Epílogo

David, hizo ademán de sacar la cartera pero una voz a sus espaldas le dijo:

—Invito yo, señor, si me permite.

Avner se volvió y ante él vio a Fabrizio Ferrario. Vestía un traje de lino azul de corte magnífico y lucía un bronceado impecable.

—Me alegro mucho de que hayas salido con vida, Ferrario. ¿Qué, nos marchamos ya?

—Sí, señor. No quería irme sin haberme despedido de usted.

—¿Has vuelto entero como te recomendé?

Ferrario se miró la entrepierna y guiñándole el ojo contestó:

—En la última comprobación que hice no faltaba nada, señor.

—Estupendo. Buen viaje, pues.

—¿Irá a verme a Venecia?

—Me gustaría. Quién sabe… a lo mejor algún día, cuando me retire de este maldito trabajo.

—Y si no aquí, en Jerusalén, cuando usted me necesite. Shalom, señor Avner.

Shalom, muchacho. Recuerdos para tu hermosa ciudad.

Avner lo vio alejarse, pensó en las hermosas muchachas que estarían esperando a Ferrario en Italia y suspiró.

Se echó la gabardina sobre los hombros y salió. Recorrió a pie las calles de la ciudad antigua hasta el portal de su casa. Entró y subió andando, aunque a paso lento, como solía hacer las pocas veces que conseguía no fumar como un carretero. Cuando llegó al rellano se detuvo para recobrar el aliento y desde un rincón oscuro oyó a sus espaldas una voz que no escuchaba desde hacía mucho tiempo.

—Buenas noches, señor.

Avner se sobresaltó pero no se dio la vuelta. Mientras metía la llave en la cerradura respondió:

—Buenas noches, portero de noche. La verdad, no creía que volveríamos a vernos.

—Lo imagino. No ha sido fácil sobrevivir a todos los sicarios que mandó contra mí por tierra y aire.

Avner abrió la puerta y le indicó al inesperado huésped que se pusiera cómodo.

—Pase, doctor Blake. Supongo que tendrá algo que decirme.

Blake entró. Avner encendió la luz y le señaló una silla, tomó asiento y se cubrió los ojos con las manos.

—Lleva una pistola en esa bolsa, ¿no es así? Ha venido a matarme —dijo—. Hágalo, si quiere. Me da lo mismo vivir o morir.

—Teníamos un pacto —le recordó Blake.

—Es verdad. Yo lo libraba a usted de quince años de cárcel en Egipto y a cambio usted continuaba para nosotros la búsqueda del papiro de Breasted y nos facilitaba toda la información útil que encontrara en el curso de su trabajo.

—Eso mismo hice a costa de grandes riesgos. Entonces, ¿por qué…?

—Imprevistos, Blake —lo interrumpió Avner, sonriendo burlón—, son los imprevistos los que marcan el curso de los acontecimientos. Cuando mis agentes fueron a verlo para llevarlo otra vez a Egipto con papeles e identidad nuevos usted ya no estaba, se había ido. Al principio pensé que no había soportado el golpe de su despido del Instituto, pero después oí su voz…

Blake abrió los ojos como platos.

—Es imposible. Entonces… Gordon y Sullivan…

—Nunca trabajaron para mí. Cuando me habló de ellos ni siquiera conocía sus nombres. Si usted hubiese infringido la regla que le di, es decir no hablar nunca de la Organización ni hacer jamás referencia a la verdadera identidad de otro agente, ni siquiera con el interesado, se habría dado cuenta enseguida, pero…

—Yo respeto los pactos.

—Yo también… siempre que me resulte posible. La primera vez que me llamó me di cuenta al instante de que algo no funcionaba. Pero lo que estaba descubriendo era todavía más interesante. Por eso dejé que continuara, como si todo hubiese sido planificado de antemano. Era extraordinario cómo hacía sus informes, sin referirse nunca a sí mismo en primera persona, ni siquiera cuando hablaba de su excavación. ¡Formidable! Un talento natural extraordinario, no exento de cierto narcisismo.

—Seguí las normas de seguridad que me dieron, nunca se puede estar seguro de quien te escucha del otro lado.

—En efecto.

—Fueron ustedes quienes provocaron la matanza en el campamento de Râ’s Udâsh. ¡Una matanza inútil! Después me echaron encima a todos, a los israelíes, a los egipcios, a los norteamericanos.

