La instantánea de Dieppe
A las nueve y media, Maigret llamó por vez primera al despacho del juez y habló con el secretario:
—¿Quiere preguntar al señor Dossin si puede recibirme?
—Precisamente está aquí.
—¿Algo nuevo? —había preguntado éste—. Quiero decir aparte de lo que cuenta la prensa de esta mañana. Estaba muy excitado. Los periódicos relataban el descubrimiento del coche color chocolate y del cadáver de la vieja en Lagny.
—Creo. Ahora iré a hablar con usted. Ahora bien, cada vez que el comisario se dirigía hacia la puerta de su despacho, algo le retrasaba, una llamada telefónica o la llegada de un inspector que tenía que darle algún informe. Discretamente, el juez había vuelto a llamar y preguntado a Lucas:
—¿Sigue ahí el comisario?
—Sí. ¿Quiere que se ponga al teléfono?
—No. Supongo que estará ocupado. Seguramente subirá dentro de un momento. A las diez y cuarto se decidió a pedir que se pusiese Maigret al teléfono.
—Perdone que le moleste. Supongo que tendrá muchísimo trabajo. Pero he convocado a Frans Steuvels para las once y no quisiera empezar el interrogatorio sin antes haberle visto a usted.
—¿Le molestaría que su interrogatorio se convirtiese en una confrontación?
—¿Con quién?
—Probablemente con su mujer. Si me lo permite la mando a buscar por un inspector por si acaso.
—¿Quiere una convocación regular?
—No será necesario. El señor Dossin esperó aún diez minutos largos fingiendo estudiar el expediente. Por fin llamaron a su puerta, estuvo a punto de precipitarse y vio a Maigret que se perfilaba con una maleta en la mano.
—¿Se marcha? La sonrisa del comisario le hizo comprender y, no pudiendo creer lo que veían sus ojos, murmuró:
—¿La maleta?
—Es pesada, se lo aseguro.
—¿Entonces, teníamos razón? Se había quitado de encima un gran peso. La campaña sistemática de Liotard había acabado por deslumbrarle, y en definitiva había sido él quien había tomado la responsabilidad de tener en prisión a Steuvels.
—¿Es culpable?
—Lo suficiente para que se quede a la sombra durante unos años. Maigret sabía, desde la noche antes, el contenido de la maleta, pero hizo de nuevo el inventario, con el mismo placer que un niño coloca sus regalos de Navidad. Lo que hacía tan pesada la maleta marrón, con el asa reparada con un cordón, eran unas piezas de metal que parecían algo a hierros de encuadernador, pero que en realidad eran sellos de diversos Estados. Había particularmente de los Estados Unidos y todas las repúblicas de América del Sur. También se veían tampones de caucho como los que utilizan en las alcaldías y en las administraciones, todo clasificado tan cuidadosamente como las muestras de un viajante de comercio.
—Es el trabajo de Steuvels —explicó Maigret—. Su hermano Alfred le procuraba los modelos y los pasaportes en blanco. Éstos, por lo que pueda juzgar por estos ejemplares, no han sido imitados, sino que provienen de robos en los consulados.
—¿Hacía mucho tiempo que se entregaban a este tráfico?
—No creo. Dos años más o menos, según las cuentas del banco. Esta mañana en efecto, he mandado telefonear a la mayoría de los bancos de París y ha sido esto en parte lo que me ha impedido subir antes a verle.
—Steuvels tiene su cuenta en la Sociedad General, en la calle Saint Antoine, ¿no?
—Posee otra en un banco americano de la plaza Vendôme, y otra más en un banco inglés del bulevar. Hasta ahora hemos encontrado cinco cuentas diferentes. Empezó hace dos años, lo que corresponde a la fecha en que su hermano volvió a instalarse en París. Llovía. El tiempo era gris y suave. Maigret estaba sentado junto a la ventana fumando su pipa.
—Ya ve, señor juez, Moss no pertenece a la categoría de los malhechores profesionales. Éstos tienen una especialidad a la que se entregan la mayoría del tiempo. Nunca he visto a un ratero convertirse en un desvalijador, ni a un desvalijador falsificar cheques o lanzarse a robos a la americana.
»Alfred Moss es un clown ante todo, un acróbata.
