La aventura de Fernande
El joven Lapointe, con los ojos enrojecidos y aire de derrota como alguien que ha dormido en un banco de la sala de espera de tercera, había lanzado a Maigret tal mirada de desesperación cuando éste entró en el despacho de los inspectores que el comisario le había arrastrado inmediatamente hacia el suyo.
—Toda la historia del Hotel Beauséjour está en el periódico —dijo tristemente el joven.
—¡Mucho mejor! Me hubiese decepcionado que no estuviese. Entonces Maigret, a propósito, le habló como si se tratase de un antiguo, de un Lucas o un Torrence, por ejemplo.
—He aquí personas de las que no sabemos casi nada, ni siquiera si realmente han representado un papel en el asunto. Hay una mujer, un chiquillo, un hombre bastante corpulento y otro cuya descripción aún no tenemos. ¿Siguen aún en París? Lo ignoramos. Si están aquí, probablemente se han separado. Si la mujer se quita su sombrero blanco y se separa del niño, ya no la reconoceremos. ¿Comprendes?
—Sí, señor comisario. Creo que comprendo. No obstante es duro pensar que mi hermana haya ido a buscar a ese chico también ayer por la tarde.
—Más tarde te ocuparás de tu hermana. Ahora estás trabajando conmigo. El artículo de esta mañana va a darles miedo, y una de dos: o se quedan en su refugio, si es que lo tienen, o buscarán un lugar más seguro. De todas formas, nuestra única esperanza es que hagan algo para traicionarse.
—Sí. El juez Dossin telefoneó en ese mismo momento asombrado por las revelaciones del periódico y Maigret empezó de nuevo su razonamiento.
—Todo el mundo está alerta, señor juez, las estaciones, los aeropuertos, y la policía de la carretera. Arriba, en la Identidad Judicial, Moers está buscándome las fotos que podrían corresponder a nuestros pájaros. Se está interrogando a los chóferes de taxi y por si acaso nuestros amigos tuviesen un coche, también en los garajes.
—¿Cree usted que esto tiene una relación con el asunto Steuvels?
—Es una pista, después de tantas que no nos han llevado a ninguna parte.
—He convocado a Steuvels para esta mañana a las once. Su abogado estará aquí, como de costumbre, pues no me deja cruzar dos palabras sin su presencia.
—¿Me permite que suba un momento durante su interrogatorio?
—Liotard protestará, pero suba de todas formas. Cosa curiosa, Maigret no había aún visto a ese Liotard que se había convertido, al menos en la Prensa, en algo así como su enemigo particular. También aquella mañana todos los periódicos publicaban un comentario del joven abogado sobre los últimos sucesos del asunto: «Maigret es un policía de la vieja escuela. De la época en que esos señores del Quai des Orfèvres podían detener a su agrado a un hombre hasta que el cansancio le hiciese confesar, tenerle a su disposición durante semanas, investigar sin vergüenza en la vida privada de las personas y en donde estaban permitidas todas las argucias y todos los trucos.
»Es el único que no se da cuenta de que estos métodos, hoy, para un público experimentado no son más que estupideces.
»¿De qué se trata en definitiva?
»Se ha dejado engañar por una carta anónima, obra de un bromista. Ha hecho encerrar a un hombre honrado, y desde entonces, es incapaz de lanzar contra él una acusación seria.
»Se obstina, antes que darse por vencido, trata de ganar tiempo, distrae a la galería, llama en su auxilio y sirve al público en rodajas un serial de radio.
»¡Créanme, señores, Maigret es un hombre que ya ha pasado!».
—Quédate conmigo, muchacho —dijo el comisario al joven Lapointe—. Sólo que, por la noche, antes de separarnos, acuérdate de preguntarme lo que puedas contar a tu hermana, ¿no es eso?
—No le diré nada más.
