—Me pregunto si esa niñita es feliz —dijo madame Maigret, suspirando, mientras se levantaba de la mesa para ir a la cocina en busca del café.
Se dio cuenta de que su marido no la escuchaba. Maigret había retirado su silla y llenaba la pipa mirando la estufa que ronroneaba suavemente, con llamitas regulares que lamían las astillas.
Madame Maigret añadió, para su satisfacción personal:
—No creo que pueda serlo con esa mujer.
Maigret le sonrió vagamente, como cuando no sabía lo que ella había dicho, y se hundió en la contemplación de la salamandra. Por lo menos había dos estufas semejantes en la casa, con el mismo ronroneo; diez comedores, con el mismo olor de domingo, y sin duda ocurría exactamente igual en la casa de enfrente. Cada alveolo contenía su vida perezosa, en sordina, con vino sobre la mesa, pasteles, la garrafita de licor que iba a sacarse del armario, y todas las ventanas dejaban entrar la luz gris y dura de un día sin sol.
Era eso, tal vez, lo que desde por la mañana le deprimía. De diez veces, nueve, una encuesta, una verdad, le metía de una hora a otra en un medio social nuevo, le ponía en contacto con gentes de un mundo que él no conocía o conocía poco, y siempre tenía que aprenderse hasta los menores hábitos y los tics nerviosos de una clase social que no le era familiar.
En este caso, que no era tal, puesto que oficialmente no estaba encargado de nada, todo era diferente. Por primera vez, un acontecimiento tenía lugar en un mundo cercano al suyo, en una casa que hubiera podido ser la suya.
Los Martin hubieran podido vivir en su mismo descansillo en lugar de vivir enfrente, y sin duda hubiera, sido madame Maigret quien se hubiera ocupado de Colette en las ausencias de su tía. En el piso de encima vivía una anciana solterona que, aunque más gruesa y más pálida, era el vivo retrato de mademoiselle Doncoeur. Los marcos de las fotografías de los padres de Martin eran exactamente iguales que los de los padres de Maigret, y las ampliaciones estaban hechas probablemente en el mismo estadio fotográfico.
¿Era eso lo que le molestaba? Le parecía que le faltaba perspectiva, que no veía a las gentes y a las cosas con ojos bastante claros.
Durante la comida había contado a su mujer sus gestiones de la mañana, y ella no había dejado de mirar las ventanas de enfrente con aspecto preocupado. La comida había sido un verdadero banquete de fiesta que los había dejado ahítos.
—¿Está segura la portera que nadie de fuera entró en la casa?
—No está muy segura. Recibió a unos amigos que estuvieron con ella hasta las doce y media. Después se acostó y hubo muchas entradas y salidas, como es de costumbre en la Nochebuena.
—¿Crees tú que aún pasará algo?
Y era esa frase la que aún martilleaba en su cabeza. Ante todo, existía el hecho de que madame Martin no había acudido a él espontáneamente, sino forzada por mademoiselle Doncoeur.
Si ella se hubiese levantado más pronto, si hubiese sido ella la primera en descubrir la muñeca y oír la historia de Papá Noel, ¿hubiera ordenado silencio a la niña?
En seguida se había aprovechado de la primera ocasión para salir, a pesar de haber en la casa suficientes provisiones para el día. Distraída, había comprado mantequilla, sin darse cuenta de que en la fresquera tenía, por lo menos, una libra.
Maigret se levantó de su asiento y fue a sentarse en su sillón, junto a la ventana, descolgó el teléfono y llamó al Quai des Orfèvres.
—¿Lucas?
—He hecho cuanto usted me ordenó, jefe, y tengo la lista completa de los presos que han sido puesto en libertad desde hace cuatro meses. Son menos numerosos de lo que se podía pensar. No hay ninguno que, en cualquier momento, haya vivido en el bulevar Richard Lenoir.
Eso no tenía importancia. Maigret casi había olvidado esa hipótesis. Además, sólo era una idea en el aire. Alguien que hubiera vivido en la casa de enfrente pudo esconder allí el producto de un robo o de un crimen antes de ser detenido.