»Fue a continuación de una caída como entró en la carrera. O me equivoco mucho, o dio su primer golpe por casualidad, cuando, al utilizar su conocimiento de las lenguas, entró como intérprete en un gran hotel de Londres. Se le presentó la ocasión de robar unas joyas y lo hizo.
»Aquello le permitió vivir cierto tiempo. No demasiado, ya que tiene un vicio, lo sé por el dueño del P. M. U. de su barrio: apuesta en las carreras.
»Como todo aficionado, no se ha dedicado únicamente a un tipo de robo, sino que ha querido probar todo.
»Lo ha hecho con una maestría y una suerte raras, ya que nunca han podido condenarle.
»Conoció altibajos. Un robo a la americana sucedía a una falsificación de cheques.
»Se hizo mayor, se vio acabado en la mayoría de las capitales, inscrito en la lista negra de los grandes hoteles, donde tenía costumbre de operar.
—¿Fue entonces cuando se acordó de su hermano?
—Sí. Hace dos años, el tráfico del oro, que era su anterior actividad, ya no le aportaba nada. Por el contrario, los pasaportes falsos, particularmente para América, empezaban a alcanzar sumas astronómicas. Se dijo que un encuadernador, acostumbrado a hacer escudos, podría lograr hacer sellos oficiales.
—Lo que me extraña es que Steuvels, que no tiene necesidades, haya aceptado. A no ser que tenga una doble vida que no hemos descubierto.
—No tiene doble vida. La miseria, la verdadera, la que conoció en su infancia y en su adolescencia, produce dos clases de personas: pródigos y avaros. Produce con más frecuencia avaros, y éstos tienen tal miedo a ver de nuevo los días malos que son capaces de todo para asegurarse contra ellos.
»O mucho me equivoco, o ése es el caso de Steuvels. La lista de los bancos en los que ha depositado dinero es una prueba. Estoy convencido que no era una manera de ocultar sus bienes, pues no se le ocurrió la idea de ser descubierto. Pero desconfiaba de los bancos, de las nacionalizaciones, de las devaluaciones y hacía montoncitos en diferentes establecimientos.
—Creía que prácticamente nunca dejaba a su mujer.
—Exacto. Era ella quien le dejaba y me ha costado mucho trabajo descubrirlo. Todos los lunes por la tarde ella se iba al lavadero de Vert-Galant a hacer su colada. Casi todos los lunes, Moss llegaba con su maleta y, cuando llegaba adelantado, esperaba en el Tabac des Vosges a que se fuese su cuñada.
»Los dos hermanos tenían la tarde entera para trabajar. Las herramientas y los documentos comprometedores nunca se quedaban en la calle Turenne. Moss los llevaba consigo.
»Algunos lunes, Steuvels tenía aún tiempo de ir corriendo a uno de sus bancos a hacer un ingreso.
—No veo el papel que representan la joven y el niño, ni el de la condesa Panetti, ni…
—Ahora llegamos a eso, señor juez. Si le he hablado antes de la maleta es porque es lo que desde el principio me ha preocupado más. Desde que conozco la existencia de Moss y que sospecho su actividad, me preocupó otra cuestión.
»¿Por qué el martes, 12, de repente, cuando la banda parecía estar tranquila, hubo una efervescencia desacostumbrada que se acabó por la dispersión de sus miembros?
»Hablo del incidente de la plaza de Anvers del que mi mujer, por casualidad, fue testigo.
»El día antes Moss vivía aún tranquilo en su habitación del bulevar Pasteur.
»Levine y el niño vivían en el hotel Beauséjour, al que Gloria iba a buscar al niño todos los días para llevarle de paseo.
»Ahora bien, aquel martes, hacia las diez de la mañana, Moss entra en el hotel Beauséjour, donde, sin duda por precaución, nunca había puesto los pies.
»En seguida, Levine prepara sus maletas, se precipita a la plaza de Anvers, llama a Gloria, que deja al chico esperando para seguirle.
»Por la tarde todos han desaparecido sin dejar huellas.
»¿Qué se produjo el 12 de marzo por la mañana?
»Moss no recibió ninguna llamada telefónica, ya que en la casa donde vive no hay teléfono.
»En aquel momento, mis inspectores y yo, no habíamos dado ningún paso capaz de asustar a la banda, de la que ni siquiera teníamos sospechas.
»En cuanto a Frans Steuvels, estaba en la Santé.