—Le dirás lo que yo te pida que le digas. Y Lapointe le servía en adelante de oficial de ordenanza. Lo que no resultaba inútil ya que la P. J. se parecía cada vez más a un cuartel general. El despacho de Lucas, El Gran Turenne, seguía siendo el P. C. y había estafetas en todos los pisos. Abajo, había varios inspectores consultando las fichas de los hoteles, buscando un Levine o cualquier cosa que pudiera relacionarse con el trío y el niño. La noche anterior, en la mayoría de los apartamentos, los inquilinos habían tenido la desagradable sorpresa de ser despertados por la policía que había verificado sus documentos de identidad, lo que había servido a unas cincuenta personas que no estaban en regla para acabar la noche en la comisaría, en donde en ese momento hacían cola para pasar al despacho de antropometría. En las estaciones, los viajeros eran examinados a su costa y, dos horas después de la aparición del periódico, las llamadas telefónicas tan numerosas que Lucas tuvo que dedicar a un inspector a este trabajo. Algunas personas habían visto al chiquillo por todas partes, en los más diversos rincones de París y de sus alrededores, unos con la señora del sombrero blanco, otros con el señor de acento extranjero. De repente algún transeúnte se lanzaba a un guardia.
—¡Venga rápido! El niño está en la esquina de la calle. Se verificaba todo, tenía que verificarse todo si no se quería dejar escapar alguna probabilidad. Tres inspectores habían salido a primera hora a interrogar a los garajistas. Y, durante toda la noche, la policía se había ocupado del asunto. ¿No había dicho la dueña del Beauséjour que su inquilino no volvía, de costumbre, antes de la una de la madrugada? Se trataba de saber si era un cliente de las salas de fiesta, de interrogar a los barman, a las prostitutas. Maigret, después de haber asistido al «informe» en el despacho del jefe, daba vueltas de un lado para otro, casi siempre en compañía de Lapointe, recorriendo todo el edificio, bajando, subiendo a ver a Moers a la Identidad Judicial, escuchando tan pronto una llamada telefónica como una declaración. Era un poco más de las diez cuando un chófer de la «Urbana» telefoneó. No había llamado antes porque había hecho un viaje fuera de la ciudad, a Dreux, para llevar a una señora mayor, enferma, que no quería coger el tren. Era él quien había cogido a la joven señora y al niño en la plaza de San Agustín y lo recordaba perfectamente.
—¿A dónde les llevó usted?
—A la esquina de la calle Montmartre y de los Grandes Bulevares.
—¿Les esperaba alguien?
—No me fijé en nadie.
—¿No sabe usted hacia dónde se dirigieron?
—En seguida les perdí de vista en la multitud. Había varios hoteles en los alrededores.
—¡Llama otra vez a la brigada de hoteles! —dijo Maigret a Lapointe—. Que registren cuidadosamente el sector que rodea el cruce de Montmartre. ¿Comprendes ahora que, si no se alocan, si no se mueven, no tenemos ninguna probabilidad de encontrarles? Torrence, a su vuelta de Concarneau, había ido a dar una vuelta a la calle de Turenne, para ponerse de nuevo en ambiente, como él decía. En cuanto a Janvier, había mandado su informe, y seguía detrás de Alfonsi. Éste, el día anterior, se había reunido con Philippe Liotard en un restaurante de la calle Richelieu en donde habían tomado una buena cena, charlando tranquilamente. Dos mujeres se habían reunido con ellos después y no se parecían en nada a la señora del sombrero blanco. Una era la secretaria del abogado, una rubia alta, con aire de starlet de cine. La otra había salido. Habían ido los dos al cine, junto a la Ópera, y después a un cabaret de la calle Blanche, en donde se habían quedado hasta las dos de la madrugada. Después de lo cual, el ex inspector había llevado a su compañera al hotel en donde vivía en la calle de Douai. Janvier había tomado una habitación en el mismo hotel, y acababa de telefonear.
