Capítulo tres

El apartamento de la calle Lepic

Seguía luciendo un sol claro, con un fresquito seco que originaba vapor ante los labios y que helaba la punta de los dedos. Maigret no había dejado por ello de quedarse de pie en la plataforma del autobús y ora gruñía, ora sonreía a pesar suyo, leyendo el diario de aquella mañana. Tenía tiempo de sobra. Su reloj aún no marcaba las ocho y media cuando penetró en el despacho de los inspectores en el preciso momento en que Janvier, sentado sobre una mesa, intentaba bajar escondiendo el periódico que estaba leyendo en voz alta. Estaban allí cinco o seis, sobre todo, los jóvenes; esperaban que Lucas les asignase su tarea para ese día. Evitaban mirar al comisario y algunos, observándole de reojo, conseguían a duras penas guardar un aire de seriedad. Lo que no podían saber es que el artículo le había divertido tanto como a ellos y que era tan sólo por complacerles, ya que era lo que esperaban, por lo que Maigret tomaba aspecto de enfado. Un título se extendía a tres columnas, en la primera página:

La aventura de la señora Maigret

Los hechos que habían ocurrido el día anterior a la mujer del comisario, en la plaza de Anvers, se contaban con todo detalle y no faltaba más que una foto de la señora Maigret, con el chico con el que no había tenido más remedio que cargar. Empujó la puerta del despacho de Lucas, que había leído el artículo él también, y que tenía sus razones para tomarse la cosa con más seriedad.

—Espero que no haya usted pensado que he sido yo. Me he asombrado esta mañana al abrir el periódico. Desde luego no he hablado a ningún periodista. Ayer, poco tiempo después de nuestra conversación, hablé con Lamballe, del distrito IX, a quien tuve que contarle todo el asunto, pero sin citar el nombre de su señora, encargándole que buscase el taxi. A propósito, acaba de telefonearme que ya ha encontrado al chófer, de pura casualidad. Le ha mandado para aquí. Llegará dentro de unos minutos.

—¿Había alguien en tu despacho cuando llamaste a Lamballe?

—Probablemente. Siempre hay alguien. Y posiblemente estaba abierta la puerta que comunica con el despacho de los inspectores. ¿Pero quién? Me asusta pensar que hay un soplón aquí mismo.

—Ya me lo figuré ayer. El día 21 ya se había producido un soplo, porque, cuando tú fuiste a la calle de Turenne para registrar la casa del encuadernador, Philippe Liotard ya había sido advertido.

—¿Por quién?

—No lo sé. Pero no puede ser más que por alguien de aquí.

—¿Por eso había desaparecido la maleta cuando yo llegué?

—Es más que probable.

—En ese caso, ¿por qué no escondieron también el traje con las manchas de sangre?

—Quizás no se les ocurriera o puede que pensasen que no se determinaría la naturaleza de las manchas. ¿Quizás no tuviesen tiempo?

—¿Quiere usted que pregunte a los inspectores, patrón?

—Yo lo haré. Lucas aún no había terminado de desmenuzar el correo extendido sobre la larga mesa que había adoptado como despacho.

—Aún no lo sé. Tengo que hacer verificar varias informaciones sobre la maleta, precisamente. Una carta anónima dice simplemente que no ha salido de la calle Turenne, y que tenemos que ser ciegos para no encontrarla. Otro pretende que el nudo del asunto está en Concarneau. Una carta de cinco páginas con letra menuda expone, con ayuda de muchos razonamientos, que es el gobierno quien ha montado el asunto por entero para desviar la atención pública del aumento del coste de la vida. Maigret entró en su despacho, se quitó el sombrero y el abrigo, llenó de carbón, pese a la benignidad del tiempo, la única estufa que aún existía en el Quai des Orfèvres y que tanto le había costado conservar cuando habían instalado la calefacción central. Entreabriendo la puerta del despacho de los inspectores, llamó al joven Lapointe que acababa de llegar de la calle.

—Siéntate. Cerró de nuevo la puerta con cuidado, repitió al joven que se sentara y dio dos o tres vueltas a su alrededor lanzándole ojeadas curiosas.

—¿Eres ambicioso?

—Sí, señor comisario. Me gustaría hacer una carrera como la suya. ¿Casi se puede llamar pretensión, no es cierto?

