Capítulo I

Siempre ocurría lo mismo. Al acostarse, había dicho suspirando: «Mañana me levantaré tarde».

Y madame Maigret le había creído, como si no la hubieran enseñado nada los años pasados a su lado, como si no supiese que no podía dar ninguna importancia a las frases que su marido lanzaba en tales momentos. Ella no tenía tampoco razón alguna para levantarse temprano.

Sin embargo, casi no había amanecido cuando Maigret la sintió moverse con precaución entre las sábanas. Él no se movió. Se afanaba en respirar regularmente, profundamente, como si estuviera dormido. Parecía un juego. Era gracioso sentirla avanzar hacia el borde de la cama con precauciones de animal, inmovilizándose después de cada movimiento para asegurarse de que él no se había despertado. Existía un momento que el comisario esperaba siempre, como en suspenso: cuando los muelles de la cama, libres del peso de su mujer, se distendían con un leve crujido que se asemejaba a un suspiro.

Entonces, madame Maigret recogía la ropa de la silla y tardaba una infinidad en girar el pomo de la puerta del cuarto de baño. Luego, ya en la cocina, se permitía movimientos normales.

Él volvió a dormirse. No profundamente. No por mucho tiempo. Sino el necesario para tener un sueñecito confuso y emocionante. No lo recordó después, pero sabía que había sido emocionante, y eso le mantuvo más sensible.

Se veía una raya de luz pálida y cruda entre las cortinas que nunca cerraban herméticamente. Esperó aún un poco, acostado de espaldas, los ojos abiertos. Le llego a las narices el olor del café, y, cuando oyó la puerta del piso abrirse y cerrarse, comprendió que madame Maigret bajaba de prisa para comprarle croissants calientes.

Maigret no comía nunca por las mañanas, contentándose con una taza de café puro. Pero era un rito, una idea de su mujer. Los domingos y días de fiesta estaba obligado a permanecer en la cama hasta tarde y ella iba a buscar los croissants a la esquina de la calle Amelot.

Se levantó, se puso las zapatillas y la bata, y descorrió las cortinas. Sabía que era temprano y que su mujer se enfadaría. Maigret hubiera sido capaz de un gran sacrificio por complacerla, pero no podía permanecer en la cama sin tener ganas.

No nevaba. Era ridículo, pasados los cincuenta años, sentirse decepcionado porque no había nieve una mañana de Navidad; pero las personas de cierta edad no son nunca tan graves como los jóvenes creen.

El cielo, nuboso, de un blanco sucio, tenía aspecto de pesar sobre los tejados. El bulevar Richard Lenoir estaba completamente desierto, y enfrente, encima de la gran puerta cochera, las palabras Depósito Legal, Fils y Compañía eran de un negro brillante. La D, Dios sabe por qué, tenía aspecto triste.

De nuevo oyó a su mujer trajinar por la cocina, deslizarse sobre la punta de los pies por el comedor, continuar tomando precauciones sin saber que él estaba ante la ventana. Al mirar su reloj, colocado sobre la mesilla de noche, se dio cuenta de que no eran más que las ocho y diez.

La noche anterior habían ido al teatro. A continuación, hubiesen cenado en el restaurante, para hacer como todo el mundo; pero en todas partes las mesas estaban reservadas para la cena de Nochebuena. Por tanto, regresaron a pie, cogidos del brazo. Era un poco menos de medianoche cuando entraban en su casa y apenas habían tenido tiempo de esperar para cambiarse los regalos.

Una pipa para él, como siempre. Para ella una cafetera eléctrica, de modelo perfeccionado, de la que tantos deseos tenía y, a fin de permanecer fiel a la tradición, una docena de pañuelos maravillosamente bordados.

Maquinalmente llenó su pipa nueva. En algunos inmuebles de la otra acera del bulevar algunas ventanas tenían persianas; otras, no. Poca gente se había levantado. Sólo aquí y allá permanecía una luz encendida, sin duda porque había niños que se habían levantado temprano para precipitarse hacia el árbol de Navidad y los juguetes.

