Los zapatos de charol
—¡Sí, señora! En el Hotel de Inglaterra. Que quede bien entendido que es usted libre de no venir.
Leduc acababa de salir y la señora Maigret subía la escalera. El doctor, su cuñada y el Procurador se habían detenido en la plaza, junto al coche de Rivaud.
Era a la señora Rivaud, que debía estar sola en su casa, a quien Maigret acababa de telefonear. Le había rogado que fuese a verlo al Hotel, no asombrándose en absoluto de oír una voz inquieta al otro lado del hilo.
La señora Maigret escuchó el final de la conversación mientras se quitaba el sombrero.
—¿Es cierto que ha habido otra agresión? Por el camino he encontrado a gente que corría hacia el Molino Nuevo.
Maigret, sumido en sus meditaciones, no respondió. Poco a poco iba cambiando el movimiento de la ciudad. La noticia se propagaba con rapidez, y la gente, cada vez en mayor número, se dirigía hacia una calle que empezaba a la izquierda de la plaza.
—Debe haber un paso a nivel —murmuró Maigret, que empezaba a conocer la topografía de la ciudad.
—Sí. Es una calle larga, que al principio parece una calle de ciudad y luego acaba en camino de tierra. El Molino Nuevo está después de la segunda vuelta. En realidad ya no hay molino, sino una granja, de paredes blancas.
Maigret escuchaba como un ciego al que se le describe un paisaje.
—¿Con muchas tierras?
—Aquí cuentan por jornales. Me han dicho que hay doscientos jornales, pero no sé cuánto representa eso. Pero el bosque empieza enseguida. Un poco más lejos cruza la carretera que va a Périgueux.
Los gendarmes y los guardas de paz de Bergerac debían estar allí. Maigret los imaginaba yendo y viniendo a grandes zancadas entre la maleza, como a la caza de un conejo. Y la gente parada en la carretera, los niños subidos a los árboles.
—Ahora tendrías que dejarme. Vuelve allá, ¿quieres?
La señora Maigret obedeció sin discutir. Al salir del Hotel se cruzó con una mujer joven que entraba, y la miró asombrada, quizá con un poco de malhumor.
Era la señora Rivaud.
—Siéntese, se lo ruego. Y perdone que la haya molestado para tan poca cosa. Incluso me pregunto si debo interrogarla. Este asunto está tan embrollado.
No dejaba de observarla atentamente, y ella parecía hipnotizada bajo su mirada.
Maigret se sentía asombrado, pero no desorientado.
Había adivinado vagamente que la señora Rivaud le interesaba, y se encontraba ante una figura mucho más curiosa de lo que hubiese osado esperar.
Su hermana Françoise era fina, elegante, y no había en ella nada de pueblerino.
En cambio, la señora Rivaud no llamaba la atención y no era lo que se dice una mujer bonita. Debía tener de veinticinco a treinta años. Era de estatura media y más bien gruesa. Debía hacerle los trajes una modistilla, o bien, si salían de una casa de modas, no sabía llevarlos.
Lo que más destacaba en ella eran sus ojos inquietos, dolorosos. Inquietos y, por tanto, resignados.
Miraba a Maigret y se le notaba que tenía miedo, pero que era incapaz de reaccionar. Exagerando un poco se podría decir que esperaba que la golpeasen. ¡Retorcía entre las manos un pañuelito con el que podría enjugarse los ojos en caso de necesidad!
—¿Hace mucho que está usted casada, señora?
¡Tardó un poco en responder! La pregunta le daba miedo. ¡Todo le daba miedo!
—Cinco años —murmuró por fin con voz neutra.
—¿Vivía usted ya en Bergerac?
Miró de nuevo a Maigret durante un momento antes de contestar:
—Vivía en Argelia, con mi hermana y mi madre.
Maigret, dándose cuenta de su estado de sobresalto, apenas se atrevía a continuar.
—¿El doctor Rivaud vivía también en Argelia?
—Estuvo dos años en el Hospital de Argel.
Maigret contempló las manos de la mujer, que no armonizaban con su aspecto burgués. Aquellas manos habían trabajado. Pero era demasiado delicado llevar la conversación sobre ese terreno.
—Su madre…
No continuó porque la mujer, que estaba cara a la ventana, se puso en pie presa del pánico. Al mismo tiempo se oyó el ruido de una puerta de coche al cerrarse.
Era el doctor Rivaud, que entró corriendo en el Hotel y llamó furioso a la puerta:
—¿Estás aquí? —dijo dirigiéndose a su mujer con voz seca. Luego se volvió hacia Maigret—. No lo comprendo. ¿Necesitaba usted hablar con mi mujer? En ese caso hubiese podido…
—¿Por qué se enfada, doctor? Tenía deseos de conocer a su mujer, y como desgraciadamente no puedo moverme…
—¿El interrogatorio ha terminado?
