Capítulo ocho

La familia de los juguetes

—¿Está usted decepcionado, señor Maigret?

El joven Lapointe habría querido decir «jefe», como Lucas, Torrence y la mayoría de los del equipo, pero se sentía demasiado nuevo para ello; le parecía que era un privilegio que tenía que admitir de la misma manera que uno gana sus galones. Acababa de acompañar al doctor Paul a su casa y ahora volvían al Quai des Orfèvres por un París que les parecía más luminoso después de las horas que habían pasado chapoteando en la oscuridad de Lagny. Desde el Puente Saint-Michel, Maigret podía ver luz en su propio despacho.

—No estoy decepcionado. No me esperaba que los empleados de la estación recordasen a los viajeros a los que han picado los billetes hace un mes.

—Me preguntaba en qué estaría usted pensando. Respondió con toda naturalidad:

—En la maleta.

—Le juro que estaba en el taller cuando yo fui por vez primera a casa del encuadernador.

—No lo dudo.

—Estoy seguro de que no era la maleta que el brigada Lucas encontró por la tarde en el sótano.

—Tampoco lo dudo. Deja el coche en el patio y sube. Por la animación de algunos hombres de guardia, se notaba que había algo nuevo y Lucas, mientras esperaba a que volviese Maigret, abrió de par en par la puerta de su despacho.

—Tengo informes sobre Moss, jefe. Acaban de venir una joven y su padre. Querían hablar con usted personalmente, pero, después de esperar más de dos horas, se decidieron a darme el encargo. La joven es una chica guapa de dieciséis o diecisiete años, gorda y sonrosada, que mira con franqueza a los ojos. El padre es un escultor que, si es que he entendido bien, ganó hace tiempo el premio de Roma. Hay otra joven, algo mayor, y una madre. Viven en el bulevar Pasteur y allí trabajan confeccionando juguetes. O me equivoco mucho o la joven ha acompañado a su padre para impedirle que bebiese por el camino, lo que parece ser su defecto. Lleva un enorme sombrero negro y una chalina. Moss, con el nombre de Peeters, ha pasado los últimos meses en su casa.

—¿Sigue allí?

—Si estuviese allí, habría enviado ya a algún inspector para detenerle o más bien habría ido yo mismo. Les dejó el 12 de marzo.

—Dicho de otro modo, el día en que Levine, Gloria y el niño desaparecieron de la circulación después de la escena de la plaza de Anvers.

—No le dijo que se marchaba. Salió por la mañana como de costumbre y, desde entonces, no ha vuelto a poner los pies en el apartamento. Pensé que preferiría interrogarles usted mismo. ¡Ah! Otra cosa: Philippe Liotard ha telefoneado ya dos veces.

—¿Qué quiere?

—Hablarle. Dijo que si volvía usted antes de las once de la noche, le llamase a la Chope du Nègre. Una cervecería que Maigret conocía, en el bulevar Bonne-Nouvelle.

—Ponme con la Chope. Fue la cajera quien contestó. Mandó a buscar al abogado.

—¿Es usted, comisario? Supongo que tendrá muchísimo trabajo. ¿Lo ha encontrado?

—¿A quién?

—A Moss. Fui al cine esta tarde y lo comprendí. ¿No cree usted que una conversación a solas podría sernos útil tanto al uno como al otro? Ocurrió por casualidad. Un poco antes, en el coche, Maigret pensaba en la maleta. Ahora bien, en el momento en que Liotard le hablaba, Lapointe entró en el despacho.

—¿Está usted con algún amigo? —preguntó el comisario a Liotard.

—No tiene importancia. Cuando usted llegue me desharé de ellos.

—¿Su amiga?

—Sí.

—¿Nadie más?

—Alguien que a usted no le gusta mucho, me pregunto que por qué, y que está muy afectado. Era Alfonsi. Debían de estar reunidos cuatro. Los dos hombres y sus amiguitas.

—¿Tendrá paciencia para esperarme si llego un poco retrasado?

—Le esperaré tanto tiempo como quiera. Es domingo.

—Diga a Alfonsi que me gustaría verle también a él.

—Le encantará.

—Hasta ahora. Fue a cerrar las dos puertas de su despacho, haciendo que se quedase Lapointe que por discreción quería salir.

—Tú, ven aquí. Siéntate. Quieres hacer tu carrera en la policía, ¿verdad?

—Es lo que más deseo.

—Has hecho la tontería de hablar demasiado el primer día y eso ha traído consecuencias que todavía no te imaginas.