En el piso alfombrado, pensaban los dos pasar una mañana tranquila. Maigret permanecería en bata hasta muy tarde, sin afeitarse, e iría a la cocina a charlar con su mujer mientras ésta ponía la comida en la lumbre.

Maigret no estaba triste. Sólo que su sueño —del que no dejaba de acordarse— le había dejado como una especie de sensibilidad a flor de piel. Y quizá, después de todo, no fuera el sueño, sino la Navidad. Era preciso aquel día ser prudente, medir las palabras, de la misma forma que madame Maigret había calculado sus movimientos para salir del lecho, porque ella también se emocionaría con más facilidad que otros días.

¡Bueno! Lo mejor era no pensar en eso. No decir nada que hiciese pensar en eso. No mirar demasiado a la calle cuando los niños empezaran a mostrar sus juguetes en la acera.

Había niños en la mayoría de las casas, si no en todas. Se oirían trompetas, tambores, pistolas… Las niñas mecerían sus muñecas…

Hace algunos años, él dijo en aquella ocasión:

—¿Por qué no aprovechamos la Navidad para hacer un viajecito?

—¿Adónde vamos a ir? —le había preguntado ella con su buen sentido inatacable.

¿Para ver qué? Ni familia tenían a quien visitar, aparte de la hermana de ella, que vivía demasiado lejos. ¿Hospedarse en el hotel de una ciudad extraña o en la posada de cualquier provincia?

¡Silencio! Había llegado el momento de tomar el café y, después, se sentiría con más aplomo. No se encontraba jamás a gusto antes de su primera taza de café y su primera pipa.

En el preciso instante que alargaba la mano hacia el pomo de la puerta, ésta se abrió sin ruido y apareció madame Maigret con una bandeja. Miró el lecho vacío y luego a él, desilusionada, presta a llorar.

—¡Te has levantado!

Ella ya estaba arreglada, peinada, con un delantal limpio.

—¡Yo, que gozaba con traerte el desayuno a la cama…!

Maigret había intentado multitud de veces hacerla comprender que eso no significaba un placer para él, que le producía malestar, que le causaba la impresión de enfermo o impotente; a pesar de todo, el desayuno en la cama significaba para ella el summum del ideal de los domingos y días festivos.

—¿No quieres volver a acostarte?

—¡No! —no tenía valor para hacerlo.

—Bien… ¡Felices Pascuas!

—¡Felices Pascuas…! ¿No me odias?

Se hallaban en el comedor, con la bandeja de plata en una esquina de la mesa, la taza de café que humeaba y los croissants dorados en un platito.

Dejando la pipa sobre la mesa, se comió un croissant para contentarla, pero permaneció en pie, y observó, mirando al exterior:

—Polvo de nieve.

No era, en realidad, nieve. Del cielo caía como un fino polvo blanco, y le recordaba que, cuando niño, sacaba la lengua para coger algunos copos.

Su mirada se fijó en la puerta del inmueble de enfrente, a la izquierda de los depósitos. Dos mujeres sin sombrero acababan de salir por ella. Una, rubia, de unos treinta años, se había echado un abrigo sobre los hombros sin meterse las mangas, mientras que la otra, de más edad, se abrigaba con un chal.

La rubia parecía dudar, dispuesta a batirse en retirada. La morena, más bajita y más delgada, insistía, y Maigret tuvo la impresión de que señalaba a sus ventanas. En el encuadramiento de la puerta, tras ellas, surgió la portera, que pareció acudir en ayuda de la delgada, y la joven rubia se decidió a atravesar la calle, no sin volverse con cierta inquietud.

—¿Qué miras?

—Nada… A unas mujeres.

—¿Qué hacen?

—Parece que vienen aquí.

Porque las dos, en el centro del bulevar, levantaban la cabeza para mirar en su dirección.

—Espero que no vayan a estropearte el día de Navidad. Además, aún no he arreglado la casa.

Nadie lo hubiera creído, porque, aparte de la bandeja, todo estaba en su sitio y no se veía una mota de polvo en los barnizados muebles.

—¿Estás seguro de que vienen aquí?

—Ya lo verás.

