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Cinco hombres decepcionados

Aquello parecía una escena de melodrama interpretada por malos actores: la enfermera sonrió al retirarse, echándole una última mirada a Maigret.

Una mirada que parecía decir: ¡Ahí se los dejo!

Y los cinco señores tomaron posesión de la habitación con sonrisas diversas, pero todas amenazadoras. ¡Parecía que no fuese cierto que estuviesen haciéndolo expresamente, que quisieran gastarle una broma a Maigret!

—Pase, señor procurador.

Era un hombre bajo, con el pelo cortado a cepillo y una mirada terrible que parecía estudiada para armonizar con su profesión. ¡Y un aire de frialdad, de maldad!

Pasó junto a la cama de Maigret echándole una breve ojeada, y después se situó ceremoniosamente junto a la pared, con el sombrero en la mano.

Y el juez de instrucción desfiló del mismo modo, contemplando al herido y plantándose junto a su superior.

Y después el secretario. ¡Eran ya tres los situados a lo largo de la pared, como tres conjurados! ¡Y ya el médico iba a reunirse con ellos!

No faltaba más que el comisario de policía, un gordo de ojos saltones que iba a representar el papel de ejecutor en aquellas altas maniobras.

Les echó una rápida mirada a los demás, y luego, dejando caer su mano sobre la espalda de Maigret, comentó:

—¡Atrapado, eh!

En otras circunstancias aquello hubiese podido resultar terriblemente divertido. Maigret ni siquiera sonrió, limitándose a fruncir el ceño con inquietud.

¡Inquietud por él mismo! Tenía todavía la impresión de que la línea de demarcación entre la realidad y el sueño era imprecisa, borrándose cada vez más.

¡Y he aquí que estaban representando ante él una verdadera parodia de interrogatorio! El comisario de policía, un hombre grotesco, le hablaba con aire socarrón:

—¡Confieso que no me disgusta ver por fin la pinta que tienes!

¡Y los otros cuatro, junto a la pared, lo contemplaban sin chistar!

Maigret soltó un hondo suspiro que le asombró a él mismo, y sacó la mano derecha de entre las sábanas.

—¿Contra quién pensabas actuar esta noche? ¿Otra vez contra una mujer, o contra una niña?

Sólo entonces se dio cuenta Maigret de la cantidad de palabras que tendría que pronunciar para deshacer el malentendido, y pensarlo lo horrorizó. Estaba agotado. Tenía sueño. Todo su cuerpo estaba dolorido.

—Tanto —balbució maquinalmente, con un gesto lánguido.

Los otros no comprendieron. Un poco más bajo repitió:

—Tanto. Mañana.

Y cerró los ojos, confundiendo al poco rato al procurador, al juez, al médico, al comisario y al secretario en un mismo personaje que se parecía al cirujano, al campesino y al hombre del tren.

A la mañana siguiente se hallaba sentado en la cama, o más bien ligeramente incorporado, apoyado en dos almohadas, y contemplaba a la enfermera que se afanaba de un lado a otro poniendo en orden la habitación.

Era una chica guapa, alta, fuerte, de un rubio agresivo, y a cada momento le dirigía al herido una mirada provocativa y temerosa a la vez.

—Dígame, ¿vinieron ayer cinco señores a verme?

—¿Y eso qué puede importarle?

—Si usted lo dice. Entonces dígame qué es lo que vinieron a hacer aquí.

—No tengo autorización para dirigirle la palabra, y prefiero advertirle que repetiré todo lo que me diga.

Lo más curioso era que Maigret disfrutaba en cierto modo de aquella situación, igual que se disfruta, al amanecer, de esos sueños que uno se empeña en terminar antes de despertar.

El sol era tan brillante como en los cuentos de hadas ilustrados. En alguna parte, fuera, los soldados pasaban a caballo, y al entrar en la calle el sonido de las trompetas retumbó triunfalmente.