—Perdón. Tenía tanta confianza en mi hermana.

—¿Quieres intentar algo difícil? Un momento. No contestes muy rápido. No se trata de una acción reluciente, que servirá para que tu nombre salga en los periódicos. Al contrario. Si triunfas, sólo nosotros dos lo sabremos. Si fracasas, me veré en la obligación de echarte la culpa y decir que has actuado por tu cuenta no haciendo caso de mis instrucciones.

—Comprendo.

—No comprendes nada, pero no importa. Si procediese yo mismo a la operación y fracasase, se echaría la culpa a toda la policía. Tú eres bastante nuevo en la casa para que no ocurra otro tanto tratándose de ti. Lapointe no podía más de impaciencia.

—El señor Liotard y Alfonsi están en este momento en la Chope du Nègre donde me esperan.

—¿Va a ir a verles?

—No inmediatamente. Quiero pasar antes por el bulevar Pasteur y estoy seguro que no se moverán de la cervecería hasta que yo no llegue. Pongamos que vaya a verles lo antes dentro de una hora. Son las nueve, ¿conoces el domicilio del abogado, en la calle Bergère? Es en el tercer piso, a la izquierda. Como hay bastantes mujerzuelas que viven en la casa, la portera no debe fijarse mucho en los que entran y salen.

—Quiere que… —Sí. Te han enseñado a abrir una puerta. No trae ninguna consecuencia si dejas huellas. Al contrario. Es inútil que registres los cajones y los papeles. Sólo debes asegurarte de una cosa: de que la maleta no está allí.

—No se me había ocurrido.

—Bueno. Es posible e incluso probable que no esté allí, pues Liotard es un chico prudente. Por eso no debes perder tiempo. De la calle Bergère irás a la calle Douai, donde Alfonsi ocupa la habitación 13 en el Hotel du Massif Central.

—Lo conozco.

—Harás lo mismo. La maleta. Nada más. Me telefonearás en cuanto hayas terminado.

—¿Puedo irme?

—Vete antes al pasillo. Voy a cerrar mi puerta con llave y tratarás de abrirla. Pide las herramientas a Lucas. Lapointe no lo hizo muy mal y, unos minutos después, se precipitó fuera lleno de alegría. Maigret pasó al despacho de los inspectores.

—¿Estás libre, Janvier? Los teléfonos seguían funcionando, pero, por culpa de la hora, con menos virulencia.

—Estaba echando una mano a Lucas, pero… Bajaron los dos, y fue Janvier quien se puso al volante del cochecito de la P. J. Un cuarto de hora después, llegaron a la parte más tranquila, la menos iluminada del bulevar Pasteur, que, en la paz de la noche de un hermoso domingo, tenía el aspecto de un paseo de pequeña ciudad.

—Sube conmigo. Preguntaron por el escultor, que se llamaba Grossot, y les mandaron al sexto piso. El edificio era viejo, pero muy decente, probablemente habitado por pequeños funcionarios. Cuando llamaron a la puerta del sexto, cesaron unos ruidos de disputa y una joven, con la boca llena, abrió y se apartó.

—¿Es usted quien ha ido hace un momento a mi despacho?

—Ha sido mi hermana. ¿Es usted el comisario Maigret? Entre. No se fije el desorden. Acabamos de terminar de cenar. Les llevó a un gran estudio, de techo inclinado, con una parte acristalada por la que se veían las estrellas. En una larga mesa había restos de embutidos, un litro de vino, otra joven que parecía la gemela de la que había abierto se arregló el cabello con un gesto furtivo, mientras un hombre con chaqueta de terciopelo avanzó hacia los visitantes con una solemnidad exagerada.

—Sea bienvenido en nuestra modesta vivienda, señor Maigret. Espero que me hará el honor de beber conmigo. Desde que había salido de la P. J., el viejo escultor había debido de encontrar el medio de beber otra cosa que no fuese el vino de la comida, ya que pronunciaba de manera difícil y titubeaba al andar.

—No haga caso —dijo una de las chicas—. Otra vez se ha puesto en buen estado. Dijo aquello sin desagrado y lanzó a su padre una mirada afectuosa, casi una mirada de mamá. En los rincones más oscuros de la gran habitación se adivinaban esculturas y estaba claro que se encontraban allí desde hacía mucho tiempo. Lo que era más reciente, lo que formaba parte de la vida actual, eran unos juguetes de madera recortada que cubrían los muebles y que daban a la habitación un buen olor a madera fresca.