Puesto en libertad, su primer cuidado hubiera sido, como es natural, intentar recuperar el botín. Ahora bien, debido al accidente de Colette, que la tenía inmovilizada en cama, el dormitorio no se hallaba vacío a ninguna hora del día ni de la noche.
Interpretar a Papá Noel para introducirse en él ese día casi sin peligro no hubiera sido, realmente, una idea tan descabellada.
—¿Quiere usted que estudie sus casos por separado?
—No. ¿Tienes noticias de Paul Martin?
—No ha costado trabajo. Le conocen en cuatro o cinco comisarías por lo menos, entre la Bastille, l’Hôtel de Ville y el bulevar Saint-Michel.
—¿Sabes lo que hizo anoche?
—Primero, fue a cenar a bordo de la pinaza del Ejército de Salvación. Va allí todas las semanas, pues tiene señalado un día, como cliente. Esas noches procura estar sereno. Le sirvieron una cena de gala y tuvo que hacer cola bastante tiempo.
—¿Después?
—Hacia las once de la noche alcanzó el Quartier Latin y se dedicó a abrir la portezuela de los coches ante una boîte de nuit. Debió de recoger bastante dinero para beber, pues a las cuatro de la madrugada lo encontraron completamente borracho a cien metros de la plaza Maubert. Lo llevaron a la prevención. Allí continuaba esta mañana a las once. Acababa de salir cuando pedí los informes, y me han prometido traérmelo en cuanto le pongan de nuevo la mano encima. Le quedaban algunos francos en el bolsillo.
—¿De Bergerac?
—Jean Martin tomará el tren de la tarde. Se mostró muy sorprendido y muy inquieto por la conferencia de esta mañana.
—¿No recibió más que una?
—Esta mañana, sí. Pero le llamaron ayer por la tarde cuando se hallaba cenando en el hotel.
—¿Sabes quién?
—La empleada del hotel, que recibió la comunicación, afirma que era voz de hombre. Preguntaron si monsieur Martin se encontraba allí. Mandó a una camarera para buscarle y cuando él llegó habían colgado. Eso le estropeó la noche. Estaban reunidos unos cuantos, todos viajantes de comercio, y habían organizado una juerguecita en no sé qué boîte de la ciudad. Me han dado a entender que con ellos se encontraban algunas muchachas muy bonitas. Martin, tras ingerir algunas copas, para no desentonar, habló todo el tiempo de su mujer y de su hija, pues habla de la niña como si fuera suya. No por eso dejó de estar fuera con sus amigos hasta las tres de la madrugada. ¿Es lo que usted quería saber, jefe?
Lucas no pudo evitar añadir, intrigado:
—¿Se ha cometido un crimen en su barrio? ¿Continúa usted en su casa?
—Hasta el momento, no es más que una historia de Papá Noel y una muñeca.
—¡Ah!
—Quisiera que te procurases la dirección del director de los relojes Zenith, de la avenida de la Ópera. Debes encontrarla a pesar de ser día de fiesta. Hay muchas probabilidades de que esté en su casa. ¿Me llamarás?
—En cuanto tenga el informe.
Su mujer acababa de servirle una copa de licor de ciruela de Alsacia, del que su hermana le mandaba una botella de cuando en cuando. Maigret le sonrió y estuvo tentado de no pensar más que en esta historia ridícula y de proponer irse al cine para pasar la tarde tranquilamente.
—¿De qué color son sus ojos?
Tuvo que hacer un esfuerzo para comprender que se trataba de la niña, que, de todo el asunto, era lo único que interesaba a madame Maigret.
—Pues, la verdad, no sabría decírtelo. Seguramente no son negros, porque tiene el pelo rubio.
—Entonces son azules.
—Tal vez. Muy ciaros, en todo caso. Y especialmente tranquilos.
—Porque no mira las cosas como una niña. ¿No ha reído?
—No ha tenido ocasión.