—Aún no se han levantado. Espero. Un poco antes de las once, Lapointe descubrió siguiendo a Maigret locales que desconocía en la planta baja del Quai des Orfèvres. Habían seguido un pasillo desierto cuyas ventanas daban sobre un patio y, en una de las vueltas, Maigret se había parado, haciendo señal al joven para que se callara. Un coche celular, pasando bajo la bóveda del depósito, entró en el patio. Tres o cuatro guardias esperaban fumando un cigarrillo. Otros dos bajaron del camión de donde hicieron salir primero a un enorme bruto de frente estrecha, con las esposas en las muñecas. Maigret no le conocía. Después fue una vieja de aspecto frágil que hubiera podido ser una beata de iglesia, pero que había sido arrestada por lo menos veinte veces por ratera. Seguía su guardia como quien está acostumbrada, a pasitos cortos, con su falda demasiado larga, dirigiéndose por sí sola hacia el despacho de los jueces de instrucción. El sol lucía claro y el aire era azulado en la sombra. Bocanadas de primavera, algunas moscas que zumbaban. Se vio la pelirroja cabeza de Frans Steuvels sin sombrero ni gorra; su traje estaba algo arrugado. Se detuvo, sorprendido por el sol, y se adivinó que sus ojos se cerraban a medias tras sus gruesas gafas. Le habían puesto las esposas, como al bruto: el reglamento se cumplía estrictamente desde que varios detenidos se habían escapado en aquel mismo patio. El último, por los pasillos del Palacio de Justicia. Con su espalda redonda, su rechoncha silueta, Steuvels era el tipo de esos artesanos intelectuales que leen todo lo que tienen a mano y no tienen ninguna otra pasión aparte de su trabajo. Uno de los guardias le ofreció un cigarrillo encendido y él le dio las gracias, aspiró con satisfacción unas cuantas bocanadas, llenándose los pulmones de aire y de tabaco. Tenía que ser dócil, ya que se mostraban amables con él, le daban tiempo para relajarse antes de conducirle hasta el edificio, y por su parte, no parecía estar molesto con sus guardianes, no manifestaba ningún rencor, ninguna antipatía. Había un pequeño fondo de verdad en la entrevista del señor Liotard. En otros tiempos hubiese sido Maigret quien antes de dejar al hombre entre las manos del juez de instrucción habría llevado la investigación hasta el fin. Por otra parte, sin el abogado que había llegado desde que terminó el primer interrogatorio, Maigret habría vuelto a ver a Steuvels varias veces, lo que le hubiese dado oportunidad de estudiarle. Apenas le conocía, pues no había estado solo con el encuadernador más que unas diez o doce horas, cuando aún no sabía nada de él ni del asunto. Rara vez había tenido delante a un detenido tan tranquilo, tan dueño de sí mismo, sin que pareciese una actitud estudiada. Steuvels esperó las preguntas, con la cabeza inclinada, con aspecto de querer comprender, y miraba a Maigret como se hubiese mirado a un conferenciante que expusiese complicadas ideas. Luego se tomó el tiempo de reflexionar, habló con una voz suave, algo apagada, con frases cuidadas, pero sin ninguna afectación. No se mostró impaciente, como la mayoría de los detenidos, y, cuando le repetía una misma pregunta por centésima vez, contestaba en los mismos términos con una tranquilidad notable. A Maigret le hubiese gustado conocerle más, pero, desde hacía tres semanas el hombre ya no le pertenecía, pertenecía a Dossin que le convocaba, con su abogado, a una media de dos veces por semana. En el fondo, Steuvels debía de ser un tímido. Lo más curioso es que el juez también era un tímido. Al ver la inicial G, delante de su apellido, el comisario se había arriesgado un día a preguntarle su nombre. Y el alto magistrado distinguido se había ruborizado.
—No se lo diga a nadie, ya que me llamarían de nuevo el arcángel, como lo hacían en el colegio mis condiscípulos y más tarde mis compañeros en la escuela de Derecho. ¡Me llamo Gabriel!
—Ven. Ahora —dijo Maigret a Lapointe— te vas a instalar en mi despacho y vas a tomar todos los encargos mientras me esperas. No subió inmediatamente, paseó un poco por los pasillos, con la pipa entre los dientes, las manos en los bolsillos, como si estuviera en su casa, dando un apretón de manos por aquí y por allá. Cuando juzgó que el interrogatorio había comenzado, entró en la sección de los jueces de instrucción, y llamó a la puerta de Dossin.