En aquel mismo momento la enfermera pasaba cerca de la cama, y Maigret, que quería retener su atención para interrogarla de nuevo, atrapó el borde de la falda con los dedos.

Ella se volvió, y dando un grito terrible salió huyendo de la habitación.

Las cosas no se aclararon hasta el mediodía. El cirujano estaba quitándole la venda a Maigret cuando llegó el comisario de policía. Llevaba un sombrero de paja nuevo y una corbata azul chillón.

—¿Ni siquiera ha tenido usted la curiosidad de registrar mi cartera? —le preguntó Maigret amablemente.

—¡Sabe usted muy bien que no llevaba ninguna cartera!

—Bien. Todo se explicará. Telefonee a la Policía. Allí le dirán que soy el comisario divisionario Maigret. Si quiere asegurarse con más rapidez, avise a mi compañero Leduc, que tiene una casa de campo en Villefranche. ¡Pero, antes que nada, dígame dónde estoy, por favor!

El otro se resistía todavía. Le dirigió sonrisas llenas de comprensión. Incluso le dio discretos codazos al cirujano.

Y hasta la llegada de Leduc, que compareció en un viejo Ford, todo el mundo estuvo a la expectativa.

¡Por fin tuvieron que convenir en que Maigret era Maigret, y no el loco de Bergerac!

Leduc tenía el rostro rosado y plácido de un pequeño rentista, y desde que había dejado la policía se preciaba de no fumar más que en una pipa cuyo borde sobresalía de su bolsillo.

—He aquí la historia en pocas palabras: yo no soy de Bergerac, pero vengo cada sábado de compras con el coche. Y aprovecho también para zamparme una buena comida en el Hotel de Inglaterra. Bueno, pues hace cosa de un mes descubrieron cerca de la carretera a una mujer muerta. ¡Estrangulada, para ser exactos! ¡Y no sólo estrangulada! Una vez el cuerpo estuvo inerte, el asesino había llevado su sadismo hasta el extremo de hundir una gruesa aguja en su corazón.

—¿Quién era esa mujer?

—Leontina Moreau, de la granja Molino Nuevo. No le robó nada.

—¿Y tampoco la…?

—Tampoco la ultrajó, a pesar de que se trataba de una chica estupenda, de unos treinta años. El crimen tuvo lugar a la caída de la tarde, cuando ella volvía de casa de su cuñada. El otro crimen.

—¿Pero son dos?

—Dos y medio. La otra víctima es una chiquilla de dieciséis años, hija del jefe de estación, que había ido a dar una vuelta en bicicleta. La encontraron en el mismo estado.

—¿Por la noche?

—A la mañana siguiente. Pero el crimen fue cometido por la noche. Y la tercera es una criada del Hotel que había ido a ver a su hermano, que es peón y trabaja en la carretera, a unos cinco o seis kilómetros. La chica iba a pie, y de pronto alguien la asaltó por detrás, derribándola. Pero como ella es muy fuerte, se defendió y consiguió morder al hombre en la muñeca. Éste soltó un juramento y huyó. Ella no pudo verlo más que por la espalda, vagamente, mientras corría a refugiarse en el bosque.

—¿Eso es todo?

—¡Eso es todo! La gente está convencida de que se trata de un loco refugiado en los bosques de los alrededores. A ningún precio se puede admitir que se trate de alguno de la ciudad. Cuando el campesino dijo que te había encontrado junto a la carretera, creyeron que eras el asesino y que habías sido herido al intentar un nuevo crimen.

Leduc hablaba gravemente. No parecía darse cuenta de lo cómico de la equivocación.

—De hecho, habrá gente que seguirá creyéndolo para no dar su brazo a torcer —añadió.

—¿Quién lleva la investigación sobre estos crímenes?

—La Policía local.

—Déjame dormir, ¿quieres?

