Husseini. Ya me has ayudado. Y pensar que yo nunca te he tenido en cuenta…

—Es normal. No se puede mantener contactos con todos los colegas.

—Bueno, se ha hecho tarde. Me marcho.

—A mí no me molestas, si quieres puedes quedarte y dormir en el sofá. No es gran cosa pero…

—No, gracias. Ya he abusado bastante de tu hospitalidad. Será mejor que me marche. Gracias de nuevo. Es más, me alegrará mucho que me devuelvas la visita. Mi casa no es un sitio tan bonito como éste pero siempre podré ofrecerte una copa de algo… Mira, aquí te apunto la dirección… si te apetece, claro está.

—Cuenta con ello —dijo Husseini.

Blake se acercó a una mesa para escribir la dirección y vio la foto de un niño de unos cinco años en la que se leía en árabe:

A Said. Papá.

Le habría gustado preguntar quién era el niño pero se limitó a garabatear sus datos, se puso el abrigo y fue hacia la puerta de calle. Seguía nevando.

—¿Puedo hacerte una última pregunta? —le dijo Husseini.

—Adelante.

—¿De dónde viene el nombre de William Blake? Es como llamarse Harun al Rashid o Dante Alighieri o Thomas Jefferson.

—Pura casualidad. Nunca he querido que me llamaran Bill, porque Bill Blake suena fatal, es muy cacofónico, parece un tartamudeo.

—Entiendo. Hasta la vista. Iré a verte, aquí puedes venir cuando quieras siempre que te apetezca charlar.

Blake se despidió con la mano y se adentró en la nieve ya alta. Husseini lo vio recorrer los círculos de luz que proyectaban las farolas sobre la acera hasta que desapareció en la oscuridad.

Cerró la puerta y volvió a sentarse en la sala. Encendió otro cigarrillo y estuvo largo rato envuelto en las sombras pensando en William Blake y el papiro del Éxodo.

A las once encendió el televisor para ver la CNN. Más que las noticias de la crisis de Oriente Medio le gustaba ver los lugares: los horribles callejones de Gaza, el polvo, los charcos de aguas residuales. Recuperaba así los recuerdos de la infancia, los amigos con los que había jugado en la calle, el olor a shay y a azafrán del bazar, el sabor de los higos todavía verdes, el olor del polvo y de la juventud. Al mismo tiempo sentía un placer inconfesable por encontrarse en un cómodo apartamento de Estados Unidos, con un sueldo en dólares y una secretaria afable y desinhibida de la Oficina de Estudiantes de la Universidad, que iba a verlo dos o tres veces por semana y en la cama no ponía límite alguno a sus iniciativas.

Sonó el teléfono cuando se disponía a acostarse y pensó que William Blake había cambiado de idea y se había decidido a pasar la noche en su apartamento en lugar de enfrentarse a la larga caminata en medio de la nieve y el viento helado.

Contestó con la intención de decir: «Hola, Blake, ¿has cambiado de idea?» Pero la voz que oyó entonces le heló la sangre en las venas.

Salam aleykum, Abu Ghaj, cuánto tiempo sin tener noticias tuyas…

Husseini reconoció aquella voz, la única en este mundo que podía llamarlo por ese nombre, y no supo qué responder. Armándose de valor, dijo:

—Pensaba que esa etapa de mi vida había terminado hace mucho tiempo. Aquí me dedico a mis obligaciones, a mi trabajo…

—Hay obligaciones a las que debemos permanecer fieles toda la vida, Abu Ghaj, y un pasado del que nadie puede huir. ¿Acaso ignoras lo que ocurre en nuestro país?

—Lo sé —dijo Husseini—. Pero ya he pagado cuanto podía. He cumplido con mi parte.

La voz que venía del otro extremo de la línea guardó silencio un instante. Husseini oyó un ruido de fondo de trenes: el hombre telefoneaba desde una cabina cerca del paso elevado o bien estaba en el vestíbulo de la estación La Salle.

—Necesito verte cuanto antes. Ahora mismo si es posible.