Prefirió, por precaución, ir a pasarse un peine, limpiarse los dientes y lavarse un poco la cara. Aún se hallaba en su dormitorio, donde encendía de nuevo la pipa, cuando oyó llamar a la puerta. Madame Maigret debió de mostrarse remolona, porque transcurrió un buen rato antes de que se decidiera a abrir.

—Quieren hablarte —le cuchicheó—. Pretenden que, tal vez, sea importante, que necesitan un consejo. Conozco a una de ellas.

—¿A cuál?

—A la bajita delgada, mademoiselle Doncoeur. Vive enfrente, en el mismo piso que nosotros, y trabaja durante todo el día sentada al lado de la ventana. Es una señorita bien, que borda para una de las mejores tiendas del bulevar Saint-Honoré. Me he preguntado muchas veces si no estará enamorada de ti.

—¿Por qué?

—Porque cuando te vas se levanta de su asiento para seguirte con la vista.

—¿Qué edad tiene?

—De cuarenta y cinco a cincuenta años. ¿No te vistes?

¿Por qué no tenía derecho, puesto que le molestaban en su propia casa y el día de Navidad, a las ocho y media de la mañana, a presentarse en pijama y bata? No obstante, bajo ésta se puso unos pantalones. Luego abrió la puerta del comedor, donde las dos mujeres se hallaban en pie.

—Perdónenme, señoras.

Después de todo, tal vez madame Maigret tuviese razón, porque mademoiselle Doncoeur no enrojeció, sino que palideció, sonrió, perdió su sonrisa que volvió a recuperar inmediatamente y abrió la boca sin encontrar de momento nada que decir.

En cuanto a la rubia, que era completamente dueña de sí, dijo no sin humor:

—No he sido yo quien ha querido venir a verle.

—Por favor, ¿quieren sentarse?

Observó que la rubia, bajo su abrigo, estaba en camisón y no llevaba medias, mientras que mademoiselle Doncoeur iba de punta en blanco.

—Quizá se pregunte cómo hemos tenido la audacia de dirigirnos a usted —empezó esta última, buscando las palabras—. Al igual que todo el barrio, nosotras sabemos a quién tenemos el honor de tener por vecino…

Esta vez se sonrojó ligeramente, fijando los ojos en la bandeja.

—Hemos interrumpido su desayuno.

—Ya había terminado. Las escucho.

—Ha ocurrido esta mañana, o mejor dicho esta noche, en nuestra casa un hecho tan extraño que inmediatamente pensé que era nuestro deber ponerlo en su conocimiento. Madame Martin no quería molestarle. Le he dicho…

—¿También vive usted ahí enfrente, madame Martin?

—Sí, señor.

Se notaba que no se encontraba a gusto por haber sido empujada a esta entrevista. Mademoiselle Doncoeur reanudó su relato:

—Vivimos en el mismo piso, justamente enfrente de sus ventanas —se sonrojó de nuevo, como si eso fuera una confesión—. Monsieur Martin se halla con frecuencia de viaje por sus asuntos, lo cual es comprensible, porque es representante de comercio. Desde hace dos meses su hijita se halla en cama a causa de un accidente ridículo.

Cortésmente, Maigret se volvió hacia la rubia.

—¿Tiene usted una hija, madame Martin?

—Bueno, no es nuestra hija, sino nuestra sobrina. Su madre murió hace un poco más de dos años y, desde entonces, la nena vive con nosotros. Se rompió una pierna en la escalera y hubiera debido estar restablecida hace seis semanas, de no haber surgido complicaciones.

—¿Su marido no está en la ciudad ahora?

—Debe de encontrarse en la Dordogne.

—Continúo escuchándola, mademoiselle Doncoeur.

Madame Maigret había dado la vuelta por el cuarto de baño para alcanzar la cocina, en donde se la oía remover cacerolas. De tiempo en tiempo, Maigret lanzaba una ojeada al lívido cielo.

—Esta mañana me levanté temprano, como de costumbre, para ir a la primera misa.

—¿Y fue?

—Sí. Regresé a las siete y media, porque oí tres. Preparé mi desayuno. Tal vez haya visto luz en mi ventana.

