10

La nota

Hacía ya unos instantes que duraba el silencio cuando Maigret vio a Françoise fruncir el ceño al contemplar la plaza, y luego volver la cabeza con inquietud.

Era la señora Rivaud quien atravesaba la plaza dirigiéndose hacia el Hotel. ¿Era una ilusión óptica, o bien el hecho de ocurrir cosas graves le daba a todo un tinte sombrío? Porque realmente, vista a distancia, la señora Rivaud recordaba a un personaje de tragedia. Parecía empujada hacia delante por una fuerza irresistible, a la cual intentaba oponerse.

Pronto fue posible distinguir su rostro. Estaba pálida y llevaba los cabellos en desorden.

—Ahí viene Germaine —murmuró por fin la señora Beausoleil—. Han debido decirle que estoy aquí.

La señora Maigret, maquinalmente, fue a abrir la puerta. Cuando el inspector vio a la señora Rivaud de cerca, comprendió que realmente estaba viviendo una hora trágica.

No obstante, la mujer del doctor hacía esfuerzos por mantenerse serena, por sonreír. Pero miraba con ojos extraviados, y no podía impedir los repentinos estremecimientos de sus rasgos.

—Excúseme, señor comisario. Me dijeron que mi madre y mi hermana estaban aquí y…

—¿Quién se lo dijo?

—¿Que quién? —repitió ella temblando.

¡Qué diferencia entre ella y Françoise! La señora Rivaud era la sacrificada, la mujer que había conservado su aire plebeyo y a la que se podía tratar sin ningún miramiento. Incluso su madre la miraba con cierta severidad.

—Cómo, ¿no sabes quién te lo dijo?

—Fue por el camino.

—¿No has visto a tu marido?

—¡Oh, no! ¡No! ¡Juro que no!

Y Maigret, inquieto, miraba por turno a las tres mujeres, y luego a la plaza, donde Leduc no se divisaba todavía. El comisario había querido asegurarse de que el cirujano continuaba a su disposición, y había encargado a Leduc que lo vigilase, y que, de ser posible, lo acompañase al Hotel. Contempló los zapatos polvorientos de la mujer del cirujano, que había debido venir corriendo, y luego el rostro contraído de Françoise.

De pronto la señora Maigret se inclinó sobre él murmurando:

—Dame la pipa.

Maigret fue a protestar, pero se dio cuenta de que su mujer había dejado caer sobre la sábana un papelito. Leyó:

La señora Rivaud acaba de pasarle una nota a su hermana, quien la tiene en el puño.

Afuera hacía sol. Se oían todos los ruidos de la ciudad, que Maigret ya se sabía de memoria. La señora Beausoleil esperaba muy tiesa sobre su silla. La señora Rivaud, por el contrario, incapaz de dominarse, hacía pensar en una colegiala sorprendida en falta.

—Señorita Françoise —empezó Maigret. La joven se estremeció de pies a cabeza, y durante un segundo su mirada se cruzó con la de Maigret. Era la mirada dura, inteligente, de alguien que no pierde la cabeza.

—¿Quiere usted acercarse un instante y…?

¡Bravo por la señora Maigret! ¿Acaso adivinó lo que iba a pasar? Lo cierto es que hizo un movimiento rápido hacia la puerta. Pero Françoise se había escapado ya, y corría a lo largo del pasillo, hacia la escalera.

—¿Pero qué hace? —se asustó Josephine Beausoleil.

Maigret no se movió, no podía moverse. Tampoco podía enviar a su mujer en persecución de la fugitiva. Tuvo que contentarse con preguntarle a la señora Rivaud:

—¿Cuándo le confió su marido la nota?

—¿Qué nota?

¿Para qué iba a someterla a un interrogatorio penoso?

Maigret llamó a su mujer y le dijo:

—Asómate a una ventana que dé sobre la parte trasera del Hotel.

Aquél fue el momento que eligió el procurador para hacer su entrada. El miedo le daba a su rostro una expresión severa, casi amenazadora.

—Me han telefoneado para decirme…

—Siéntese, señor Duhourceau.