—Ahora… no puedo. Estoy acompañado —improvisó Husseini.

—La secretaria, ¿eh? Dile que se vaya.

Hasta de eso estaba enterado.

—Pero no puedo. Yo… —balbuceó.

—Entonces ven tú a verme. Dentro de media hora, en el aparcamiento del Shedd Aquarium. Tengo un Buick Le Sabre gris, con matrícula de Wisconsin. Te aconsejo que no faltes —dicho lo cual, colgó.

Husseini sintió que se le venía el mundo abajo. ¿Cómo era posible? Había dejado la Organización después de años de duros combates, de emboscadas y encarnizados conflictos. Se había marchado seguro de haber pagado su tributo a la causa. ¿A qué venía esa llamada? Tenía ganas de no ir. Por otra parte, sabía muy bien por experiencia personal que esa gente no bromeaba y mucho menos Abu Ahmid, el hombre que le había telefoneado y del que sólo conocía el nombre de batalla.

Suspiró, luego desconectó el televisor, se puso una parka forrada de piel, se enfundó los guantes, apagó las luces, salió y cerró la puerta. Tenía el coche aparcado junto a la acera. Con el rascador tuvo que eliminar la costra de hielo y nieve acumulada en el parabrisas, luego arrancó el motor y partió.

La nieve caía fina pero abundante, impulsada por el viento helado que soplaba del este. Dejó a la derecha los edificios neogóticos de la Universidad de Chicago y enfiló la calle 57 hasta llegar a Lake Shore Drive, a esas horas casi desierta.

Se encontró entonces con el escenario espectacular del centro; hacia él avanzaba la silenciosa falange de gigantes de cristal y acero, brillantes de luces contra el cielo gris. La cima de la Sears Tower se perdía en el manto bajo de nubes y las luces del techo palpitaban dentro de la masa neblinosa como relámpagos de un temporal. El John Hancock extendía sus colosales antenas en el interior de las nubes, como brazos de un antiguo titán condenado a sostener el cielo por toda la eternidad. Las otras torres, algunas con viejas incrustaciones doradas en las nervaduras de negra piedra, otras relucientes de metales anodizados y plásticos fluorescentes, se abrían en abanico y pasaban a su lado como enormes escenografías en la atmósfera mágica e inmóvil de la nevada.

Pasó despacio al lado del Museo de Ciencias e Industria, espectral con sus columnas dóricas, teñido de una luz verde que lo hacía parecer de bronce y, al cabo de poco trecho, a la derecha se encontró la larga península en uno de cuyos extremos estaba el Shedd Aquarium y en el otro el tambor de piedra del Planetario. La recorrió a poca velocidad, dejando profundos surcos en la blanca capa de nieve, siguiendo la rodada anterior, en parte cubierta por la nieve que aún caía incesante atravesando el haz luminoso de sus faros sobre el movimiento continuo y alternado del limpiaparabrisas.

Vio un coche aparcado con las luces de posición encendidas y se detuvo; siguió a pie con la nieve hasta los tobillos. Era él; se acercó, abrió la portezuela y se sentó.

—Buenas noches, Abu Ghaj. Salam aleykum.

Aleykum salam, Abu Ahmid.

—Lamento haber interrumpido tu velada…

—No has interrumpido mi velada, Abu Ahmid. Has interrumpido mi vida —aclaró Husseini con la cabeza baja.

—Deberías imaginártelo. Tarde o temprano, estén donde estén, encontramos a los desertores.

—Yo no soy desertor. Cuando entré en la Organización advertí que me marcharía cuando no pudiera aguantar más. Y tú aceptaste mi condición. ¿O lo has olvidado?

—Lo recuerdo perfectamente, Abu Ghaj. De lo contrario no estarías aquí, vivito y coleando, hablando conmigo… Pero hay que tener en cuenta que te fuiste sin decir palabra.

—No tenía nada que decir. Estaba todo dentro de lo acordado.

—¡Eso lo dices tú! —rebatió Abu Ahmid con dureza—. Soy yo quien decide. En esa ocasión habría podido dictar tu condena a muerte.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Nunca tomo decisiones temerarias. Pero en mis libros tu nombre figura en la columna del debe.

