El domingo de Maigret
La señora Maigret se había quedado algo sorprendida cuando el sábado, hacia las tres, su marido le telefoneó para preguntar si estaba preparando la comida.
—Todavía no. ¿Por qué…? ¿Cómo dices? Yo, naturalmente que quiero. Si estás seguro de que estarás libre. ¿Seguro, seguro? De acuerdo. Me vestiré. Estaré allí. Sí, junto al reloj. No, para mí no quiero choucroute. ¿Eh? ¿No bromeas? ¿Hablas en serio, Maigret? ¿Donde yo quiera? Es demasiado bonito para ser verdad y preveo que vas a llamarme de nuevo de aquí a una hora para anunciarme que no vendrás ni a cenar ni a dormir. ¡En fin! ¡De todas formas, me preparo! De ese modo, aquel sábado, el apartamento del bulevar Richard-Lenoir en vez de oler a comida, olía a baño, a colonia y al perfume un poco dulce que la señora Maigret reservaba para los grandes días. Maigret llegó a la cita, casi puntual, al restaurante alsaciano de la calle de Enghien, donde a veces iban a cenar, y, tranquilo, con aire de pensar en lo mismo que los demás hombres, comió una choucroute como a él le gustaba.
—¿Has elegido el cine? Ya que, y eso era lo que había puesto a la señora Maigret tan incrédula hacía un momento, cuando la había llamado por teléfono, la había invitado a pasar la velada en el cine que ella prefiriese. Fueron al Paramount, en el bulevar des Italiens, y el comisario esperó a la cola sin refunfuñar para coger las entradas; al pasar vació su pipa en una enorme escupidera. Oyeron los órganos eléctricos, vieron a la orquesta surgir del suelo sobre una plataforma, mientras que un telón se transformaba en una especie de puesta de sol sintética. Hasta que pasaron los dibujos animados la señora Maigret no comprendió. Acababan de proyectar los extractos de la próxima película, luego cortas bandas publicitarias para un dulce desayuno y muebles a crédito.
La Prefectura de Policía nos comunica…
Era la primera vez que veía aquello en una pantalla e, inmediatamente después, proyectaron una fotografía antropométrica, de frente, luego de perfil, la de Alfred Moss, del que enumeraron las sucesivas identidades.
Se ruega a toda persona que haya visto a este hombre en los dos últimos meses, que telefonee urgentemente…
—¿Era por eso? —dijo ella, una vez en la calle, mientras volvían andando un poco para tomar el aire.
—No sólo por eso. Por otra parte, la idea no es mía. Hace mucho tiempo que fue propuesta al prefecto, pero todavía no habíamos tenido la ocasión de realizarla. Moers se había fijado en que las fotos publicadas por los periódicos están casi siempre más o menos deformadas, por culpa de los clichés y de la tinta. Por el contrario, el cine, engrandeciendo las mínimas características, da una imagen más clara.
—En fin, sea por eso o por lo que sea, he podido aprovecharlo. ¿Hací a cuánto tiempo que no íbamos juntos al cine?
—¿Tres semanas? —dijo él sincero.
—Exactamente dos meses y medio. Habían discutido un poco en broma. Y, por la mañana, a causa del sol, que de nuevo brillaba como en una mañana de primavera, Maigret había cantado en el baño. Había hecho a pie todo el trayecto hasta el Quai, por las calles casi desiertas, y siempre resultaba un placer ver los anchos pasillos de la P. J. con las puertas abiertas y los despachos vacíos. Lucas apenas acababa de llegar. Torrence también estaba allí, así como Janvier; Lapointe no tardó; porque era domingo, parecían trabajar como aficionados. También tal vez por ser domingo, dejaban entre los despachos las puertas abiertas y, de vez en cuando, en vez de música, se oían las campanas de las iglesias del barrio. Lapointe había sido el único que llevaba un nuevo informe. La víspera, antes de salir, Maigret le había preguntado:
—De hecho, ¿dónde vive el joven periodista que corteja a tu hermana?
—Ya no le hace la corte. ¿Dice usted Antoine Bizard?
—¿Están enfadados?
—No lo sé. Tal vez tenga miedo de mí.
—Quisiera tener su dirección.
—No la sé. Sé dónde come la mayoría de las veces y dudo que mi hermana sepa más. Me informaré en el periódico. Al llegar entregó un trozo de papel a Maigret. Era la dirección que le había pedido, en la calle Provence, en el mismo edificio que Philippe Liotard.
