Capítulo cinco

Una historia de sombrero

Al salir de las oficinas en las que se oían continuos portazos que daban los inspectores al pasar de un lado a otro y en las que varios teléfonos funcionaban al mismo tiempo, resultaba tranquilizante dirigirse, por una escalera siempre desierta, hacia la parte alta del Palacio de Justicia en el que estaban instalados los laboratorios y ficheros. Era ya casi de noche y, en la escalera mal iluminada, que parecía una escalera de castillo, Maigret estaba precedido por su gigantesca sombra. En un rincón de una habitación abuhardillada, Moers, con una visera verde en la frente y unas gruesas gafas trabajaba bajo una lámpara que acercaba o apartaba de su trabajo tirando de un alambre. Éste no había ido a la calle de Turenne para interrogar a los vecinos, ni a beber pernod y vino blanco en uno de los tres bares. Nunca había seguido a nadie por la calle ni había pasado la noche delante de una puerta cerrada. No se embalaba nunca, no se ponía nervioso, pero tal vez estuviese inclinado sobre su despacho aún mañana por la mañana. Una vez, pasó allí tres días y tres noches seguidas. Maigret, sin decir nada, había cogido una silla con el asiento de paja, se fue a sentar al lado del inspector, encendió su pipa y se puso a fumar lentamente. Al oír un ruido regular, encima suyo, en uno de los canalones, se dio cuenta que el tiempo había cambiado y que se había puesto a llover.

—Mire éstas, jefe —dijo Moers entregándole, como si se tratase de un juego de cartas, un lote de fotografías. Allí, solo en un rincón, había efectuado un trabajo magnífico. Con las vagas señas que le habían dado, había animado en cierto modo, había dotado de una personalidad a tres personajes de los que casi no se sabía nada: el extranjero gordo y moreno, de ropa refinada; la joven del sombrero blanco y por último al cómplice que parecía «un vendedor de postales transparentes». Para hacer esto, disponía de cientos de miles de fichas, pero sin duda era el único capaz de guardar un recuerdo suficiente para realizar lo que pacientemente acababa de realizar. El primer montón que Maigret examinó estaba formado por unas cuarenta fotografías de hombres gordos y cuidados, del tipo de los griegos o los levantinos, de pelo liso y dedos ensortijados.

—No estoy muy contento de éstos —suspiró Moers, como si le hubiesen encargado de descubrir el reparto ideal de una película. Por mi parte prefiero estos otros. En el segundo paquete sólo había unas quince fotos y daban ganas de aplaudir a cada una de ellas por su enorme parecido con la idea que se tenía del personaje descrito por la dueña del Beauséjour. Mirando al dorso, Maigret se enteraba de la profesión de los personajes. Dos o tres eran vendedores de informes en las carreras. Había un ladrón a la tira, que conocía muy bien ya que le había detenido personalmente en un autobús, y un individuo que anunciaba a la puerta de los hoteles ciertos establecimientos especiales. En los ojos de Moers brillaba una llamita de satisfacción.

—Es divertido, ¿verdad? En lo que se refiere a la mujer no tengo casi nada, porque en nuestras fotografías no llevan sombrero. No obstante, continúo buscando. Maigret, que se había guardado las fotos en su bolsillo, permaneció allí aún un momento por placer y luego, suspirando, pasó al laboratorio contiguo donde seguía trabajando sobre los alimentos contenidos en las cacerolas de Fernande. No habían descubierto nada. O bien la historia estaba inventada por completo, con un fin que él no adivinaba, o no había tenido tiempo de echar el veneno, o bien éste había caído en la parte que se había vertido por completo en el vagón del metro. Maigret evitó el pasar por las oficinas de la P. J. y salió a la lluvia del Quai des Orfèvres, se levantó el cuello del abrigo, se dirigió al Pont Saint-Michel y tuvo que alargar el brazo una docena de veces antes de conseguir que un taxi parase.

—A la plaza Blanche. En la esquina de la calle Lepic. Estaba descontento de sí mismo y del giro que había tomado la investigación y no se encontraba en forma. Particularmente estaba molesto con Philippe Liotard que le había obligado a abandonar sus métodos de costumbre y a poner, desde el principio, todos los servicios en movimiento. Ahora se ocupaba del asunto demasiada gente, que él no podía controlar personalmente, y todos se complicaban a placer, surgían nuevos personajes de los que casi no sabía nada y cuyo papel le era difícil adivinar. Tuvo ganas, por dos veces, de empezar la investigación por el principio, solo, despacio, según su método favorito, pero ya no era posible, la máquina estaba en marcha y ya no había manera de pararla. Por ejemplo, le habría gustado interrogar de nuevo a la portera, al zapatero de enfrente, a la solterona del cuarto. ¿Pero para qué? Ahora todo el mundo les había interrogado, los inspectores, los periodistas, los detectives aficionados, la gente de la calle. Sus declaraciones habían aparecido en los periódicos y ya no podían desmentirse. Era como una pista pisoteada a placer por cincuenta personas.