—No se trata de un interrogatorio, sino de una amigable charla. Cuando usted entró estábamos hablando de Argelia. ¿Le gustaba a usted ese país?
La calma de Maigret era sólo aparente. Empleaba a fondo toda su energía mientras hablaba con lentitud. Contemplaba fijamente a aquellos dos seres que tenía ante él, a la señora Rivaud, que estaba a punto de llorar, y a Rivaud, que miraba a su alrededor como buscando el rastro de lo que había pasado, intentando averiguarlo.
Había algo oculto. Había algo anormal. ¿Pero qué? ¿Y dónde?
—Dígame, doctor, ¿fue asistiendo a su mujer cuando la conoció?
Mirada rápida de Rivaud a su mujer.
—Eso no tiene ninguna importancia. Si me lo permite acompañaré a mi mujer a casa y…
—Evidentemente. Evidentemente.
—¿Evidentemente qué?
—¡Nada! ¡Perdón! Ni siquiera sabía que estaba hablando en voz alta. ¡Es un asunto curioso, doctor! ¡Curioso y terrible! ¡Cuanto más pienso en ello, más terrible lo encuentro! Por el contrario, su cuñada se ha recobrado rápidamente después de una emoción tan fuerte. ¡Es una persona enérgica!
Y vio que Rivaud permanecía inmóvil, molesto, esperando la continuación. ¿Acaso el doctor sospechaba que Maigret sabía más de lo que decía?
Maigret se sentía avanzar. Pero de pronto todo se tambaleó, sus teorías, la vida del Hotel y la vida de la ciudad.
Todo empezó con la llegada a la plaza de un gendarme en moto. El gendarme dio la vuelta a la manzana dirigiéndose a la casa del procurador. En el mismo momento sonó el teléfono y Maigret descolgó.
—¿Oiga? Aquí el Hospital. ¿Está todavía ahí el doctor Rivaud?
El doctor tomó nerviosamente el aparato, escuchó, y colgó tan emocionado que permaneció durante unos momentos mirando al vacío.
—¡Lo han encontrado! —dijo al fin.
—¿A quién?
—¡Al hombre! Por lo menos el cadáver. En el bosque del Molino Nuevo.
La señora Rivaud los miraba alternativamente, sin comprender.
—Me preguntan si puedo practicar la autopsia. Pero…
Entonces, asaltado por un pensamiento, fue él quien miró a Maigret con aire de sospecha.
—Cuando usted fue atacado, en el bosque, usted se defendió. Debió disparar por lo menos una vez.
—Yo no disparé.
Pero otra idea asaltó al doctor, que se pasó la mano por la frente con gesto febril.
—Hace algunos días que ha muerto. Pero entonces… ¿cómo es que Françoise, esta mañana? Nos vamos.
Tomó del brazo a su mujer, que se dejó llevar dócilmente, y unos momentos después la hacía subir al coche.
El procurador había debido telefonear pidiendo un taxi, pues uno acababa de parar delante de su casa. Y el gendarme volvía a marcharse. Ya no era la curiosidad de por la mañana, sino una fiebre violenta la que se había apoderado de la ciudad.
Todo el mundo se dirigía al bosque del Molino Nuevo, incluido el dueño del Hotel. Todos menos Maigret, que tuvo que quedarse en la cama contemplando la plaza, que ardía al sol.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
La señora Maigret, que acababa de llegar, no veía a su marido más que de perfil, pero era fácil adivinar que le pasaba algo, ya que miraba al exterior con aire irritado. No tardó en averiguarlo y fue a sentarse al borde de la cama, tomando maquinalmente la pipa vacía y disponiéndose a llenarla.
—Eso no debe importarte. Voy a intentar darte todos los detalles. Yo estaba allá cuando lo encontraron, y los gendarmes me dejaron acercarme.
Maigret seguía mirando hacia afuera, pero mientras ella hablaba fueron otras imágenes, distintas a las de la plaza, las que quedaron impresas en su retina.
—En ese lugar el bosque hace pendiente. Hay encinas al borde de la carretera. Después empieza un bosque de abetos. Llegaban muchos curiosos, aparcando los coches a un lado de la carretera. Los gendarmes de un pueblo vecino habían rodeado el bosque, a fin de atrapar al hombre. Avanzaban lentamente, acompañados del viejo granjero del Molino Nuevo, que llevaba un revólver en la mano. Nadie se atrevía a decirle nada. Creo que hubiese matado al asesino.
Maigret evocaba el bosque, el suelo cubierto de abrojos y las manchas de sombra y de luz… y el uniforme de los gendarmes.
—Un chiquillo que corría al lado del grupo dio un grito al descubrir una forma tendida al pie de un árbol.