»Sin embargo, algo ocurrió.
»Y sólo ayer por la tarde, al volver a mi casa, tuve, por la mayor de las casualidades, la respuesta a esta pregunta. El señor Dossin estaba tan tranquilo de saber que el hombre que había mandado a la prisión no era inocente, que escuchaba con una sonrisa, como si le estuviesen contando una historia.
—Mi mujer se pasó el día esperándome y aprovechó para entregarse a un trabajo que hace de tarde en tarde. En efecto, conserva en cuadernos artículos de periódicos donde hablan de mí, y lo hace con mayor cuidado desde que un antiguo director de la P. J. ha publicado sus memorias.
»—Es posible que tú escribas algún día las tuyas, cuando estés retirado y vivas en el campo —me contesta cuando me burlo de su manía.
»El caso es que, cuando volví por la noche, estaban sobre la mesa el bote de cola y las tijeras. Mientras me ponía cómodo, eché un vistazo por encima del hombro de mi mujer y vi, en uno de los recortes que estaba pegando una foto de la que ya no me acordaba.
»Fue tomada, hace tres años, por un periodista normando: pasábamos unos días en Dieppe, y mi mujer y yo fuimos sorprendidos a la puerta de nuestra pensión.
»Lo que más me extrañó fue ver aquella instantánea en la página de una revista ilustrada.
»—¿No lo has leído? Ha aparecido recientemente: un artículo de cuatro páginas sobre tus principios y tus métodos.
»Había otras fotografías, una de ellas de cuando era secretario en una comisaría de policía y que llevaba largos bigotes.
»—¿De cuándo data?
»—¿El artículo? De la semana pasada. No tuve tiempo de enseñártelo. Apenas has estado en casa estos días.
»En fin, señor Dossin, el artículo apareció en una revista parisina que fue puesta en venta el martes 12, por la mañana.
»Inmediatamente envié a uno de mis hombres a casa de las personas que albergaban a Moss todavía en aquella fecha y nos confirmaron que la más joven de las chicas había subido la revista, al mismo tiempo que la leche, hacia las ocho y media, y que Moss había echado un vistazo mientras desayunaba.
»Desde entonces, todo se hizo sencillo. Esto explica incluso las largas esperas de Gloria en el banco de la plaza de Anvers.
»Después de estos dos asesinatos y la detención de Steuvels, la banda, disgregada, se ocultó. Sin duda, Levine cambió varías veces de hotel antes de instalarse en la calle Lepic. Por prudencia, no se dejaba ver fuera con Gloria y hasta evitaban dormir los dos en el mismo sitio.
»Moss tenía que ir todas las mañanas a saber las noticias a la plaza de Anvers, donde le bastaba sentarse en un extremo del banco.
»Ahora bien, ya sabe que mi mujer se sentó tres o cuatro veces en el mismo banco mientras esperaba la hora de subir al dentista. Las dos mujeres se habían conocido y charlaban juntas. Moss probablemente había visto a la señora Maigret, a quien no había prestado atención.
»Juzgue su reacción al descubrir por la revista, que la buena señora del banco no era otra que la mujer del comisario encargado de la investigación.
»No podía creer en una casualidad, ¿no? Pensó, naturalmente, que estábamos en la pista y que yo había encargado a mi mujer de esta parte delicada de la investigación.
»Se precipitó a la calle Lepic, avisó a Levine, que corrió a su vez a advertir a Gloría.
—¿Por qué discutieron?
—Tal vez a causa del niño. Tal vez Levine no quería que Gloria volviese a buscarle arriesgándose de aquella manera a hacerse detener. Se empeñó en ir, pero tomando el máximo de precauciones.
»Por otra parte, esto me inclina a pensar que cuando les encontremos no estarán juntos. Piensan que conocemos a Gloria y al niño, mientras que no sabemos nada de Levine. Éste debe de haberse ido por un lado, Moss por otro.
—¿Piensa echarles la mano encima?
—Mañana o dentro de un año. Ya sabe lo que ocurre.
—Todavía no me ha dicho dónde ha descubierto la maleta.
—Tal vez prefiera usted ignorar cómo nos hemos hecho con ella. En efecto, me vi forzado a emplear medios poco legales, de los que tomo entera responsabilidad, pero que usted no puede aprobar.