—¿Cree usted que el encuadernador ha matado, señor Maigret? Era el chófer que le había reconocido y que le preguntaba familiarmente.

—No sé.

—Si yo fuese usted, me ocuparía sobre todo del niño. Para mí es la pista buena. Y no hablo por hablar porque tengo un niño de su edad. ¡Hasta los chóferes participaban! Bajó en la esquina de la calle Lepic y entró en el bar de la esquina para beber una copa. Gruesas gotas de lluvia caían del toldo que rodeaba la terraza donde algunas mujeres estaban fijas como en un museo de cera. Las conocía en su mayoría. Algunas debían de llevar a sus clientes al Hotel Beauséjour. Había una, muy gorda, en la misma puerta del hotel, obstruyendo el paso, y sonrió creyendo que se acercaba por ella, luego le reconoció y se excusó. Subió la escalera mal iluminada y encontró a la dueña en la recepción, esta vez vestida con un traje de seda negra, con unas gafas de montura de oro y el pelo de un pelirrojo resplandeciente.

—Siéntese. ¿Me permite un momento? Se dirigió a la escalera y gritó:

—¡Una toalla al 17, Emma! Volvió.

—¿Ha encontrado algo?

—Quisiera que examinase usted con atención estas fotos. Primero le entregó el montoncito de fotografías seleccionadas por Moers. Las miró una por una, moviendo cada vez la cabeza, y se las devolvió.

—No. No es ese tipo. A pesar de todo es más distinguida que todas estas mujeres. Tal vez no muy distinguida. Lo que quiero decir es «decente», ¿comprende? Tiene aspecto de una mujer como es debido mientras que éstas que usted me enseña podrían ser clientas mías.

—¿Y éstos? Eran los hombres de cabellos negros. Siguió moviendo la cabeza.

—No. No es nada de esto. No sé cómo explicarle. Ve, el señor Levine habría podido parar en un gran hotel de los Campos Elíseos sin que nadie se fijase en él.

—¿Éstas? Le entregó el último montón con un suspiro y, a la tercera fotografía, quedó inmóvil, lanzó una miradita por encima al comisario. ¿Dudaba en hablar?

—¿Es él?

—Tal vez. Espere que me acerque á la luz. Una chica subía con un cliente que permaneció en la oscuridad de la escalera.

—Coge la 7, Clémence. Acaban de arreglar la habitación. Se ajustó con un dedo las gafas.

—Sí, juraría que es él. Es lástima que no se mueva. Si le viese andar, incluso de espaldas, le reconocería enseguida. Pero hay pocas probabilidades de que me equivoque. Tras la fotografía, Moers había escrito un resumen de la carrera del hombre. Maigret quedó asombrado al comprobar que tal vez se trataba de un belga, como el encuadernador. Probablemente, pues era conocido con diferentes nombres y nunca habían estado seguros de su verdadera identidad.

—Muchas gracias.

—Espero que lo tendrá en cuenta. Habría podido hacer como si no le reconociese. Después de todo, tal vez sean personas peligrosas y yo arriesgo bastante. Estaba tan perfumada, los olores de la casa eran tan tenaces que se sentía encantado de volverse a encontrar en la calle y poder respirar el olor de las calles húmedas. No eran las siete. Lapointe debía de haber ido a buscar a su hermana para contarle, como Maigret le había aconsejado, lo que había ocurrido en el Quai durante todo el día. Era un buen chico, demasiado nervioso, demasiado emotivo, pero probablemente se podría hacer algo con él. Lucas, en su despacho, seguía jugando al director de orquesta, en comunicación por el teléfono con todos los servicios, con todos los rincones de París y por otra parte donde se buscaba al trío. En cuanto a Janvier, ya no dejaba a Alfonsi, que había vuelto a la calle de Turenne y permanecido cerca de una hora en el sótano con Fernande. El comisario volvió a beber un vaso de cerveza, justo el tiempo de leer las notas de Moers, que le recordaban algo:

Alfred Moss, nacionalidad belga (?) Alrededor de cuarenta y dos años. Durante unos diez años fue artista de music-hall. Pertenecía a un número de acróbatas con barras fijas: Moss, Jef and Joe.