—Una verdadera niña encuentra siempre ocasión de reír. Sólo necesita sentirse en confianza, que se le dejen pensamientos de su edad. ¡A mí no me gusta esa mujer!
—¿Prefieres a mademoiselle Doncoeur?
—Es una solterona muy simpática, y estoy segura de que se entiende mejor con la pequeña que la tal madame Martin, a la que me encuentro con frecuencia en las tiendas. Es de esas mujeres que vigilan el peso y saca el dinero, moneda a moneda, del fondo del portamonedas, con ojos recelosos, como si todo el mundo tratara de engañarla.
La interrumpió el timbre del teléfono, pero le dio tiempo de repetir:
—¡A mí no me gusta esa mujer!
Era Lucas, para dar la dirección de monsieur Arthur Godefroy, representante general en Francia de los relojes Zenith. Vivía en un hotel espléndido de Saint-Cloud, y Lucas se había asegurado de que estaba en su casa.
—Paul Martin está aquí.
—¿Te lo han llevado?
—Sí. Se pregunta por qué. Espere que cierre la puerta… Bien. Ahora no puede oírme. Primero ha creído que le sucedía algo a su hija y se ha echado a llorar. Ahora está tranquilo, resignado, con una espantosa lengua estropajosa. ¿Qué hago con él? ¿Se lo envío?
—¿Tienes a alguien que lo acompañe hasta mi casa? —Acaba de llegar Torrence y nada le gustará más que tomar un poco de aire, porque me parece que esta noche pasada debe de haber juergueado de lo lindo. ¿No me necesita usted?
—Sí. Ponte en contacto con la comisaría del Palais-Royal. Hace cinco años aproximadamente desapareció un tal Lorilleux, que tenía una joyería o algo parecido, sin dejar rastro. Me gustaría poseer los más amplios detalles de esa historia.
Sonrió al ver que su mujer se había puesto a hacer punto frente a él. Esta investigación se llevaba a cabo, decididamente, bajo el signo más familiar posible.
—¿Le llamo?
—Sí. No me pienso mover de aquí.
Cinco minutos más tarde tenía al otro extremo del hilo telefónico a monsieur Godefroy, de acento suizo muy marcado. Cuando le habló de Jean Martin creyó, primero, por molestarle el día de Navidad, que le había ocurrido un accidente a su viajante y se lanzó a hacer un caluroso elogio del individuo.
—Es el muchacho más trabajador, capaz y leal que tengo. El año que viene, es decir, dentro de dos semanas, le tendré conmigo en París como subdirector. ¿Le conoce usted? ¿Tiene alguna razón grave para ocuparse de él? —Hizo callar a sus hijos, que estaban detrás de él—. Perdóneme. Toda la familia está reunida y…
—Dígame, monsieur Godefroy, ¿tiene usted conocimiento de que alguien, recientemente, en estos últimos días, se haya dirigido a su despacho para informarse del sitio donde actualmente se encuentra monsieur Martin?
—Pues sí.
—¿Quiere usted precisarme…?
—Ayer por la mañana alguien llamó por teléfono al despacho y solicitó hablar conmigo personalmente. Debido a las fiestas me hallaba muy ocupado. Me debieron de dar un nombre, pero lo he olvidado. Quería saber dónde podría encontrar a Jean Martin para ponerle una conferencia urgente y no vi ninguna razón para no decírselo. Le dije que estaba en Bergerac, y que se alojaba probablemente en el hotel de Bordeaux.
—¿No le pidieron nada más?
—No. Colgó en seguida.
—Muchas gracias.
—¿Está usted seguro de que no hay nada malo en esta historia?
Los niños debían de agruparse a su alrededor y Maigret aprovechó el momento para despedirse cortésmente.
—¿Has oído?
—He oído lo que tú has dicho, claro; pero no lo que él ha contestado.
—Ayer por la mañana un hombre telefoneó al despacho para saber dónde estaba Jean Martin. El mismo hombre, sin duda, que telefoneó por la tarde a Bergerac para cerciorarse de que estaba allí y de que no podía encontrarse, pues, en el bulevar Richard Lenoir por la noche.
