La foca
Maigret tuvo una pesadilla angustiosa. Estaba a la orilla del mar. Hacía mucho calor, y la arena, que la marea baja acababa de descubrir, era del color del trigo maduro. Había más arena que agua. El mar estaba en algún sitio, muy lejos, pero, hasta el horizonte, sólo se veían pequeños charcos de agua estancada.
¿Acaso Maigret era una foca? ¡No exactamente! ¡Pero tampoco era una ballena! Era un animal muy gordo, redondo, de un negro charolado.
Estaba solo en aquella inmensidad tórrida. Y se daba cuenta de que, costase lo que costase, tenía que salir de allí, marchar hacia el mar, donde por fin sería libre.
Lo malo era que no podía moverse. Tenía una especie de aletas, como las focas, pero no sabía servirse de ellas. Se sentía torpe. Cuando se levantaba no tardaba en volver a caer pesadamente sobre la arena.
¡Pero necesitaba llegar hasta el mar! ¡De lo contrario se hundiría en aquella arena que amenazaba devorarlo a cada minuto!
¿Por qué se sentía tan torpe? ¿Acaso había sido herido por un cazador? No podía acordarse. Y seguía dando vueltas sobre sí mismo. Era un gran bulto negro, sudoroso, digno de compasión.
Cuando abrió los ojos vio el rectángulo soleado de la ventana, y a su mujer que, sentada ante la mesa, tomaba el desayuno contemplándolo.
En cuanto sus miradas se cruzaron, él comprendió que le pasaba algo. En aquella mirada que conocía tan bien, demasiado grave, demasiado maternal, había un punto de inquietud.
—¿Te encuentras mal?
Entonces se dio cuenta de que le dolía la cabeza.
—¿Por qué me lo preguntas?
—¡Has estado agitándote toda la noche! ¡Y en varias ocasiones has gemido! Y tienes muy mala cara. Debes haber tenido pesadillas.
¡Fue entonces cuando se acordó de la foca, asaltándole un sordo malestar, al mismo tiempo que unas ganas locas de reír! Todo se encadenaba. La señora Maigret, sentada al borde de la cama, le dijo dulcemente, como si temiese irritarlo:
—Creo que tendremos que tomar una decisión.
—¿Una decisión?
—Ayer por la noche hablé con Leduc. Es evidente que estarías mucho mejor en su casa, para acabar de restablecerte y…
¡No se atrevía a mirarlo a la cara! Él se dio cuenta y murmuró:
—¿Tú también?
—¿Qué quieres decir?
—Crees que me equivoco, ¿verdad? Estás persuadida de que no tendré éxito y de que…
—¡Cálmate! El doctor va a venir y…
Era la hora, en efecto. Maigret no había vuelto a verlo desde las escenas de la víspera, y la idea de aquella entrevista le hizo olvidarse, por un instante, de sus preocupaciones.
—Déjame solo con él.
—¿Y nos iremos a casa de Leduc?
—No nos iremos. El doctor está aparcando el coche. Déjame solo.
De ordinario el doctor Rivaud subía los escalones de tres en tres, pero aquella mañana hizo una entrada más digna, le dirigió un saludo a la señora Maigret, que salía, y dejó su botiquín sobre la mesita de noche sin decir una palabra.
La visita de la mañana se desarrollaba siempre del mismo modo. Maigret se metía el termómetro en la boca mientras el cirujano le curaba la herida. Y en estas circunstancias tuvo lugar la conversación:
—Que quede bien claro —empezó el doctor— que cumpliré hasta el fin mi obligación para con el herido que es usted. Pero le pido que recuerde que, desde ahora, nuestras relaciones no pasarán de ahí. Y recuerde también que, puesto que no tiene ningún derecho a ello, le prohíbo que inquiete a los miembros de mi familia.
Aquello parecía una frase preparada. Maigret no hizo el menor comentario. Tenía la espalda desnuda. Le quitaron el termómetro de entre los labios y oyó murmurar:
—¡Todavía 38 grados!
Era mucho, lo sabía. El doctor, con el ceño fruncido y evitando mirarlo, prosiguió:
—Sin su actitud de ayer le aconsejaría, como médico, que lo mejor sería que fuese a pasar su convalecencia a un lugar tranquilo. Pero este consejo podría ser interpretado erróneamente y… ¿Acaso le hago daño?
Pues mientras hablaba le curaba la herida, en la que subsistían puntos de infección.
—No. Continúe.