»Sepa únicamente que fue Liotard quien libró a Steuvels de la maleta comprometedora.
»Por una u otra razón, la noche del sábado al domingo, Moss había llevado la maleta a la calle Turenne y la dejó allí.
»Frans Steuvels sólo la había empujado bajo una mesa de su taller, pensando que nadie se ocuparía de ella.
»El 21 de febrero, Lapointe se presentó allí con un pretexto.
»Dese cuenta que Steuvels no podía alcanzar a su hermano, ni probablemente a ninguno de la banda para ponerles al corriente. Sobre esto tengo una idea particular.
»Debía de estarse preguntando cómo iba a deshacerse de la maleta y sin duda esperar a que llegase la noche, para ocuparse de ello cuando Liotard, del que nunca había oído hablar, se presentó en el taller.
—¿Cómo lo supo Liotard?
—Por una indiscreción de mi servicio.
—¿Uno de sus inspectores?
—No estoy enfadado con él y hay pocas probabilidades de que esto vuelva a producirse. El caso es que Liotard propuso sus servicios e incluso un poco más de lo que puede esperarse de un miembro de los Tribunales, ya que se llevó la maleta.
—¿La encontró usted en su casa?
—En casa de Alfonsi, a quien se la pasó.
—Vamos a ver por dónde vamos…
—A ninguna parte. Quiero decir que no sabemos nada de lo principal, es decir de los dos asesinatos. Han matado a un hombre en la calle Turenne, y antes, la condesa Panetti fue asesinada en su coche, ignoramos dónde. Debe haber recibido usted el informe del doctor Paul, que ha encontrado una bala en el cráneo de la vieja señora.
»Sin embargo, me ha llegado un pequeño informe de Italia. Hace más de un año que los Krynker se divorciaron en Suiza, ya que el divorcio no existe en Italia. La hija de la condesa Panetti ha recobrado su libertad para casarse con un americano, con el que vive actualmente en Texas.
—¿No se reconcilió con su madre?
—Al contrario. Ésta estaba más enfadada que nunca con ella. Krynker es húngaro de buena familia, pero pobre. Pasó una parte del invierno en Montecarlo, tratando, sin lograrlo, de hacer una fortuna con el juego.
»Llegó a París tres semanas antes de la muerte de su ex suegra y vivió en el Commodore y luego en un hotelito de la calle Caumartin.
—¿Desde hacía cuánto tiempo estaba Gloria al servicio de la condesa?
—Cuatro o cinco meses. No está establecido exactamente. Se oyó ruido en el pasillo y el ujier vino a anunciar que el inculpado había llegado.
—¿Le digo todo esto? —preguntó el señor Dossin, de nuevo turbado por sus responsabilidades.
—Una de dos: o bien hablará o seguirá callando. Si se calla tenemos para varias semanas o aún más. He tenido que ocuparme de algunos flamencos en mi vida y sé que resulta difícil que hagan confidencias. Habrá que esperar, en efecto, a que descubramos a uno de los cuatro personajes que sabe Dios dónde se han metido.
—¿Cuatro?
—Moss, Levine, la mujer y el niño y tal vez sea el niño quien nos dé más posibilidades.
—A no ser que se hayan deshecho de él.
—Si Gloria fue a recogerlo de manos de mi mujer con el riesgo de que la detuviesen es porque no quiere deshacerse de él.
—Estoy convencido de ello. El error es creer que los malhechores no son personas como las demás, que pueden tener hijos y quererles.
—¿Cree usted que es su hijo?
—¿Un hijo de Levine?
—Probablemente. Al levantarse, Dossin esbozó una débil sonrisa algo maliciosa y humilde.
—Sería el momento propicio para un interrogatorio como quien no hace la cosa, ¿no es eso? Desgraciadamente, no soy un perito en la materia.
—Si usted me lo permite puedo intentar hablar con Liotard.
—¿Para que aconseje a su cliente que hable?
—Tal y como están las cosas es lo mejor que pueden hacer ambos.
—¿Les hago esperar un poco?
—Un instante.
Maigret salió y dijo cordialmente al hombre sentado, a la derecha de la puerta, sobre el banco, pulido por el uso:
—Buenos días, Steuvels.
En ese preciso momento Janvier apareció en el corredor, en compañía de una Fernande muy emocionada. El inspector dudó en dejar que la mujer se reuniese con su marido.