Husseini bajó la cabeza y dijo:

—Y has venido a saldar la cuenta, ¿no es así?

Abu Ahmid no respondió, pero para Husseini ese silencio fue elocuente pues intuyó que su vida no sería suficiente para saldar la deuda.

—¿No es así? —insistió.

Abu Ahmid habló como si en ese mismo instante comenzara a exponer sus ideas.

—Las circunstancias son tan dramáticas y apremiantes que todos debemos aportar nuestro grano de arena. En este momento, vuestra vida privada carece de valor.

—La mía lo tiene. Si es posible, a mí no me metas. Ya no tengo la energía necesaria ni las motivaciones. Puedo contribuir con algo de dinero, si quieres, lo que esté a mi alcance… Pero por favor, a mí no me metas. No puedo serviros de nada.

Abu Ahmid se volvió hacia él bruscamente y le dijo:

—Esa actitud podría confirmar plenamente la acusación que pende sobre tu cabeza desde hace mucho: ¡deserción! Y yo tengo el poder de pronunciar tu condena y la facultad de ejecutar aquí mismo la sentencia.

A Husseini le habría gustado decir: «Haz lo que te dé la gana, cabrón, y vete al infierno»”, pero vio bailar la nieve en el haz luminoso de las farolas y las mil luces de la ciudad reflejadas en el cristal bruñido del lago y dijo:

—¿Qué quieres que haga?

Abu Ahmid habló en voz baja, con la barbilla apoyada en el pecho.

—Cuando te haya contado lo que está a punto de ocurrir me agradecerás por haberte buscado, por haberte dado la posibilidad de participar en un momento histórico para nosotros y toda la nación. La entidad sionista será finalmente borrada para siempre de la faz de la tierra y la ciudad santa de Jerusalén devuelta a los verdaderos creyentes…

Husseini sacudió la cabeza.

—Creía imposible que se os ocurriera organizar otro baño de sangre, otra matanza inútil, como si no bastara ya con toda la sangre derramada inútilmente…

—Esta vez es diferente, esta vez la victoria es segura.

—Dios mío… Siempre habéis dicho lo mismo y cada vez la derrota ha sido más humillante. Mira ante ti, Abu Ahmid. ¿Ves esas torres colosales? En cada una de ellas viven tantas personas como las que viven en muchas de nuestras aldeas, cada una de esas torres es el monumento a una potencia económica, a menudo más fuerte y más rica que cada uno de nuestros Estados. Son el símbolo de un poder imperial sin un solo competidor en el mundo, y ese poder está dotado de armas e ingenios lo bastante sofisticados como para escuchar a miles de kilómetros de distancia cada una de nuestras palabras, cada uno de nuestros suspiros. Y esa potencia no quiere que nada cambie en el actual orden político de nuestra región, a pesar de las provocaciones, a pesar de las violaciones de los pactos estipulados.

Abu Ahmid se volvió hacia él y lo miró con una extraña sonrisa.

—Vaya, parece que te has vuelto uno de ellos…

—Pues sí, Abu Ahmid. Hace años que tengo la nacionalidad estadounidense.

—La nacionalidad no es más que un trozo de papel. Las raíces del alma son otra cosa… algo que no se puede borrar de ninguna manera… Pero te equivocas en lo que dices. Esta vez el combate será en igualdad de condiciones. No tendrán ninguna posibilidad de desplegar su potencial destructivo. Esta vez las armadas islámicas expugnarán Jerusalén como en tiempos de Salah ad Din, se batirán cuerpo a cuerpo sin que los hombres que habitan en lo alto de esas torres puedan variar el resultado de la batalla. Esta vez venceremos nosotros, Abu Ghaj.

Husseini guardó silencio; en la noche invernal, el aliento que le salía por la nariz se condensaba en nubecillas de vapor porque, al no estar el motor encendido, el coche se había enfriado. Pensaba en qué querrían decir esas palabras: ¿serían un engaño o Abu Ahmid ocultaba un as en la manga para jugarlo en la mesa de la historia? Seguía sin poder creer lo que le estaba ocurriendo.

