En mitad de su toilette, cuando iba a mojar la brocha de afeitar en el agua tibia, decidió telefonear. No se preocupó de ponerse la bata. Y ahora se hallaba sentado en pijama, en el sillón del comedor, su sillón, junto a la ventana, esperando la comunicación y mirando el humo que se elevaba lentamente en todas las chimeneas.
En el Quai des Orfèvres, el timbre no tenía para él el mismo sonido de los otros timbres, y creía ver los grandes corredores desiertos, las puertas abiertas de los despachos vacíos y la telefonista que llamaba a Lucas para decirle:
—¡Es el jefe!
Se consideraba un poco como cierta amiga de su mujer para quien el colmo de la felicidad —que ella se ofrecía casi todos los días— era pasarse la mañana en la cama, ventanas y cortinas cerradas a la suave luz de una lamparilla, y llamar a una u otra de sus amigas.
—¿Cómo…? ¿Que son las diez…? ¿Qué tiempo hace en la calle…? ¿Llueve…? ¿Ha salido ya…? ¿Ha hecho la compra…?
Ella buscaba así, al filo del teléfono, ecos de la agitación exterior, hundiéndose voluptuosamente cada vez más en la molicie de su cama.
—¿Es usted, jefe?
Maigret hubiera deseado también preguntar a Lucas quién estaba de guardia con él, qué hacían uno y otro, cuál era aquella mañana la fisonomía de la Casa.
—¿Nada de nuevo? ¿Mucho trabajo?
—Casi nada. Lo corriente…
—Quisiera que me consiguieras algunos informes. Creo que podrás obtenerlos por teléfono. Ante todo, procúrate la lista de los presos que han salido hace dos meses, pongamos tres.
—¿De qué cárcel?
—De todas las cárceles. No te ocupes más que de los que han purgado una condena de cinco años por lo menos. Intenta saber si, entre ellos, hay uno que en alguna época de su vida haya vivido en el bulevar de Richard Lenoir, ¿entiendes?
—Tomo nota.
—Otra cosa. Hay que encontrar a un tal Paul Martin, borracho, sin domicilio fijo, al que se ve con frecuencia por el barrio de la Bastille. No hay que detenerlo. Ni molestarlo. Sólo enterarse de dónde pasó la Nochebuena. Las comisarías podrán ayudarte.
En el fondo, al contrario de la amiga de su mujer, le molestaba estar en su casa, en su sillón, en pijama, la cara sin afeitar, mirando un paisaje familiar e inmóvil, donde sólo humeaban las chimeneas, mientras que al otro extremo del hilo el bueno de Lucas se hallaba de servicio desde las seis de la mañana y habría ya devorado sus sándwiches.
—Esto no es todo, viejo. Llama a Bergerac. Al hotel de Bordeaux. Hay un viajante de comercio que se llama Jean Martin. ¡No! ¡Jean! No es el mismo. Es su hermano. Quisiera saber si, en el día de ayer o por la noche, recibió alguna llamada de París, o un telegrama. Y también dónde ha pasado la noche. Creo que es todo.
—¿Le llamo?
—No, porque tengo que salir. Te llamaré yo.
—¿Ha ocurrido algo en el barrio?
—Aún no lo sé. Quizá.
Madame Maigret entró en el cuarto de baño para hablarle mientras terminaba de arreglarse. Y por causa de las chimeneas no se puso el abrigo. En efecto, al verlas con su humo lento que tardaba cierto tiempo en disolverse en el cielo, se imaginaba, tras las ventanas, interiores calurosos, y él iba a pasar un buen rato en pisos reducidos, donde no se le invitaría a ponerse cómodo. Prefería, pues, atravesar el bulevar a cuerpo, sólo con el sombrero puesto.
El inmueble, como el que Maigret habitaba, era antiguo, pero limpio, un poco triste, sobre todo en aquella mañana gris de diciembre. Evitó pararse en la portería. La portera le miró un poco enojada y, mientras subía la escalera, se entreabrieron a su paso las puertas sin ruido, oyendo pisadas apagadas y cuchicheos.