—¿Permite?
—Entre, señor comisario. Un hombre se había levantado, bajo y delgado, muy delgado, de una elegancia demasiado afectada, que Maigret reconoció en seguida por haber visto su foto en los periódicos. Era joven y tomaba un aspecto importante para envejecerse, afectando una seguridad que no era propia de su edad. Bastante guapo, de tez mate y negros cabellos, tenía la nariz larga que temblaba a veces, y miraba a las personas como si estuviese decidido a hacerles bajar la vista.
—¿El señor Maigret probablemente?
—El mismo, señor Liotard.
—Si es a mí a quien busca, estaré a su disposición después del interrogatorio. Frans Steuvels, sentado, frente al juez, esperaba. Se había contentado con una ojeada al comisario, y después al escribano que, con una pluma en la mano, estaba sentado al fondo de la mesa.
—No le busco particularmente. Figúrese que busco una silla. Cogió una por el respaldo y se sentó a horcajadas sin dejar de fumar su pipa.
—¿Piensa quedarse aquí?
—A menos que el señor juez me indique que me retire.
—Quédese, Maigret.
—Protesto. Si el interrogatorio debe hacerse en semejantes condiciones, tengo todas mis reservas, ya que la presencia aquí de un policía tiende naturalmente a impresionar a mi cliente. Maigret se retuvo para no decir: «¡Que charle lo que quiera!». Y miró con ironía al joven abogado. Éste naturalmente no pensaba ni una sola palabra de lo que decía. Formaba parte de su sistema. Hasta entonces, en cada interrogatorio había producido incidentes, por las razones más fútiles o más extravagantes.
—No hay ningún reglamento que prohíba a un oficial de la policía judicial asistir a un interrogatorio. Por lo tanto, si lo desea, vamos a continuar por donde íbamos. Dossin no dejaba de estar también influenciado por la presencia de Maigret y necesitó un buen rato antes de ordenar sus notas.
—Señor Steuvels, le estaba preguntando si tiene usted costumbre de comprarse la ropa hecha o bien tiene usted algún sastre.
—Depende —contestó el detenido después de reflexionar.
—¿De qué?
—No doy ninguna importancia a la ropa. Cuando necesito un traje, a veces lo compro confeccionado, y otras veces lo mando hacer.
—¿Por qué sastre?
—Hace algunos años tuve un traje cortado por un vecino, un judío polonés que desde entonces desapareció. Supongo que habrá ido a América.
—¿Era un traje azul?
—No. Era gris.
—¿Cuánto tiempo lo ha llevado usted?
—Dos o tres años. Ya no me acuerdo.
—¿Y su traje azul?
—Debe de hacer diez años que no me compro un traje azul.
—Sin embargo, unos vecinos le vieron vestido de azul no hace mucho tiempo.
—Debieron confundir mi traje y mi abrigo. Era exacto que habían encontrado un abrigo azul en la vivienda.
—¿Cuándo compró usted ese abrigo?
—El invierno pasado.
—¿No es poco probable que haya comprado usted un abrigo azul cuando sólo tenía un traje gris? Los dos colores no van muy bien.
—No soy presumido. Durante aquel tiempo, el señor Philippe Liotard miraba a Maigret con aire de desafío, tan fijamente que parecía quererle hipnotizar. Luego, del mismo modo que había hecho en la audiencia para impresionar a los jurados, se encogió de hombros con una sonrisa sarcástica en sus labios.
—¿Por qué no confiesa que el traje azul que han encontrado en el armario le pertenece?
—Porque no me pertenece.
—¿Cómo se explica usted que hayan podido dejarlo en ese sitio cuando, por decirlo así, no salen ustedes de su domicilio y que sólo se puede llegar hasta su habitación atravesando el taller?
—No me lo explico.
