1

El viajero que no podía dormir

¡El azar en toda regla! La víspera, Maigret no sabía que iba a emprender un viaje. Se hallaba, no obstante, en la estación en que París empezaba a caérsele encima: un mes de marzo con regusto a primavera, con un sol claro, picante, ya cálido.

La señora Maigret se había ido a Alsacia, por un par de semanas, a casa de su hermana, que estaba esperando un hijo.

El martes por la mañana el comisario recibió una carta de un compañero de la Policía Judicial que se había retirado hacía dos años y que se había instalado en Dordogne:

«Sobre todo, si algún buen viento te trae por esta región, no dejes de venir a pasar algunos días a mi casa. Tengo una vieja sirvienta que sólo está contenta cuando hay invitados. Y ahora empieza la estación del salmón».

Un detalle hizo soñar a Maigret: el membrete del papel de carta, en el que se veía el perfil de una casa señorial flanqueada por dos torres redondas. Debajo se leía el nombre de la finca: La Ribaudière. Villefranche-en-Dordogne.

Al mediodía la señora Maigret le telefoneó para comunicarle que el alumbramiento se esperaba para la noche siguiente, y añadió:

—Parece que estuviéramos en verano. ¡Los árboles frutales ya están en flor!

El azar. El azar. Un poco más tarde Maigret se hallaba en el despacho de su jefe, charlando.

—A propósito. ¿No ha ido todavía a Burdeos para hacer esas verificaciones de que hablamos?

Se trataba de un asunto insignificante, en modo alguno urgente. El trabajo de Maigret se reducía a ir a Burdeos a consultar los archivos de la ciudad.

Una asociación de ideas: Burdeos-la-Dordogne.

Y en aquel instante había un rayo de sol sobre la bola de cristal que le servía de pisapapeles al jefe.

—¡Es una buena idea! Precisamente ahora no tengo nada entre manos.

Al atardecer tomó el tren en la estación de Orsay, con un billete de primera para Villefranche. El empleado le recomendó que no se olvidase de cambiar en Libourne.

Maigret le prestó poca atención, leyó algunos periódicos y se dirigió al vagón-restaurante, donde se quedó hasta las diez de la noche. Cuando volvió a su compartimiento se encontró con que un anciano matrimonio había bajado los visillos, instalándose cómodamente y ocupando su lugar.

—¿Es que por casualidad no habría una litera libre? —le preguntó a un empleado que pasaba.

—En primera, no. Pero creo que hay una en segunda. Si le da lo mismo.

—¡Naturalmente!

Y ya tenemos a Maigret transportando su maletín de viaje a lo largo de los pasillos. El empleado abre varias puertas y descubre al fin el compartimiento en el que sólo la litera de arriba está ocupada. También aquí están los visillos corridos y la luz apagada.

—¿Desea que encienda?

—Gracias.

Reina un calor pegajoso. En algún sitio se oye un ligero silbido, como si hubiese algún fallo en la calefacción. Alguien se mueve, allá arriba, se mueve y respira en la litera superior.

Sin hacer ruido, el comisario se quita los zapatos, la chaqueta y el chaleco. Se echa, y no tarda en agarrar de nuevo su sombrero hongo, que coloca de través sobre su cabeza, pues hay una ligera corriente de aire que no se sabe de dónde viene.

¿Acaso duerme? Se adormece, en todo caso. Quizá durante una hora. Quizá durante dos. Quizá durante más. Pero se mantiene semiconsciente.

Y, durante todo el rato, es una sensación de malestar la que lo domina. ¿A causa del calor, contrariado por la corriente de aire?

¡Más bien a causa del hombre de arriba, que ni un instante se mantiene quieto!

¿Cuántas veces se da vuelta por minuto? Se halla precisamente sobre la cabeza de Maigret, y cada movimiento suyo desencadena infinidad de ruidos.

Respira de un modo irregular, como si tuviese fiebre.

Hasta el punto de que Maigret, harto, se levanta y se va al pasillo. Pero en el pasillo hace demasiado frío.

Y de nuevo el compartimiento, la somnolencia que embota las sensaciones, las ideas.

Están separados del resto del mundo. La atmósfera es una atmósfera de pesadilla.

¿Acaso el hombre de allá arriba no acaba de incorporarse sobre los codos, acaso no acaba de inclinarse intentando ver a su compañero?

Maigret, por el contrario, no se siente con ánimos para hacer un solo movimiento. Todavía le pesa en el estómago el alcohol bebido en el vagón-restaurante.

La noche es larga. En las paradas se oyen voces confusas, pasos por los pasillos, puertas que chirrían. Uno se pregunta si el tren volverá a ponerse alguna vez en marcha.