En el tercero, mademoiselle Doncoeur, que debió de espiarle por la ventana, le esperaba en el corredor, intimidada y sobreexcitada a la vez, como si se tratase de una cita de amor.
—Por aquí, monsieur Maigret. Madame Martin salió hace un buen rato.
El comisario frunció las cejas y ella se dio cuenta.
—Le dije que hacía mal, que usted iba a venir y que era preferible que se quedara en casa. Me respondió que ayer no hizo la compra, que no tenía nada en casa y que, más tarde, no encontraría las tiendas abiertas. Pase.
Mademoiselle Doncoeur se hallaba ante la puerta del fondo, que era la de un comedor bastante reducido, bastante oscuro, pero limpio y ordenado.
—Mientras la espero, cuido de la niña. Colette se alegrará de verle, porque le he hablado de usted. Sólo teme que usted le quite la muñeca.
—¿Cuándo decidió salir madame Martin?
—Inmediatamente después de regresar de su casa. Se vistió en seguida.
—¿Se hizo una toilette completa?
—No comprendo lo que quiere usted decir.
—Supongo que para ir a los recados del barrio no se vestirá de la misma forma que para ir al centro, ¿verdad?
—Iba muy bien vestida, con sombrero y guantes. Llevaba la bolsa de la compra.
Antes de ocuparse de Colette, Maigret entró en la cocina, donde se veían los restos de un desayuno.
—¿Desayunó antes de ir a verme?
—No le dio tiempo.
—¿Después?
—Tampoco. Sólo se preparó una taza de café puro. Fui yo quien di el desayuno a Colette mientras que madame Martin se arreglaba.
Sobre el alféizar de la ventana que daba al patio había una fresquera y Maigret la examinó con cuidado, viendo en ella carne, manteca, huevos y legumbres. En el armario de la cocina encontró dos panes sin empezar. Colette había tomado chocolate con croissants.
—¿Conoce usted bien a madame Martin?
—Es una vecina. La veo más desde que Colette está en cama, porque me ruega con frecuencia que le eche una mirada cuando sale.
—¿Sale mucho?
—Bastante poco. Sólo a los recados.
Algo le había chocado al entrar, que trataba de definir; algo en el ambiente, en la colocación de los muebles, en la clase de orden que reinaba y hasta en el olor. Fue al mirar a mademoiselle Doncoeur cuando lo captó o creyó captarlo.
Le había dicho no hacía mucho que Martin ocupaba el piso antes de casarse. Ahora bien: a pesar de la presencia de madame Martin desde hacía cinco años, continuaba siendo el piso de un soltero. Por ejemplo, señaló en el comedor, dos ampliaciones, colocadas a ambos lados de la chimenea.
—¿Quiénes son?
—Los padres de Martin.
—¿No hay fotografías de los padres de madame Martin?
—Nunca la he oído hablar de ellos. Debe de ser huérfana…
Hasta el dormitorio estaba falto de coquetería, de feminidad. Abrió un armario y, al lado de trajes de hombre cuidadosamente alineados, vio vestidos de mujer, la mayoría trajes sastre, ropa muy sobria. No se atrevió a abrir los cajones, pero estaba seguro de que no contenían baratijas ni esas cosillas sin valor que las mujeres acostumbran amontonar.
—¡Mademoiselle Doncoeur! —llamó una voz infantil.
—Vamos a ver a Colette —decidió Maigret.
El dormitorio de la niña era también severo, casi desnudo. En una cama demasiado grande para ella se veía a una niñita de rostro serio y ojos interrogadores, pero confiados.
—¿Es usted el comisario, señor?
—Soy yo, pequeña. No tengas miedo.
—No tengo miedo. ¿No ha vuelto mamá Loraine?
La frase le chocó. ¿No habían adoptado los Martin de cierta forma a su sobrina?
Ahora bien: la niña no decía mamá a secas, sino mamá Loraine.
—¿Cree usted también que fue Papá Noel quien vino a verme anoche?
—Estoy convencido de ello.
—Mamá Loraine no lo cree. No me cree nunca.