Sin duda era culpa del estado de debilidad en que se hallaba: Maigret tenía todo el tiempo unas ganas irresistibles de dormitar. No se sentía a gusto más que medio adormilado, con los ojos cerrados, a ser posible cara al sol para que los rayos le atravesasen los párpados.

Ahora tenía muchos personajes nuevos para evocar, para animar en su espíritu, al igual que un niño hace marchar los soldados multicolores de su colección.

La granjera de treinta años. La hija del jefe de estación. La sirvienta del Hotel.

Recordaba el bosque, los altos árboles, la carretera clara, e imaginaba la agresión, la víctima rodando en el polvo, y el hombre blandiendo su larga aguja.

¡Era fantástico, increíble! Sobre todo evocado en aquella habitación del Hospital, desde la que se oían los tranquilos ruidos de la calle. Alguien tardó casi diez minutos en poner su auto en marcha, debajo de la ventana de Maigret. El cirujano llegó en un coche ligero y rápido que conducía él mismo.

Eran ya las ocho de la noche y las lámparas estaban encendidas cuando se inclinó sobre la cabecera de Maigret.

—¿Es grave?

—Sobre todo, será largo. Un par de semanas de inmovilidad.

—¿No podría, por ejemplo, instalarme en el Hotel?

—¿No se encuentra bien aquí? Evidentemente, si tiene alguien que lo cuide.

—Oiga, entre nosotros, ¿qué es lo que piensa usted del loco de Bergerac?

El médico permaneció en silencio. Maigret fue más preciso:

—¿Cree usted, como todo el mundo, que se trata de un loco furioso que vive en los bosques?

—¡No!

Maigret había tenido tiempo de pensar sobre ello y de recordar algunos casos análogos que había conocido, o de los que había oído hablar.

—Más bien de un hombre que en la vida corriente debe comportarse como usted y como yo, ¿no le parece? —añadió.

—¡Es lo más probable!

—Dicho de otro modo, hay muchas posibilidades de que ese hombre viva en Bergerac, y de que ejerza una profesión cualquiera.

El cirujano, confuso, le dirigió una mirada extraña.

—¿Tiene usted alguna idea? —continuó Maigret, sin dejar de observarlo.

—He tenido muchas, unas detrás de otras. Las tomo. Las desecho con indignación. Las examino de nuevo. Bajo cierto ángulo, todo el mundo aparece como sospechoso de trastorno cerebral.

Maigret se echó a reír.

—¡Y toda la ciudad es examinada! —exclamó—. Desde el alcalde y el procurador hasta el último mono. Sin olvidar a sus compañeros y al portero del Hospital.

¡No! ¡El cirujano no estaba bromeando!

—Un instante. No se mueva —dijo mientras le curaba la herida—. Es más terrible de lo que usted cree…

—¿Cuántos habitantes tiene Bergerac?

—Unos dieciséis mil. Todo me lleva a creer que el loco pertenece a una clase social elevada. E incluso que…

—¡La aguja, evidentemente! —murmuró Maigret haciendo una mueca, ya que el cirujano estaba haciéndole daño.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que esa aguja clavada exactamente en el corazón, a la primera, dos veces seguidas, prueba ya algunos conocimientos anatómicos.

Se hizo un silencio. El cirujano parecía preocupado. Colocó de nuevo el vendaje alrededor de la espalda y el torso de Maigret y se incorporó suspirando.

—¿Decía usted que preferiría instalarse en una habitación del Hotel?

—Sí. Haría venir a mi mujer.

—¿Desea usted ocuparse de este asunto?

—¡Ya lo creo!

La lluvia hubiese podido estropearlo todo. Pero no cayó una gota de lluvia lo menos durante quince días.

Y Maigret fue instalado en la mejor habitación del Hotel de Inglaterra, en el primer piso. Le colocaron la cama junto a la ventana, de modo que gozaba del panorama de la plaza mayor, donde veía cómo la sombra abandonaba una hilera de casas para pasar lentamente al lado opuesto.