Luego seguían los nombres con los que le había conocido la policía: Mosselaer, Van Vlanderen, Paterson, Smith, Thomas… Había sido detenido sucesivamente en Londres, en Manchester, en Bruselas, en Amsterdam, y tres o cuatro veces en París. Sin embargo, nunca había sido condenado, por falta de pruebas. Con una u otra identidad, siempre poseía papeles en regla y hablaba con bastante perfección cuatro o cinco lenguas para cambiar de nacionalidad cuando quisiese. La primera vez que fue perseguido fue en Londres, donde se hacía pasar por ciudadano suizo y donde trabajaba como intérprete en un hotel. Desapareció una maleta de joyas de un apartamento de donde se le había visto salir, pero la propietaria de las joyas, una vieja americana, declaró que había sido ella quien le había llamado a su apartamento para que le tradujese una carta que había recibido de Alemania. En Amsterdam, cuatro años después, había sido sospechoso de haber cometido un robo a la americana. Como la primera vez, no pudieron establecerse pruebas y desapareció de la circulación durante cierto tiempo. Luego fueron los Informes Generales, en París, quienes se ocuparon de él, también en vano, en una época en que el tráfico de oro se practicaba en gran escala en las fronteras y en que Moss, que se había convertido en Joseph Thomas, viajaba de Francia a Bélgica. Conocía altos y bajos, tan pronto vivía en un hotel de primer orden como en uno miserable. Hacía tres años que no se sabía su paradero. No se sabía ni en qué países, ni bajo qué nombre operaba, si es que seguía operando. Maigret se dirigió hacia la cabina y llamó a Lucas por teléfono.

—Sube a ver a Moers y pídele todos los informes posibles sobre un tal Moss. Sí. Dile que es uno de nuestros hombres. Te dará sus señas personales y el resto. Haz una llamada general. Pero que no le detengan. Incluso, si le encuentran, que traten de no inquietarle. ¿Comprendes?

—Comprendido, jefe. Acaban de localizar a un niño.

—¿Dónde?

—En la avenida Denfert-Rochereau. He mandado a alguien. Espero. No tengo ya bastantes hombres a mi disposición. También ha habido una llamada de la estación del Norte. Ha ido allí Torrence. Le apetecía andar un poco bajo la lluvia y pasó a la plaza de Anvers y miró el banco, en aquel momento chorreando agua, donde la señora Maigret había esperado. Enfrente, en el inmueble de la esquina de la avenida Trudaine, había un cartel con letras grandes que formaban la palabra: Dentista. Volvería. Quería hacer un montón de cosas y el exceso de trabajo le obligaba a dejarlas siempre para el día siguiente. Subió a un autobús. Cuando llegó delante de su puerta, le extrañó no oír ruido en la cocina y no sentir ningún olor. Entró, atravesó el comedor, se fijó que la mesa no estaba puesta y por fin vio a la señora Maigret, en combinación, ocupada en quitarse las medias. Aquello le pareció tan poco normal que no supo qué decir y ella se echó a reir al ver sus ojos abiertos desmesuradamente.

—¿Estás enfadado, Maigret? Había en su voz un humor casi agresivo que él no conocía y Maigret vio encima de la cama su mejor vestido, su sombrero de los días de fiesta.

—Tendrás que contentarte con una cena fría. Figúrate que he estado tan ocupada que no he tenido tiempo de preparar nada. Por otra parte, es raro que estos días vuelvas a comer a casa. Él permaneció allí, con el abrigo puesto, el sombrero empapado, mirándola mientras la escuchaba y ella le hacía esperar a propósito.

—Empecé por los grandes almacenes, aunque en el fondo estaba segura que sería inútil. Pero nunca se sabe, y no quería tener que reprocharme luego ningún descuido. Luego recorrí toda la calle La Fayette, volví a subir por la calle Notre-Dame-de-Lorette y me paseé por la calle Blanche y la calle Clichy. Volví a bajar hacia la Ópera, todo andando, hasta cuando empezó a llover. Y te confieso que ayer, sin decirte nada, me recorrí el barrio de Ternes y los Campos Elíseos.

