El padre
—¡Anuncie usted al comisario Maigret!
Sonreía a pesar suyo, porque era su primera salida y se sentía feliz de andar como todo el mundo. ¡Incluso se sentía orgulloso, como un niño que diese los primeros pasos!
Y, no obstante, su paso era pesado, vacilante. Tuvo que sentarse porque notó que un sudor inquietante le perlaba la frente.
¡Un ayuda de cámara de chaleco a rayas! ¡Con cabeza de campesino elevado a un grado más alto, por lo que experimentaba un orgullo insensato!
—Si el señor quiere tener la amabilidad de seguirme. El señor procurador recibirá al señor dentro de unos minutos.
El criado no parecía darse cuenta de lo penoso que puede resultar a veces el subir una escalera. Maigret se aferró a la barandilla. Contaba los escalones.
Todavía quedaban ocho.
—Por aquí. Un momento.
¡La casa era exactamente tal como Maigret la había imaginado! ¡Y se encontraba en el famoso despacho del primer piso, que había evocado tantas veces!
Era una habitación grande, rodeada de estanterías de libros. No había nadie y no se oían pasos, pues las paredes estaban cubiertas por espesos tapices.
Entonces Maigret, a pesar de sus deseos de sentarse, se aproximó a una estantería oculta por una cortina verde, por lo visto para defender los libros contra las miradas.
¡Corrió la cortina y vio que detrás no había nada, sólo estantes vacíos!
Y cuando se volvió vio al señor Duhourceau, que estaba observándolo.
—Hace dos días que lo espero. Confieso que…
¡Se diría que había adelgazado diez kilos! Tenía las mejillas hundidas y los pliegues de su boca eran dos veces más profundos.
—Siéntese, se lo ruego.
El señor Duhourceau estaba violento. No se atrevía a mirar a su interlocutor a la cara. Se sentó en su lugar habitual, ante una mesa llena de papeles.
Entonces Maigret juzgó que sería más caritativo acabar de un modo rápido, con pocas palabras.
Un hombre de sesenta y cinco años, solo en aquella gran casa, solo en la ciudad, donde era el más alto magistrado, solo en la vida.
—Veo que ha quemado usted sus libros.
No hubo respuesta. Sólo un ligero tinte rosáceo en las mejillas de su interlocutor.
—Permítame que acabe primero con la parte judicial del asunto. Creo, por otra parte, que a estas horas todo el mundo está de acuerdo sobre ello.
»Samuel Meyer, que fue lo que podríamos llamar “un aventurero burgués”, es decir, un comerciante nato navegando en aguas prohibidas, tuvo la ambición de hacer de su hijo un hombre importante.
»Estudios de Medicina. El doctor Meyer se convierte en el ayudante del doctor Martel. Toda clase de sueños sobre el porvenir le están permitidos.
»Primer acto: en Argel. El viejo Meyer recibe a cómplices que lo amenazan. Y los manda al otro mundo.
»Segundo acto: también en Argel. Samuel es condenado a muerte. Siguiendo los consejos de su hijo, simula una meningitis. Y su hijo lo salva.
»¿El hombre que fue enterrado con su nombre estaba ya muerto en aquel momento? ¡No lo sabremos jamás!
»El hijo de Meyer, que toma desde entonces el nombre de Rivaud, no es hombre amigo de esconderse. Es fuerte. Se basta a sí mismo.
»¡Es ambicioso! Un ser de inteligencia aguda, que conoce su valía y que quiere aprovecharla cueste lo que cueste.
»Una única debilidad: se enamora de una de sus enfermas y se casa con ella, para darse cuenta un poco más tarde de que carece de interés».
El procurador escuchaba sin alterarse. Para él aquella parte del relato carecía de interés. Pero aguardaba el resto con angustia.
—El nuevo Rivaud hizo que su padre se marchase a América. Luego se instaló aquí con su mujer y su cuñada.
»Y, naturalmente, lo que tenía que llegar llegó. Aquella joven que vive bajo su techo lo provoca, lo intriga, y acaba por seducirlo.
»Y empieza el tercer acto. En ese momento el procurador de la República, por medios que no conozco todavía, está a punto de conocer la verdad sobre el cirujano de Bergerac. ¿No es así?».
Claramente, sin la menor vacilación, el señor Duhourceau replicó.
—Es así.
—De modo que había que hacerlo callar. Rivaud sabía que el procurador tenía una manía relativamente inofensiva. Los libros eróticos, llamados, por eufemismo, «ediciones para bibliófilos».
»Es la manía de los solterones que tienen demasiado dinero y que encuentran demasiado monótono coleccionar sellos.