La señora Maigret aceptó la situación tal como lo aceptaba todo, sin asombrarse, sin alterarse. Al cabo de una hora de hallarse en la habitación, ésta se había convertido en «su» habitación, pues había puesto en ella sus pequeñas comodidades, su nota personal.

Dos días antes debía comportarse del mismo modo a la cabecera de su cuñada, cuando ésta daba a luz, en Alsacia.

—¡Una niña preciosa! ¡Si la hubieses visto! Pesa cerca de cinco kilos.

Interrogaba sin cesar al cirujano:

—¿Qué es lo que puede comer, doctor? ¿Un buen caldo de gallina? ¡Lo que debiera usted prohibirle es la pipa! ¡Al igual que la cerveza! Dentro de una hora va a pedirme otra vez.

¡La habitación estaba empapelada de rojo y verde! ¡Un rojo rabioso y un verde chillón! ¡Largas rayas que cantaban al sol!

¡Y aquellos traviesos mueblecitos de hotel, que bailaban sobre sus patas desniveladas!

Una habitación inmensa con dos camas. ¡Y una chimenea de más de dos siglos de antigüedad sobre la que habían instalado un radiador barato!

—Lo que me pregunto es por qué te lanzaste tras ese hombre. Imagínate que hubieses caído sobre los rieles. ¡Tengo una idea! Voy a prepararte un batido de limón. Espero que me dejen disponer de la cocina.

Los momentos de meditación eran ahora más raros. Incluso cuando cerraba los ojos bajo un rayo de sol, Maigret tenía ideas poco precisas.

Pero seguía agitando personajes creados o reconstituidos por su imaginación.

—La primera víctima. La granjera. ¿Casada? ¿Con hijos?

—Casada con el hijo de los granjeros. Pero no se entendía demasiado bien con su suegra, pues ésta la acusaba de ser demasiado coqueta y de ponerse combinaciones de seda para ordeñar las vacas.

Entonces, pacientemente, con amor, al igual que un pintor ante su tela, Maigret esbozaba en su espíritu una imagen de la granjera, y la veía apetecible, bien formada, bien lavada, introduciendo ideas modernas en la casa de sus suegros y consultando catálogos de París.

La veía volviendo de la ciudad, y veía muy bien la carretera. Las carreteras debían parecerse todas, ya que todas se hallaban bordeadas por grandes árboles.

Después, la chica de la bicicleta.

—¿Es que tenía novio?

—¡Nadie habla de eso! Todos los años iba a pasar quince días de vacaciones a París, a casa de una tía.

El lecho estaba húmedo. El cirujano lo visitaba dos veces al día. Después de la comida, Leduc llegaba en su Ford, haciendo defectuosas maniobras bajo la ventana antes de conseguir estacionar.

Al tercer día se presentó con un sombrero de paja, igual que el comisario de policía.

El procurador le hizo una visita. Confundió a la señora Maigret con la sirvienta y le tendió su bastón y su sombrero hongo.

—Naturalmente, usted habrá disculpado nuestra equivocación. Pero el hecho de que no hubiese nada que pudiese identificarlo.

—¡Sí, mi cartera ha desaparecido! Pero siéntese, por favor, amigo mío.

Seguía teniendo un aire agresivo. No podía evitarlo. Era culpa de su pequeña nariz redonda y de los pelos demasiado lacios de su bigote.

—Ese asunto es lamentable, y amenaza la tranquilidad de una región tan hermosa. Que tales cosas ocurran en París, donde el vicio reina en estado endémico. ¡Pero aquí!

¡Vaya! ¡También él tenía unas cejas muy pobladas! ¡Como el campesino! ¡Como el doctor! ¡Unas cejas grises iguales a las que Maigret atribuía maquinalmente al hombre del tren!

Y un bastón con puño de marfil, esculpido.