»Por tener la conciencia tranquila también, porque me imaginé que por ese lado era demasiado caro. Por fin, Maigret pronunció la frase que ella esperaba, y que intentaba provocar desde hacía un buen rato.

—¿Qué buscabas?

—¡El sombrero, caramba! ¿No habías comprendido? Me preocupaba esa historia. Pensé que no era trabajo para hombres. Un traje de chaqueta es un traje de chaqueta, sobre todo un traje de chaqueta azul. Pero un sombrero es diferente y yo me había fijado en ése. Los sombreros blancos están de moda desde hace unas semanas. Sólo que un sombrero nunca se parece tanto a otro sombrero. ¿Comprendes? ¿No te molesta comer todo frío? He traído embutidos de la casa italiana, jamón de «Parma» y un montón de entremeses preparados.

—¿El sombrero?

—¿Te interesa eso, Maigret? A propósito, el tuyo está goteando encima de la alfombra. Sería mejor que te lo quitases. Había logrado lo que quería, pues de no ser así no estaría tan bromista ni se permitiría jugar de aquel modo con él. Era mejor dejarla, permanecer con su aire de mal humor ya que aquello le gustaba. Mientras la señora Maigret se ponía un vestido de lana, él se sentó al borde de la cama.

—Yo sabía muy bien que no se trataba de un sombrero de gran modista y que no merecía la pena buscar por la calle de la Paix, en la calle Saint-Honoré o en la avenida Matignon. Además, en esas casas no ponen nada en los escaparates y habría tenido que entrar y hacerme pasar por una cliente. ¿Me imaginas probándome sombreros en Caroline Reboux o en Rose Valois?

»Pero tampoco era un sombrero de Galeries o Printemps.

»Entre las dos cosas. De todas formas era un sombrero de modista y de modista que tiene gusto.

»Por eso recorrí todas las pequeñas casas, sobre todo en los alrededores de la plaza de Anvers, no muy lejos.

»Vi un centenar de sombreros blancos y, sin embargo, me paré delante de un sombrero gris perla, en la calle Caumartin, en Héléne et Rosine.

»Era exactamente el mismo sombrero, en otro tono, y estoy segura de no equivocarme. Ya te dije que el de la señora que iba con el niño tenía un velito, de tres o cuatro dedos de ancho, que le llegaba exactamente a los ojos.

»El sombrero gris también lo tenía.

—¿Entraste? Maigret tenía que hacer un esfuerzo para no sonreír, ya que era la primera vez que la tímida señora Maigret se mezclaba en una investigación y también, sin duda, la primera vez que entraba en una casa de modas del barrio de la Ópera.

—¿Te extraña? Sí, entré. Tuve miedo de que estuviese cerrado. Pregunté con toda la naturalidad del mundo si no tenían ese mismo sombrero, pero en color blanco.

»La señora me contestó que no, que lo tenían en azul pálido, en amarillo y en verde. Añadió que había tenido el mismo en blanco, pero que lo había vendido hacía más de un mes.

—¿Qué hiciste? —preguntó intrigado.

—Después de tomar aire le dije:

»—Es ése el que vi a una de mis amigas.

»Me podía ver en los espejos que rodeaban toda la tienda y vi que había enrojecido.

»—¿Conoce usted a la condesa Panetti? —me preguntó con un asombro que resultaba molesto.

»—La conocí. Me gustaría mucho volverla a ver ya que he obtenido un informe que ella me había pedido pero he perdido su dirección.

»—Supongo que seguirá…

»Estuvo a punto de pararse. No tenía completa confianza en mí. Pero no se atrevió a dejar sin acabar su frase.

»—Supongo que seguirá en el Claridge.

—En seguida me vine. ¿Estás enfadado?

—No.

—Ya te he dado bastante trabajo con esta historia para intentar ayudarte. Ahora, vamos a comer, ya que espero que tomarás algo antes de ir allí. Aquella cena le recordó las primeras comidas en común, cuando ella estaba descubriendo París y se maravillaba con todos los platos preparados que venden en las casas italianas. Más que una cena era una merienda.

—¿Crees que me han informado bien?

—A condición de que no te hayas equivocado de sombrero.

—De eso estoy segura. Con los zapatos ya no tenía tanta confianza.

—¿Qué historia es ésa de los zapatos?

—Cuando uno está sentado en un banco de un jardín, naturalmente se tiene delante de los ojos los zapatos de su vecino. Una vez que los miré fijamente, se sintió molesta y metió los pies debajo del banco.

—¿Por qué?