Tenía una cara graciosa, con ojos muy vivos de mirada insistente. La escayola que rodeaba una de sus piernas hasta la parte superior del muslo formaba una montañita bajo la cobertura.
Mademoiselle Doncoeur permanecía en el umbral de la puerta y, con exquisita delicadeza, a fin de dejarlos solos, anunció:
—Voy corriendo a mí casa, no se me queme lo que tengo en la lumbre.
Maigret, que se había sentado al lado de la cama, no sabía cómo comportarse. A decir verdad, no sabía qué preguntar.
—¿Quieres mucho a mamá Loraine?
—Sí, señor.
Respondía prudentemente, sin entusiasmo, pero sin vacilación.
—¿Y a tu papá?
—¿A cuál? Porque tengo dos papas, ¿sabe usted?: papá Paul y papá Jean.
—¿Hace mucho que has visto a papá Paul?
—No lo sé. Tal vez semanas. Me prometió traerme un juguete para Navidad, pero aún no ha venido. Debe de estar enfermo.
—¿Está enfermo con frecuencia?
—Sí. Cuando está enfermo no viene a verme.
—¿Y tu papá Jean?
—Está de viaje, pero regresará para Año Nuevo. Tal vez entonces le den la plaza de París y no tenga que marcharse más. Él estará contento y yo también.
—¿Desde que estás en la cama han venido muchos amigos a verte?
—¿Qué amigos? Las niñas del colegio no saben dónde vivo. O, si lo saben, no pueden venir solas.
—¿Amigos de tu mamá Loraine o de tu papá?
—No viene nunca nadie.
—¿Nunca? ¿Estás segura?
—Sólo el cobrador del gas o el de la luz. Los oigo, porque la puerta está casi siempre abierta. Los conozco. Dos veces solamente ha venido alguien más.
—¿Hace tiempo?
—La primera vez fue la mañana de mi caída. Me acuerdo porque el médico acababa de marcharse.
—¿Quién era?
—No lo vi. Oí que llamaba a la otra puerta, que hablaba. Mamá Loraine cerró en seguida la puerta de mi dormitorio. Hablaron en voz baja durante mucho tiempo. Después, mamá Loraine me contó que había venido a molestarla para un seguro. Yo no sé lo que es eso.
—¿Y volvió?
—Hace cinco o seis días. Esta vez era por la tarde, cuando ya habían apagado la luz de mi habitación. Yo no dormía aún. Oí que llamaban y luego que hablaban en voz baja como la primera vez. Me di cuenta de que no era mademoiselle Doncoeur, que viene algunas tardes a hacer compañía a mamá Loraine. Más tarde tuve la impresión de que disputaban y tuve miedo. Llamé, y acudió mamá Loraine, que me dijo que era otra vez el del seguro y que debía dormirme.
—¿Estuvo mucho tiempo?
—No sé. Creo que me dormí en seguida.
—¿No lo viste ninguna de las dos veces?
—No. Pero reconocería su voz.
—¿Aun cuando habla bajo?
—Sí. Precisamente porque habla bajo y hace un ruido como un fuerte bordoneo. Puedo quedarme con la muñeca, ¿verdad? Mamá Loraine me ha comprado dos cajas de bombones y un costurero pequeño. También me había comprado una muñeca, mucho más pequeña que la de Papá Noel, porque ella no es rica. Me la enseñó esta mañana antes de marcharse; luego la metió en la caja, porque, puesto que tengo ésta, no la necesito. La devolverá.
El piso estaba demasiado caliente; las habitaciones estrechas, escasas de aire, y, sin embargo, Maigret tenía la impresión de frialdad. La casa se asemejaba a la suya. ¿Por qué, pues, aquí el mundo le parecía más pequeño, más mezquino?
Se inclinó sobre el suelo, en el lugar donde habían sido levantadas las dos tablas, y no vio más que una cavidad polvorienta, ligeramente húmeda, igual que bajo todos los suelos. Algunos rasguños en la madera indicaban que se habían servido de un formón o de algún instrumento semejante.
Examinó la puerta y también allí encontró trazas de apalancamiento.