—Tienen tiempo para charlar los dos —les dijo Maigret—. El juez todavía no está completamente preparado.
Hizo una seña a Liotard para que le siguiese y hablaron a media voz, paseando por el pasillo grisáceo en el que había guardias delante de la mayoría de las puertas. Duró apenas cinco minutos.
—Cuando quiera, no tiene más que llamar. Maigret entró solo en el despacho del señor Dossin, mientras Liotard, Steuvels y Fernande conversaban.
—¿Resultado?
—Vamos a saberlo. Naturalmente, Liotard marcha. Le haré un buen informe en el que logre hablar de la maleta, sin citarle a él.
—No es muy regular, ¿verdad?
—¿Quiere echar la mano encima de los asesinos?
—Le comprendo, Maigret. Pero mi padre y mi abuelo pertenecían a los jueces y creo que yo también acabaré del mismo modo. Enrojeció, esperando con impaciencia y temor al mismo tiempo a que llamasen a la puerta. Por último ésta se abrió.
—¿Hago pasar al mismo tiempo a la señora Steuvels? —preguntó el abogado. Fernande había llorado y tenía su pañuelo en la mano. En seguida buscó a Steuvels con la mirada como si esperase que él pudiese aún arreglar las cosas. Steuvels, por su parte, no había cambiado. Guardaba su aire dulce y fue a sentarse dócilmente a la silla que le habían designado. Cuando el escribano fue a ocupar su sitio, el señor Dossin le dijo:
—En seguida. Le llamaré cuando el interrogatorio sea oficial. ¿Está usted de acuerdo, señor Liotard?
—Completamente de acuerdo. Muchas gracias. Sólo Maigret estaba de pie frente a la ventana por la que rodaban gotitas de lluvia. El Sena estaba gris como el cielo; los tejados, las aceras tenían reflejos húmedos. Entonces, después de toser dos o tres veces, se oyó la voz del juez Dossin que pronunció, dudoso:
—Creo, Steuvels, que al comisario le gustaría hacerle algunas preguntas. Maigret, que acababa de encender su pipa, tuvo que hacer un esfuerzo para volverse, tratando de borrar una sonrisa divertida.
—Supongo —empezó a decir sin sentarse, con aire de estar dando una clase— que su defensor le ha puesto, con pocas palabras, al corriente de todo. Conocemos su actividad y la de su hermano. Es posible que en lo que personalmente le concierne no tengamos nada más que reprocharle.
»En efecto, no era su traje el que tenía manchas de sangre, sino el de su hermano, que le dejó a usted el traje en su casa y se llevó el suyo.
—Mi hermano tampoco ha cometido un asesinato.
—Es probable. ¿Quiere que le interrogue o prefiere contarnos lo que sepa? Ahora, no sólo tenía un aliado en el señor Liotard, sino también Fernande, con la mirada, animaba a Frans para que hablase.
—Pregúnteme. Veré si puedo contestar. Limpió los gruesos cristales de sus gafas y esperó, con los hombros levantados, la cabeza un poco inclinada hacia delante, como si le pesase demasiado.
—¿Cuándo se enteró de que habían matado a la condesa Panetti?
—Durante la noche del sábado al domingo.
—¿Quiere decir la noche en que Moss, Levine y un tercer personaje, que probablemente es Krynker, fueron a su casa?
—Sí.
—¿Fue usted quien pensó mandar un telegrama para alejar a su mujer?
—Ni siquiera estaba al corriente de eso. Era plausible. Alfred Moss conocía lo suficiente las costumbres de la casa y de la vida del matrimonio.
—De manera que cuándo llamaron a su puerta, hacia las nueve de la noche, ¿ignoraba de qué se trataba?
—Sí. Por otra parte no quería dejarles entrar. Yo estaba leyendo tranquilamente en el sótano.
—¿Qué le dijo su hermano?
—Que uno de sus compañeros necesitaba un pasaporte aquella misma noche, que había llevado lo necesario y que tenía que hacérselo inmediatamente.
—¿Era la primera vez que llevaba extraños a su casa?
—Sabía que yo no quería ver a nadie.
—¿Pero usted no ignoraba que tenía cómplices?
—Me había dicho que solía trabajar con un tal Schwartz.