—¿Inútil? —repitió Avner poniéndose en pie de repente, con el rostro encendido—. Es usted un estúpido, un ingenuo, como todos los norteamericanos. ¿Se da cuenta de las consecuencias que habría tenido el descubrimiento si hubiese sido divulgado? Habría privado a gran parte de la humanidad de la esperanza del infinito, habría destruido lo poco que queda del alma de la civilización occidental y la identidad de mi pueblo. ¿No le basta? Lo habría hecho por mucho menos.

—De modo que si me marcho de aquí sin matarlo no saldré con vida de este país.

—No —contestó Avner—, no debería haber venido.

—Se equivoca. Sería otro homicidio inútil.

—Se niega usted a entender… —dijo Avner y al ver que Blake metía la mano en la bolsa pensó que ya no le importaba nada, que se le habían terminado las ganas de luchar. Miró entonces hacia su mesa y vio la foto de un muchacho de algo más de veinte años y dijo:

—Si va a matarme, dese prisa. No soporto la incertidumbre.

Blake no dijo nada, se limitó a dejar una carpeta blanca en la mesa.

—¿Qué es eso? —inquirió Avner, imprevistamente turbado.

—El papiro de Breasted —dijo Blake—. Siempre cumplo con mis compromisos. También está mi traducción. Si se fía de mí.

Avner abrió la carpeta y tras el papel protector vio transparentarse los colores y los ideogramas del papiro. Encontró al lado la traducción y, al recorrerla con la mirada, su rostro se fue llenando de estupor y consternación:

Pepitamón, escriba y superintendente de los palacios del Harén Real, humilde siervo de tu Majestad, a la princesa Bastet Nefrere, luz del Alto y el Bajo Egipto saluda.

Seguí a los khabiru desde Pi-Ramsés por el Mar de cañas y luego en el desierto occidental donde vagaron durante años alimentándose de langostas y raíces. Viví como ellos y hablé como ellos. Como ellos me alimenté y bebí el agua amarga de los pozos y recé a los grandes Dioses de Egipto cuando no me veían.

El día en que los khabiru volvieron a venerar al toro sagrado Apis y fundieron un simulacro de oro, abrigué la esperanza de que el corazón de tu amado hijo Moisés cambiara también. Pero Moisés destruyó el toro, cometió sacrilegio erigiendo un altar al Dios de los khabiru y un santuario miserable hecho de piel de cabra.

Cuando le llegó la hora, enfermó y murió y los khabiru lo sepultaron en una fosa en la arena, como se hace con la carroña de los perros o los chacales, sin un signo que recordara su nombre.

Entonces esperé a que ellos se hubieran marchado y como por orden de tu Majestad no podía devolverlo a Egipto, siguiendo tu voluntad, hice venir a los excavadores y picapedreros hasta el corazón del desierto y excavé una tumba digna de un príncipe, en el mismo lugar en que había erigido su santuario de pieles de cabra, para purificarlo.

Embalsamé su cuerpo, cubrí su cara con una máscara bien hecha. Añadí las imágenes de los Dioses y cuanto es justo que acompañe a un gran príncipe al Lugar Inmortal y a los campos de lalu. Lo dispuse todo de manera que el secreto no pudiera ser violado. Nadie salió de ese lugar, salvo tu siervo.

Que Osiris, Isis y Horus protejan a tu Majestad y a tu humilde siervo Pepitamón que te saluda postrado en el polvo.

—Los ha matado por nada —dijo Blake cuando Avner terminó de leer—. Moisés fue sepultado en la tumba de Râ’s Udâsh según el rito egipcio después de su muerte y en contra de su última voluntad.

—Yo no… no podía imaginarlo… tampoco usted, Blake. Nadie habría podido imaginarlo nunca. ¿Dónde está la tumba, Blake? ¿Dónde está sepultado?

—No se lo diré, Avner. Porque también era el lugar del Templo bajo la tienda, donde ocultaron el Arca durante el asedio de Jerusalén. Yo la vi, Avner. En medio de la espesa polvareda vi brillar las alas de oro de los querubines. Pero ustedes tienen las bombas nucleares de Beersheba, Avner. No necesitan el Arca… Ah, se me olvidaba —añadió.

Metió la mano en el bolsillo superior de la chaqueta, sacó un transmisor en forma de pluma y lo dejó sobre la mesa.

—Con esto sólo puedo comunicarme con usted y, la verdad, creo que no tengo nada más que decirle.

Salió y cerró la puerta.

Cuando llegó al final de la escalera oyó un disparo amortiguado por un silenciador. Ya en el umbral se dio media vuelta y miró hacia arriba.

—Adiós, señor Avner —dijo—. Shalom.

Salió y se perdió entre la multitud.