—Está bien, muchacho. Gracias —había dicho simplemente el comisario sin añadir ningún comentario. Si hubiese hecho un poco más de calor, se habría quitado la chaqueta, para estar en mangas de camisa como las personas que trabajan el domingo, pues era eso precisamente lo que le apetecía. Todas sus pipas estaban colocadas en su despacho y había sacado de su bolsillo su grueso cuadernito negro que siempre llenaba de notas, pero que, por decirlo así, nunca consultaba. Dos o tres veces, echó a la papelera las grandes hojas de papel sobre las que había garrapateado. Para empezar había hecho columnas y luego había cambiado de parecer. A fin de cuentas, su trabajo había tomado un giro.
Jueves, 15 de febrero.—La condesa Panetti, en compañía de su doncella, Gloria Lotti, deja el Claridge en el «Chrysler» color chocolate de su yerno Krynker.
La fecha había sido consignada por el portero de día. En cuanto al coche, había provisto el informe por uno de los guardacoches del hotel, que había indicado la hora de la marcha a las siete de la tarde. Había añadido que la señora parecía preocupada y que su yerno le daba prisa, como si fuesen a perder un tren o llegar tarde a alguna cita importante. Seguía sin haber rastro de la condesa. Fue a asegurarse al despacho de Lucas, que seguía recibiendo informes de todas partes. Si bien el día antes los periodistas italianos no habían obtenido en la P. J. más que pocas indicaciones, habían dado algunas y, en efecto, conocían a la condesa Panetti. El matrimonio de su hija única, Bella, había hecho mucho ruido en Italia, ya que sin el consentimiento de su madre, la joven había huido de su casa para ir a casarse en Montecarlo. De esto hacía cinco años y las dos mujeres no volvieron a verse.
—Si Krynker estaba en París —decían los periodistas italianos—, era probablemente para intentar, una vez más, una reconciliación.
Viernes, 16 de febrero.—Gloria Lotti, que llevaba el sombrero blanco de la condesa, va a Concarneau, desde donde envía su telegrama a Fernande Steuvels y de donde vuelve aquella misma noche sin haber visto a nadie.
Al margen, Maigret se había divertido en dibujar un sombrero de mujer con un trozo de velito.
Sábado, 17 de febrero.—Al mediodía, Fernande sale de la calle Turenne y va a Concarneau. Su marido no la acompaña a la estación. Hacia las cuatro, un cliente va a buscar un trabajo que había encargado y encuentra a Frans Steuvels en su taller, donde nada parece ser anormal. Interrogado respecto a la maleta, no recuerda haberla visto.
A las ocho y unos minutos, tres personas, entre las que se encontraba Alfred Moss y probablemente el que, en la calle Lepic, se inscribiría con el nombre de Levine, cogen un taxi de la estación Saint-Lazare a la esquina de la calle des Francs-Bourgeois. La portera, un poco antes de las nueve, oye llamar a la puerta de Steuvels. Tiene la sensación de que los tres hombres han entrado. Al margen, con lápiz rojo, escribió: ¿Será Krynker el tercer hombre?
Domingo, 18 de febrero.—El calorífero, que había estado apagado los últimos tiempos, funcionó durante toda la noche, y Frans Steuvels tiene que hacer por lo menos cinco viajes para llevar las cenizas a las basuras. La señorita Beguin, la inquilina del cuarto, se sintió incomodada por culpa del humo que «tenía un olor muy extraño». Lunes, 19 de febrero.—El calorífero sigue funcionando. El encuadernador está solo en casa durante todo el día. Martes, 20 de febrero.—La P. J. recibe un aviso anónimo que habla de un hombre que ha sido quemado en el calorífero del encuadernador. Fernande vuelve de Concarneau. Miércoles, 21 de febrero.—Visita de Lapointe a la calle Turenne. Ve la maleta con el asa arreglada con cordón, bajo una mesa del taller. Lapointe sale del taller hacia mediodía. Come con su hermana y le habla del asunto. La señorita Lapointe ¿ve a su novio, Antoine Bizard, que vive en la misma casa que el abogado sin causas Liotard? ¿O bien le telefonea? Por la tarde, antes de las cinco, el abogado pasa por la calle Turenne con el pretexto de encargar un ex-libris. Cuando Lucas hace el registro, a las cinco, la maleta ha desaparecido. Interrogatorio de Steuvels en la P. J.—Hacia última hora de la noche, designa al señor Liotard como su abogado.