Pero el doctor Rivaud ya no tenía nada que decir. El final de la visita se desarrolló en silencio. En el momento de salir, el cirujano miró de nuevo a Maigret, abiertamente.
¿Era aquélla una mirada de médico? ¿O era la mirada del cuñado de Françoise, del marido de la extraña señora Rivaud?
En todo caso, era una mirada en la que había inquietud. Antes de salir estuvo a punto de hablar. Prefirió callarse, y sólo en el rellano habló en voz baja con la señora Maigret.
Lo más grave era que el comisario, ahora recordaba todos los detalles de su pesadilla. Y notaba otros avisos. Hacía unos minutos, a pesar de que no había dicho nada, la cura había resultado mucho más dolorosa que la víspera, lo cual era mala señal. ¡Mala señal también aquella fiebre persistente!
Hasta el punto de que, después de haber tomado su pipa, volvió a dejarla sobre la mesita de noche.
Su mujer entró dejando escapar un suspiro. ¿Qué es lo que te ha dicho?
—¡No ha querido decirme nada! He sido yo la que le ha preguntado. Al parecer te ha aconsejado completo reposo.
—¿Cómo va la encuesta oficial?
La señora Maigret se sentó, resignada. Pero todo indicaba claramente que desaprobaba a su marido, que no compartía su tozudez, su confianza.
—¿La autopsia?
—El hombre debió morir después de haberte atacado, poco más o menos.
—¿Siguen sin encontrar el arma?
—¡Sí! La foto del cadáver ha aparecido esta mañana en todos los periódicos, pero al parecer nadie lo conoce. Incluso los diarios de París la publican.
—Enséñamela.
Y Maigret tomó el diario con cierta emoción. Al mirar la fotografía tuvo la impresión de que él era, en realidad, el único que conocía al muerto.
No lo había visto, pero habían vivido juntos, durante una noche. Recordaba el sueño agitado de su compañero de litera, sus suspiros, sus sollozos repentinos. También las dos piernas colgando, los zapatos de charol, los calcetines tejidos a mano.
La fotografía era horrible, como todas las fotografías de cadáveres a los que se intenta devolver las apariencias de la vida para facilitar la identificación. Un rostro confuso. Unos ojos vidriosos. Y Maigret no se sintió asombrado al ver las mejillas cubiertas por una barba gris.
¿Por qué había tenido ya este pensamiento en el compartimiento del tren? ¡Nunca había imaginado a su compañero más que con una barba gris! ¡Y he aquí que era cierto, aunque eran más bien cabellos de tres centímetros que le cubrían todo el rostro!
—¡En realidad este asunto no es cosa tuya!
Su mujer volvía a la carga, con dulzura, como excusándose. Estaba preocupada por el estado de salud de Maigret. Lo contemplaba como se contempla a un ser gravemente amenazado.
—Ayer noche, en el comedor, oí hablar a la gente. Todos están contra ti. Por mucho que les preguntes, nadie querrá contestarte. En estas condiciones…
—¿Quieres tomar un papel y una pluma?
Le dictó un telegrama para un viejo camarada que estaba en el Departamento de Seguridad de Argel.
Ruego enviar urgente Bergerac todo dato concerniente Dr. Rivaud, hace cinco años en Hospital Argel. Gracias. Saludos. Maigret.
El rostro de su mujer era elocuente. Escribía lo que le dictaba, pero sin convicción.
Él lo notó y se puso furioso. Toleraba el escepticismo en los demás, pero en su mujer le era insoportable.
—Bueno, es inútil que protestes, y que me des tu opinión. ¡Envía el telegrama! ¡Entérate de la marcha de la investigación! ¡Yo haré el resto!
Ella lo miró como queriendo hacer las paces, pero él estaba demasiado furioso.
—¡Y además te agradecería que de ahora en adelante te guardases tus opiniones para ti! ¡Dicho de otro modo, no le hagas confidencias al doctor, ni a Leduc, ni a ningún otro imbécil!
Se volvió del otro lado tan pesada y torpemente que no pudo dejar de recordar la foca de la noche.
Estaba escribiendo con la mano izquierda, lo cual hacía que su escritura fuese aún más confusa que de ordinario.
Primer crimen: la nuera del granjero de Molino Nuevo es asaltada, estrangulada, y una larga aguja es clavada en su corazón.
Suspiró y anotó al margen:
(¿Hora, lugar exacto, vigor de la víctima?)
¡No sabía nada! En una investigación ordinaria aquellos detalles hubiesen sido fáciles de obtener. Pero en las circunstancias actuales representaban todo un mundo.
