Capítulo seis

El «bateau-lavoir» del Vert-Galant

Maigret empujó la puerta giratoria y descubrió las luces de los Campos Elíseos que, bajo la lluvia, siempre le hacían pensar en miradas húmedas; se disponía a bajar andando hacia la plaza cuando frunció el ceño. De pie, apoyado contra un árbol, no lejos de una vendedora de flores que se protegía de la lluvia, Janvier le miraba, piadoso, cómico, con aire de darle a entender algo. Se dirigió hacia él.

—¿Qué es lo que haces aquí? El inspector le señaló una silueta que se dibujaba en una de las pocas vitrinas encendidas. Era Alfonsi, que parecía estar profundamente interesado por un escaparate de baúles.

—Le sigue a usted, de manera que yo también le sigo.

—¿Vio a Liotard, después de su visita a la calle Turenne?

—No. Le ha telefoneado.

—Déjalo. ¿Quieres que te deje en tu casa? Janvier vivía casi en su camino, en la calle Réaumur. Alfonsi les vio irse a los dos, pareció sorprendido, desorientado, y luego, como Maigret llamó a un taxi, se decidió a dar media vuelta y se alejó en dirección a Etoile.

—¿Algo nuevo?

—Casi demasiado.

—¿Sigo ocupándome mañana por la mañana de Alfonsi?

—No. Pasa por el despacho. Probablemente habrá trabajo para todo el mundo. Cuando el inspector se bajó, Maigret le dijo al chófer:

—Pase por la calle Turenne. No era tarde. Esperó vagamente ver la luz en casa del encuadernador. Aquél hubiese sido el momento ideal para charlar largo y tendido con Fernande, como tenía ganas de hacer desde hacía mucho tiempo. Por culpa de un reflejo en el cristal, se bajó del coche, pero comprobó que en el interior todo estaba oscuro y dudó en llamar, volvió a dirigirse al Quai des Orfèvres donde Torrence estaba en guardia y le dio instrucciones. La señora Maigret acababa de acostarse cuando él entró de puntillas. Como se estaba desnudando a oscuras para no despertarla, ella le preguntó:

—¿El sombrero?

—Efectivamente, lo compró la condesa Panetti.

—¿La has visto?

—No. Pero tiene alrededor de setenta y cinco años. Se acostó de mal humor, o preocupado, y cuando se despertó seguía lloviendo y luego se cortó afeitándose.

—¿Sigues tu investigación? —preguntó a su mujer que, con las horquillas puestas, le servía el desayuno.

—¿Tengo que hacer algo más? —se informó ella con toda seriedad.

—No sé. Ahora que has empezado… Compró el periódico en la esquina del bulevar Voltaire, no encontró ninguna nueva declaración de Philippe Liotard, ningún nuevo desafío. El portero nocturno del Claridge había sido discreto, ya que tampoco se hablaba de la condesa. En el Quai, Lucas, al relevar a Torrence, había recibido sus instrucciones y la máquina funcionaba; ahora se buscaba a la condesa italiana en la Costa Azul y en las capitales extranjeras, al mismo tiempo que se interesaban por el llamado Krynker y por su doncella. En la plataforma del autobús rodeada de lluvia fina, un viajero leía frente a él el periódico, y aquel periódico tenía un titular que hizo soñar al comisario:

La investigación encuentra dificultades

¿Cuántas personas, en ese mismo momento, estaban ocupándose del asunto? Se seguía vigilando las estaciones, los puertos y los aeródromos. Continuaban registrando los hoteles. No sólo en París y en Francia, sino en Londres, en Bruselas, en Amsterdam, en Roma, se buscaba la pista de Alfred Moss. Maigret bajó en la calle Turenne, entró en el Tabac des Vosges para comprar un paquete de picadura y, de paso, bebió un vaso de vino blanco. No había periodistas, sólo gente del barrio que empezaba la jornada. La puerta del encuadernador estaba cerrada. Llamó e inmediatamente vio a Fernande salir del sótano por la escalera de caracol. Como la señora Maigret, tenía puestas las horquillas, dudó al reconocerle a través del cristal, y, por último, fue a abrirle la puerta.

—Quisiera charlar con usted un momento. En la escalera hacía fresco, pues el calorífero no estaba encendido.

—¿Prefiere bajar? La siguió hasta la cocina, donde se encontraba haciendo la limpieza cuando él la había interrumpido. Parecía cansada también ella y tenía una mirada de decepción.