—Pero… La persona que me ha telefoneado…

—Françoise acaba de escaparse. Es posible que la atrapen. Pero también es posible que no. Le ruego que se siente. Conocía usted a la señora Beausoleil, ¿verdad?

—¿Yo? ¡En absoluto!

El procurador intentaba seguir la mirada de Maigret. Se notaba que el comisario hablaba por hablar, pensando en otra cosa, o más bien, contemplando un espectáculo que no existía más que para él. Miraba hacia la plaza, aguzaba el oído y observaba a la señora Rivaud.

De pronto estalló un violento escándalo en el mismo Hotel. Se oyeron portazos y pasos de personas corriendo por la escalera. Incluso se percibió el disparo de un revólver.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Gritos y ruido de vajilla rota. Luego ruido de persecuciones en el piso de arriba, y los restos de un vidrio roto cayendo a la calle.

La señora Maigret entró precipitadamente en la habitación, cerrando la puerta con llave.

—Creo que Leduc lo ha… —murmuró jadeando.

—¿Leduc? —murmuró el procurador.

—El coche del doctor estaba en el callejón de atrás. El doctor estaba allí, esperando a alguien. En el momento en que salió Françoise y fue a sentarse junto a él en el coche, apareció el Ford de Leduc. Estuve a punto de gritarle que se apresurase. Lo veía tan tranquilo, en su asiento. Pero él tenía su idea, y tranquilamente reventó un neumático del coche del doctor con su revólver. Los otros dos no supieron qué hacer. El doctor miraba en todas direcciones, desesperado. Cuando vio que Leduc bajaba del coche con el revólver en la mano, empujó a Françoise dentro del Hotel y ambos echaron a correr. Leduc los persigue por los pasillos. Deben estar ahí arriba.

—¡Continúo sin comprender! —articuló el procurador, lívido.

—¿Lo que ha ocurrido antes? ¡Es fácil! Gracias a un pequeño anuncio hice venir aquí a la señora Beausoleil. El doctor, que no deseaba este encuentro, envió a Françoise a la estación para que impidiera que su madre llegara hasta aquí. Yo lo había previsto y había mandado a Leduc a la estación. De modo que, en vez de traerme a una, me trajo a las dos. Va a ver usted enseguida cómo las cosas van encadenándose. Françoise, que vio que las cosas se complicaban, telefoneó a su cuñado para pedirle que viniera. Pero yo envié a Leduc para que vigilara a Rivaud. Leduc llegó demasiado tarde al Hospital. El doctor se había ido ya. Estaba en su casa, donde redactó una nota para Françoise y obligó a su mujer a que viniese a entregársela discretamente. ¿Comprende? El doctor, con su coche en la parte de atrás del Hotel, esperaba a Françoise para escaparse con ella. ¡Medio minuto más y lo hubiera conseguido! Pero Leduc llegó a tiempo para ver que lo que ocurría no era muy católico, reventó el neumático y…

Mientras hablaba, el jaleo y la confusión reinantes se habían intensificado en algunos segundos. Algo ocurría allá arriba, pero ¿qué?

¡Y de pronto un silencio de muerte! Hasta el punto de que todo el mundo, impresionado, se quedó inmóvil.

Se oyó la voz de Leduc dando órdenes en el piso superior. Pero no era posible entender lo que decía.

Un golpe sordo. Otro. Y otro. Y por fin el ruido de la puerta al ser derribada.

Al no oír nuevos ruidos la espera se hizo dolorosa. ¿Por qué ya no se movían, en el piso de arriba? ¿Por qué aquellos pasos lentos, tranquilos, de un solo hombre, resonando en la habitación?

La señora Rivaud se frotaba los ojos. El procurador se retorcía los bigotes. La señora Beausoleil estaba a punto de estallar en sollozos de angustia.

—¡Deben haber muerto! —pronunció lentamente Maigret contemplando el techo.

—¿Cómo? ¿Qué es lo que dice?

Y la señora Rivaud se precipitó hacia el comisario con el rostro descompuesto y la mirada enloquecida.

—¡No es cierto! ¡Dígame que no es cierto!