—¡En fin! Espero que se restablezca usted rápidamente y que no guarde un recuerdo demasiado malo de nuestra región.

No era más que una visita de cumplido. Tenía prisa por irse.

—Tiene usted un médico excelente. Es discípulo de Martel. Lástima que el resto…

—¿Qué resto?

—Yo me entiendo. No se preocupe. Hasta pronto. Me informaré cada día de su salud.

Maigret se tomó un batido de limón, que era una obra maestra. Pero sufría al notar el tufillo a trufas que subía del comedor.

—¡Es inaudito! —comentaba su mujer—. Aquí sirven trufas como en otros sitios patatas con aceite. ¡Se diría que las regalan! Incluso en el menú de quince francos.

Y le llegaba el turno a Leduc.

—¡Siéntate, por favor! ¿Un poco de batido de limón? ¿No? ¿Qué es lo que sabes de la vida íntima de mi médico, del que ignoro incluso el apellido?

—¡El doctor Rivaud! Pues no sé gran cosa. Sólo lo que se dice. Vive con su mujer y su cuñada. La gente de por aquí asegura que su cuñada es tan suya como su mujer. Pero…

—¿Y del procurador?

—¿El señor Duhourceau? ¿Te han dicho ya que?

—¡Continúa!

—Su hermana, que es viuda de un capitán, está loca. Algunos afirman que la ha hecho internar a causa de su fortuna.

Maigret estaba contentísimo. Su viejo camarada le contemplaba con curiosidad, sentado sobre la cama y entornando los ojos para ver la plaza.

—¿Y qué más?

—¡Nada más! En las ciudades pequeñas…

—¡Olvidas que ésta no es una ciudad como las demás, por pequeña que sea! ¡Es una ciudad en la que hay un loco!

Lo más divertido era que Leduc manifestaba una inquietud real.

—¡Un loco en libertad! —continuó Maigret—. Un loco que sólo está intermitentemente, y que el resto del tiempo va y viene, y habla como tú y como yo.

—¿Tu mujer no se aburre demasiado aquí?

—¡Se pasa el día revolviendo en las cocinas! Le da recetas al cocinero y copia las que éste le confía. En el fondo, quizá sea el cocinero el que esté loco.

Hay una verdadera embriaguez en haber escapado a la muerte, en hallarse convaleciente, y sobre todo, en ser cuidado en una atmósfera irreal.

Y en hacer trabajar el cerebro a pesar de todo, por afición.

En estudiar una región, una ciudad, desde la cama, desde la ventana.

—¿Hay aquí una biblioteca municipal?

—¡Naturalmente!

—Serías un ángel si fueses a buscarme todos los libros que traten de enfermedades mentales, de perversiones, de manías. Y también te agradecería que me subieses la guía de teléfonos. ¡Es muy instructiva, la guía de teléfonos! Pregunta abajo si tienen un aparato con cable largo, y si me lo pudiesen subir de vez en cuando.

La somnolencia llegaba. Maigret notó que le invadía como la fiebre, hasta sus fibras más profundas.

—En realidad, mañana comes aquí. Es sábado.

—¡Y tengo que comprar una cabra! —acabó Leduc buscando su sombrero de paja.

Cuando salió, Maigret tenía ya los ojos cerrados y una respiración regular se escapaba por su boca entreabierta.

El comisario Leduc encontró al doctor Rivaud en el pasillo de la planta baja. Lo llevó aparte y dudó largo rato antes de preguntarle:

—¿Está usted seguro de que esa herida no puede haber influido sobre la inteligencia de mi amigo? ¿Ni siquiera sobre…? No sé cómo decirlo. ¿Me comprende usted?

El médico hizo un gesto vago con la mano.

—¿Es de ordinario un hombre inteligente?

—¡Muy inteligente! A veces no lo parece, pero…

—¡Ah!

Y el cirujano empezó a subir la escalera con mirada soñadora.