Maigret fue a dar una vuelta, echar un vistazo a las notas que los inspectores tomaban al teléfono. Todavía no era hora de mandar subir cerveza y se contentó con llenar una nueva pipa.
Jueves, 22 de febrero. Viernes, 23 de febrero. Sábado…
Toda una columna de fechas sin nada de particular excepto que la investigación continuaba, que los periódicos no hablaban de otra cosa y que Liotard, rabioso, atacaba a la policía en general y a Maigret en particular. La columna de la derecha estaba vacía hasta el:
Domingo, 10 de marzo.—Un tal Levine alquila una habitación en el hotel Beauséjour, en la calle Lepic y se instala allí con un niño de unos dos años. Gloria Lotti, que pasa por ser la nodriza, se ocupa del niño, al que lleva todas las mañanas a tomar el aire a la plaza de Anvers, mientras Levine duerme, Ella no duerme en el hotel, del que sale por la noche muy tarde, cuando Levine ha vuelto. Lunes 11 de marzo.—Idem. Martes, 12 de marzo.—Las nueve y media. Gloria y el niño salen como de costumbre del hotel Beauséjour. Las diez y cuarto: Moss se presenta en el hotel y pregunta por Levine. Éste en seguida hace sus maletas y las baja mientras Moss permanece solo en la habitación. Las once menos cinco: Gloria ve a Levine y deja precipitadamente al niño que queda guardado por la señora Maigret. Un poco después de las once, vuelve al Beauséjour con su acompañante. Ven a Moss y discuten los tres durante más de una hora. Moss es el primero en salir, A las doce y cuarenta y cinco, Gloria y Levine salen del hotel y Gloria sube sola a un taxi. Vuelve a pasar por la plaza de Anvers y recoge al niño. Manda que la lleven a la Porte de Neuilly, luego da como dirección la estación Saint-Lazare y se para bruscamente en la plaza Saint-Augustin, subiendo después a otro taxi. Baja de éste, con el niño, en la esquina del barrio de Montmartre y de los Grandes Bulevares.
La página era pintoresca ya que Maigret la adornaba con dibujos que parecían dibujos de niños. En otra hoja anotó la fecha en la que se perdía el rastro de algunos personajes.
Condesa Panetti.—16 de febrero.
El guardacoches del Claridge era el último en haberla visto, cuando había subido en el «Chrysler» color chocolate de su yerno.
¿Krynker?
Maigret dudó en escribir la fecha del sábado, 17 de febrero, ya que no se tenía ninguna prueba de que fuese el tercer personaje que el taxi había dejado en la esquina de la calle Turenne. Si no era él, su rastro se perdía al tiempo que el de la vieja condesa. Alfred Moss.—Martes, 12 de marzo.
Había sido el primero en salir del hotel Beauséjour, hacia mediodía.
Levine.—Martes, 12 de marzo.
Media hora después del anterior, mientras dejaba a Gloria en un taxi.
Gloria y el niño.—La misma fecha.
Dos horas después, entre la multitud, en Montmartre. Era el domingo, 17 de marzo. Desde el 12, no había nada nuevo que señalar. Únicamente la investigación. O, más bien, quedaba por señalar una fecha que añadió a la columna:
Viernes, 15 de marzo.—Alguien, en el metro, intenta (?) echar veneno en la cena preparada para Frans Steuvels.
Pero aquello era dudoso. Los expertos no habían descubierto ninguna huella de veneno. En el estado de nervios en que se encontraba Fernande en aquellos últimos tiempos, había podido muy bien tomar la torpeza de un viajero por un gesto equívoco. En todo caso, no era Moss el que volvía a aparecer ya que ella le habría reconocido. ¿Levine? ¿Y si, en vez de veneno, era un mensaje lo que había querido echar en la cacerola? Maigret, con un rayo de sol pegándole en la cara, hizo aún algunos dibujos, guiñando los ojos, y luego se acercó a ver un tren de barcos que pasaba por el Sena y el puente Saint-Michel por el que pasaban las familias endomingadas. La señora Maigret había tenido que volverse a acostar, como a veces hacía los domingos, únicamente para sentir más que era domingo, ya que era incapaz de volverse a dormir.
—¡Janvier! ¿Si encargásemos cerveza? Janvier telefoneó a la cervecería Dauphine, desde la que el dueño preguntó con toda naturalidad:
—¿Y bocadillos? Por una tímida llamada telefónica, Maigret supo que el juez Dossin, escrupuloso, estaba en su despacho, también sin duda, como el comisario, para revisarlo todo reposadamente.