Segundo crimen: la hija del jefe de estación es asaltada y estrangulada, y su corazón traspasado con una aguja.
Tercer crimen (frustrado): Rosalía es atacada por la espalda, pero consigue librarse de su agresor.
(Sueña todas las noches y lee novelas. Observaciones de su prometido.)
Cuarto crimen: un hombre que baja del tren en marcha, y a quien persigo, me hiere con una bala en la espalda. Notar que todo esto ocurre, como los otros tres acontecimientos, en las inmediaciones del bosque de Molino Nuevo.
Quinto crimen: el hombre se mata con una bala en la sien, en el mismo bosque.
Sexto crimen: Françoise es asaltada en el bosque de Molino Nuevo, pero se libra de su agresor. (?)
Arrugó la hoja y tomó otra, escribiendo con mano negligente:
Duhourceau: ¿loco?
Rivaud: ¿loco?
Françoise: ¿loca?
Señora Rivaud: ¿loca?
Rosalía: ¿loca?
Comisario: ¿loco?
Hotelero: ¿loco?
Leduc: ¿loco?
Desconocido de los zapatos de charol: ¿loco?
Pero, en realidad, ¿por qué había necesidad de un loco en la historia? Maigret frunció el ceño recordando sus primeras horas en Bergerac.
¿Quién había hablado de locura? ¿Quién había insinuado que los crímenes no habían podido ser cometidos más que por un loco?
¡El doctor Rivaud!
¿Y quién había asentido enseguida, quién había dirigido la investigación oficial en ese sentido?
¡El procurador Duhourceau!
¿Y si no se tratase de un loco? ¿Si se buscase, simplemente, una explicación lógica al encadenamiento de los hechos?
Por ejemplo, aquella historia de la aguja clavada en el corazón, ¿no podría tener el objeto de hacer pensar, precisamente, en el crimen de un sádico?
Sobre otra hoja Maigret escribió la palabra «Preguntas» y anotó, como un colegial aplicado:
1. ¿Rosalía fue asaltada realmente, o sólo en su imaginación?
2. ¿Fue asaltada Françoise?
3. Si lo fue, ¿lo fue por el mismo hombre que asesinó a las dos mujeres?
4. El hombre de los calcetines grises, ¿es el asesino?
5. ¿Quién es el asesino del asesino?
La señora Maigret entró, no echó más que una ojeada hacia la cama, fue a quitarse el abrigo y el sombrero y se sentó junto a su marido.
Con gesto maquinal le quitó el papel y el lápiz de la mano y suspiró:
—Dicta.
Durante unos instantes Maigret se sintió dividido entre el deseo de hacer otra escena, considerando su actitud como un desafío, como un insulto, y la necesidad de restablecer la paz en el hogar, de enternecerse.
Volvió la cabeza, tan torpe como siempre que se hallaba en circunstancias parecidas. Ella recorrió con los ojos las líneas que había escrito.
—¿Tienes alguna idea?
—¡Ninguna!
¡Por fin explotó! ¡No, no tenía ninguna idea! ¡No, no conseguía ver claro en aquella historia endiabladamente complicada! ¡Estaba furioso! ¡Estaba a punto de desanimarse! Tenía ganas de descansar, de pasar los pocos días de permiso que le quedaban todavía en la casa de campo de Leduc, entre los ruidos sedantes de la granja y el olor a vacas, a caballos.
¡Pero no quería volverse atrás! ¡Y no quería consejos de nadie!
¿Lo comprendía, por fin? ¿Iba a ayudarlo de una vez, en lugar de empujarlo tontamente al reposo?
Ella le respondió con unas palabras que no empleaba a menudo:
—¡Mi pobre Maigret!
¡Sólo lo llamaba Maigret en circunstancias especiales, cuando reconocía que él era el hombre, el amo, la fuerza y la inteligencia del hogar! Esta vez no lo había hecho con mucha convicción. ¿Pero acaso él no aguardaba su respuesta como un niño que necesita ser animado?
¡Y he aquí que ya se había tranquilizado!
—Ponme otra almohada, ¿quieres? ¡Y dame la pipa!
Dos niños estaban peleándose en la plaza. Uno de ellos recibió una bofetada y se echó a llorar en el momento de entrar en su casa, para que su madre lo consolase.
—Ante todo hay que organizar un plan de trabajo. Creo que lo mejor es obrar como si no fuéramos a recibir elementos nuevos. Dicho de otro modo, examinar lo que conocemos y elaborar hipótesis, hasta que una de ellas parezca verosímil.
—Encontré a Leduc por el camino.