—¿Papá Noel no se enfadó cuando vio que tú le mirabas?
—No, señor. Estaba haciendo un agujero en el suelo para ir a ver al niñito del segundo.
—¿No te dijo nada?
—Creo que sonrió. No estoy segura, por su barba. No había mucha luz. Pero se puso un dedo en la boca para que yo no llamara, porque las personas mayores no tienen derecho a encontrarse con él. ¿Lo ha visto usted alguna vez?
—Hace mucho tiempo.
—¿Cuando era usted pequeño?
Oyó pasos en el corredor. Se abrió la puerta. Era madame Martin con traje sastre gris, un paquete de provisiones en la mano, un sombrerito beige en la cabeza. Se notaba que tenía frío. La piel de su rostro estaba tirante y muy blanca: pero debía de haber venido de prisa, subido la escalera apresuradamente, porque dos circulitos rojos se veían en sus mejillas y su respiración era jadeante.
Sin sonreír, preguntó a Maigret:
—¿Ha sido buena?
Luego, quitándose la chaqueta:
—Le ruego que me perdone por haberle hecho esperar. Tuve que salir a comprar varias cosas, pues más tarde hubiera encontrado las tiendas cerradas.
—¿No ha visto a nadie?
—¿Qué quiere usted decir?
—Nada. Me preguntaba si alguien habría intentado hablarle.
Había tenido tiempo de ir mucho más lejos que la calle Amelot o la del Chemin-Vert, donde se hallaban la mayoría de las tiendas del barrio. Hasta había podido tomar un taxi o el metro y llegar a Dios sabe qué punto de París.
En todas las casas, los inquilinos debían de estar al acecho, y mademoiselle Doncoeur vino a preguntar si la necesitaban. Madame Martin iba seguramente a decir que no, pero fue Maigret el que respondió:
—Desearía que se quedara con Colette mientras paso a la otra habitación.
Comprendió que le pedía que entretuviera a la niña mientras se entrevistaba con madame Martin. Ésta debió de comprenderlo también, pero no lo dejó ver.
—Pase, por favor. ¿Me permite que deje esto? Puso las provisiones en la cocina, se quitó el sombrero y se arregló un poco sus cabellos de un rubio pálido. Cerrada la puerta del dormitorio, dijo:
—Mademoiselle Doncoeur está muy nerviosa. Qué ganga para una solterona, ¿verdad? ¡Sobre todo para una solterona que colecciona artículos de periódicos sobre cierto comisario y que, al fin, tiene a éste en su propia casa! ¿Me permite?
Sacó un cigarrillo de una pitillera de plata, golpeó el extremo y lo encendió con un mechero. Fue, tal vez, este gesto el que incitó a Maigret a hacerle una pregunta:
—¿No trabaja usted, madame Martin?
—Sería difícil que trabajase y me ocupase de la casa y de la niña al mismo tiempo, aunque vaya al colegio. Además, mi marido no permite que trabaje.
—Pero usted trabajaba antes de conocerlo.
—Desde luego. Tenía que ganarme la vida. ¿No se quiere usted sentar?
Maigret se acomodó en un sillón rústico con el asiento de paja trenzada, mientras que ella se apoyaba en el borde de la mesa.
—¿Es usted taquimecanógrafa?
—Lo fui.
—¿Mucho tiempo?
—Bastante.
—¿Lo era aún cuando conoció a Martin? Perdóneme por hacerle estas preguntas.
—Es su oficio.
—Usted se casó hace cinco años. ¿En dónde trabajaba en esa época? Un momento: ¿puedo preguntarle qué edad tiene?
—Treinta y tres años. Tenía, pues, veintiocho y trabajaba en el Palais-Royal, en casa de monsieur Lorilleux.
—¿Como secretaria?
—Monsieur Lorilleux era dueño de una joyería, o más exactamente de un comercio de antigüedades y monedas antiguas. Ya conoce usted esas viejas tiendas del Palais-Royal. Yo era dependienta, secretaria y contable a la vez. Era yo quien dirigía la tienda cuando él se ausentaba.