—¿Sigue sin tener noticias del coche? Era divertido pensar que, en aquel hermoso domingo que olía a primavera, había, en los pueblos, a la salida de las misas y de los cafés, guardias que vigilaban los coches y que buscaban el «Chrysler» color chocolate.
—¿Se puede ver, jefe? —preguntó Lucas que había ido a dar una vuelta por el despacho de Maigret entre dos llamadas telefónicas. Examinó con atención el trabajo del comisario y movió la cabeza.
—¿Por qué no me lo ha pedido? He hecho el mismo cuadro, más completo.
—¡Pero sin los dibujitos! —bromeó Maigret—. ¿De qué informan más por teléfono? ¿De los coches?, ¿de Moss?
—Por el momento, los coches. Muchos coches color chocolate. Desgraciadamente, cuando insisto, ya no son exactamente color chocolate, se hacen marrones, o bien se trata de un «Citroën», de un «Peugeot». De todas formas, se verifica. Empiezan a llamar de los alrededores y de más lejos, de unos cien kilómetros de París. En seguida, gracias a la radio, Francia entera se ocuparía de ello. No había más que esperar y no era tan desagradable. El camarero de la cervecería trajo una inmensa bandeja cubierta de cañas de cerveza, montones de emparedados, con probabilidad de que hiciese otros viajes aquel día. Precisamente estaban comiendo y bebiendo y acababan de abrir las ventanas para que entrase el sol, cuando vieron entrar a Moers parpadeando como si saliese de algún sitio oscuro. No sabían que estaba en la casa donde, teóricamente, no había nada que hacer. Sin embargo, volvía de arriba donde debía de encontrarse solo en los laboratorios.
—Perdonen que les moleste.
—¿Quiere un vaso de cerveza? Queda uno.
—No, gracias. Al dormirme, me preocupó una idea. Estábamos tan convencidos de que el traje azul pertenecía a Steuvels, que sólo lo hemos estudiado desde el punto de vista de las manchas de sangre. Como el traje sigue arriba, vine esta mañana para analizar el polvo.
—¿Has encontrado algo?
—Aserrín, muy fino, en una cantidad considerable.
—¿Como de una carpintería?
—No. Sería un aserrín menos fino, menos penetrante. El polvo está producido por trabajos delicados.
—¿Por ejemplo, trabajos de ebanistería?
—Tal vez. No estoy seguro. Aún es más fino, a mi parecer, pero antes de decir nada, quisiera hablar mañana al jefe del laboratorio. Sin esperar al final, Janvier había cogido un volumen de la guía y estaba estudiando todas las direcciones de la calle Turenne. Se encontraban los oficios más diversos, algunos inesperados, pero, como por casualidad, casi siempre se trataba de metales o cartonajes.
—Sólo quería decirle esto de paso. No sé si puede servir. Maigret tampoco. En una investigación como aquélla nunca se prevé lo que puede ser útil. En todo caso, aquello reforzaba más bien la afirmación de Frans Steuvels, que siempre había negado ser el propietario del traje azul. Pero entonces, ¿por qué tenía un abrigo azul, bastante mal elegido para acompañar un traje marrón? ¡Teléfono! A veces, había seis llamadas al mismo tiempo y el telefonista se volvía loco para atenderlas, ya que no había bastante gente para tomar las comunicaciones.
—¿Qué pasa?
—Lagny. Maigret había ido allí otra vez. Es un pueblo al borde del Marne, con muchos pescadores de caña y canoas barnizadas. Ya no sabía qué asunto le había llevado allí, pero fue durante el verano y no olvidaba un vinillo blanco que había bebido. Lucas tomaba notas, hizo una seña al comisario de que aquello parecía serio.
—Tal vez hayamos encontrado algo —suspiró al colgar—. Es la comisaría de Lagny quien ha telefoneado. Desde hace un mes, están allí bastante excitados por una historia de un coche que se ha caído al Marne.
—¿Se ha caído al Marne hace un mes?
—Por lo que parece, sí. El brigada con el que he hablado quería explicar tantas cosas dando detalles que al final no me enteré de nada. Además, me citó nombres que yo no conozco, como si se tratase de Jesucristo o de Pasteur, siempre volvía a hablar de la madre Hébart o Hobart, que está borracha todas las tardes, pero que, según parece, es incapaz de inventar nada.