—¿El que, en la calle Lepic, se hacía llamar Levine? ¿Un hombre bastante gordo, muy moreno?
—Sí.
—¿Bajaron todos juntos al sótano?
—Sí. Yo no podía trabajar en el taller a aquella hora, ya que los vecinos se habrían extrañado.
—Hábleme del tercer personaje.
—No le conozco.
—¿Tenía acento extranjero?
—Sí. Era húngaro. Parecía estar ansioso por irse e insistía para saber si no tendría ninguna molestia con el pasaporte falso.
—¿Para qué país?
—Estados Unidos. Son los más difíciles de imitar, por algunas marcas especiales que son de convención entre los cónsules y los servicios de inmigración.
—¿Se puso usted al trabajo?
—No tuve tiempo.
—¿Qué ocurrió?
—Schwartz estaba recorriendo toda la vivienda como para asegurarse de que nadie podía sorprendernos. De repente, cuando yo estaba de espaldas —estaba inclinado sobre la maleta que se encontraba encima de una silla— oí una detonación y vi al húngaro que caía al suelo.
—¿Fue Schwartz quien disparó?
—Sí.
—¿Su hermano pareció sorprendido? Unos segundos de duda.
—Sí.
—¿Qué pasó entonces?
—Schwartz nos declaró que aquélla era la única solución posible y que no podía hacer nada. Según él, Krynker estaba al límite de sus nervios y habría hecho que le detuviesen fatalmente. Una vez que le hubiesen cogido habría hablado.
»—Hice mal en considerarle como un hombre —añadió.
»Luego me preguntó dónde estaba el calorífero.
—¿Sabía que había uno?
—Creo. Era evidente que lo sabía por Moss, del mismo modo que era evidente que Frans no quería cargar a su hermano.
—Ordenó a Alfred que encendiese el fuego y me pidió que trajese herramientas cortantes.
»—Estamos todos metidos hasta el cuello, muchachos. Si no hubiese matado a este imbécil, nos habrían detenido antes de que pasase esta semana. Nadie le ha visto con nosotros. Nadie sabe que está aquí. No tiene ninguna familia que le reclame. Que desaparezca y nos quedaremos tranquilos. No era el momento de preguntar al encuadernador si todos habían ayudado a despedazarlo.
—¿Le habló de la muerte de la condesa?
—Sí.
—¿Era el primer conocimiento que tenía de ello?
—No había visto a nadie desde la historia de la marcha en coche. Se hacía más reticente mientras la mirada de Fernande iba de su marido a Maigret.
—Habla, Frans. Han sido ellos los que te han metido en esto y se han largado. ¿Qué interés puedes tener en callarte? El señor Liotard añadió:
—En mi calidad de defensor, puedo decirle que no sólo es su deber, sino también que le interesa hablar. Pienso que la justicia tendrá en cuenta su franqueza. Frans le miró con una mirada turbia y se encogió ligeramente de hombros.
—Pasaron en mi casa una parte de la noche —pronunció por fin—. Resultó muy largo. Fernande sintió náuseas y se llevó el pañuelo a la boca.
—Schwartz o Levine, poco importa su nombre, tenía una botella de alcohol en el bolsillo de su abrigo y mi hermano bebió mucho.
»En cierto momento, Schwartz le dijo, con aire furioso:
»—¡Es la segunda vez que me haces esta jugada!
»Fue entonces cuando Alfred me contó la historia de la vieja condesa.
—Un momento —le interrumpió Maigret—. ¿Qué sabe exactamente de Schwartz?
—Que es el hombre para quien trabajaba mi hermano. Me había hablado de él varias veces. Le parecía muy fuerte pero peligroso. Tiene un hijo de una chica muy guapa, una italiana, con la que vive la mayoría del tiempo.
—¿Gloria?
—Sí. Schwartz trabajaba sobre todo en los grandes hoteles. Se había fijado en una mujer muy rica, excéntrica, de la que esperaba sacar mucho y había hecho que Gloria entrase a su servicio.
—¿Y Krynker?
—Por decirlo así, sólo le he visto muerto ya que el tiro se disparó cuando sólo llevaba en mi casa algunos momentos. Hay cosas que no comprendí hasta después, reflexionando.
—¿Por ejemplo?