Se diría que el hombre de arriba está llorando. Hay momentos en que deja de respirar. Después, de pronto, carraspea. Se da la vuelta. Se suena.

Maigret se arrepiente de no haberse quedado en su compartimiento de primera, con el matrimonio anciano.

Se adormece de nuevo. Se despierta. Trata de dormirse otra vez. Por fin, ya no puede más. Tose para que su voz sea más firme, y exclama:

—¡Se lo ruego, caballero, procure estarse quieto de una vez!

Se siente molesto, pues su voz ha sonado mucho más brusca de lo que hubiese querido. ¿Y si, después de todo, el hombre estuviese enfermo?

El hombre no contesta. Permanece inmóvil. Debe estar haciendo un esfuerzo inusitado para evitar el menor ruido. Y Maigret se pregunta de pronto si en realidad se trata de un hombre. ¡Podría ser una mujer! ¡No ha podido verlo! El otro es un ser invisible, aprisionado entre la litera y el techo del tren.

Y el calor debe ser sofocante allá arriba. Maigret intenta regular el radiador, pero el aparato está estropeado.

Son las tres de la mañana.

—¡A ver si me duermo de una vez!

Pero ya no tiene sueño. Está casi tan nervioso como su compañero. Lo vigila.

—¡Vaya! Ya empieza otra vez.

Y Maigret, con la esperanza de dormirse, se propone respirar con regularidad contando hasta cien.

Decididamente, el hombre está llorando. Sin duda se trata de alguien que ha ido a París para un entierro. O al contrario. Un pobre diablo que trabaja en París y que ha recibido una mala noticia de su pueblo: su madre enferma, o muerta. O quizá su mujer. Maigret se arrepiente de haber sido duro con él. ¿Quién sabe? A veces se añade al tren una furgoneta mortuoria.

¡Y su cuñada, en Alsacia, estará dando a luz! ¡Tres hijos en cuatro años!

Maigret duerme. El tren se para y parte de nuevo. Atraviesa un puente metálico que hace un ruido de catástrofe, y Maigret abre bruscamente los ojos.

Y permanece inmóvil contemplando las dos piernas que cuelgan delante de él. El hombre de arriba se ha sentado y, con infinitas precauciones, está atándose los zapatos. Es la primera cosa que el comisario ve de él, y, a pesar de la poca luz, advierte que son de charol. Los calcetines, por el contrario, son de lana gris y parecen haber sido tejidos a mano.

El hombre se interrumpe, escucha. ¿Acaso espía la respiración de Maigret, que ha cambiado de ritmo? El comisario se pone a contar de nuevo.

Le resulta tanto más difícil cuanto que se halla interesado en grado sumo por las manos que atan los cordones y que tiemblan de tal modo que se ven obligadas a empezar cuatro veces el mismo nudo.

Pasan por una estación pequeña, sin pararse. Sólo se vislumbran las lucecitas que atraviesan la tela de los visillos.

¡El hombre baja! El conjunto se parece cada vez más a una pesadilla. Podría bajar de un modo natural. ¿Es acaso el temor de recibir una nueva reprimenda lo que lo asusta?

Durante largo tiempo busca el travesaño con el pie. Está a punto de caerse. Por fin le da la espalda al comisario. Sale, olvidándose de cerrar la puerta, y desaparece en el fondo del pasillo.

Si no fuese por la puerta abierta, Maigret optaría sin duda para volverse a dormir. Pero tiene que levantarse a cerrarla, y aprovecha para dar un vistazo.

Tiene el tiempo justo para ponerse la chaqueta, olvidando el chaleco, ya que el desconocido, al fondo del pasillo, ha abierto la puerta del vagón. ¡No se trata de una casualidad! En el mismo momento, el tren comienza a perder velocidad. Se adivina un bosque que desfila a lo largo de la vía. Algunos nubarrones se hallan iluminados por una luna invisible.

Los frenos chirrían. La velocidad debe haber descendido a unos 30 km/h, quizá menos.

Y el hombre salta, desapareciendo tras la pendiente por la que acaba de deslizarse.

Maigret apenas tiene tiempo de reflexionar. Se precipita. El tren sigue perdiendo velocidad. No corre ningún riesgo.

Está en el aire. Cae sobre un lado, rodando. Da tres vueltas sobre sí mismo y se detiene cerca de una valla de alambres espinosos.

Una luz roja se aleja con el estruendo del tren.

El comisario no se ha roto nada. Se pone en pie. La caída de su compañero ha debido ser más brutal, pues, a unos cincuenta metros, está intentando levantarse, lentamente, penosamente.

La situación es ridícula. Maigret se pregunta a qué instinto ha obedecido saltando del tren, mientras su equipaje continúa hacia Villefranche-en-Dordogne. ¡Ni siquiera sabe dónde está!