Volvieron a oírse pasos. La puerta se abrió y entró Leduc con los cabellos en desorden y la chaqueta desgarrada.

—¿Muertos?

—Sí, los dos.

Tuvo que detener a la señora Rivaud, que se precipitaba hacia la puerta.

—Ahora no, por favor.

—¡No es cierto! ¡Sé que no es cierto! ¡Quiero verlo!

Estaba agotada, sin aliento. Su madre no sabía qué partido tomar.

Y el señor Duhourceau contemplaba fijamente la alfombra. Se diría que él era el que se sentía más afectado, más emocionado por aquella noticia.

—¿Los dos? —acabó por balbucear, volviéndose hacia Leduc.

—Los perseguí por la escalera y por los pasillos. Pudieron meterse en una habitación antes de mi llegada, y cerraron la puerta con llave. No pude echar la puerta abajo y mandé a buscar al dueño del Hotel, que es muy fuerte. Pude verlos por el ojo de la cerradura.

Germaine Rivaud lo miraba como una demente. En cuanto a Leduc, buscaba los ojos de Maigret para saber si debía continuar hablando.

¿Por qué no? ¿Acaso no era necesario ir hasta el final? Hasta el final del drama, de la verdad.

—Estaban abrazados. Ella se agitaba nerviosa en los brazos del hombre. Oí que le decía:

»¡No quiero! ¡Esto no! ¡¡¡No!!! Es mejor que…

»Y fue ella la que le sacó el revólver del bolsillo y se lo puso en la mano mientras le decía:

»Tira. ¡Tira abrazándome!

»No vi nada más, porque llegó el dueño y…».

Se calló. A pesar del pantalón se podía ver que le temblaban las rodillas.

—No tardamos ni veinte segundos en entrar. Rivaud había muerto ya cuando me incliné sobre él. Françoise tenía los ojos abiertos. Al principio creí que estaba muerta. Pero en el momento en que menos lo esperaba…

—¿Y bien? —preguntó el procurador, casi sollozando.

—Me sonrió. Hice poner un biombo delante de la puerta. No tocarán nada. He telefoneado al Hospital.

Josephine Beausoleil no acababa de comprender. Miraba a Leduc petrificada. Luego se volvió hacia Maigret y le preguntó:

—Todo eso no es posible, ¿verdad?

Todo se desarrollaba alrededor de Maigret, inmóvil sobre su cama. Se abrió la puerta y apareció el dueño del Hotel con el rostro congestionado y con el aliento oliéndole a alcohol. Debía haber vaciado un gran vaso para reponerse.

—Es el doctor. ¿Es que…?

—¡Ya voy! —dijo Leduc, a regañadientes.

—¿Está usted aquí, señor procurador? ¿Está usted al corriente? ¡Si los viese usted! ¡Es como para llorar a mares! Se diría que…

—¡Déjenos! —le gritó Maigret.

—¿Debo cerrar la puerta del Hotel? La gente empieza a congregarse en la plaza.

Cuando Maigret buscó con los ojos a Germaine Rivaud, la encontró tendida en la cama de la señora Maigret, con la cabeza apoyada en la almohada. No lloraba ni sollozaba. Dejaba escapar largos gemidos, tan lúgubres como la queja de una bestia herida.

—¿Puedo ir a verlos?

—Dentro de un poco. Cuando el médico haya terminado.

La señora Maigret daba vueltas alrededor de Germaine sin saber qué hacer para aliviarla. Y el procurador suspiraba:

—Ya se lo decía yo.

Los ruidos de la ciudad llegaban hasta la habitación. Dos agentes forzaban a la gente a dispersarse. Algunos protestaban.

Maigret preparó su pipa y empezó:

—Ha dejado al pequeño en Burdeos, ¿verdad, señora Beausoleil?

—Yo. Sí.

—Debe tener unos tres años.

—Dos.

—¿Es niño o niña?

—Una niña. Pero…

—Hija de Françoise, ¿verdad?

El procurador se puso en pie con aire decidido:

—Comisario, le suplico que…

—Tiene usted razón. Dentro de un rato… O, mejor dicho, en cuanto pueda salir me permitiré hacerle una visita.