»En resumen, que hace alrededor de un mes…
—¿Te dijo la fecha exacta?
—El 15 de febrero. Maigret, orgulloso de tener que utilizarla, consultó la lista que acababa de hacer. 15 de febrero.—La condesa Panetti y Gloria salen del Claridge, a las siete de la tarde en el coche de Krynker.
—He pensado en ello. Ya veréis cómo esto parece serio. Por lo tanto, esa vieja que vive en una casa aislada al borde del agua y que durante el verano alquila barcas a los pescadores, fue a beber como las demás tardes. Al volver a su casa, pretende haber oído un gran ruido en la oscuridad y que estaba segura se trataba del ruido de un coche que se caía al Marne.
»En aquel momento era la crecida. Un caminito que nace en la carretera general, se para al borde del agua y el barro debía de haberlo hecho resbaladizo.
—¿Habló en seguida de ello en la comisaría?
—Habló de ello en el café, al día siguiente. La noticia tardó en extenderse y por fin llegó a oídos de un policía que la interrogó.
»El policía fue a ver, pero las orillas estaban sumergidas en parte y la corriente era tan violenta que tuvo que interrumpirse la navegación durante quince días. Según parece, es ahora cuando el nivel del agua es normal.
»Sobre todo creo que no se tomaron el asunto muy en serio.
»Ayer, desde que recibieron nuestra llamada respecto al coche color chocolate, recibieron una llamada telefónica de alguien que vive en la esquina de la carretera general y del caminito en cuestión, y que pretende haber visto, el mes pasado en la oscuridad, un coche de aquel color girar por delante de su casa.
»Es un vendedor de gasolina que estaba llenando el depósito de un cliente, lo que explica que se encontrase fuera a aquella hora.
—¿Qué hora?
—Un poco más de las nueve de la noche. No hacen falta dos horas para ir desde los Campos Elíseos a Lagny, pero nada, naturalmente, impedía a Krynker haber dado un rodeo.
—¿Y luego?
—La comisaría pidió una grúa a los Puentes y Caminos.
—¿Ayer?
—Ayer por la tarde. Había mucha gente viéndola funcionar. El caso es que al atardecer engancharon algo, pero la noche les impidió continuar. Hasta me han dicho el nombre del hoyo, ya que todos los hoyos del río los conocen los pescadores y los del pueblo: hay uno de diez metros de profundidad.
—¿Sacaron el coche?
—Esta mañana. Es un «Chrysler», color chocolate, en efecto, que lleva un número mineralógico de los Alpes-Marítimos. No es todo. Hay un cadáver en el interior.
—¿De hombre?
—De mujer. Está terriblemente descompuesto. La mayoría de las prendas de ropa han sido arrancadas por la corriente. El cabello es largo y gris.
—¿La condesa?
—No sé. Acaban de hacer ahora mismo este descubrimiento. El cuerpo sigue en la orilla, cubierto con una sábana y preguntan qué es lo que tienen que hacer. Les he dicho que volvería a llamarles. Moers había salido unos minutos, demasiado temprano, ya que era precisamente el hombre que el comisario necesitaba y había pocas probabilidades de encontrarle en su casa.
—¿Quieres llamar al doctor Paul? Contestó él mismo.
—¿No está usted ocupado? ¿No tiene ningún proyecto para hoy? ¿No le importaría demasiado que pase a recogerle y le lleve a Lagny? Sí, con su instrumental. No. No debe ser agradable. Una vieja que está bajo el Marne desde hace un mes. Maigret miró a su alrededor y vio a Lapointe volver la cabeza enrojeciendo. Naturalmente el joven ardía en deseos de acompañar al comisario.
—¿No tienes que ver a ninguna amiguita esta tarde?
—¡No, no, señor comisario!
—¿Sabes conducir?
—Hace ya dos años que tengo el permiso.
—Vete a buscar el «Peugeot» azul y espérame abajo. Y, a Janvier, decepcionado:
—Tú, coge otro coche y sigue la carretera despacio, interrogando en los garajes, a los vendedores de vino, en todos los sitios que quieras. Es posible que alguien más haya visto el coche color chocolate. Te veré en Lagny. Se bebió el vaso de cerveza y, unos minutos después, el doctor Paul se instaló en el coche que Lapointe, con orgullo, conducía.
—¿Voy por el camino más corto?