—¿Con zapatos de charol?
—¡Sí! Y con calcetines de lana gris tejidos a mano. Me fijé muy bien, porque me acordé de que…
—¿De qué edad?
—De unos cincuenta años. No se sabe con exactitud. Estaba cara al suelo, y cuando le descubrieron el rostro tuve que mirar hacia otra parte porque… ¡Ya me comprendes! Parece que hace por lo menos ocho días que está allá. Esperé a que le cubriesen la cabeza con un paño. Oí decir que nadie lo reconocía. Por lo visto no es de por aquí.
—¿Alguna herida?
—Un gran agujero en la sien. Cuando cayó, debió morder el polvo en su agonía.
—¿Qué están haciendo ahora?
—Todo el mundo acude hacia el bosque. Es difícil detener a los curiosos. Cuando me fui se esperaba la llegada del procurador y la del doctor Rivaud. Luego transportarán el cadáver al Hospital, para la autopsia.
La plaza estaba completamente desierta. Sólo un perro color café con leche se calentaba al sol.
Lentamente sonaron las doce del mediodía. A continuación salieron los obreros de la imprenta y montando en sus motocicletas se precipitaron hacia el bosque.
—¿Cómo va vestido?
—De negro. Es difícil precisarlo, a causa del estado en que…
La señora Maigret estaba muy afectada. No obstante, preguntó:
—¿Quieres que vuelva allá?
Se quedó solo. Vio llegar al dueño del Hotel, que le gritó desde la acera:
—¿Está usted enterado? ¡Y pensar que ahora tengo que venir a servir la comida!
Y luego el silencio, el cielo claro, la plaza amarillenta de sol, las casas vacías.
Sólo un poco más tarde se oyó jaleo en una calle próxima: el cadáver era conducido al Hospital, y todo el mundo lo escoltaba.
Después el Hotel se llenó. La plaza recobró su habitual animación.
Sonaron unos golpes en la puerta y entró Leduc, esbozando una sonrisa.
—¿Se puede?
Se sentó cerca de la cama y encendió su pipa.
—En fin… —suspiró.
Se quedó asombrado cuando Maigret se volvió hacia él para preguntarle con una sonrisa:
—¿Qué, ya estás contento?
—Pero…
—¡Todos están contentos, todos! ¡El doctor! ¡El procurador! ¡El comisario! ¡Están encantados de la mala pasada que le han jugado al travieso policía de París! ¡Porque el policía se ha equivocado con todas las de la ley! ¡Él, que se creía tan inteligente, y que se lo tomó tan en serio que algunos hasta llegaron a tener miedo!
—Tienes que reconocer que…
—¿Que me he equivocado?
—¡En fin, han encontrado al hombre! Y la descripción corresponde a la que tú hiciste del desconocido del tren. Yo lo vi. Un hombre de mediana edad, más bien mal vestido, aunque con ciertos detalles. Recibió una bala en la sien, casi a quemarropa, por lo que se puede deducir del estado en que…
—Sigue.
—El señor Duhourceau está de acuerdo con la Policía en que debió suicidarse hace unos ocho días, quizá inmediatamente después de haberte atacado.
—¿Encontraron el arma cerca de él?
—No exactamente. Encontraron un revólver en el bolsillo de su abrigo, y de él falta una bala.
—¡La mía, naturalmente!
—Eso es lo que van a intentar establecer. Si se averigua que se suicidó, el asunto se simplifica. Al sentirse perseguido debió de…
—¿Y si no se suicidó?
—Hay muchas hipótesis. Un campesino pudo haber tirado al ser atacado por la noche. Y luego haber tenido miedo de las complicaciones, cosa corriente en el campo.
—¿Y el atentado contra la cuñada del doctor?
—También se ha hablado de eso. Probablemente un bromista simuló la agresión y…
—¡Dicho de otro modo, se tiene ganas de acabar! —suspiró Maigret exhalando una bocanada de humo que se extendió en forma de aureola.
—¡Eso no es del todo cierto! Pero es evidente que sería inútil darle más vueltas a las cosas, y que de momento…
Maigret sonrió ante la confusión de su compañero.
—¡Pero queda todavía el billete de tren! —exclamó—. Será necesario explicar cómo ese billete pasó del bolsillo del desconocido al pasillo del Hotel de Inglaterra.
Leduc contemplaba obstinadamente la alfombra carmesí, y por fin se decidió a decir:
—¿Quieres que te dé un buen consejo?
—¡El de no meterme en este asunto! ¡El de reponerme lo antes posible y dejar Bergerac!
—¡Para venir a pasar unos días a La Ribaudière, como habíamos convenido! He hablado con el doctor, que me ha dicho que tomando algunas precauciones ya podrías ser transportado.