—¿Quiere usted una taza de café? Está caliente. Aceptó, se sentó junto a la mesa y ella acabó por sentarse frente a él cubriendo sus piernas desnudas con los picos de su bata.

—Alfonsi volvió a verla ayer. ¿Qué es lo que quiere?

—No sé. Sobre todo le interesan las preguntas que usted me hace y me recomienda siempre que desconfíe de usted.

—¿Le habló usted del intento de envenenamiento?

—Sí.

—¿Por qué?

—Usted no me dijo que me callase. No sé cómo salió a la conversación. Trabaja para Liotard y es normal que esté al corriente.

—¿No la ha visitado nadie más? Le pareció que dudaba, pero tal vez fuese el efecto de la fatiga lo que influía en la mujer del flamenco. Ella se había servido un tazón hasta arriba de café. Debía de sostenerse a fuerza de café solo.

—No. Nadie.

—¿Le ha dicho a su marido por qué no le llevaba ya sus comidas?

—He podido avisarle. Muchas gracias.

—¿No la han telefoneado?

—No. No creo. A veces oigo sonar el teléfono. Pero cuando subo ya han colgado. Entonces, él sacó de su bolsillo la fotografía de Alfred Moss.

—¿Conoce usted a este hombre? Miró el retrato y seguidamente a Maigret y dijo con toda naturalidad:

—Naturalmente.

—¿Quién es?

—Es Alfred, el hermano de mi marido.

—¿Hace mucho tiempo que le ha visto?

—Le veo con poca frecuencia. Algunas veces pasa más de un año sin que venga. Casi siempre está en el extranjero.

—¿Sabe usted lo que hace?

—Exactamente, no. Frans dice que es un pobre tipo, un fracasado, que nunca ha tenido suerte.

—¿No le ha hablado de su profesión?

—Sé que ha trabajado en un circo, que era acróbata y que se rompió la espina dorsal al caer.

—¿Y luego?

—¿No es una especie de empresario?

—¿Le han dicho a usted que no se llamaba Steuvels, como su hermano, sino Moss? ¿Le han explicado por qué? Dudó en continuar, miró el retrato que Maigret había dejado encima de la mesa de la cocina, junto a los tazones de café, y luego se levantó para apagar el gas sobre el que había una cacerola llena de agua.

—En parte, tuve que adivinar. Tal vez si interroga usted a Frans sobre esto le diría mucho más. Ya sabe que sus padres eran muy pobres, pero no es toda la verdad. En realidad, su madre hacía en Gand, o más bien en un barrio de mala fama de la ciudad, el oficio que yo misma hacía antes.

»Además de eso, bebía. Me pregunto si no estaría medio loca. Tuvo siete u ocho hijos, cuyo padre no conocía la mayoría de las veces.

»Fue Frans quien más tarde eligió el nombre de Steuvels. Su madre se llamaba Mosselaer.

—¿Ha muerto?

—Creo que sí. Evita hablar de eso.

—¿Ha permanecido en contacto con sus hermanos y hermanas?

—No creo. Sólo Alfred viene de vez en cuando a verle, muy de tarde en tarde. Debe de tener altibajos, ya que a veces parece estar bien, va bien vestido, baja de un taxi delante de la casa y trae regalos, mientras otras veces viene mal arreglado.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—Déjeme que recuerde. En todo caso hace por lo menos dos años.

—¿Se quedó a cenar?

—Como de costumbre.

—Dígame, durante sus visitas ¿no trataba su marido de alejarla bajo cualquier pretexto?

—No. ¿Por qué? A veces se quedaban solos en el taller, pero, desde abajo, donde yo preparaba la comida, habría podido oír lo que decían.

—¿De qué hablaban?

—De nada en particular. Moss evocaba con gusto el tiempo en el que fue acróbata y los países en los que vivió. Casi siempre era también él quien hacía alusión a su infancia y a su madre, y por eso sé algunas cosas.

—¿Supongo que Alfred es el más joven?

—Tres o cuatro años se llevan. Después, Frans solía acompañarle hasta la esquina. Era el único momento en que no estaba con ellos.

—¿Nunca hablaban de negocios?

—Nunca.

—¿Tampoco vino nunca Alfred con amigos o amigas?