Sólo se ven árboles: un gran bosque, sin duda. En algún sitio la mancha clara de la carretera debe perderse en la lejanía.

¿Por qué no se mueve el hombre? No es más que una sombra arrodillada. ¿Ha visto a su seguidor? ¿Se halla herido?

—¡Eh, oiga! —le grita Maigret buscando el revólver en el bolsillo.

No tiene tiempo de agarrarlo. De pronto lo ve todo rojo. Y recibe un choque en la espalda incluso antes de oír la detonación.

Todo esto no ha durado ni una décima de segundo, y el hombre ya se ha puesto en pie y corre a campo traviesa, atravesando la carretera y hundiéndose en la oscuridad.

Maigret ha soltado un juramento. Sus ojos están húmedos, pero no de dolor, sino de estupefacción, de rabia, de impotencia. ¡Ha sido todo tan rápido! ¡Y la situación es tan lastimosa!

Se le cae el revólver y al agacharse a recogerlo hace una mueca de dolor a causa de la espalda. Pero lo peor es la sensación de estar perdiendo sangre en abundancia, de que a cada pulsación el líquido cálido mana de la arteria cortada.

No se atreve a correr ni a moverse. Ni siquiera recoge su arma.

Nota las sienes húmedas y la garganta atenazada. Y a la altura de la espalda, tal como suponía, su mano encuentra un líquido viscoso. Busca la arteria a tientas, intentando interrumpir el derrame.

Y, casi inconscientemente, tiene la impresión de que el tren se para a menos de un kilómetro de distancia de allí, y de que permanece parado largo rato, mientras él, angustiado, aguza el oído.

¿Pero qué puede importarle a él que el tren se pare? Es una reacción maquinal. La ausencia de ruido le asusta como si fuese un vacío.

¡Por fin! El ruido vuelve a oírse a lo lejos. Un tenue resplandor rojo se dibuja en el cielo, tras los árboles.

Después, nada.

Nada más que Maigret, de pie, apretándose el hombro con la mano derecha. De hecho se trata del hombro izquierdo. Intenta mover el brazo, pero sólo consigue levantarlo ligeramente, y lo deja caer de nuevo.

En el bosque reina un silencio absoluto. Se diría que el hombre, en vez de huir, se ha refugiado en la maleza. ¿Acaso tirará contra Maigret, para acabar con él, si éste se dirige a la carretera?

—¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! —gruñe Maigret, que se siente infinitamente desgraciado.

¿Qué necesidad tenía de saltar del tren? Al amanecer su amigo lo esperará en la estación de Villefranche, y la sirvienta habrá preparado un salmón.

Maigret echa a andar pesadamente. Se detiene al cabo de tres metros, hace otro esfuerzo y se para de nuevo.

Sólo la claridad de la carretera destaca en la noche, una carretera blanca, tan polvorienta como en pleno verano. Pero sigue perdiendo sangre, aunque en menor cantidad. Intenta impedir su salida con la mano, pero ya tiene la mano empapada.

Nadie diría que ha sido herido otras tres veces. Está tan impresionado como al subir a la mesa de operación. Preferiría un dolor agudo antes que ese lento fluir de la sangre.

¡Porque sería francamente ridículo morir allí, completamente solo, aquella noche! ¡Sin saber siquiera dónde se hallaba! ¡Con su equipaje continuando el viaje sin él!

Si el hombre tira, mala suerte. Avanza tan aprisa como puede, inclinado hacia delante, en una especie de vértigo. Ve un poste indicador, pero sólo el lado de la derecha se halla iluminado por un halo de luna: 3,5 km.

¿Qué es lo que hay a 3,5 km? ¿Qué ciudad? ¿Qué pueblo?

Una vaca muge en aquella dirección. Y el cielo está un poco más pálido. ¡Es el este, sin duda! ¡Y va a despuntar el día!

El desconocido no debe estar allá. O bien ha renunciado a acabar con el herido. Maigret calcula que tiene aún energía para tres o cuatro minutos e intenta aprovecharla. Avanza a pasos regulares, como en el cuartel, contándolos y tratando de no pensar en nada.

La vaca que ha mugido debe pertenecer a una granja. Los granjeros se levantan temprano. Por tanto.

La sangre se desliza por el lado izquierdo, bajo la camisa, y ya le llega a la cintura.

¿Es una luz lo que está viendo? ¿O es ya el delirio?

«Si pierdo más de un litro de sangre», piensa.

Es una luz. Mas para llegar hasta ella hay que atravesar un campo labrado, y eso ya es más difícil. Sus pies se hunden en la tierra. Se apoya en un tractor abandonado.

—¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Aprisa, aprisa!

Ese «aprisa» desesperado se le escapa mientras resbala cayendo al suelo. Oye el sonido de una puerta al abrirse y adivina una linterna balanceándose en el extremo de un brazo.