—Te lo voy a explicar, Maigret. No pongas esa cara. No es culpa tuya no comprender nada de los asuntos de las mujeres. Suponte que una persona acostumbrada a los grandes modistos quiera tener aspecto de una pequeña burguesa y pasar inadvertida. Se compra un traje de chaqueta confeccionado, lo que es fácil. También puede comprarse un sombrero que no sea de mucho lujo, aunque no esté tan segura del sombrero.

—¿Qué quieres decir?

—Que lo tenía antes, pero que pensó que se parecía lo suficiente a los otros sombreros que se llevan esta temporada. ¡Se quita las joyas! Pero hay una cosa que le costará trabajo acostumbrarse: los zapatos. Calzarse con zapatos hechos a la medida en grandes zapaterías hace que luego se tengan los pies delicados. Ya me has oído quejarme lo suficiente para saber que las mujeres por naturaleza tienen los pies sensibles. De manera que la señora se queda con sus zapatos pensando que nadie se fijará en ellos. Es un error porque yo siempre es lo primero que miro. De costumbre, ocurre lo contrario: se ven mujeres guapas y elegantes, con un vestido caro o un abrigo de piel, que llevan zapatos baratos.

—¿Ella llevaba zapatos caros?

—Zapatos hechos a la medida, seguramente. No entiendo tanto como para saber de qué zapatería procedían. Tal vez otra mujer habría podido decirlo. Después de comer, se tomó tiempo para servirse una copita de licor de ciruela y fumarse una pipa casi entera.

—¿Vas al Claridge? ¿No volverás demasiado tarde? Tomó un taxi, bajó enfrente del hotel, en los Campos Elíseos, y se dirigió hacia la recepción. Ya estaba allí el portero nocturno, al que hacía años que conocía y era mejor, ya que los porteros de noche saben normalmente más de los clientes que los porteros de día. Su llegada a un lugar de aquel tipo siempre producía el mismo efecto. Podía ver a los empleados de la recepción, al subdirector e incluso al encargado del ascensor fruncir el ceño preguntándose qué iba a buscar allí. En los hoteles de lujo no les gustan los escándalos y la presencia de un comisario de la P. J. rara vez anuncia algo bueno.

—¿Qué tal está usted, Benoit?

—No estoy mal, señor Maigret. Los americanos empiezan a dar.

—¿Sigue aquí la condesa Panetti?

—Ya hace más de un mes que se fue. ¿Quiere usted que verifique la fecha exacta?

—¿La acompañaba su familia?

—¿Qué familia? Era una hora tranquila. La mayoría de los inquilinos estaban fuera, en el teatro o cenando. En la luz dorada, los empleados, junto a las columnas de mármol, observaban de lejos al propietario al que todos conocían de vista.

—Nunca he sabido que tuviese familia. Hace años que viene aquí… y…

—Dígame. ¿Ha visto usted alguna vez a la condesa con un sombrero blanco?

—Seguramente. Recibió uno unos días antes de marcharse.

—¿Llevaba también un traje de chaqueta azul?

—No. Debe de confundirse, señor Maigret. El traje de chaqueta azul es el de su doncella, bueno, la señorita que viaja con ella.

—¿No ha visto nunca a la condesa Panetti con un traje de chaqueta azul?

—Si la conociese no me haría esa pregunta. Maigret, al azar, le enseñó las fotografías de mujeres que Moers había seleccionado.

—¿Hay alguna que se le parezca? Benoit miró al comisario con estupor.

—¿Está usted seguro de que no se equivoca? Me está usted enseñando retratos de mujeres que no llegan a treinta años y la condesa no debe estar lejos de los setenta. ¡Ya ve! Tendrá que informarse sobre ella con sus colegas, pues deben conocerla.

»Las vemos de todos los colores, ¿verdad? ¡Pues bien!, la condesa es una de nuestras clientes más originales.

—¿Primero, sabe usted quién es?

—Es la viuda del conde Panetti, el hombre de las municiones y de la industria pesada en Italia.

»Vive un poco en todas partes, en París, en Cannes, en Egipto. Creo que todos los años pasa también una temporada en Vichy.

—¿Bebe?

—Es decir, que reemplaza el agua por champaña y no me extrañaría que se lavase los dientes con Pommery en bruto. Se viste como una jovencita, se muta como una muñeca y pasa la mayor parte de las noches en cabarets.

—¿Su doncella?

—No la conozco mucho. Cambia a menudo. Ésta sólo la he visto este año. El año pasado tenía una chica pelirroja, masajista de profesión, pues todos los días se da masajes.