—Preferentemente, muchacho. Era uno de los días más hermosos y había muchos coches en la carretera, llenos de familias y cestos de comida. El doctor Paul contó historias de autopsias que, en su boca, eran tan graciosas como las historias judías o historias de locos. En Lagny tuvieron que informarse, salir del pueblo y dar grandes vueltas antes de llegar a un recodo del río donde una grúa estaba rodeada por lo menos de cien personas. Los guardias tenían tanto trabajo como en un día de feria. Estaba allí un teniente, que pareció tranquilizarse al reconocer al comisario. El coche color chocolate, cubierto de barro, de hierbas y restos difíciles de identificar, estaba allí atravesado en el camino y aún el agua goteaba por todas las aberturas. La carrocería estaba deformada, una de las ventanillas rota, pero, cosa rara, una de las portezuelas aún funcionaba y por ella habían sacado el cadáver. Éste formaba, bajo una sábana, un montoncito al que la gente no se acercaba sin sentir náuseas.
—Le dejo trabajar, doctor.
—¿Aquí? El doctor Paul lo hubiese hecho con mucho gusto. Le habían visto, con su eterno cigarrillo en la boca, practicar autopsias en los sitios más inverosímiles, e incluso interrumpirse y quitarse los guantes de goma para comer algo.
—¿Puede transportar el cadáver a la comisaría, teniente?
—Mis hombres se encargarán de ello. Vosotros echaos hacia atrás. ¿Y quién es el que deja acercarse a los niños? Maigret examinaba el coche cuando una vieja le tiró de la manga diciendo con orgullo:
—He sido yo quien lo ha encontrado.
—¿Es usted la viuda Hebart?
—Hubart, señor. Esa casa que se ve detrás de los fresnos es la mía.
—Dígame lo que vio.
—Propiamente dicho, no he visto nada, pero he oído. Volvía por ese camino en el que estamos.
—¿Había bebido mucho?
—Exactamente dos o tres copitas.
—¿Dónde estaba usted?
—A cincuenta metros de aquí, más lejos, hacia mi casa. Oí un coche que venía de la carretera y pensé que se trataba de algún cazador furtivo. Ya que hacía demasiado frío para que fuesen algunos enamorados y, además llovía. Lo único que vi, al volverme, fue la luz de los faros.
»No podía prever que algún día aquello tendría importancia. ¿Comprende? Seguí andando y me dio la impresión de que el coche se había parado.
—¿Porque dejó de oír el motor?
—Sí.
—¿Estaba de espaldas al camino?
—Sí. Luego oí de nuevo el motor y pensé que el coche daba media vuelta. ¡En absoluto! Inmediatamente después, se oyó «pluf» y cuando me volví, el coche ya no estaba allí.
—¿No oyó ningún grito?
—No.
—¿No volvió a ver lo que pasaba?
—¿Habría debido de hacerlo? ¿Qué iba a hacer yo sola? Me había impresionado. Pensé que la pobre gente se habría ahogado y me precipité a mi casa para beber un trago y reponerme.
—¿No se quedó al borde del agua?
—No, señor.
—¿No oyó nada después del «pluf»?
—Creí oír algo, como pasos, pero pensé que sería algún conejo asustado.
—¿Eso es todo?
—¿Cree usted que no es suficiente? Si me hubiesen escuchado en vez de tratarme de vieja loca, haría mucho tiempo que la señora estaría fuera del agua. ¿La ha visto? Maigret, haciendo una mueca de asco, se imaginó a la vieja contemplando a la otra vieja en estado de descomposición. ¿Se daba cuenta la viuda Hubart de que sólo estaba allí por milagro y que si la curiosidad la hubiese empujado a dar media vuelta, aquella famosa noche, hubiese probablemente seguido a la otra al Marne?
—¿No van a venir los periodistas? Era a ellos a quienes esperaba, para que saliese su retrato en los periódicos. Lapointe, cubierto de barro, salió del «Chrysler» que había estado examinando.
—No he encontrado nada —dijo—. Las herramientas están en su sitio en la maleta, con el neumático de recambio. No hay equipaje, ni ninguna bolsa. Sólo había un zapato de mujer arrinconado en el fondo del asiento y, en la guantera, este par de guantes y esta linterna. Los guantes, por lo que aún podía juzgarse, eran unos guantes de hombre.
—Corre a la estación. Alguien debió coger el tren aquella noche. A no ser que aquí haya taxis. Me encontrarás en la comisaría.
Prefirió esperar en el patio, fumando una pipa, a que el doctor Paul hubiese terminado su trabajo.