—¿Y es ése el hombre que entró en la casa?
—Con toda seguridad. Lo cual prueba, por lo menos, que no se trata de Paul Martin, pues éste no hubiera necesitado hacer esas dos llamadas telefónicas. Con haberse informado por su cuñada…
—Empiezas a ponerte nervioso. Confiesa que estás encantado con que esta historia haya surgido.
Y como él tratase de disculparse:
—Es natural. Yo también estoy interesada. ¿Cuánto tiempo crees tú que la niña tendrá aún que permanecer en cama con la pierna escayolada?
—No le he preguntado.
—¿Qué complicación habrá podido tener?
De nuevo acababa de lanzar la mente de Maigret por una nueva ruta.
—No es tan irrazonable lo que has dicho.
—¿Qué he dicho?
—En suma, puesto que la niña está en cama desde hace dos meses, existe la probabilidad, caso de que no surjan complicaciones graves, de que no permanezca mucho tiempo ya.
—Al principio tendrá que andar con muletas.
—Ésa no es la cuestión. Dentro de algunos días o de algunas semanas a más tardar, la niña saldrá de su dormitorio. Irá de paseo con su madre. El terreno estará libre y le será fácil, a no importa quién, penetrar en el piso sin disfrazarse de Papá Noel.
Los labios de madame Maigret se movían, porque mientras escuchaba y miraba a su marido tranquilamente, contaba los puntos.
—Primero: es la presencia de Colette en el dormitorio lo que ha obligado al hombre a recurrir a una estratagema. Porque ella lleva en cama desde hace dos meses. Tal vez hace dos meses también que él espera. Sin la complicación que ha retrasado la convalecencia, las tablas del suelo hubieran sido levantadas hace unas tres semanas.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A nada. O, mejor dicho, me digo que el hombre no podía esperar más, que tenía razones imperiosas para actuar sin dilación.
—Dentro de algunos días Martin estará de regreso de su viaje.
—Exacto.
—¿Qué han podido encontrar bajo las tablas del suelo?
—¿Acaso han encontrado algo? Si el visitante no ha encontrado nada, el problema, para él, continúa siendo tan urgente como lo era ayer. Actuará, pues, de nuevo.
—¿Cómo?
—No lo sé.
—Dime, ¿no tienes miedo por la niña? ¿Crees que está segura con esa mujer?
—Lo sabría si supiese dónde ha ido madame Martin esta mañana con el pretexto de hacer la compra.
Descolgó el teléfono y llamó una vez más a la Policía Judicial.
—Soy yo de nuevo, Lucas. Quisiera ahora que te ocuparas de los taxis. Me gustaría saber si esta mañana, entre las nueve y las diez, ha sido ocupado un taxi por una cliente en los alrededores del bulevar Richard Lenoir y adónde la ha conducido. ¡Espera!… Sí… Pienso en eso… Es rubia, de unos treinta años, más bien delgada, aunque fuerte. Llevaba un traje sastre color gris y un sombrerito beige. En la mano, una bolsa para provisiones. En las calles no habría hoy por la mañana muchos taxis.
—¿Está Martin ahí?
—Todavía no.
—No tardará en llegar. En cuanto al otro, Lorilleux, los del barrio del Palais-Royal están investigando en los archivos. Tendrá el informe dentro de un instante.
Era la hora en que Jean Martin tomaría el tren en Bergerac. ¿Dormía Colette la siesta? Se adivinaba la figura de mademoiselle Doncoeur tras sus cortinas y, probablemente, se preguntaba en qué se ocupaba Maigret.
Las gentes empezaban a salir de las casas; sobre todo, familias con niños que llevaban sus juguetes nuevos consigo. Seguramente hacían cola a la entrada de los cines. Un taxi se detuvo. Se oyeron pasos en la escalera. Madame Maigret fue a abrir antes que tuvieran tiempo de llamar. La bronca voz de Torrence preguntó:
—¿Está el jefe?