—Hablemos razonablemente, señor Steuvels. No le tiendo ninguna trampa. Es por lo menos la tercera vez que abordamos este tema. Si tuviese que creerle, alguien entró en su casa, sin darse cuenta usted, para dejar dos dientes humanos en el calorífero. Dése cuenta que esa persona eligió el día en que su mujer estaba ausente y que, para que estuviese ausente, tuvo que ir a Concarneau —o enviar a alguien— con el fin de enviar un telegrama diciendo que su madre estaba enferma. ¡Espere! Eso no es todo.
»No sólo estaba usted solo en su casa, lo que prácticamente no ocurre nunca, sino que hizo tal fuego aquel día y al día siguiente en el calorífico, que tuvo que ir siete veces a llevar las cenizas a la basura.
»Sobre este punto tenemos el testimonio de su portera, la señora Salazar, que no tiene ninguna razón de mentir, y que está bien colocada en la portería para seguir las idas y venidas de sus inquilinos. El domingo por la mañana efectuó usted cinco viajes, cada vez con un cubo grande lleno de cenizas.
»Su portera creyó que había hecho limpieza a fondo y que había quemado papeles viejos.
»Tenemos otro testimonio, el de la señora Beguin que vive en el último piso, y que pretende que su chimenea no ha dejado de echar humo durante todo el domingo. Un humo negro, ha precisado. En un momento dado abrió su ventana y notó un olor desagradable.
—¿Acaso esa señorita Beguin, de sesenta y ocho años, no pasa en el barrio por ser una simple de espíritu? —intervino el abogado aplastando el cigarrillo en el cenicero y cogiendo otro de un estuche de plata—. Permítame también que le haga notar que, durante cuatro días, como lo prueban los boletines meteorológicos del 15, 16, 17 y 18 de febrero, la temperatura en París y en la región parisina ha sido anormalmente baja.
—Eso no explica lo de los dientes. Tampoco eso explica la presencia del traje azul en el armario, ni las manchas de sangre que hay en él.
—Usted acusa y es usted quien tiene que dar las pruebas. Y ni siquiera puede usted probar que ese traje pertenece realmente a mi cliente.
—¿Me permite hacer una pregunta, señor juez? Éste se volvió hacia el abogado, que no tuvo tiempo a protestar, ya que Maigret, volviéndose hacia el flamenco, continuó:
—¿Cuándo oyó usted hablar por primera vez del señor Philippe Liotard? El abogado se levantó para protestar y Maigret, impasible, prosiguió:
—Cuando acabé de interrogarle el día de su detención, o más bien a primera hora de la mañana, y que le pregunté si deseaba la asistencia de un abogado, me respondió afirmativamente y señaló al señor Liotard.
—El derecho más estricto del detenido es elegir el abogado que prefiera y, si esta cuestión se plantea de nuevo, me veré obligado a agarrarme al Consejo del Orden.
—¡Agárrese! ¡Agárrese! Es a usted a quien me dirijo, Steuvels. No me ha contestado.
»No habría sido nada sorprendente que hubiese pronunciado usted el nombre de un abogado célebre, pero no es éste el caso.
»En mi despacho no consultó usted ninguna guía ni ha consultado con nadie.
»El señor Liotard no vive en su barrio. Incluso creo que hasta hace tres semanas, su nombre no había aparecido en los periódicos.
—¡Protesto!
—Por favor. En cuanto a usted, Steuvels, dígame si, en la mañana del 21, antes de la visita de mi inspector, había usted oído hablar del señor Liotard. Si la respuesta es afirmativa dígame dónde y cuándo.
—No conteste. El flamenco dudó, con la espalda encorvada, observando a Maigret a través de sus gruesas gafas.
—¿Se niega usted a contestar? Bien. Le haré otra pregunta. ¿Le telefonearon a usted, el mismo día 21, por la tarde, para hablarle del señor Liotard? Frans Steuvels seguía dudando.
—O si prefiere, ¿ha telefoneado usted a alguien? Voy a hacerle volver a la atmósfera de aquel día que había empezado como un día cualquiera. Hacía sol y una temperatura templada, de manera que no encendió usted su calorífero. Estaba usted ocupado con su trabajo, delante de la ventana, cuando mi inspector se presentó y le pidió visitar los locales con un pretexto cualquiera.