El comisario hizo un gesto de que no se había fijado.

—Tenía prisa por llevar algunas cosillas a Colette, para que no fuera una Navidad tan triste. Colette es la sobrina de madame Martin.

—¿Qué edad tiene?

—Siete años. ¿No es así, madame Martin?

—Cumplirá los siete en enero.

—A las ocho llamé a la puerta de su piso.

—No estaba levantada —dijo la rubia—. Me acosté tarde.

—Decía que llamé. Madame Martin me hizo esperar un instante, el tiempo de ponerse la bata. Yo llevaba los brazos cargados y le pregunté sí podía dar a Colette mis regalos.

Maigret se dio cuenta de que la rubia había tenido tiempo de examinar el comedor, no sin echarle de cuando en cuando una mirada penetrante en la que se notaba la desconfianza.

—Abrimos juntas la puerta del dormitorio.

—¿La niña tiene una habitación para ella sola?

—Sí. El piso se compone de dos dormitorios, un cuarto de baño, un comedor y una cocina. Pero tengo que decirle… ¡No! Se lo diré después… Le decía que abrimos juntas la puerta. Como la habitación estaba a oscuras, madame Martin dio vuelta al conmutador eléctrico.

—¿Colette estaba despierta?

—Sí. Se notaba que hacía mucho rato que no dormía y que esperaba. Ya sabe usted cómo son los niños la mañana de Navidad. Si hubiese podido servirse de sus piernas, se habría levantado para ir a ver lo que Papá Noel le había traído. Quizá también otro niño hubiera llamado. Pero es ya una mujercita. Se nota que piensa mucho, que es demasiado adelantada para su edad.

Madame Martin miró a su vez por la ventana y Maigret buscó para saber cuál era su piso. Debía de ser el de la derecha, al extremo de la casa, donde se veían dos ventanas iluminadas.

Mademoiselle Doncoeur prosiguió:

—Le deseé felices Navidades. Textualmente le dije: «Mira, querida, lo que Papá Noel ha dejado para ti».

Los dedos de madame Martin se agitaban, se crispaban.

—Pero ¿sabe usted lo que ella me respondió sin mirar lo que le llevaba, que sólo eran fruslerías? «Ya lo he visto». «¿A quién has visto?». «A Papá Noel». «¿Cuándo lo has visto? ¿En dónde?». «Aquí, esta noche. Ha venido a mi dormitorio». Esto fue lo que nos dijo, ¿no es cierto, madame Martin? De otro niño, nos hubiera hecho sonreír, pero ya le he dicho que Colette es una mujercita. No gasta bromas. «¿Cómo has podido verle, si estabas a oscuras?». «Había una luz». «¿Encendió la lámpara?». «No. Tenía una linterna eléctrica. Mira, mamá Loraine…». Porque tengo que aclararle que la pequeña llama mamá a madame Martin, lo cual es lógico, puesto que ya no tiene madre y madame Martin ha ocupado su puesto…

Todo esto, en los oídos de Maigret, empezaba a confundirse en un runrún continuo. Todavía no se había tomado su segunda taza de café. Su pipa acababa de apagarse.

—¿De verdad vio a alguien? —preguntó sin asomo de convicción.

—Sí, señor comisario. Y por eso he insistido para que madame Martin venga a hablarle. Tenemos la prueba. La niña, con una sonrisa maliciosa, separó la sábana y nos enseñó, metida en la cama y apretada contra ella, una magnífica muñeca que no se hallaba el día anterior en la casa.

—¿No le dio usted esa muñeca, madame Martin?

—Iba a darle una, mucho menos valiosa, que compré ayer al mediodía en las Galerías. La mantenía escondida a mi espalda cuando entramos en el dormitorio.

—Lo cual quiere decir que alguien se ha introducido esta noche en su piso.

—Eso no es todo —se apresuró a decir mademoiselle Doncoeur, ya lanzada—. Colette no es una niña mentirosa ni que se equivoca. Su madre y yo la hemos interrogado. Está segura de haber visto a alguien vestido de Papá Noel con una barba blanca y una amplia túnica roja.