—Siempre le he visto solo. Creo que hace tiempo estuvo casado. No estoy segura. Me parece que habló alguna vez de eso. En todo caso, estuvo enamorado de una mujer y sufrió mucho por ello. En la cocina se estaba tranquilo y la temperatura era agradable. Desde allí no podía verse nada del exterior y había que tener todo el día la luz encendida. A Maigret le habría gustado tener enfrente a Frans Steuvels, hablarle como hablaba a su mujer.

—La última vez que vine a verla, me dijo que él no salía nunca, por decirlo así, sin usted. Sin embargo, iba de vez en cuando al banco.

—Yo a eso no le llamo salir. Está a dos pasos. Sólo tenía que atravesar la plaza de Vosges.

—¿De no ser por eso estaban juntos de la mañana a la noche?

—Más o menos. Yo, naturalmente, iba a la compra, pero siempre por el barrio. Rara vez, de muy tarde en tarde iba al centro de la ciudad a hacer mis compras. No soy muy coqueta, habrá usted podido comprobarlo.

—¿Nunca iba usted a ver a la familia?

—Sólo tengo a mi madre y a mi hermana, en Concarneau y ha sido necesaria la casualidad de recibir un telegrama falso para que fuese a hacerles una visita.

—¿No tenía un día fijo para salir? Se diría que algo preocupaba a Maigret. Ella, por su parte, parecía hacer un esfuerzo para concentrarse y contestar.

—No. Aparte del día del lavado, naturalmente.

—¿Por qué no lava usted la ropa aquí?

—¿Cómo iba a hacerlo? Tengo que ir a buscar el agua a la planta baja. No puedo poner a secar la ropa en el taller y en el sótano no se secaría nunca. En verano, una vez por semana, y en invierno cada quince días, voy al lavadero del Sena.

—¿En qué parte?

—En la plaza de Vert-Galant. Exactamente debajo del Pont-Neuf. Tengo para media jornada. Al día siguiente, por la mañana, voy a recoger la ropa, que está seca y dispuesta para la plancha. Maigret se relajaba con poco disimulo, fumaba la pipa con más placer y su mirada se había hecho más viva.

—En suma: un día por semana en verano, y un día cada quince en invierno, Frans se quedaba aquí solo.

—No durante todo el día.

—¿Iba usted al lavadero por la mañana o por la tarde?

—Por la tarde. He intentado ir por la mañana, pero me resulta difícil porque tengo que hacer la limpieza y preparar la comida.

—¿Tiene usted una llave de casa?

—Naturalmente.

—¿Ha tenido que utilizarla a menudo?

—¿Qué quiere decir?

—¿Alguna vez, al volver, no encontró a su marido en el taller?

—Rara vez.

—¿Ocurrió alguna vez?

—Creo que sí.

—¿Recientemente? Ella también acababa de pensar en ello, pues dudaba.

—La semana de mi marcha a Concarneau.

—¿Cuál es el día que va usted a lavar?

—El lunes.

—¿Volvió mucho después que usted?

—No mucho. Tal vez una hora después.

—¿Le preguntó dónde había ido?

—Nunca le pregunto nada. Es libre. No soy yo quien tiene que hacerle preguntas.

—¿No sabe usted si había salido del barrio? ¿No estaba usted preocupada?

—Estaba a la entrada cuando vino. Le vi bajar del autobús en la misma esquina de la calle Francs-Bourgeois.

—¿El autobús venía del centro o de la Bastilla?

—Del centro.

—Por lo que puedo juzgar según esta foto, los dos hermanos son de la misma estatura.

—Sí. Alfred parece más delgado, porque tiene la cara fina, pero su cuerpo es más fuerte. Físicamente no se parecen excepto que los dos son pelirrojos. Sin embargo, de espaldas, el parecido es asombroso y a veces les he confundido.

—Las veces que vio usted a Alfred, ¿cómo iba vestido?

—Ya le he dicho que depende.

—¿Cree usted que haya pedido alguna vez dinero prestado a su hermano?

—He pensado en ello, pero no me parece probable. En todo caso, delante de mí, no.

—¿En su última visita no traía un traje azul? Le miró a los ojos. Había comprendido.

—Estoy casi segura que llevaba un traje oscuro, pero más bien gris que azul. Con la costumbre de vivir con luz artificial ya no se fija uno en los colores.

—¿Cómo arreglan la cuestión del dinero, su marido y usted?

—¿Qué dinero?

—¿Le daba todos los meses el dinero para la casa?

—No. Cuando ya no me quedaba nada, se lo pedía.