—¡Lo admite! —intervino Liotard.
—Lo admito. No es a usted a quien interrogo.
»En seguida comprendió que la policía se ocupaba de usted, Steuvels.
»En aquel momento había en su taller una maleta marrón, que ya no se encontraba por la tarde cuando el brigada volvió con una orden de registro.
»¿Quién le telefoneó? ¿A quién avisó usted? ¿Quién vino a verle entre la visita de Lapointe y la de Lucas?
»He hecho verificar la lista de las personas a quien tiene costumbre de telefonear y cuyos números tiene anotados en un cuaderno. Yo mismo he verificado su guía. El nombre de Liotard no figura entre sus clientes.
»Ahora bien, fue a verle aquel día. ¿Fue usted quien le llamó o bien alguien que conoce se lo envió?
—Le prohíbo que conteste. Pero el flamenco hizo un gesto de impaciencia.
—Vino él solo.
—Está usted hablando del señor Liotard, ¿no es así? Entonces el encuadernador miró a cada uno de los que estaban a su alrededor y sus ojos brillaron como si hubiese cierta delectación personal al poner a su abogado en un lío.
—Sí. Del señor Liotard. Éste se volvió hacia el escribano que anotaba todo.
—No tiene usted derecho a registrar en el proceso verbal estas respuestas que no tienen nada que ver con el asunto. En efecto, fui a casa de Steuvels, cuya reputación conocía, para ver si podía hacerme un trabajo de encuadernación. ¿No es eso cierto?
—¡Exacto! ¿Por qué diablos en los ojos claros del flamenco brillaba una llamita de malicia?
—Se trata de un ex-libris, con el escudo de la familia, señor Maigret —añadió el abogado—, ya que mi abuelo se llamaba el conde de Liotard y fue por propio gusto por lo que, una vez arruinado, renunció a emplear su título. Por lo tanto, quería un escudo de la familia y me dirigí a Steuvels, que sabía era el mejor encuadernador de París, aunque me habían dicho que estaba muy ocupado.
—¿Sólo le habló del escudo?
—Perdón. Me parece que está usted interrogándome. Señor juez, estamos aquí en su gabinete y no pienso que se ocupe de mí un policía. Ya cuando se trataba de mi cliente, hice todas mis reservas. Pero que un abogado…
—¿Tiene usted que hacer alguna otra pregunta a Steuvels, señor comisario?
—Ninguna, muchas gracias. Era extraño. Seguía pareciéndole que el encuadernador no estaba enfadado por lo que había ocurrido y que incluso le miraba con una simpatía nueva. En cuanto al abogado, se volvió a sentar, y cogió un expediente fingiendo interesarse por él.
—Podrá verme cuando quiera, señor Liotard. Ya conoce mi despacho. El antepenúltimo a la izquierda, al fondo del pasillo. Sonrió al juez Dossin que no se encontraba muy a gusto y se dirigió hacia la puertecita por la que la P. J. se comunica con el Palacio de Justicia. Más que nunca aquello parecía un enjambre, teléfonos que funcionaban tras las puertas, personas esperando en todos los rincones, inspectores que corrían por los pasillos.
—Creo que alguien le espera en su despacho, señor comisario. Cuando empujó la puerta, encontró a Fernande sola con el joven Lapointe que, sentado en el sitio de Maigret, la escuchaba tomando notas. Confuso, se levantó. La mujer del encuadernador llevaba una gabardina beige con cinturón y un sombrero del mismo tejido.
—¿Qué tal está? —preguntó—. ¿Viene usted de verle? ¿Sigue allí arriba?
—Está muy bien. Admite que Liotard fue al taller la tarde del 21.
—Acaba de ocurrir algo más grave —dijo ella—. Sobre todo le suplico que tome en serio todo lo que voy a decirle. Esta mañana, salí de la calle Turenne, como de costumbre, para ir a llevar su comida a la Santé. Ya conoce usted esas cacerolitas esmaltadas donde la meto.