—Cuando el arte ya no da para vivir a un hombre y su familia —exclamó Grossot—, no hay por qué avergonzarse, ¿verdad?, por pedir al comercio el pan de cada día. Apareció la señora Grossot que había debido de ir a arreglarse al oír llamar. Era delgada, triste, con la mirada siempre al acecho, que debía prever siempre las desgracias.

—¿No les das una silla al comisario y a este señor, Hélène?

—El comisario sabe muy bien que puede comportarse aquí como si estuviese en su casa, mamá. ¿Verdad, señor Maigret?

—¿No has ofrecido nada?

—¿Quiere un vaso de vino? No hay otra cosa en casa, por causa de papá. Parecía ser ella quien dirigiese a la familia, quien, en todo caso, tomaba la dirección de la conversación.

—Ayer por la noche fuimos al cine del barrio y reconocimos al que busca. No se hacía llamar Moss, sino Peeters. Si no hemos ido antes a verle es porque papá dudaba en traicionarle, diciendo que ha sido nuestro huésped y comido muchas veces en nuestra mesa.

—¿Hacía mucho tiempo que vivía aquí?

—Alrededor de un año. El apartamento cubre todo el piso. Mis padres viven en él desde hace más de treinta años y yo y mi hermana hemos nacido aquí. Aparte del taller y la cocina, hay tres habitaciones. El año pasado los juguetes no dieron mucho, por culpa de la crisis, y decidimos coger un huésped. Pusimos un anuncio en el periódico.

»Fue así como conocimos al señor Peeters.

—¿Qué profesión pretendía ejercer?

—Nos dijo que representaba una gran manufactura inglesa, que tenía su clientela, de manera que no tenía que desplazarse mucho. A veces pasaba todo el día en casa y, en mangas de camisa, venía a echarnos una mano, ya que trabajamos todos en los juguetes de los que mi padre hace la maqueta. En las últimas Navidades obtuvimos el pedido del Printemps y tuvimos que trabajar día y noche. Grossot extraviaba los ojos de tal manera hacia el litro de vino, que Maigret le dijo:

—¡Vaya!, vamos a beber. Écheme un vaso. Recibió a cambio una mirada de gratitud, mientras que la joven continuó, sin dejar de observar a su padre para asegurarse de que no se servía demasiado.

—Sobre todo, salía hacia última hora de la tarde y con frecuencia volvía tarde. Algunas veces, se llevaba su maleta de muestras.

—¿Dejó aquí su equipaje?

—Sólo dejó un baúl grande.

—¿La maleta no?

—No. Por cierto, Olga, ¿tenía su maleta al irse?

—No. No la volvió a traer la última vez que salió con ella.

—¿Qué clase de hombre era?

—Era tranquilo, muy dulce, tal vez un poco triste. A veces permanecía encerrado horas enteras en su habitación y acabábamos por ir a preguntarle si estaba enfermo. Otras veces, compartía nuestro desayuno y nos ayudaba durante todo el día.

»A veces desaparecía durante varios días y nos había avisado para que no nos preocupásemos.

—¿Cómo le llamaban?

—Señor Jean. Nos llamaba por nuestro nombre, excepto a mi madre, naturalmente. A veces nos traía chocolatinas, o algún regalito.

—¿Nunca regalos de valor?

—No los habríamos aceptado.

—¿No recibía a nadie?

—Nunca vino nadie. Tampoco recibía correo. Como me extrañaba que un representante de comercio no recibiese cartas, me explicó que tenía un socio en la ciudad, con un despacho donde dirigían su correspondencia.

—¿Nunca le pareció raro?

—¡Aquí, sabe!

—A su salud, señor Maigret. ¡Por su investigación! Como puede ver, ya no soy nada, no sólo en el dominio del arte sino en mi propia casa. No protesto. No digo nada. Son demasiado buenas para un hombre que…

—Papá, deja hablar al comisario.

—¿No saben ustedes cuándo salió su inquilino con la maleta por última vez? Fue Olga, la mayor, quien respondió:

—El último sábado antes… Se preguntó si debía seguir.

—¿Antes de qué? La más joven tomó la dirección de la conversación.

—No te pongas colorada, Olga. Siempre nos metemos con mi hermana que estaba algo enamorada del señor Jean. No era de su edad, no era guapo, pero…

—¿Y tú?

—Dejemos esto. Un sábado, hacia las seis, se fue con su maleta, lo que ya nos extrañó, porque sobre todo era los lunes cuando se la llevaba.

—¿El lunes al mediodía?