Le pareció que su interlocutor parecía tranquilizado.

—Dentro de poco, todo habrá acabado. ¿Pero qué estoy diciendo? En realidad, ha acabado ya. ¿No cree usted que su puesto está ahí arriba?

El procurador, en su precipitación, olvidó despedirse. Huyó como un colegial al que de repente se le levanta el castigo.

Y una vez la puerta cerrada se creó una nueva intimidad. Germaine seguía gimiendo, sorda a las observaciones de la señora Maigret, que le ponía compresas de agua fría sobre la frente. Josephine Beausoleil volvió a sentarse exhalando un suspiro.

—¡Quién me lo iba a decir!

¡Una mujer valiente, en el fondo! ¡Y de una profunda moralidad! ¡La vida que había llevado la encontraba normal, natural! ¿Acaso era posible reprochárselo?

Abundantes lágrimas empezaron a hinchar sus arrugadas pupilas de mujer madura, y pronto rodaron por sus mejillas diluyendo el maquillaje.

—Era sin duda su preferida.

—¡Naturalmente! —repuso ella haciendo caso omiso de Germaine, que realmente no parecía enterarse de nada—. ¡Era tan guapa, tan fina! ¡Y mucho más inteligente que la otra! Claro que eso no era culpa de Germaine. Germaine siempre estaba enferma y no pudo desarrollarse mucho. Cuando el doctor quiso casarse con Germaine, Françoise era demasiado joven. ¡Apenas trece años! ¡Y bien! ¡No me crea si no quiere, pero yo me di cuenta de que aquello traería complicaciones algún día! Y eso fue lo que pasó.

—¿Cómo se llamaba Rivaud, en Argel?

—Se llamaba Meyer. Supongo que no vale la pena mentir. Por otra parte, si usted ha hecho todo esto, es que ya lo sabía.

—¿Fue él quien sacó a su padre del hospital, a Samuel Meyer?

—Sí, y fue entonces cuando empezó a fijarse en Germaine. No había más que tres enfermas en la sala. Mi hija, Samuel y otro. Entonces, una noche, el doctor se las arregló para provocar un incendio. Siempre juró que el otro, el que dejó entre las llamas para hacerlo pasar por Samuel, estaba ya muerto. Yo no puedo dudarlo, pues el doctor era un buen chico. Hizo bien en ocuparse de su padre, a pesar de que éste había hecho tonterías.

—¡Comprendo! El otro fue entonces inscrito en los registros de defunción como Samuel Meyer. El doctor se casó con Germaine. Las trajo a las tres a Francia.

—Tardamos un poco en venir. Residimos durante una temporada en España. Él esperaba unos papeles que no llegaban.

—¿Y Samuel?

—Lo envió a América recomendándole que no volviese a poner los pies en Europa. Entonces ya parecía no estar en sus cabales.

—Y por fin su yerno recibió los papeles a nombre de Rivaud. Vino a instalarse aquí con su mujer y su cuñada. ¿Y usted?

—Me pasaba una pequeña pensión para que me quedase en Burdeos. Hubiese preferido Marsella, por ejemplo, o Niza. ¡Niza sobre todo! Pero él quería tenerme al alcance de la mano. Trabajaba mucho. A pesar de todo lo que se diga de él, era un buen médico, que no hubiese hecho daño a un enfermo para…

A fin de evitar los ruidos del exterior, Maigret había cerrado la ventana, y el olor de su pipa llenaba la habitación.

Germaine seguía gimiendo como una niña, y su madre explicaba:

—Desde que tuvo la meningitis fue todavía peor que antes. En realidad, nunca fue alegre. ¡Imagínese, una niña que pasa toda su juventud en la cama! Lloraba por nada, y todo le daba miedo.

¡Y Bergerac no había adivinado nada! Todas aquellas vidas dramáticas se habían desarrollado allí sin que nadie se diese cuenta de ello.

La gente decía: «La casa del doctor…», «el auto del doctor…», «la mujer del doctor…», «la cuñada del doctor…».