»Cogí el metro de la estación Saint-Paul y cambié en Chátelet. De paso había comprado el periódico, ya que todavía no había tenido tiempo de leerlo.
»Había un sitio libre al lado de la puerta. Me senté y empecé a leer el artículo que usted ya sabe.
»Había dejado las cacerolas superpuestas en el suelo, a mi lado, y podía sentir el calor en mi pierna.
»Debía de ser la hora de algún tren ya que, unas cuantas estaciones antes de Montparnasse, subió mucha gente en el vagón, mucha gente con maletas.
»Embebida en la lectura no prestaba atención a lo que ocurría a mi alrededor cuando tuve la sensación de que tocaban mis cacerolas.
»Sólo tuve tiempo para ver una mano que trataba de volver a tapar una.
»Me levanté y me volví hacia mi vecino. Llegábamos a Montparnasse donde yo tenía que cambiar. Casi todo el mundo bajó.
»No sé cómo lo consiguió pero logró tirar el aparato y desaparecer por el andén antes de que le viese de frente.
»La comida se cayó. Le he traído las cacerolas que, aparte de la de abajo, están casi vacías.
»Puede mirar usted mismo. Hay una lámina de metal con un mango que las mantiene cerradas.
»No ha podido abrirse solo.
»Estoy segura de que alguien me seguía y ha intentado echar veneno en la comida destinada a Frans.
—Lleva esto al laboratorio —dijo Maigret a Lapointe.
—Tal vez no encuentren nada. Pues fatalmente donde han intentado echar el veneno ha sido en la cacerola de encima y está completamente vacía. ¿Me cree usted de todas formas, señor comisario? Ha podido usted darse cuenta que he sido sincera con usted.
—¿Siempre?
—En la medida posible. Esta vez se trata de la vida de Frans. Tratan de suprimirlo y esos cerdos han querido utilizarme a mí sin yo darme cuenta. Estaba llena de amargura.
—Únicamente, si no hubiese estado embebida en la lectura habría podido ver al hombre. Lo único que sé es que llevaba un impermeable más o menos del mismo color que el mío y que sus zapatos negros estaban viejos.
—¿Joven?
—No muy joven. Tampoco viejo. Una edad media. O más bien un hombre sin edad, ¿comprende lo que quiero decir? Tenía una mancha junto al hombro, en su impermeable. Me di cuenta cuando se escapó.
—¿Alto? ¿Delgado?
—Más bien bajo. En todo caso una estatura media. Con aspecto de rata, si quiere mi opinión.
—¿Y está segura de no haberle visto nunca? Reflexionó.
—No. No me recuerda nada. Luego, con cierta alegría. —Ya recuerdo. Estaba precisamente leyendo el artículo de la historia de la señora y el chiquillo y del Hotel Beauséjour. Me hizo pensar en uno de los dos hombres, ese del que la dueña dijo que parecía un vendedor de tarjetas transparentes. ¿No se burla de mí?
—No.
—¿No cree que lo estoy inventando?
—No.
—¿Cree usted que han intentado matarle?
—Es posible.
—¿Qué va a hacer?
—Todavía no lo sé. Lapointe entró y anunció que el laboratorio no podría dar su informe antes de varias horas.
—¿Cree mejor que se contente con la comida de la cárcel?
—Sería más prudente.
—Se preguntará por qué no le he mandado su comida. No le veré hasta dentro de dos días, en la visita. No lloraba, no exageraba, pero sus ojos oscuros, con muchas ojeras, estaban llenos de inquietud y de tristeza.
—Venga conmigo. Hizo un guiño a Lapointe, la precedió por las escaleras, por los pasillos que cada vez se quedaban más desiertos a medida que avanzaban. Le costó trabajo abrir una ventanilla que daba al patio donde un coche celular esperaba.
—No tardará en bajar. ¿Permite? Tengo trabajo arriba… Hizo un gesto señalando a la parte alta. Ella le siguió con la mirada, incrédula, luego se agarró con las dos manos a los barrotes tratando de ver lo más lejos posible en la dirección en que Steuvels iba a aparecer.