—¿Te habló?
—¡Naturalmente! Insistió de nuevo en que dejáramos Bergerac y nos instalásemos en su casa. Salía de casa del Procurador.
—¡Vaya, vaya! ¿Fuiste al depósito, a ver el cadáver?
—Lo han puesto en una habitación especial. Había cincuenta personas haciendo cola. Tuve que aguardar mi turno.
—¿Viste los calcetines?
—De muy buena lana. Y tejidos a mano.
—Eso indica que era un hombre de vida organizada, que tenía por lo menos una esposa, una hermana o una hija que se ocupaba de él. O quizá un vagabundo, pues los vagabundos reciben como limosna calcetines tejidos por chicas de buena familia.
—Pero los vagabundos no viajan en litera.
—Ni tampoco los empleados, generalmente. Por lo menos en Francia. La litera hace pensar en alguien que está habituado a grandes trayectos. ¿Y los zapatos?
—Son de una marca que se vende en cientos de establecimientos.
—¿El traje?
—Negro y raído, pero de buen paño, y hecho a medida.
—¿El sombrero?
—No lo han encontrado. El viento debió llevarlo más lejos.
Maigret, rebuscando en su memoria, no pudo acordarse del sombrero del hombre del tren.
—¿Te fijaste en algo más?
—La camisa tenía zurcidos en el cuello y en los puños. Un trabajo bastante bien hecho.
—Lo cual parece indicar que una mujer se ocupaba de ese hombre. ¿Llevaba algo en los bolsillos?
—Sólo una boquilla de marfil, muy corta.
Hablaban con sencillez y naturalidad, como dos buenos colaboradores. Era la tranquilidad después de los momentos de nerviosismo. Maigret fumaba su pipa a pequeñas bocanadas.
—¡Mira, ahora llega Leduc!
Lo vieron atravesar la plaza. Su paso era más rápido que de costumbre, y llevaba el sombrero de paja algo torcido. Cuando llegó al rellano la señora Maigret abrió la puerta, y él olvidó saludarla.
—Vengo de casa del procurador.
—Ya lo sé.
—¿Te lo ha dicho tu mujer? Luego fui a ver al comisario para asegurarme que la noticia era cierta. ¡Es algo inaudito, increíble!
Leduc se bebió maquinalmente la mitad del vaso de limonada preparado para Maigret.
—¿Me permites? Es la primera vez que ocurre una cosa así. Las huellas digitales fueron enviadas a París. Se acaba de recibir la respuesta.
—¿Y bien?
—¡Nuestro cadáver hace años que es cadáver!
—¿Cómo dices?
—Digo que oficialmente nuestro cadáver hace años que murió. Se trata de un tal Meyer, conocido con el nombre de Samuel, condenado a muerte en Argel y…
—¿Y ejecutado?
—¡No! ¡Muerto en el Hospital unos días antes de la ejecución!
La señora Maigret no pudo evitar una sonrisa enternecida, un poco burlona, ante el rostro radiante de su marido.
Él sorprendió esa sonrisa y estuvo a punto de sonreír a su vez. Pero la dignidad lo contuvo y adoptó la expresión que hacía al caso.
—¿Qué es lo que había hecho Samuel?
—La respuesta de París no lo dice. La noticia llegó en un telegrama. Esta noche llegará la copia de su ficha. No hay que olvidar que incluso Bertillon reconoce que hay una probabilidad sobre mil de que las huellas digitales de dos hombres se parezcan. Nada impide que nos encontremos ante una de esas excepciones.
—¿Qué opina el procurador?
—Está preocupado, naturalmente. Ahora habla de llamar a la Brigada Móvil. Pero tiene miedo de que los inspectores reciban órdenes tuyas. Me ha preguntado si tenías mucha influencia en la Policía, etc., etc.
—¡Prepárame la pipa! —le dijo Maigret a su mujer.
—¡Es la tercera!
—¡No importa! ¡Apuesto a que me ha bajado la fiebre! Samuel. ¡Samuel es un judío! Los judíos tienen generalmente pies sensibles. Y conservan el culto de la familia. ¡Los calcetines tejidos! Y el culto de la economía: un traje de buena calidad, llevado durante años.
Se interrumpió unos momentos para añadir:
—¡Estoy bromeando! Pero confieso que he pasado un mal rato. Sólo pensando en ese sueño. Ahora, por lo menos, la foca ha salido de su inmovilidad. Y ya verán como poco a poco irá recorriendo su camino.
Se echó a reír al ver que Leduc miraba a la señora Maigret con inquietud.