—Sí. No esperábamos que volviese, creyendo que pasaría el fin de semana en alguna parte, y nos burlamos de Olga, que ponía la cara larga.

—No es cierto.

—No sabemos a qué hora volvió. Casi siempre le oíamos abrir la puerta. El domingo por la mañana creíamos que el apartamento estaba vacío y precisamente estábamos hablando de él cuando salió de su habitación, con aspecto de estar enfermo, y preguntó a mi padre si podría procurarle una botella de alcohol. Pretendía haber cogido frío. Se quedó en la cama casi todo el día. Olga, que arregló su habitación, se dio cuenta de que la maleta no estaba allí. Se fijó en otra cosa, al menos eso es lo que pretende.

—Estoy segura.

—Es posible. Le mirabas con más interés que nosotros.

—Estoy segura de que su traje no era el mismo. Era también un traje azul, pero no el suyo, y cuando se lo puso, comprobé que le estaba demasiado ancho de hombros.

—¿No habló nada sobre eso?

—No. Nosotros tampoco hicimos alusión a ello. Entonces fue cuando se quejó de estar con gripe y permaneció sin salir una semana entera.

—¿Leía los periódicos?

—El periódico de la mañana y el de la noche, como nosotros.

—¿No notaron nada especial?

—No. Excepto que iba a encerrarse a su habitación en cuanto alguien llamaba a la puerta.

—¿Cuándo empezó a salir?

—Más o menos, una semana después. La última vez que durmió aquí, fue la noche del 11 al 12 de marzo. Es fácil saberlo por el calendario de su habitación del que desde entonces no se ha arrancado ninguna hoja.

—¿Qué debemos hacer, señor comisario? —preguntó la madre con inquietud—. ¿Cree verdaderamente que ha cometido un crimen?

—No lo sé, señora.

—Si la policía le busca…

—¿Nos permite visitar su habitación? Estaba al extremo de un pasillo. Era espaciosa, sin lujo pero limpia, con muebles viejos y encerados y, en las paredes, unas reproducciones de Miguel Ángel. En el rincón de la derecha había un enorme baúl negro, de los más corrientes, atado con una cuerda.

—¿Quieres abrir, Janvier?

—¿Tengo que salir? —preguntó la joven. No vio la necesidad. Janvier tuvo más trabajo con la cuerda que con la cerradura que era sencilla. La habitación quedó invadida por un fuerte olor a naftalina y empezaron a amontonar encima de la cama trajes, zapatos, mudas. Se diría el ropero de un actor, de tan variados como eran los trajes de calidad y de origen. Un traje y un smoking tenían la marca de un gran sastre de Londres y otro traje había sido confeccionado en Milán. También había trajes blancos como los que se llevan sobre todo en los países cálidos, trajes vistosos, otros, por el contrario, que habrían podido servirle a un cajero de banco y para todos se encontraban zapatos haciendo juego, procedentes de París, de Niza, de Bruselas o de Berlín. Por último, en la parte de abajo, separado del resto por una hoja de papel morrón, sacaron un disfraz de clown al que la joven miró con más asombro que a lo demás.

—¿Es un actor?

—A su manera. No había ninguna otra cosa reveladora en la habitación. El traje azul del que acababan de hablar no estaba allí, ya que Peeters-Moss lo llevaba el día de su marcha; tal vez aún lo llevase. En los cajones había pequeños objetos, pitilleras, carteras, gemelos y cuellos postizos, llaves, una pipa rota, pero ni un solo papel, ni una libreta con direcciones.

—Muchas gracias, señorita. Ha hecho bien en avisarnos y estoy seguro de que no tendrán ustedes ninguna molestia. ¿Supongo que no tienen teléfono?

—Lo teníamos hace varios años, pero… Y en voz baja:

—Papá no ha sido siempre así. Por eso no podemos enfadarnos con él. Antes no bebía nada en absoluto. Luego encontró a unos compañeros de Bellas Artes que están más o menos como él y cogió la costumbre de ir a reunirse con ellos a un café del barrio de Saint-Germain. A un lado en el taller había varias máquinas de precisión, para serrar, limar, cepillar los trozos de madera, a veces minúsculos, con la que hacían bonitos juguetes.

—Coge un poco de aserrín en un papel, Janvier. Aquello le gustaría a Moers. Era divertido pensar que habrían acabado de todas formas por ir a aquel apartamento de un inmueble del bulevar Pasteur, sólo por los análisis de Moers. Hubiesen necesitado semanas, tal vez meses, pero al final habrían llegado allí. Eran las diez. La botella de vino estaba vacía y Grossot propuso acompañar a aquellos «señores» hasta abajo, lo que no le permitieron.