Introdujo en la habitación un hombre sin edad, que se apoyaba humildemente en la pared con los ojos bajos.
Maigret fue a buscar dos copas al aparador y las llenó de licor de ciruela.
—A tu salud —dijo.
Y la mano temblorosa del hombre dudó. Alzó unos ojos asombrados, inquietos.
—A su salud también, monsieur Martin. Le pido perdón por haberle hecho venir hasta aquí, pero estará más cerca para ir a ver a su hija.
—¿No le ha ocurrido nada?
—Pues no. La he visto esta mañana jugando alegremente con su nueva muñeca. Te puedes marchar, Torrence. Lucas debe de tener trabajo para ti.
Madame Maigret se eclipsó llevándose su labor e instalándose en el dormitorio, al borde de la cama, siempre contando sus puntos.
—Siéntese, monsieur Martin.
El hombre sólo había mojado los labios en su copa y la había dejado sobre la mesa, pero de cuando en cuando le echaba una mirada ansiosa.
—No se preocupe por nada. Ya le digo que conozco su historia.
—Hubiera querido ir a verla esta mañana —dijo el hombre, suspirando—. Me había jurado acostarme y levantarme pronto para venir a desearla felices Pascuas.
—También lo sé.
—Siempre ocurre lo mismo. Juro que no tomaré más que una copa, y luego…
—¿Sólo tiene usted un hermano, monsieur Martin?
—Sí, Jean, que tiene seis años menos que yo. Con mi mujer y mi hija, es todo cuanto yo quería en este mundo.
—¿No quiere usted a su cuñada?
Se estremeció, sorprendido, molesto.
—No tengo nada malo que decir de Loraine.
—Usted le ha confiado su hija, ¿no es cierto?
—Sí, porque cuando murió mi mujer empecé a perder pie…
—Comprendo. ¿Es feliz su hija?
—Creo que sí. No se queja jamás.
—¿No ha intentado usted cambiar de vida, regenerarse?
—Todas las noches me prometo acabar con esta vida, y al día siguiente vuelvo a empezar. Hasta he ido a ver a un médico, que me dio consejos.
—¿Los siguió?
—Durante algunos días. Cuando fui de nuevo a verle, tenía mucha prisa y me dijo que no tenía tiempo de ocuparse de mí, que lo mejor que podía hacer era acudir a una clínica especializada.
Alargó la mano hacia su copa, dudó, y, para que bebiera, Maigret se llevó la suya a los labios.
—¿Nunca ha encontrado usted un hombre en casa de su cuñada?
—No. No creo que haya nada que reprocharle por ese lado.
—¿Sabe usted dónde la conoció su hermano?
—En un restaurante de la calle Beaujolais, donde comía cuando estaba en París entre dos viajes. Se hallaba muy cerca de su oficina y de la tienda donde Loraine trabajaba.
—¿Fueron novios mucho tiempo?
—No lo sé exactamente. Jean se marchó para dos meses y cuando regresó me anunció que se casaba.
—¿Fue usted testigo de su hermano?
—Sí. En cuanto a Loraine, la dueña de su pensión fue la que la sirvió de testigo. No tiene familia en París. Ya en aquella época era huérfana… ¿Hay algún mal…?
—No lo sé todavía. Esta noche se ha introducido un hombre disfrazado de Papá Noel en el dormitorio de Colette.
—¿No le ha hecho nada?
—No. Le ha dado una muñeca. Cuando la niña abrió los ojos se hallaba ocupado en levantar dos tablas del suelo.
—¿Cree usted que me encuentro presentable para ir a verla?
—Irá usted dentro de un momento. Si lo cree conveniente, puede afeitarse aquí y cepillarse un poco. ¿Es su hermano hombre que escondería algo bajo un suelo de madera?
—¿Él? ¡Jamás!
—¿Ni aunque fuera algo que quisiera ocultar a su esposa?
—No le oculta nada. Usted no le conoce. Cuando viene, le da cuenta como a un jefe, y ella sabe exactamente qué dinero lleva en el bolsillo.