Y no veía más que la casa bonita y limpia, el auto de buena marca, la chica joven, moderna, la mujer de aspecto agotado.

En Burdeos la señora Beausoleil acababa penosamente una vida agitada en un apartamento burgués. ¡Ella, que se había preocupado tanto del mañana, ella, que había dependido del capricho de tantos hombres, podía al fin darse aires de rentista!

En el barrio debían tratarla con consideración. Incluso debía pagar regularmente a sus proveedores.

Y cuando sus hijas iban a verla, lo hacían en un coche lujoso.

He aquí que lloraba de nuevo. Y se sonaba con un pañuelito de encaje.

—¡Si hubiese usted conocido a Françoise! Cuando vino a dar a luz a mi casa. Porque fue en mi casa donde ocurrió todo. Podemos hablar delante de Germaine, pues está al corriente.

La señora Maigret la escuchaba horrorizada. Para ella aquello representaba el descubrimiento de un mundo enloquecedor.

Bajo las ventanas había varios coches aparcados. Había llegado el médico forense, así como el juez de Instrucción, el secretario y el comisario de Policía, al que había encontrado en una feria vecina, donde quería comprar conejos.

Llamaron a la puerta. Era Leduc, que miró tímidamente a Maigret para saber si podía entrar.

—Déjanos solos, viejo.

Era mejor conservar aquella atmósfera de intimidad. No obstante, Leduc se aproximó y preguntó en voz baja:

—Si todavía quieren verlos, antes de que se los lleven.

—¡No, claro que no!

¿Para qué? La señora Beausoleil esperaba que saliese el intruso. Tenía prisa por continuar sus confidencias. Se sentía a sus anchas ante aquel hombre que la contemplaba amablemente desde la cama.

Él la comprendía. No se sentía asombrado. No hacía preguntas ridículas.

—Estaba usted hablando de Françoise.

—Sí. Pues bien, cuando la niña nació. Pero… Sin duda usted todavía no lo sabe todo.

—Lo sé.

—¿Se lo dijo ella?

—El señor Duhourceau estaba allá, ¿verdad?

—¡Sí! Yo nunca había visto a un hombre tan nervioso, tan preocupado. Decía que era un crimen tener hijos, porque siempre se corre el riesgo de matar a la madre. Escuchaba los gritos. Yo le ofrecía copitas, pero…

—¿Su apartamento es grande?

—Tres habitaciones.

—¿La asistió una comadrona?

—Sí. Rivaud no quería cargar él solo con toda la responsabilidad y…

—¿Vivía usted cerca del puerto?

—Muy cerca del puente, en una calleja que…

Aún otra escena que Maigret veía como si hubiese estado allá. Pero, al mismo tiempo, veía otra: la que se desarrollaba en el mismo instante justo sobre su cabeza.

Rivaud y Françoise separados a la fuerza por el forense, ayudado del agente de pompas fúnebres.

El procurador debía estar más blanco que los formularios que el secretario rellenaba con mano temblona.

¡Y el comisario de policía, que una hora antes no se ocupaba más que de sus conejos!

—Cuando el señor Duhourceau supo que era una niña se echó a llorar, y, tan cierto como que estoy aquí, apoyó la cabeza en mi pecho. Incluso creí que se encontraba mal. Yo traté de no dejarlo entrar, porque…

Y se detuvo de nuevo, desconfiada, mirando a Maigret de reojo.

—No soy más que una pobre mujer que ha hecho siempre lo que ha podido. No estaría bien abusar para…

Germaine Rivaud había cesado de gemir. Sentada al borde de la cama, miraba de frente con aire extraviado.

Aquél era el momento más duro. Estaban transportando los cuerpos, tendidos sobre camillas, y se oía el ruido de éstas por el pasillo.

Y luego los pasos pesados, prudentes, de los camilleros bajando la escalera.

—¡Cuidado con el escalón!

Un poco más tarde llamaban a la puerta. Era Leduc, que también olía a alcohol.

—¡Ha terminado! —murmuró.

En efecto, en la plaza un coche se ponía en marcha.