—Y el procurador, ¿qué es lo que ha dicho?
—No comprendo.
—También él ha debido intervenir. ¿Acaso no te ha recordado que yo no tengo ningún título, sólo el de víctima, para ocuparme de este asunto?
¡Pobre Leduc! ¡Él quería ser amable! ¡Él quería contentar a todo el mundo! ¡Pero Maigret era despiadado!
—Hay que reconocer que administrativamente…
Y entonces estalló, haciendo acopio de valor:
—¡Escucha, viejo, a mí me gusta ser franco! Y lo cierto es que, sobre todo después de tu comedia de esta mañana, tienes mala prensa en el país. El procurador cena cada jueves con el prefecto, y éste me ha dicho hace un momento que le hablaría de ti, a fin de que recibas órdenes de París. Lo que más te ha perjudicado es esa distribución de billetes de cien francos. Se dice que…
—Que empujo a la hez de la población a que vacíe su bolsa.
—¿Cómo lo sabes?
—Que presto atención a las peores insinuaciones, y, en suma, que excito los bajos instintos. ¡Uf!
Leduc se calló. No tenía nada que contestar. En el fondo, aquélla era también su opinión. Algunos minutos más tarde se arriesgó tímidamente:
—¡Si por lo menos tuvieses una pista! En ese caso te aseguro que cambiaría de opinión, y que…
—¡No tengo ninguna pista! O, mejor dicho, tengo cuatro o cinco. Esta mañana esperaba que por lo menos dos de ellas me llevarían a algún sitio. ¡Pero me fallaron las dos!
—¿Lo ves? ¡Y además has tenido un fallo muy grave, que te ha creado un enemigo feroz! ¡Esa idea de telefonear a la mujer del doctor! ¡Sabiendo que está tan celoso que poca gente puede presumir de haberla visto! ¡Si casi no la deja salir de casa!
—¡Y, no obstante, es el amante de Françoise! ¿Por qué iba a estar celoso de una, y no de la otra?
—Eso no es cosa mía. Françoise va y viene. En cuanto a la mujer legítima… En pocas palabras, oí cómo el doctor le decía al procurador que lo que habías hecho era una impertinencia, y que tenía muchas ganas de darte una lección.
—¡Eso promete!
—¿Qué quieres decir?
—¡Que es él el que me cura la herida tres veces al día!
Y Maigret soltó una carcajada, demasiado larga y sonora para ser sincera.
Rió como alguien que se ha metido en una situación ridícula y que se obstina en seguir en ella porque no sabe cómo salir.
—¿No bajas a comer? Creí que me habías dicho que hoy había buena comida.
¡Y siguió riendo! ¡Iba a jugar una partida apasionante! Tenía que investigar por todas partes, en el bosque, en el Hospital, en la granja del Molino Nuevo, en casa del doctor, en la del procurador, y en toda una ciudad que ni siquiera había visto.
¡Pero se hallaba atado a la cama, a una ventana, y sentía deseos de gritar cada vez que hacía un gesto un poco brusco! ¡Tenían que prepararle las pipas porque no podía utilizar el brazo izquierdo, y su mujer lo aprovechaba para tenerlo a régimen!
—¿Aceptas venir a mi casa?
—Cuando todo esto acabe. Te lo prometo.
—¡Pero si ya no hay loco!
—¿Quién sabe? ¡Vete a comer! Y si te preguntan cuáles son mis intenciones, contesta que no lo sabes. ¡Y ahora, al trabajo!
¡Y dijo aquello como si le aguardase una tarea materialmente impresionante, como la de amasar la pasta del pan o remover toneladas de tierra!
En efecto, tenía muchas cosas por remover: un amasijo confuso, inescrutable.
Pero era en el campo inmaterial: rostros más o menos vagos volvían a su retina. El rostro gruñón y altanero del procurador, el rostro inquieto del doctor, la triste figura arrugada de su mujer, que había sido asistida en el Hospital de Argel —¿asistida de qué?—, la silueta nerviosa y demasiado decidida de Françoise… y Rosalía, que soñaba todas las noches, con gran desesperación de su novio. De hecho, ¿es que se acostaban ya juntos?… Y aquella insinuación acerca del procurador. ¡Y aquel hombre, que había saltado del tren en marcha para tirar sobre Maigret y morir! ¡Y el dueño del Hotel, que había tenido ya tres mujeres, pero que tenía un temperamento como para matar a otras veinte!
¿Por qué Françoise había…?
¿Por qué el doctor había…?
¿Por qué aquel pesado de Leduc…?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Y querían deshacerse de Maigret enviándolo a La Ribaudière?
Rió por última vez, con risa de hombre grueso. Y cuando su mujer regresó, un cuarto de hora más tarde, lo encontró beatíficamente dormido.