—¿Es celosa?
El hombre no contestó.
—Haría mejor diciéndome lo que piensa. Se trata de su hija.
—No creo que Loraine sea celosa, sino interesada. Por lo menos, mi mujer así lo pensaba. Mi mujer no la quería.
—¿Por qué?
—Decía que tenía los labios demasiado finos, que era demasiado fría, demasiado cortés, que siempre se mantenía a la defensiva. Según ella, se había unido a Jean por su situación económica, sus muebles, su porvenir…
—¿Era ella pobre?
—No habla jamás de su familia. No obstante, hemos sabido que su padre murió cuando ella era muy joven y que su madre trabajaba como asistenta.
—¿En París?
—En alguna parte del barrio de la Glacière. Por eso ella nunca habla de ese barrio. Como decía mi mujer, es persona que sabe lo que quiere.
—Según usted, ¿era amante de su antiguo jefe?
Maigret le sirvió un dedo de licor y el hombre le miró agradecido; sin embargo, dudó, seguramente por la visita que iba a hacer a su hija y por el aliento.
—Voy a decir que le preparen una taza de café. Su mujer debía de tener sus ideas sobre esto también, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe usted? Tenga en cuenta que ella jamás hablaba mal de la gente. Pero, por Loraine, era casi una cuestión física. Cuando teníamos que ver a mi cuñada, suplicaba a mi mujer que no se dejara llevar de su desconfianza ni de su antipatía. Es raro que yo hable de todo esto en la situación en que me encuentro. ¿Acaso hice mal en dejarle a Colette? A veces me lo reprocho. Pero ¿qué otra cosa podría hacer?
—Usted no me ha contestado a la pregunta que le he hecho sobre el antiguo jefe de Loraine.
—Sí. Mi mujer pretendía que tenían aspecto de amantes y que para Loraine era práctico casarse con un hombre que estaba la mayor parte del tiempo de viaje.
—¿Sabe usted dónde vivía antes de casarse?
—En una calle que sale al bulevard de Sebastopol, la primera a la derecha, yendo de la calle Rivoli a los bulevares. Me acuerdo, porque fuimos a buscarla en coche el día de la boda.
—¿Calle Pernelle?
—Ésa. La cuarta o quinta casa a la izquierda; es una pensión que parece tranquila, decente, y en donde viven personas que trabajan en el barrio. Recuerdo que, entre otras, había algunas segundas tiples del Châtelet.
—¿Quiere afeitarse, monsieur Martin?
—Me da vergüenza. Sin embargo, ahora que me encuentro frente a la casa de mi hija…
—Venga conmigo…
Le hizo pasar por la cocina para evitar el dormitorio donde se hallaba madame Maigret y le dio cuanto necesitaba, incluido un cepillo de ropa.
Cuando volvió al comedor, madame Maigret entreabrió la puerta y cuchicheó:
—¿Qué hace?
—Afeitándose.
Una vez más descolgó el teléfono. Siempre el bueno de Lucas, al que daba trabajo en un día de Navidad.
—¿Eres indispensable en el despacho?
—Si Torrence se queda, no. Tengo los informes que me pidió.
—Luego. Vas a ir a la calle Pernelle, donde buscarás una pensión que debe de existir todavía. Es en las primeras casas, hacia el bulevar de Sebastopol. No sé si los dueños habrán cambiado después de cinco años. Acaso encuentres a alguien que haya trabajado allí en esa época. Quisiera tener todos los informes posibles de una tal Loraine…
—¿Loraine qué?
—Un momento. No había pensado en eso.
A través de la puerta del cuarto de baño preguntó a Martin el nombre de soltera de su cuñada.
—¡Boitel! —le gritó.
—¿Lucas? Se trata de Loraine Boitel. La dueña de la pensión fue testigo de su boda con Martin. Loraine Boitel trabajaba en esa época para Lorilleux.
—¿El del Palais-Royal?
—Sí. Me pregunto si entre ellos existían otras relaciones y si iba alguna vez a la pensión a verla. Actúa rápidamente. Acaso sea más urgente de lo que pensamos. ¿Qué ibas a decirme?