—¿No protestaba nunca? Se puso un poco roja.

—Era distraído. Siempre tenía la impresión de haberme dado dinero el día antes. Entonces, decía extrañado: «¡Otra vez!».

—¿Y para sus efectos personales, sus vestidos, sus sombreros?

—Gasto tan poco, ¿sabe? Ella, a su vez, le hizo algunas preguntas, como si hubiese esperado durante mucho tiempo poder realizarlas.

—Escuche, señor comisario, no soy muy inteligente, pero tampoco soy tan tonta. Me ha interrogado, los periodistas también, sin contar los vendedores y la gente del barrio. Un jovencito de diecisiete años, que juega al detective aficionado, hasta me paró en la calle y me leyó las preguntas que había preparado en un cuadernito. «Antes que nada, contésteme francamente, ¿cree usted que Frans es culpable?»

—¿Culpable de qué?

—Lo sabe muy bien; de haber matado a un hombre y haber quemado su cuerpo en el calorífero.

Dudó. Habría podido decirle cualquier cosa, pero quería ser sincero.

—No lo sé.

—En ese caso, ¿por qué le tienen en la cárcel?

—Primero, eso no depende de mí, sino del juez de instrucción. Y luego no hay que perder de vista que todos los cargos materiales están contra él.

—¡Los dientes! —bromeó con ironía.

—Y sobre todo las manchas de sangre en su traje azul. Tampoco olvide la maleta que desapareció.

—¡Y que yo nunca vi!

—No importa. Otros la han visto, por lo menos un inspector. También existe el hecho de que, como por casualidad, se fue usted a la provincia por causa de un telegrama falso. Ahora, entre nosotros, puedo añadir que, si corriese de mi cuenta, me gustaría más tener a su marido en libertad, pero dudaría en soltarle por su bien. ¿Vio usted lo que pasó ayer?

—Sí. Precisamente es en lo que pienso.

—Sea culpable o inocente, parece ser que hay personas a quienes les molesta.

—¿Por qué me ha traído usted la fotografía de su hermano?

—Porque, contrariamente a lo que piensa, éste es un malhechor bastante peligroso.

—¿Ha matado?

—No es probable. Esta clase de hombres rara vez cometen un asesinato. Pero le busca la policía de tres o cuatro países y hace más de quince años que vive de robos y estafas. ¿Le extraña?

—No.

—¿Había pensado ya en ello?

—Cuando Frans me dijo que su hermano era desgraciado, creí comprender que no empleaba la palabra desgraciado en su sentido habitual. ¿Cree usted que Alfred haya sido capaz de raptar a un niño?

—De nuevo debo decirle que no lo sé. De hecho ¿ha oído usted hablar de la condesa Panetti?

—¿Quién es?

—Una italiana muy rica que vivía en el Claridge.

—¿También ha sido asesinada?

—Es posible, como también es posible que esté sencillamente pasando la temporada de carnaval en Cannes o en Niza. Lo sabré esta noche. Me gustaría echar una ojeada, otra vez, a los libros de cuentas de su marido.

—Venga. Tengo un montón de preguntas que hacerle, que no se me ocurren. Es cuando no está usted aquí, cuando me acuerdo. Debería anotarlas, como el joven que juega a los detectives. Le hizo pasar delante de ella en la escalera, y fue a coger en un estante un grueso libro negro que la policía había examinado cinco o seis veces. Completamente al final, un índice señalaba el nombre de los clientes antiguos o nuevos del encuadernador por orden alfabético. El nombre de Panetti no figuraba. El de Krynker, tampoco. Steuvels tenía una escritura menuda, alargada, con letras que montaban unas encima de otras, y una extraña manera de hacer las r y las t.

—¿No ha oído usted nunca el nombre de Krynker?

—No lo recuerdo. Ve usted, vivíamos juntos todo el día, pero yo no creía tener el derecho de hacerle preguntas. Parece usted olvidar a veces, señor comisario, que no soy una mujer como las demás. Recuerde dónde me recogió. Su gesto siempre me ha asombrado. Y, ahora, me viene de golpe la idea, a causa de nuestra conversación que, si lo hizo, es quizá pensando en lo que había sido su madre. Maigret, como si ya no escuchase, avanzó a grandes pasos hacia la puerta, la abrió de un movimiento brusco y agarró a Alfonsi por el cuello de su abrigo de pelo de camello.