—¿Estaba casado?
—Y padre de tres hijos.
—¿Lo dejó usted para casarse con Martin?
—No exactamente. A Jean no le gustaba que yo continuara trabajando, pero él no ganaba lo suficiente y yo tenía una buena colocación. Durante los primeros meses de matrimonio yo continué en mi empleo.
—¿Y después?
—Después ocurrió un hecho simple e inesperado. Una mañana, a las nueve, como de costumbre, me presenté en la puerta de la tienda y la encontré cerrada. Esperé, creyendo que monsieur Lorilleux se había retrasado.
—¿Vivía en otra parte?
—Sí, vivía con su familia en la calle Mazarine. A las nueve y media empecé a preocuparme.
—¿Había muerto?
—No. Telefoneé a su mujer, quien me dijo que había salido del piso a las ocho como todos los días.
—¿Desde dónde telefoneó usted?
—Desde la guantería de al lado. Pasé toda la mañana esperando. Su mujer se reunió conmigo. Fuimos a la comisaría de Policía, en donde, dicho sea de paso, no tomaron la cosa por lo trágico. Se contentaron con preguntar a su mujer si padecía del corazón, si tenía una amante, etc. Jamás se le volvió a ver ni nunca se recibieron noticias suyas. Se traspasó la tienda a unos polacos y entonces mi marido insistió en que dejara el empleo.
—¿Cuánto tiempo después de su matrimonio ocurrió eso?
—Cuatro meses.
—¿Su marido viajaba ya por el Sudoeste?
—Tenía el mismo itinerario que actualmente.
—¿Se encontraba en París en el momento de la desaparición de su jefe?
—No. No creo.
—¿La Policía no registró los locales?
—Todo estaba en orden, exactamente como el día anterior por la tarde. Nada había desaparecido.
—¿Sabe usted lo que fue de madame Lorilleux?
—Vivió algún tiempo con el dinero del traspaso. Sus hijos deben de ser mayores ahora; sin duda estarán casados. Ella tiene una mercería no lejos de aquí, calle del Pas-de-la-Mule.
—¿Continuó relacionándose con ella?
—Sucedió que un día entré en su tienda. Así supe que era mercera. Al principio no la reconocí.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—No sé. Unos seis meses.
—¿Tiene teléfono?
—Lo ignoro. ¿Por qué?
—¿Qué clase de hombre era Lorilleux?
—¿Quiere usted decir físicamente?
—Físicamente primero.
—Era alto, más alto que usted y aún más ancho. Era gordo, pero no de una gordura fofa, ¿comprende usted lo que quiero decir?; que no se cuidaba de su persona.
—¿Edad?
—Alrededor de los cincuenta. No lo sé con exactitud. Llevaba un bigote pequeño y sus trajes eran siempre demasiado holgados.
—¿Se hallaba usted al corriente de sus costumbre?
—Venía a la tienda a pie todas las mañanas y llegaba aproximadamente un cuarto de hora ames que yo, de forma que acababa de abrir el correo cuando yo entraba. No hablaba mucho. Era más bien triste. Pasaba la mayor parte del día en el despacho del fondo.
—¿Aventuras femeninas?
—Que yo sepa, no.
—¿No le hacía el amor?
Ella dejó caer secamente:
—¡No!
—¿Estaba contento con usted?
—Creo que le era una ayuda estimable.
—¿Le conocía su marido?
—Jamás se hablaron. Jean venía a veces a esperarme a la salida de la tienda, pero se mantenía a cierta distancia. ¿Es todo cuanto quiere saber?
Había impaciencia en su voz, quizás un dejo de rabia.
—Tengo que recordarle, madame Martin, que ha sido usted quien ha ido a buscarme.
—Porque esa vieja loca ha aprovechado la ocasión para verle más de cerca y me ha llevado casi a la fuerza.
—¿No la agrada, mademoiselle Doncoeur?
—No me agradan las personas que se meten en lo que no les importa.
—¿Es su caso?