—¿Conoce él nombre de la joven?

—Gloria no sé qué. Ya no tengo su ficha, pero se lo pueden decir en la recepción. No sé si es italiana o simplemente del Mediodía, incluso puede que sea de Toulouse.

—¿Una morenita?

—Sí, elegante, bien arreglada, guapa. La veía poco. No ocupaba una habitación aparte, sino que vivía en el apartamento y comía con la señora.

—¿Ningún hombre?

—Sólo el yerno que venía a verlas de vez en cuando.

—¿Cuándo?

—Poco antes de su marcha. Para las fechas pregúntelas en la recepción. No vivía en el hotel.

—¿Sabe su nombre?

—Krynker, creo. Es checo o húngaro.

—¿Uno moreno, bastante gordo, de unos cuarenta años?

—No. Muy rubio, al contrario, y mucho más joven. Yo apenas le echo treinta años. Fueron interrumpidos por un grupo de americanos vestidos de gala que entregaron sus llaves y pidieron un taxi.

—En cuanto a asegurarle que sea de verdad yerno…

—¿Tenía ella aventuras?

—No sé. No puedo decirle ni sí ni no.

—¿Pasó alguna vez el yerno la noche aquí?

—No. Pero salieron juntos varias veces.

—¿Con la doncella?

—Nunca salía por la tarde con la condesa. Incluso nunca la he visto vestida de gala.

—¿Sabe dónde han ido?

—A Londres, creo recordar. Pero espere. Creo recordar algo, ¡Ernest! Ven aquí. No tengas miedo. ¿No dejó lo más gordo de su equipaje la condesa Panetti?

—Sí, señor. El portero explicó:

—A menudo nuestros clientes, que tienen que desplazarse por más o menos tiempo, dejan aquí una parte de su equipaje. Tenemos un sitio especial para eso. La condesa ha dejado sus maletas.

—¿No dijo cuándo iba a volver?

—No, que yo sepa.

—¿Se fue sola?

—Con su doncella.

—¿En taxi?

—Para eso tendrá que preguntar a mi colega de día. Podrá encontrarle aquí mañana por la mañana a partir de las ocho. Maigret sacó de su bolsillo la fotografía de Moss. El portero sólo echó una ojeada e hizo una mueca.

—A ése no lo encontrará aquí.

—¿Le conoce?

—Paterson. Le conocí con el nombre de Moselaer, cuando yo trabajaba en Milán, ya hace por lo menos quince años de esto. Está fichado en todos los hoteles y ya no se arriesga a presentarse. Sabe que no le daríamos habitación que ni siquiera le autorizaríamos a atravesar el hall.

—¿No le ha visto en estos últimos tiempos?

—No. Si le viese empezaría por reclamarle las cien liras que me pidió hace tiempo prestadas y que no me ha devuelto nunca.

—¿Su colega de día tiene teléfono?

—Siempre puede usted intentar llamarle a su hotel de Saint-Cloud, pero es raro que conteste. No le gusta que le molesten por la noche y la mayoría de las veces descuelga el aparato. Sin embargo, contestó y al mismo tiempo se oía en el teléfono la música de la radio.

—Sin duda el jefe de los encargados del equipaje podría ser más preciso. No recuerdo haber tenido que llamar ningún taxi. De costumbre, cuando sale del hotel soy yo el que coge los billetes del autocar o del avión.

—¿Esta vez no lo hizo usted?

—No. Me choca. Tal vez se haya ido en algún coche particular.

—Seguramente. Un gran coche americano de color chocolate.

—Muchas gracias. Probablemente le veré mañana por la mañana. Pasó a la recepción donde el subdirector, con chaqueta negra y pantalón a rayas, se empeñó en buscar él mismo las fichas.

—Salió del hotel el 16 de febrero por la tarde. Aquí está su nota.

—¿Estaba sola?

—Ese día veo dos comidas. Debió de comer con su doncella.

—¿Puede dejarme esa nota? Estaban marcados, día a día, todos los gastos que la condesa había hecho en el hotel y Maigret deseaba estudiarlos reposadamente.

—¡Con la condición de que me la devuelva! Si no, nos causará trastornos con esos señores del fisco. ¿Por qué investiga la policía sobre una persona como la condesa Panetti? Maigret, preocupado, estuvo a punto de contestar: «¡Es a causa de mi mujer!».

—Todavía no lo sé. Una historia de sombrero.