—¿En qué momento se despertó?

—No lo sabe. Fue en el transcurso de la noche. Abrió los ojos porque creyó percibir una luz, y, en efecto, había una en su dormitorio, alumbrando una porción del suelo, delante de la chimenea.

—No comprendo qué significa eso —dijo madame Martin suspirando—. A menos que mi marido sepa de ello más que yo…

Mademoiselle Doncoeur continuaba conservando la dirección de la entrevista. Se comprendía que era ella la que había interrogado a la nena sin concederle la más ligera merced, como si hubiera pensado en Maigret.

—Colette dijo que Papá Noel estaba inclinado sobre el suelo, como en cuclillas, y parecía dedicado a algún trabajo.

—¿No tuvo miedo?

—No. Ella lo miró y, esta mañana, nos dijo que estaba ocupado en hacer un agujero en el suelo. Creía que era por allí por donde quería entrar en casa de los Delorne, que viven en el piso de abajo y tienen un niñito de tres años; y Colette ha añadido que, seguramente, la chimenea era demasiado estrecha… El hombre debió de darse cuenta de que era observado. Parece que se alzó y se acercó al lecho, sobre el cual colocó una enorme muñeca, mientras se ponía un dedo en los labios para reclamar silencio.

—¿Lo vio salir?

—Sí.

—¿Por el suelo?

—No, por la puerta.

—¿A qué habitación del piso da esa puerta?

—Al corredor, en la escalera. Es una habitación que, antes, se alquilaba aparte. Comunica a la vez con el piso y con el corredor.

—¿No está cerrada con llave?

—Lo está —intervino madame Martin—. No iba a dejar a mi niña en una habitación abierta.

—¿Ha sido forzada la puerta?

—Probablemente. No lo sé. Mademoiselle Doncoeur propuso inmediatamente venir aquí.

—¿Descubrieron un agujero en el suelo?

Madame Martin se encogió de hombros, como cansada; mas la solterona contestó por ella.

—Un agujero no, hablando apropiadamente; pero se nota muy bien que han sido alzadas unas tablas.

—Dígame, madame Martin, ¿tiene usted alguna idea de lo que podía encontrarse bajo ese suelo?

—No, señor.

—¿Hace mucho tiempo que vive en el piso?

—Cinco años, desde que me casé.

—¿Ese dormitorio formaba ya parte del piso?

—Sí.

—¿Sabe quién lo ocupaba antes de usted?

—Mi marido. Tiene treinta y ocho años. Cuando nos casamos tenía treinta y tres y vivía allí. Cuando regresaba a París después de un viaje, le gustaba encontrarse en su casa.

—¿No cree usted que haya querido darle una sorpresa a Colette?

—Se halla a seiscientos o setecientos kilómetros de aquí.

—¿Sabe en dónde?

—En Bergerac, probablemente. Sus viajes se organizan con antelación y es raro que no siga la ruta y el calendario previstos.

—¿En qué ramo trabaja?

—Representa los relojes Zenith para el Centro y el Sudoeste. Es un negocio en grande, usted lo sabrá, sin duda, y goza de una posición excelente.

—¡Es el mejor hombre de la tierra! —exclamó mademoiselle Doncoeur, que corrigió con las mejillas encarnadas—: ¡Después de usted!

—Resumiendo: si he comprendido bien, alguien se introdujo en su piso esta noche bajo el disfraz de Papá Noel. —Así lo asegura la pequeña.

—¿No oyó usted nada? ¿Su dormitorio está lejos del de la niña?

—El comedor se halla entre los dos.

—¿Por la noche no deja usted abierta la puerta de comunicación?

—No es necesario. Colette no es miedosa y, corrientemente, no se despierta. Si tiene que llamarme, dispone de una campanilla sobre su mesilla de noche.

—¿Salió usted ayer noche?

—No, señor comisario —respondió seca, como ofendida.

—¿Ni recibió a nadie?

—No tengo por costumbre recibir en ausencia de mi marido.

Maigret echó una mirada a mademoiselle Doncoeur, que no se inmutó, lo que indicaba que eso debía ser cierto.

—¿Se acostó tarde?