—Ya sabe usted que hemos recogido la niña de mi cuñado. Créame si quiere: hago cuanto puedo por ella, la trato como trataría a mi hija…
Otra intuición, algo vaga, inconsistente: Maigret miraba atentamente a la mujer que tenía enfrente y que acababa de encender otro cigarrillo, y no lograba imaginársela en plan mamá.
—Ahora bien: con el pretexto de ayudarme, está continuamente pegada a mí. Si salgo para algunos minutos, me la encuentro en el corredor, con el rostro almibarado, diciéndome: «No irá a dejar sola a Colette, ¿verdad, madame Martin? Quiere que vaya a hacerle compañía». Me pregunto si, cuando no estoy en casa, se entretiene en revolverme los cajones.
—Sin embargo, la soporta.
—Porque no tengo más remedio. Es Colette quien la reclama, sobre todo desde que está en cama. Mi marido también la quiere, porque, cuando estaba todavía soltero, tuvo una pleuresía y fue ella la que lo cuidó.
—¿Ha devuelto la muñeca que compró como regalo para Colette?
—Ya veo que la ha interrogado. No, no la he devuelto, por la sencilla razón de que la compré en uno de los grandes almacenes que hoy están cerrados. ¿Quiere verla?
Lo dijo en tono de desafío y, contrariamente a su deseo, Maigret la dejó hacer y examinó la caja de cartón, en la que estaba anotado el precio, un precio muy bajo.
—¿Me permite preguntarle adónde ha ido esta mañana?
—A hacer la compra.
—¿Calle del Chemin-Vert? ¿Calle Amelot?
—A las dos.
—Sin indiscreción, ¿qué ha comprado?
Rabiosa, entró en la cocina y agarró la bolsa de provisiones, que arrojó sobre la mesa del comedor.
—Véalo usted mismo.
Había tres latas de sardinas, jamón, mantequilla, patatas y una lechuga.
Ella le miraba hoscamente, fijamente, pero sin temblar, con más maldad que angustia.
—¿Tiene otras preguntas que hacerme?
—Quisiera saber el nombre de su agente de seguros.
No comprendió inmediatamente. Pareció rebuscar en su memoria.
—¿Mi agente…?
—De seguros, sí. El que vino a verla.
—¡Perdón! Lo había olvidado. Y es porque usted habló de mi agente, como si yo estuviera realmente en tratos con él. Es también Colette quien se lo ha contado. En efecto, vino alguien por dos veces; de esas personas que llaman a todas las puertas y no hay forma de desembarazarse de ellas. Al principio creí que vendía aspiradores eléctricos. Se trataba de seguros de vida.
—¿Estuvo mucho tiempo?
—El tiempo que tardé en ponerle en la puerta, de hacerle comprender que no tenía ningún deseo de firmar una póliza sobre mi cabeza o la de mi marido.
—¿A qué compañía representaba?
—Me lo dijo, pero lo he olvidado. Un nombre en el que estaba la palabra Mutual…
—¿Insistió?
—Exactamente.
—¿A qué hora suele dormirse Colette?
—Apago la luz de su dormitorio a las siete y media, pero a veces se le cuentan historietas a media voz durante un buen rato.
—La segunda vez que vino el agente de seguros eran más de las siete y media, ¿verdad?
Madame Martin se había dado cuenta ya de la trampa.
—Es posible. En efecto, estaba fregando la vajilla.
—¿Le dejó entrar?
—Puso el pie entre la puerta y el marco.
—¿Se dirigió a otros inquilinos de la casa?
—No lo sé. Supongo que irá usted a informarse. Porque una niña ha visto o ha creído ver a Papá Noel, hace media hora que me interroga usted como si yo hubiese cometido un crimen. Si mi marido estuviese aquí…
—A propósito, ¿tiene contratado su marido algún seguro de vida?
—Así lo creo.
Y como Maigret se dirigiese hacia la puerta, después de haber cogido su sombrero colocado sobre una silla, ella exclamó sorprendida:
—¿Nada más?
—Nada más. En el caso de que su cuñado venga a verla, según parece que prometió a su hija, le quedaría reconocido si me advirtiera o me lo mandara. Ahora me gustaría cambiar algunas palabras con mademoiselle Doncoeur.