—Ven aquí, tú. Vuelves a empezar. ¿Has decidido pasar todo el día detrás de mí? El otro intentó hacerse el duro, pero el puño del comisario le apretaba la garganta y le sacudía como un pelele.

—¿Me quieres decir qué haces aquí?

—Esperaba a que usted se hubiese ido.

—¿Para venir a molestar a esta mujer?

—Tengo derecho. Desde el momento que ella acepta recibirme…

—¿Qué buscas?

—Pregúnteselo al señor Liotard.

—Liotard o no Liotard te advierto una cosa; la primera vez que te encuentre detrás de mí, te hago encerrar por vagabundo especial, ¡ya entiendes! No era una vana amenaza. Maigret no ignoraba que la mujer que vivía con Alfonsi, pasaba la mayoría de sus noches en los cabarets de Montmartre y que no dudaba en llevar al hotel a los extranjeros de paso. Cuando volvió hacia Fernande, estaba como aliviado, y se veía la silueta del ex inspector correr bajo la lluvia de la plaza des Vosges.

—¿Qué tipo de preguntas le hace?

—Siempre las mismas. Quiere saber lo que usted me pregunta, lo que yo le respondo, lo que a usted le interesa, los objetos que usted examina.

—Espero que desde ahora en adelante la dejará tranquila.

—¿Cree usted que el señor Liotard perjudica a mi marido?

—En todo caso, en el punto en que estamos, no hay más remedio que dejarle actuar. Tuvo que volver a bajar, ya que había olvidado la fotografía de Moss encima de la mesa de la cocina. En vez de dirigirse hacia el Quai des Orfèvres, atravesó la calle y entró en la zapatería. Éste, a las nueve de la mañana, tenía ya varias copas encima y olía a vino blanco.

—¿Qué, señor comisario, qué tal marchan las cosas? Las dos tiendas estaban exactamente la una enfrente de la otra. El zapatero y el encuadernador, cuando levantaban la vista, no podían dejar de verse, cada uno inclinado sobre su trabajo, con tan sólo el ancho de la calle entre ambos.

—¿Se acuerda usted de algunos clientes del encuadernador?

—De algunos, sí.

—¿De éste? Le puso bajo los ojos la fotografía mientras que Fernande, enfrente, les observaba con inquietud.

—Le llamo el Clown.

—¿Por qué?

—No lo sé. Porque me parece que tiene cara de payaso. De pronto, se rascó la cabeza y pareció hacer un descubrimiento gozoso.

—Oiga, págueme una copa y creo que los dos saldremos ganando. Ha sido una suerte que me haya usted enseñado esa foto. Le he hablado del Clown y la palabra me ha hecho pensar de pronto en una maleta. ¿Por qué? ¡Sí! Porque los clowns tienen la costumbre de entrar en pista con una maleta.

—Más bien los augustos.

—Augusto o Clown es lo mismo. ¿Vamos a beber una copa?

—Después.

—¿Desconfía usted? Hace mal. Franco como el oro. Es lo que yo digo siempre. Pues bien. Su hombre, es probablemente el hombre de la maleta.

—¿Qué hombre de la maleta? El zapatero le dirigió un guiño que quería ser astuto.

—¿No querrá usted jugar a ser más listo que yo, no? ¿Cree que no leo los periódicos? ¿De qué se trataba en ellos los primeros días? ¿Acaso no han venido a preguntarme si no había visto a Frans salir con una maleta, o a su mujer o a cualquier otro?

—¿Y vio usted al hombre de la foto salir con la maleta?

—No ese día. O al menos no me fijé. Pero estoy pensando en las otras veces.

—¿Venía a menudo?

—A menudo, sí.

—¿Una vez por semana, quizá? ¿O por quincena?

—Es posible. No quiero inventar, ya que no sé lo que me preguntarán los abogados el día en que el asunto pase al juzgado. Venía a menudo, eso es lo que digo.

—¿Por la mañana? ¿Por la tarde?

—Contesto: por la tarde. ¿Sabe usted por qué? Porque recuerdo haberle visto cuando los faroles estaban encendidos, así que por la tarde. Venía siempre con una pequeña maleta.

—¿Oscura?

—Probablemente. ¿Acaso no son oscuras la mayoría de las maletas? Se sentaba en un rincón del taller, esperaba a que el trabajo acabase, y salía de nuevo con la maleta.

—¿Duraba mucho?

—No lo sé. Seguramente más de una hora. A veces, tenía la impresión de que se quedaba allí toda la tarde.