Insistió en hacer valer sus débiles razones.

—¿De verdad queréis comenzar una guerra? ¿Desencadenar la destrucción de miles de seres humanos? Quiero que sepas que para mí no existe una causa que valga ese precio… Creo que la Historia enseña algo a la humanidad y que la enseñanza más importante es que la guerra es un precio demasiado elevado.

—Bonitas palabras, Abu Ghaj. No hablabas así cuando vivías en los campos de refugiados, cuando te tuteabas todos los días con la miseria y la muerte, las enfermedades y el hambre, cuando viste morir a tu familia en un bombardeo del enemigo…

Husseini notó que se le hacía un nudo en la garganta.

—Entonces creías que combatir era la única salida para la gente desesperada. Piénsalo bien, piénsalo y verás que tus palabras tan conciliadoras y sabias no son más que la consecuencia lógica de tu vida cómoda y tranquila. No son más que la expresión de tu egoísmo. Pero no quiero insistir, no es el momento ni el lugar para debatir problemas tan complejos y difíciles. Sólo quiero saber de parte de quién estás.

—¿Tengo elección?

—Sin duda. Pero sea cual sea tu elección tendrá sus consecuencias.

—Ya —dijo Husseini asintiendo con la cabeza. Y pensó: «Si te diera la respuesta que yo sé, mañana encontrarían mi cadáver tendido en la nieve manchada de sangre…»

—Escucha —dijo Abu Ahmid—, te necesitamos. Te garantizo que no te verás implicado en operaciones que supongan derramamiento de sangre. Necesitamos a alguien fuera de toda sospecha. Sólo yo conozco tu verdadera identidad; necesitamos un hombre que nos sirva de punto de referencia aquí, dentro del sistema, para un comando que está a punto de entrar en este país.

—¿Acaso no es lo mismo?

—No. No queremos derramar sangre inútilmente. Sólo queremos poder luchar contra nuestro enemigo en igualdad de condiciones. Para eso debemos inmovilizar a Estados Unidos hasta que acabe el duelo. Da igual que consigamos la victoria o que nos aniquilen, esta será la última batalla.

—¿Qué tendría que hacer yo?

—Tres grupos formados por nuestros mejores hombres, todos libres de sospecha, deberán operar dentro de Estados Unidos durante el tiempo necesario. No se conocen entre sí, jamás se han visto, pero deberán moverse al unísono, con una coordinación perfecta, cronométrica. Actuarán como un arma letal apuntada a la sien del coloso y tú serás quien pondrá el dedo en el gatillo.

—¿Por qué yo? —preguntó Husseini sin salir de su incredulidad—. ¿Por qué no lo haces tú?

—Porque a mí me necesitan en otra parte y porque aquí nadie sabe quién es Abu Ghaj.

Omar al Husseini se dio cuenta de que todo había sido programado de antemano y que no tenía escapatoria. Bastaba con que Abu Ahmid facilitara a las autoridades norteamericanas pruebas de que el profesor Husseini había sido en realidad Abu Ghaj, el terrorista buscado desde hacía años por todas las policías de Occidente y desaparecido como por arte de encanto, para que acabara en la silla eléctrica.

—¿Cuándo comienza la operación? —preguntó.

—Dentro de cinco semanas, el 3 de febrero.

Husseini inclinó la cabeza, con gesto de derrota.

Abu Ahmid le entregó un aparato con aspecto de pequeña caja negra.

—Todas las instrucciones en código te llegarán por ordenador desde donde se retransmitirán a los destinos que ya te indicaremos, aquí tienes el sistema de reserva. Bajo ningún concepto deberás perderlo y deberás llevarlo siempre encima. La contraseña para el acceso lleva el mismo nombre que el de la operación que vamos a iniciar: Nabucodonosor.

Omar al Husseini se lo guardó en el bolsillo, fue hasta su coche, puso el motor en marcha y desapareció en medio de la ventisca.