»Rivaud se aprovechó de esa manía. Le presentó a su cuñada como a la perfecta secretaria. Ella vino a ayudarlo en el archivo, y poco a poco le forzó a que le hiciese la corte.
»Excúseme, señor procurador. Hasta ahora no ha sido difícil. Lo más difícil es esto: Françoise está embarazada. Necesitan que usted crea que el hijo es suyo, para así tenerlo a su disposición.
»Rivaud no quiere huir de nuevo, cambiar de nombre, situarse otra vez. Se empieza a hablar de él. El porvenir es magnífico.
»Françoise consigue…
»Y, naturalmente, cuando le anuncia que va a ser madre, usted no duda ni un momento que…
»¡Ahora ya no podrá usted decir nada! ¡Le tienen en sus manos! Alumbramiento clandestino en Burdeos, en casa de Josephine Beausoleil, adonde usted sigue yendo a menudo a ver a la niña a la que toma por su hija. Fue la misma Beausoleil quien me lo dijo».
Y Maigret, por pudor, evitó mirar a su interlocutor.
—¿Me comprende? ¡Rivaud era un arribista! ¡Un hombre superior! ¡Un hombre que no quería recordar su pasado! Amaba a su cuñada, pero a pesar de ello su preocupación por el porvenir fue más fuerte y toleró que una vez, por lo menos, ella pasase a sus brazos. Ésta es la única pregunta que me permitiré hacerle: ¿sólo una vez?
—¡Sólo una vez!
—Después ella rehusó, ¿verdad?
—Bajo diversos pretextos. Le daba vergüenza.
—¡No! ¡Amaba a Rivaud! Se había entregado a usted sólo para salvarlo. Usted estaba persuadido de que la niña era suya. ¡En adelante, se callaría! Incluso iba con frecuencia a Burdeos, a ver a su hija.
»Y he aquí el drama. En América del Norte, Samuel, nuestro Samuel de Polonia y Argel, se volvió completamente loco. Asaltó a dos mujeres en las cercanías de Chicago y las remató clavándoles una aguja en el corazón. Eso lo he descubierto consultando los archivos.
»Al verse perseguido volvió a Francia. Y vino a Bergerac en busca de dinero. Su hijo le dio fondos para que desapareciese de nuevo, pero al marcharse, en una nueva crisis, cometió otro crimen. Estrangulación. Aguja en el corazón. Fue en el bosque del Molino Nuevo, que hay que atravesar para ir de la casa del doctor a la estación. ¿Sospecha usted ya la verdad?».
—¡No! ¡Le juro que no!
—Volvió a casa de su hijo. Probablemente varias veces. Rivaud le daba dinero cada vez, para que se fuese. No podía hacerlo internar, y mucho menos hacerlo detener.
—Le dije que era necesario que aquello terminase.
—Sí, y en consecuencia él tomó sus medidas. El viejo le telefoneó, y su hijo le dijo que bajase del tren un poco antes de la estación.
«¡Eso es todo! ¡Su hijo lo mató! No toleraba ningún obstáculo entre él y el porvenir. Ni siquiera a su mujer, a la que hubiera enviado un día u otro a un mundo mejor. Porque tenía a Françoise, de la que había tenido una hija. Esa niña que…»
—¡Basta!
Entonces Maigret se puso en pie con sencillez, como tras una visita cualquiera.
—Eso es todo, señor procurador.
—Pero…
—Era una pareja muy ardiente, compréndalo. ¡Una pareja que no admitía obstáculos! Rivaud había encontrado a la mujer que necesitaba: Françoise, que, por él, aceptó su abrazo.
Ya no se dirigía más que a un pobre hombrecillo incapaz de reaccionar.
—La pareja ha muerto. Queda una mujer que nunca fue ni demasiado inteligente, ni demasiado peligrosa: la señora Rivaud, que recibirá una pensión. Se irá a vivir con su madre a Burdeos, o a otro sitio. Esas dos no hablarán.
Tomó el sombrero que había dejado sobre la silla y continuó:
—En cuanto a mí, ya es hora de que vuelva a París. Mis vacaciones han terminado.
Se acercó a la mesa y le tendió la mano:
—Adiós, señor procurador.
Y como su interlocutor se precipitase sobre aquella mano con un reconocimiento que amenazaba manifestarse por un torrente de palabras, lo cortó con un:
—¡Sin rencor!
Salió tras el criado de chaleco a rayas, cruzó la plaza, y no sin esfuerzo llegó al hotel, donde le dijo al dueño:
—Para hoy, por fin, truchas y foie-gras del país. ¡Y la cuenta! ¡Nos largamos!
FIN