—Que Schwartz había preparado su golpe minuciosamente. Quería hacer desaparecer a Krynker y había encontrado aquel medio de librarse de él sin correr ningún riesgo. Al venir a mi casa, sabía lo que iba a ocurrir. Había enviado a Gloria a Concarneau para que mandase a Fernande el telegrama.
—¿La condesa?
—Yo no he intervenido para nada en esa historia. Sólo sé que desde su divorcio, Krynker, que estaba apartado, había intentado acercarse a ella. En los últimos tiempos lo había logrado y a veces ella le daba pequeñas sumas. Aquello le duraba poco, pues le gustaba darse una buena vida. Lo que quería era dinero suficiente para irse a los Estados Unidos.
—¿Estaba aún enamorado de su mujer?
—Lo ignoro. Conoció a Schwartz, o más bien, éste, avisado por Gloria, se las arregló para conocerle en un bar y se hicieron más o menos amigos.
—¿Fue la noche de la muerte de Krynker y del calorífero cuando le contaron todo esto?
—Teníamos que esperar muchas horas…
—Comprendido.
—No me dijeron si la idea fue de Krynker o si se la sugirió Schwartz. Parece ser que la vieja señora tenía la costumbre de viajar con una maleta que contenía una fortuna en joyas.
»Era más o menos la época en que todos los años iba a la Costa Azul. Sólo se trataba de convencerla para que se fuese en el coche de Krynker.
»Una vez en camino, en un punto dado, atacarían al coche y se apoderarían de la maleta.
»En la mente de Krynker, todo aquello ocurriría sin necesidad de sangre. Estaba convencido que no arriesgaba nada, ya que él se encontraría en el coche con su ex suegra.
»Por una u otra razón, Schwartz pensó, y creo que lo hizo a propósito, que aquél era un medio de tener a los otros dos en un puño.
—¿Incluido su hermano?
—Sí.
—El ataque tuvo lugar en la carretera de Fontainebleau y después fueron hasta Lagny para deshacerse del coche. En un tiempo, Schwartz vivió en un pabellón en aquella región y conocía bien el lugar. ¿Qué más quiere saber?
—¿Dónde están las joyas?
—Encontraron la maleta, pero las joyas no estaban dentro. ¿Sin duda la condesa desconfiaba? Gloria, que la acompañaba, tampoco sabía nada. Tal vez las había dejado en un banco.
—Entonces fue cuando Krynker se alocó.
—Quería intentar pasar la frontera en seguida con sus papeles verdaderos, pero Schwartz le dijo que le cogerían. No dormía nada y bebía mucho. Empezaba a convertirse en pánico y Schwartz decidió que el único medio de quedarse un poco tranquilos era librarse de él. Le llevó a mi casa con el pretexto de procurarle un pasaporte falso.
—¿Cómo es que el traje de su hermano…?
—Comprendo. En cierto momento, Alfred tropezó exactamente en el sitio en que…
—Entonces usted le dio su traje azul y guardó el suyo limpiándolo al día siguiente. Fernande debía tener la cabeza llena de imágenes sangrientas. Miraba a su marido como si le viese por vez primera, tratando sin duda de imaginárselo durante los días y las noches que luego había pasado solo en el sótano y en el taller. Maigret la vio estremecerse, pero un instante después tendió una mano temblorosa y la colocó sobre la mano del encuadernador.
—Tal vez en Céntrale tienen un taller de encuadernación —murmuró esforzándose por sonreír.
Levine, que no se llamaba ni Schwartz ni Levine, sino Sarkistian, y a quién buscaba la policía de tres países, fue detenido un mes después, en un pueblecito de los alrededores de Orléans donde solía ir a pescar con caña. Dos días después, se encontró a Gloria Lotti en una casa cerrada de Orléans, y se negó a revelar el nombre de los campesinos a los que había confiado su hijo. En cuanto a Alfred Moss, sus señas personales quedaron en los boletines de policía durante cuatro años. Una noche, un clown harapiento se unió a un circo que iba de pueblo en pueblo por las carreteras del Norte y fue examinando sus papeles que se encontraron en su maleta cuando la policía supo su identidad. Las joyas de la condesa Panetti no habían salido del Claridge y estaban encerradas en uno de los baúles que había dejado en la consigna, y el zapatero de la calle Turenne nunca confesó, ni siquiera completamente borracho, que era él quien había escrito el anónimo.
FIN