—Probablemente volveré.

—¿Y él?

—Me extrañaría. En todo caso no creo que tengan que temer nada por su parte.

—¿Dónde lo llevo, jefe? —preguntó Janvier al ponerse al volante del coche.

—Al bulevar Bonne-Nouvelle. No muy cerca de la Chope du Nègre. Me esperarás. Era una de esas cervecerías grandes donde se tomaba choucroute y salchichas, donde el sábado y el domingo por la noche, cuatro músicos famélicos tocan, subidos a una tarima. Maigret se fijó en seguida en las dos parejas, no lejos de la entrada, y se dio cuenta que las señoras habían pedido dos vasos de menta. Alfonsi fue el primero en levantarse, no muy tranquilo, como alguien que espera recibir una patada, mientras que el abogado, sonriente, dueño de sí mismo, tendió su mano cuidada.

—¿Le presento a nuestras amigas? Lo hizo con condescendencia.

—¿Prefiere sentarse un momento a esta mesa o quiere que nos pongamos en seguida aparte?

—A condición de que Alfonsi haga compañía a las señoras y me espere, prefiero escucharle lo antes posible. Había una mesa libre junto a la caja. La clientela estaba compuesta sobre todo de comerciantes del barrio que, del mismo modo que había hecho Maigret el día antes, comían en el restaurante con la familia. También había los clientes de todos los días, los solteros o los mal casados, jugando a las cartas o al ajedrez.

—¿Qué va a tomar? ¿Una caña? Una caña y un aguardiente, camarero. Tal vez dentro de cierto tiempo, Liotard frecuentaría los bares de la ópera y de los Campos Elíseos, pero aún se sentía más a gusto en aquel barrio donde podía mirar a la gente con aire de superioridad.

—¿Dio resultados su llamada?

—Señor Liotard, ¿me ha invitado usted a venir a verle para que le interrogue?

—Tal vez sea para hacer las paces. ¿Qué pensaría de eso? Es posible que me haya mostrado un poco brusco con usted. No olvide que estamos cada uno a un lado de la barrera. Su oficio es culpar a mi cliente y el mío es salvarle.

—¿Hasta haciéndose su cómplice? El golpe dio en el blanco. El joven abogado, de nariz larga y afilada, parpadeó un par de veces.

—No sé qué quiere usted decir. Pero ya que lo prefiere, iré derecho al grano. La casualidad quiere, comisario, que pueda usted hacerme mucho daño, e incluso retardar una carrera en cuya brillantez todo el mundo está de acuerdo.

—No lo dudo.

—Gracias. El Colegio de Abogados es bastante severo sobre ciertas reglas, y confieso que, con la prisa de llegar, no las he seguido siempre. Maigret bebía cerveza con el aire más inocente del mundo mirando a la cajera y ésta habría podido tomarle por el sombrerero de la esquina.

—Espero, señor Liotard.

—Esperaba que usted me ayudaría, ya que sabe muy bien a qué hago alusión. Siguió sin inmutarse.

—Ya ve, señor comisario, pertenezco a una familia pobre, muy pobre…

—¿Los condes de Liotard?

—He dicho muy pobre y no vulgar. Me ha costado mucho trabajo pagarme mis estudios y me vi obligado a hacer, mientras era estudiante, varios oficios. Incluso he llevado el uniforme en uno de los cines de los grandes bulevares.

—Le felicito.

—Aún hace un mes no comía todos los días. Esperaba, como todos los compañeros de mi edad, y como algunos compañeros mayores, el asunto que me permitiese resaltar.

—Lo encontró.

—Lo encontré. A eso quería llegar. El viernes, en el gabinete del señor Dossin, pronunció usted algunas palabras que me han hecho pensar que sabía usted mucho sobre esto y que no dudaría en utilizarlo contra mí.

—¿Contra usted?

—Contra mi cliente, si lo prefiere.

—No comprendo. Encargó otra caña, ya que rara vez había bebido una cerveza tan buena, aún más por lo que contrastaba con el vino templado del escultor. Seguía mirando a la cajera, como si se alegrase de que se pareciese tanto a las cajeras de los cafés de otros tiempos, con su fuerte pecho, que el corsé mantenía más alto, su blusa de seda negra, su cabello recogido en un moño.

—¿Cómo decía?