—En seguida que la radio tocó el Medianoche, cristianos. Hasta entonces estuve leyendo.

—¿No oyó nada anormal?

—No.

—¿Preguntó a la portera si tiró del cordón para algún extraño?

Mademoiselle Doncoeur intervino:

—Le he preguntado yo. Asegura que no.

—¿Y esta mañana no faltaba nada en su casa, madame Martin? ¿No tiene la impresión de que hayan entrado en el comedor?

—No.

—¿Quién está con la niña en este momento?

—Nadie. Está acostumbrada a permanecer sola. No puedo estar todo el día en la casa. Tengo que hacer la compra, los recados…

—Comprendo: Colette es huérfana, me ha dicho usted, ¿no?

—De madre.

—¿Vive su padre aún? ¿Dónde está? ¿Quién es?

—Es hermano de mi marido. Paul Martin. En cuanto a decirle dónde está…

Hizo un gesto…

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Hace un mes, por lo menos. Más. Por los alrededores de Todos los Santos. Salía de una quincena.

—¿Cómo?

Ella respondió con un dejo de ironía:

—Puesto que estamos ya metidos en asuntos familiares, voy a contárselo todo.

Se notaba que no simpatizaba con mademoiselle Doncoeur, a la que hacía responsable de aquella situación evidentemente enojosa.

—Mi cuñado no es ya un hombre normal, sobre todo desde que perdió a su mujer.

—¿Qué quiere usted decir exactamente?

—Bebe. Antes ya bebía, pero no de forma excesiva, y no le causaba gran perjuicio. Trabajaba con regularidad. Tenía una buena colocación en un almacén de muebles del bulevar Saint-Antoine. Después del accidente…

—¿El accidente de su hija?

—Hablo del que causó la muerte de su mujer. Un domingo se le metió en la cabeza pedir prestado a un compañero el coche para llevar a su mujer y a su hija al campo. Colette era muy pequeña.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace unos tres años. Fueron a comer a un merendero, por la parte de Mantes-la-Jolie. Paul no dejó de beber vino blanco y se le subió a la cabeza. Cuando regresaban a París, cantaba a voz en grito, y el accidente ocurrió en las proximidades del puente de Bougival. Su mujer murió del golpe. Él se fracturó el cráneo y fue milagroso que salvara la vida. Colette salió ilesa. Desde entonces, mi cuñado no es un hombre. Nos trajimos a la niña con nosotros. Prácticamente, la tenemos adoptada. Él viene a verla de tiempo en tiempo, pero sólo cuando está casi sobrio. Luego vuelve a hundirse…

—¿Sabe usted dónde vive? Otro gesto vago.

—Por todas partes. Nos ha sucedido encontrarle, tirando de su cuerpo, en la Bastille, como si fuera un mendigo. Algunas veces vende periódicos por la calle. Hablo de esto delante de mademoiselle Doncoeur, porque, desgraciadamente, toda la casa está al corriente.

—¿No cree usted que haya tenido la idea de disfrazarse de Papá Noel para ir a ver a su hija?

—Es lo que se me ocurrió inmediatamente. Pero mademoiselle Doncoeur insistió en que viniéramos a hablar con usted.

—Porque él no hubiera tenido ninguna razón para levantar las tablas del suelo —respondió ésta no sin acritud.

—¿Quién sabe si su marido ha regresado a París más pronto de lo que preveía y…?

—Seguramente será algo por el estilo. Yo no estoy preocupada. Si mademoiselle Doncoeur no…

¡Otra vez! ¡Decididamente no había atravesado el bulevar muy a gusto!

—¿Puede usted decirme en dónde se aloja su marido?

—En el hotel de Bordeaux, de Bergerac.

—¿No ha pensado en telefonearle?

—No hay teléfono en casa; sólo en el piso primero, y no les gusta que les molesten.

—¿Tendría inconveniente en que llamara al hotel de Bordeaux?

Asintió: luego, dudó.

—Va a preguntarse qué pasa.

—Puede hablarle.

—No está acostumbrado a que yo le telefonee.

—¿Prefiere permanecer en la incertidumbre?