—¡Aprisa!

¡Con tal de que al hombre que se aproxima se le ocurra impedir la pérdida de sangre! La mano de Maigret abandona el hombro y cae, húmeda, a su lado.

—Un. Dos. Un. Dos.

Cada vez es un borbotón de sangre que quiere escapársele.

Imágenes confusas, con vacíos entre ellas. Y todas marcadas por esa nota de horror que provoca pesadillas.

Un ritmo. Los pasos de un caballo. Paja debajo de la cabeza y muchos árboles desfilando a la derecha.

Aquello Maigret pudo comprenderlo. Se hallaba tendido en un carro. Era de día. Avanzaban lentamente a lo largo de una carretera bordeada de plátanos.

Abrió los ojos y tratando de no hacer ruido pudo vislumbrar a un hombre que marchaba perezosamente, balanceando el látigo que tenía en la mano.

¿Pesadilla? Maigret no había podido ver el rostro del hombre del tren. Lo único que conocía de él eran sus zapatos de charol, sus calcetines grises, y, de un modo vago, su silueta.

Entonces, ¿por qué suponía que el campesino que le llevaba era el hombre del tren?

Veía un rostro de grandes bigotes grises y cejas muy pobladas. Y unos ojos claros que miraban al frente sin ocuparse del herido.

¿Dónde se encontraban? ¿Hacia dónde iban?

Al mover la mano, Maigret notó algo anormal alrededor de su pecho, algo parecido a un grueso vendaje.

Después las ideas se confundieron en su cabeza en el momento mismo en que un rayo de sol le taladraba brutalmente los ojos.

Después casas, fachadas blancas. Una calle larga y bañada de luz. Ruido tras el carro, ruido de gentío… y voces… pero no podía distinguir las palabras. Los travesaños del carro le hacían daño.

Ya no más travesaños. Sólo un balanceo hasta entonces desconocido para él.

Se hallaba sobre una camilla, delante de él avanzaba un hombre blanco. Estaban cerrando una gran verja tras la cual se amontonaba la muchedumbre. Alguien corría.

—Condúzcanlo inmediatamente al anfiteatro.

Maigret no se movía, ni pensaba. Pero seguía observando. Estaban atravesando un parque en el que se levantaban pequeños pabellones de ladrillo blanco. En los bancos había jóvenes que vestían un uniforme gris. Algunos tenían la cabeza vendada, otros la pierna. Las enfermeras se apresuraban de un lado a otro.

Y casi inconscientemente trataba de formular la palabra «hospital» sin conseguirlo.

¿Dónde estaba el campesino que se parecía al hombre del tren? ¡Ay! Estaban subiendo una escalera. El hombro le dolía mucho.

Y Maigret se despertó de nuevo para ver a un hombre que se lavaba las manos contemplándolo con gravedad.

Tuvo como un choque en el pecho. ¡Aquel hombre llevaba perilla, y sus cejas eran muy espesas!

¿Acaso se parecía al campesino? ¡En todo caso, se parecía al hombre del tren!

Maigret no podía hablar. Abrió la boca. El hombre de la perilla dijo tranquilamente:

—Llévenlo al número 3. Vale más que esté aislado, a causa de la policía.

¿A causa de la policía? ¿Qué era lo que querían decir?

Personas de blanco se lo llevaron, haciéndole atravesar el parque de nuevo. El comisario nunca había visto un sol como aquél. Era tan claro, tan alegre, que parecía llenar los más ocultos rincones.

Lo metieron en una cama. Las paredes eran blancas. Hacía casi tanto calor como en el tren.

En algún sitio, una voz dijo:

—Es el comisario, que pregunta cuándo podrá.

¿Acaso el comisario no era él? ¡Y él no había preguntado nada! ¡Todo aquello era ridículo!

¡Y sobre todo aquella historia del campesino que se parecía al médico y al hombre del tren!

De hecho, ¿es que el hombre del tren poseía una perilla gris? ¿Y bigotes? ¿Y cejas pobladas?

—Ábranle la boca. Bien. Es suficiente.

Era el doctor, que le vertía un líquido en la boca.

¡Para acabar con él, envenenándolo!

Cuando Maigret, al atardecer, recuperó el sentido, la enfermera que lo cuidaba se dirigió al pasillo del hospital, en el que aguardaban cinco hombres: el juez de instrucción de Bergerac, el procurador, el comisario de policía, un secretario y un médico jurisconsulto.

—¡Ya pueden entrar! Pero el doctor recomienda que no se lo fatigue demasiado. ¡Tiene un modo de mirar tan raro que no me extrañaría que estuviese loco!

Y los cinco hombres se miraron con una sonrisita de complicidad.