—Lo que quiera. Se empeña usted en que hable yo solo y está en lo cierto. He cometido una falta profesional solicitando a Frans Steuvels.

—¿Sólo una?

—Fui avisado de la manera más tonta del mundo y espero que nadie pueda tener molestias por mi culpa. Soy bastante íntimo de un tal Antoine Bizard, vivimos en el mismo edificio. A veces hemos compartido una lata de sardinas o un camembert. Desde hace poco tiempo, Bizard trabaja con regularidad en un periódico. Tiene una amiga.

—La hermana de uno de mis inspectores.

—¿Ve cómo lo sabe?

—Me gusta oírselo decir.

—Por su trabajo en el periódico, Bizard se entera de algunos hechos incluso antes que el público…

—Por ejemplo, de los crímenes.

—Si quiere. Ha tomado la costumbre de telefonearme.

—¿Con el fin de que usted pueda ir a ofrecer sus servicios?

—Es usted un vencedor cruel, señor Maigret.

—Continúe. Seguía mirando a la cajera, asegurándose al mismo tiempo de que Alfonsi seguía haciendo compañía a las dos mujeres.

—Me avisaron que la policía se ocupaba de un encuadernador de la calle Turenne.

—El 21 de febrero, a primera hora de la tarde.

—Exacto. Fui allí y hablé realmente de un ex-libris antes de abordar un tema más ardiente.

—El calorífero.

—Eso es todo. Le dije a Steuvels que si tenía alguna molestia estaría encantado de defenderle. Todo eso ya lo sabe usted. Y no he preparado la conversación de esta noche tanto por mí como por mi cliente. Ya ve, señor Maigret, a usted le toca decidir.

—¿Permaneció mucho tiempo en casa del encuadernador?

—Todo lo más, un cuarto de hora.

—¿Vio a su mujer?

—Creo que en algún momento asomó la cabeza por la escalera.

—¿Le hizo Steuvels alguna confidencia?

—No. Estoy dispuesto a darle mi palabra.

—Otra pregunta. ¿Desde cuándo está a su servicio Alfonsi?

—No está a mi servicio. Tiene una agencia de policía privada.

—¡De la que es el único empleado!

—Eso no me interesa. Para defender a mi cliente con alguna probabilidad de éxito, necesito algunos informes, que no puedo ir a recoger yo mismo dignamente.

—Sobre todo necesita enterarse día por día de lo que yo sé. La cajera descolgó el teléfono cuyo timbre acababa de sonar y contestó:

—Un momento. No sé. Voy a ver. Y, cuando abrió la boca para decir un nombre al camarero, el comisario se levantó:

—¿Es para mí?

—¿Cómo se llama?

—Maigret.

—¿Quiere que le pase la comunicación a la cabina?

—No merece la pena. Sólo tengo para unos segundos. Era la llamada que esperaba del joven Lapointe. La voz de éste vibraba de emoción.

—¿Es usted, señor comisario? ¡Lo tengo!

—¿Dónde?

—En casa del abogado no encontré nada y estuve a punto de que me sorprendiese la portera. Como me dijo, fui a la calle Douai. Allí todo el mundo entra y sale. Resultó fácil. No me costó el menor trabajo abrir la puerta. La maleta estaba debajo de la cama. ¿Qué hago?

—¿Dónde estás?

—En el bar de la esquina de la calle Douai.

—Coge un taxi y que te lleve al Quai. Te veré allí.

—Bien jefe, ¿está usted contento? Llevado por su entusiasmo y su orgullo, se permitió la «palabra» por vez primera… Sin embargo, no muy tranquilo…

—Has trabajado bien. El abogado miraba a Maigret con inquietud. El comisario volvió a su sitio dando un suspiro de alivio, e hizo una seña al camarero.

—Otra caña. Tal vez haría bien en servir al señor un aguardiente.

—Pero… —Tranquilo, muchacho. Aquella palabra bastó para sobresaltar al abogado.

—Ya ve, no es al Consejo del Orden adonde voy a dirigirme para hablar de usted. Es al procurador de la República. Mañana por la mañana, es probable que le pida dos órdenes de arresto, una a su nombre y otra a nombre de su compañero Alfonsi.

—¿Bromea usted?

—¿Qué va a traer esto consigo, una convicción de recelo en un asunto de asesinato? Tendré que consultar el Código. Lo pensaré. ¿Le dejo la cuenta? Ya de pie, añadió en voz baja, confidencialmente, inclinándose sobre el hombro de Philippe Liotard:

—¡Tengo la maleta!