—No. Como usted quiera. Le hablaré.

Maigret descolgó el teléfono y pidió la comunicación. Diez minutos más tarde tenía el hotel de Bordeaux al otro extremo del hilo y pasaba el auricular a madame Martin.

—¡Allô!… Quisiera hablar con monsieur Martin, por favor. Monsieur Jean Martin, sí… No importa… Despiértele…

Explicó, con la mano tapando el auricular:

—Duerme aún… Han ido a llamarle.

Visiblemente, buscaba lo que iba a decir.

—¡Alló!… ¿Eres tú…? ¿Cómo…? Sí. ¡Felices Pascuas…! Todo marcha bien… Colette está mejor… No, no es sólo por esto por lo que te telefoneo… No, no. Nada malo, no te preocupes…

Repitió, separando las sílabas:

Te digo que no te preocupes… Sólo que anoche ocurrió un hecho extraño… Alguien, vestido de Papá Noel, entró en el dormitorio de Colette. No, no le ha hecho nada… Le dio una muñeca estupenda… Muñeca, sí… Y ha hecho algo en el suelo… Ha levantado dos tablas, que en seguida ha colocado en su sitio apresuradamente… Mademoiselle Doncoeur ha querido que hablase con el comisario que vive enfrente… Te telefoneo desde su casa… ¿No comprendes…? Yo tampoco… ¿Quieres hablar con él…? Se lo voy a preguntar… —Y a Maigret—:

—Quiere hablar con usted…

Una voz fuerte, al otro lado del hilo; la de un hombre ansioso, que no sabía sin duda qué pensar.

—¿Está usted seguro de que no han hecho daño a mi mujer y a mi hija…? ¡Es tan extraño…! Si no fuera por la muñeca, pensaría en mi hermano… Loraine le hablará de él… Es mi esposa… Pídale detalles… Pero él no se hubiera entretenido levantando las tablas del suelo… Tengo un tren a las tres de la tarde… ¿Cómo…? ¿Puedo confiar en que usted cuidará de ellas?

Loraine cogió de nuevo el aparato.

—¿Lo ves? El comisario tiene confianza. Afirma que no hay ningún peligro. No vale la pena interrumpir tu viaje, precisamente cuando estás a punto de conseguir la plaza de París…

Mademoiselle Doncoeur la miraba fijamente y no había mucha ternura en su mirada.

—Prometo telefonearte o enviarte un telegrama si hubiera novedades. Colette está tranquila. Juega con su muñeca. Aún no he tenido tiempo de darle la que tú le has mandado. Voy a dársela ahora mismo.

Colgó y dijo:

—¡Ya lo ve!

Luego, tras una pausa:

—Le pido perdón por haberle molestado. No ha sido culpa mía. Estoy segura de que se trata de una broma de mal gusto, a menos que sea una idea de mi cuñado. Cuando está bebido no se puede prever lo que pasa por su cabeza…

—¿No piensa verle hoy? ¿No cree que venga a visitar a su hija?

—Depende. Si ha bebido, no. Cuida de no presentarse ante su hija en tal estado. Cuando viene, se las arregla para estar lo más decente posible.

—¿Puedo pedirle permiso para charlar con Colette?

—No tengo por qué impedírselo. Si lo cree necesario…

—Muchas gracias, monsieur Maigret —exclamó mademoiselle Doncoeur con una mirada de complicidad y de agradecimiento a la vez—. ¡Esta niña es tan interesante! ¡Ya lo verá!

Ganó la puerta retrocediendo de espaldas. Algunos instantes más tarde, Maigret las veía atravesar el bulevar, una tras otra, la solterona pisándole los talones a madame Martin y volviendo la cabeza para lanzar una mirada a la ventana del comisario.

Las cebollas se doraban en la lumbre. Madame Maigret abrió la puerta de la cocina, diciendo con dulzura:

—¿Estás contento?

¡Silencio! Era mejor no darse por enterado, ni pensar, en aquella mañana de Navidad, que eran un matrimonio viejo sin nadie a quien regalar.

Era ya tiempo de afeitarse para ir a ver a Colette.