Ésta le siguió por el corredor, pasando delante de él para abrir la puerta de su piso, que olía a convento.
—Pase, señor comisario. Espero que no haya mucho desorden.
No se veía gato, ni perrito, ni pañitos sobre los muebles ni figuritas en la chimenea.
—¿Hace mucho tiempo que vive usted en la casa, mademoiselle Doncoeur?
—Veinticinco años, señor comisario. Soy uno de los inquilinos más antiguos de la casa y recuerdo que cuando me mudé aquí usted ya vivía enfrente y tenía unos bigotes muy grandes.
—¿Quién ocupaba el piso de al lado antes de que Martin se mudase a él?
—Un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. No recuerdo su nombre, pero podría averiguarlo. Vivía con su esposa y su hija, que era sordomuda. Eso era muy triste. Abandonaron París para instalarse en el campo, en el Poitou, si no me equivoco. El anciano señor debe de haber muerto ya, porque en aquella época ya estaba retirado.
—¿En estos últimos tiempos ha sido usted molestada por un agente de seguros?
—Pues no. El último que llamó a mi puerta hace ya la friolera de dos años.
—¿A usted no le gusta madame Martin?
—¿Por qué?
—Le pregunto si le cae bien o no madame Martin.
—Pues… si yo tuviera un hijo…
—¡Continúe!
—Si yo tuviera un hijo no estaría contenta de tenerla por nuera. Sobre todo, porque monsieur Martin es un hombre tan bueno, tan amable, tan cariñoso…
—¿Cree usted que no es feliz con ella?
—No diré tanto. No tengo nada que reprocharla en particular. Tiene su carácter, ¿no es verdad? Y está en su derecho.
—¿Qué carácter?
—Pues, en verdad, no sé… Usted ya la ha visto. Usted conoce estas cosas mejor que yo. Ella no es, del todo, como una mujer. ¡Escuche! Apostaría que jamás en su vida ha llorado. Educa a la niña maravillosamente, es cierto. Pero jamás se le ocurre decirle una frase cariñosa, y cuando yo quiero contarle cuentos de hadas, noto que se impacienta. Estoy segura de que le ha dicho que Papá Noel no existe. Afortunadamente, Colette no la cree.
—¿Tampoco la quiere?
—La obedece, se esfuerza por darle gusto. Pienso que Colette es extraordinariamente feliz cuando la deja sola.
—¿Sale mucho madame Martin?
—No mucho. No se le puede reprochar nada. No sé como decirlo. Se nota que ella vive su vida, ¿comprende? No se ocupa de los demás. No habla tampoco de sí misma nunca. Es correcta, siempre correcta, demasiado correcta. Hubiera debido pasarse la vida en una oficina haciendo números y vigilando a los empleados.
—¿Ésta es la opinión de los otros inquilinos?
—¡Forma tan poca parte de la casa!… Acaso un «buenos días» indiferente a las personas que se encuentra en la escalera. En suma: si se la conoce un poco es debido a Colette, porque la gente se interesa siempre por un niño.
—¿Ha visto usted alguna vez a su cuñado?
—En el corredor. Jamás le he hablado. Pasa con la cabeza baja, como avergonzado, y, a pesar del cuidado que debe de tomar en cepillarse la ropa antes de venir, se tiene siempre la impresión de que duerme vestido. Yo no creo que haya sido él, monsieur Maigret. No es hombre que haga eso. A menos que hubiera estado excesivamente borracho.
Maigret se paró todavía en la portería, que estaba tan oscura que era preciso tener la luz encendida todo el día. Era casi mediodía cuando atravesó el bulevar, mientras todas las cortinas de las ventanas de la casa que él abandonaba se alzaban ligeramente. También en su ventana se movió la cortina. Era madame Maigret que le espiaba para saber si podía meter el pollo en el horno. Maigret, desde la calle, le hizo un ligero gesto con la mano y estuvo a punto de sacar la lengua para atrapar uno de esos copitos de nieve que flotaban en el aire y que recordaba tenían un sabor insípido.