—Lo del caso Lorilleux. Era un tipo raro. Cuando desapareció hicieron una investigación. En la calle Mazarine, donde vivía con su familia, pasaba por un comerciante pacífico que educaba perfectamente a sus tres hijos. En el Palais-Royal, en su tienda, pasaban cosas curiosas. No vendía únicamente recuerdos de París y monedas antiguas, sino libros y grabados obscenos.
—Es una especialidad del sitio.
—Sí. Tampoco están muy seguros de que no pasaran otras cosas. En el despacho del fondo había un diván cubierto de tela de seda roja. Faltos de pruebas, no insistieron, principalmente porque no quisieron molestar a la clientela, compuesta en gran parte por gente más o menos importante.
—¿Loraine Boitel?
—Apenas se la nombra en el informe. Estaba ya casada cuando desapareció Lorilleux. Esperó toda la mañana a la puerta de la tienda. Parece que ella no lo vio el día anterior por la noche, después del cierre. Estaba preguntando por teléfono este dato cuando Langlois, de la brigada financiera, entró en mi despacho. Se estremeció al oír el nombre de Lorilleux, me dijo que recordaba algo y fue a echar un vistazo a sus archivos. ¿Me oye bien? No es nada preciso. Sólo el hecho de que Lorilleux había sido señalado, hacia aquella época, como individuo que cruzaba con frecuencia la frontera suiza. Ahora bien, era el momento en que el tráfico de oro estaba en su apogeo. Se le vigiló. Se le registró dos o tres veces en la aduana, pero nunca se le pudo descubrir nada.
—Vete a la calle Pernelle, querido Lucas. De prisa. Ahora más que nunca creo que es muy urgente.
Paul Martin, con las mejillas blancas, completamente afeitado, se hallaba en el marco de la puerta.
—Estoy confuso. No sé cómo agradecerle…
—Va a visitar a su hija, ¿verdad? No sé cuánto tiempo tiene usted costumbre de permanecer con ella, pero desearía que no la dejara hasta que yo vaya a reunirme con usted.
—Sin embargo, no puedo pasar la noche allí.
—Pásela si hace falta. Arrégleselas como pueda.
—¿Hay peligro?
—No lo sé; pero su puesto está al lado de su hija.
El hombre se tomó la taza de café solo con avidez y se dirigió hacia la escalera. Ya estaba cerrada la puerta cuando madame Maigret penetró en el comedor.
—No puede ir a ver a su hija con las manos vacías un día de Navidad.
—Pero…
Maigret estaba a punto de responder, sin duda, que no había muñecas en la casa, cuando su mujer le alargó un pequeño objeto brillante: un dedal de oro, que tenía desde hace años en su costurero y que no le servía.
—Dáselo. Esto siempre le hace ilusión a una niña. Date prisa…
Desde lo alto de la escalera, el comisario gritó:
—¡Monsieur Martin! ¡Monsieur Martin!… ¡Un momento, por favor!
Le puso el dedal en la mano.
—Sobre todo, no le diga de dónde procede.
En el umbral del comedor, permaneció en pie, gruñón; luego, suspiró.
—¿Cuándo acabarás de hacerme interpretar a Papá Noel?
—Me apostaría que eso le gusta tanto como la muñeca. Porque es un objeto de persona mayor, ¿comprendes?
Vieron al hombre atravesar el bulevar, pararse un momento delante la casa, volverse hacia las ventanas de Maigret como para darse valor.
—¿Crees que curará?
—No lo dudo.
—¿Si le sucediera algo a esa mujer, a madame Martin…?
—¿Qué?
—Nada. Pienso en la niña. Me pregunto qué sería de ella.
Por lo menos transcurrieron diez minutos. Maigret había desplegado el periódico. Su mujer ocupaba su sitio frente a él y hacía su labor contando los puntos, cuando él murmuró, lanzando una bocanada de humo:
—¡Pero si no la has visto siquiera!