—¿Venía un día fijo?

—Tampoco lo sé.

—Piense antes de contestar. ¿Había usted visto ya a este hombre en el taller al mismo tiempo que la señora Steuvels?

—¿Al mismo tiempo que Fernande? Espere. No recuerdo. Una vez, en todo caso, de todas formas los dos hombres salieron juntos y Frans cerró su tienda.

—¿Recientemente?

—Tengo que pensarlo. ¿Cuándo vamos a tomar esa copa? Maigret tuvo que seguirle a El Grand Turenne, donde el zapatero tomó un aire triunfante.

—Dos vinos. ¡Para el comisario! Bebió tres, uno tras otro, y quería volver a contar la historia del clown cuando Maigret consiguió librarse de él. Cuando pasó delante del taller del encuadernador, Fernande, a través del cristal, le miró con un aire de reproche. Pero debía acabar su trabajo. Entró en el piso de la portera, que estaba ocupada pelando patatas.

—¡Vaya! ¡Se le vuelve a ver a usted en el barrio! —exclamó agriamente, humillada de que no le hubiesen prestado atención en tanto tiempo.

—¿Conoce usted a este hombre? Fue a coger sus gafas de un cajón.

—No sé su nombre, si es eso lo que quiere usted saber, pero ya le he visto. ¿El zapatero no le ha informado? Estaba celosa de que otros hubieran sido interrogados antes que ella.

—¿Le ha visto usted a menudo?

—Le he visto, eso es todo lo que sé.

—¿Era un cliente del encuadernador?

—Eso creo, ya que frecuentaba su tienda.

—¿No ha venido en otras ocasiones?

—Creo que ha cenado a veces con ellos, ¡pero me ocupo tan poco de mis inquilinos! La papelería de enfrente, la cartonería, la tienda de paraguas, la rutina, en fin, y siempre la misma pregunta, el mismo gesto, el retrato que la gente examina con gravedad. Algunos dudaban. Otros habían visto al hombre sin recordar dónde ni en qué circunstancias. En el momento de abandonar el barrio, Maigret tuvo la idea de empujar una vez más la puerta del Tabac des Vosges.

—¿Ha visto usted ya a este tipo, patrón? El tabernero no dudó.

—¡El hombre de la maleta! —dijo.

—Explíquese.

—No sé qué es lo que vende, pero debe de ser un vendedor ambulante. Ha venido bastante a menudo, siempre un poco después de la comida. Tomaba un vichy-fresa y me explicó que tenía una úlcera de estómago.

—¿Se quedaba mucho tiempo?

—A veces un cuarto de hora, a veces más. Mire, siempre se ponía en ese sitio, junto al cristal. ¡Desde donde se podía observar la esquina de la calle Turenne!

—Debía esperar la hora de su cita con un cliente. Una vez, no hace mucho, se quedó cerca de una hora y acabó por pedir una ficha de teléfono.

—¿No sabe usted a quién llamó?

—No. Cuando volvió, fue para salir en seguida.

—¿En qué dirección?

—No me fijé. Como un periodista entraba en ese momento, el patrón preguntó a media voz a Maigret:

—¿Se puede hablar de esto? Éste se encogió de hombros. Era inútil hacer un misterio, ahora que el zapatero lo sabía.

—Si quiere. Cuando entró en el despacho de Lucas, éste se debatía entre dos aparatos telefónicos, y Maigret tuvo que esperar un buen rato.

—Sigo detrás de la condesa —suspiró el inspector secándose la frente—. La compañía de «Wagonlits», que la conoce bien, no la ha visto desde hace varios meses en sus líneas. He telefoneado a los grandes hoteles de Cannes, de Niza, de Antibes y de Ville Franche. Nada. También he hablado con los casinos, en donde no ha puesto los pies. Lapointe, que habla inglés, está llamando a Scotland-Yard y ya no sé quién se está ocupando de los italianos. Antes de ir a ver al juez Dossin, Maigret fue a saludar a Moers, y a devolverle las fotografías inútiles.

—¿No ha dado resultado? —preguntó el pobre Moers.

—Uno de tres, no está mal, no queda más que echar el guante a los otros dos, pero es posible que ellos no hayan sido jamás fichados.

Al mediodía, no se había aún encontrado la pista de la condesa Panetti, y los periodistas italianos, alertados, esperaban, muy agitados, a la puerta del despacho de Maigret.