—¿Tienen dinero tus padres?

—No. Mi padre es empleado de banco en Meulan, y le costó trabajo educarnos convenientemente, a mis hermanos y a mí.

—¿Estás enamorado? No se sonrojó ni se turbó.

—No. Aún no. Tengo tiempo. No tengo más que veinticuatro años y no quiero casarme antes de haberme asegurado una situación.

—¿Vives solo en un apartamento?

—No, gracias a Dios. Mi hermana más joven, Germaine, está también en París. Trabaja en una casa de editorial de la orilla izquierda. Vivimos juntos y, por la noche, a ella le da tiempo de cocinar, y resulta una economía.

—¿Tiene novio?

—No tiene más que dieciocho años.

—¿Volviste aquí directamente la primera vez que fuiste a la calle Turenne? Se sonrojó por un instante, y dudó un buen rato antes de contestar.

—No —contestó por fin—. Estaba tan orgulloso y feliz de hacer algo, que tomé un taxi y pasé por la calle de Bac para poner al corriente a Germaine.

—Está bien. Gracias. Lapointe, turbado e inquieto, dudaba mucho en marcharse.

—¿Por qué me ha preguntado usted eso?

—¿Soy yo el que pregunta, no? Puede que más tarde también a ti te toque preguntar. ¿Estabas ayer en el despacho del inspector Lucas cuando telefoneó al distrito IX?

—Estaba en el despacho de al lado y la puerta de comunicación estaba abierta.

—¿A qué hora se lo contaste a tu hermana?

—¿Cómo lo sabe usted?

—Contesta.

—Ella acaba su trabajo a las cinco. Me esperó como ocurre a menudo en el bar de La Grosse Horloge, y tomamos juntos el aperitivo.

—¿No te separaste de ella en toda la noche?

—Fue al cine con una amiga.

—¿Viste a la amiga?

—No. Pero la conozco.

—Eso es todo, puedes irte. Hubiera querido explicarse mejor, pero acababan de anunciarle que un chófer de taxi quería verle. Era un hombre gordo, de unos cincuenta años, que debía de haber sido conductor de coches de caballos de joven, y que, a juzgar por su aliento, había probablemente bebido unas cuantas copas antes de venir a ver al comisario.

—El inspector Lamballe me dijo que viniese a verle a usted por el asunto de aquella señora.

—¿Cómo se enteró que eras tú quien la había llevado?

—Yo estaciono, de costumbre, en la plaza Pigalle y él vino a hablarme ayer noche, como habló con todos los compañeros. Fui yo quien la llevé.

—¿A qué hora? ¿Adónde?

—Debían de ser cerca de la una. Acababa de comer, en un restaurante de la calle Lepic. Mi coche estaba a la puerta. Vi a una pareja salir del hotel de enfrente, y la mujer se precipitó en seguida hacia mi taxi. Pareció desilusionada cuando vio el sombrero sobre la bandera. Como yo ya estaba tomando el café me levanté y a través de la calle le grité que esperase.

—¿Cómo era su compañero?

—Bajito y gordo, muy bien vestido, con aspecto de extranjero. Entre cuarenta y cincuenta años, no estoy muy seguro. Tampoco me fijé mucho en él. Se volvió hacia ella y le habló en un idioma extranjero.

—¿Qué idioma?

—No sé. Yo soy de Pantin y nunca he sabido reconocer los potingues.

—¿Qué dirección le dio?

—Estaba nerviosa, impaciente. Me pidió que pasara primero por la plaza de Anvers y que frenase. Ella miraba por la portezuela.

»—Pare usted un momento —me dijo entonces— y arranque de nuevo cuando se lo diga.

»Hacía señas a alguien. Una comadre gordita con un niño se acercó. La señora abrió la portezuela, hizo subir al chico y me ordenó que siguiese.

—¿No le pareció a usted un rapto?

—No, porque habló con la señora. No mucho. Lo que se dice unas palabras. Y la otra tenía aspecto más bien de alivio.

—¿Adónde condujo usted a la madre y al niño?

—Primero a la Porte de Neuilly. Allí, cambió de parecer y me pidió que la llevara a la estación Saint Lazare.

—¿Bajó allí?

—No. Me paró en la plaza de Saint-Augustin. Y gracias a que había un embotellamiento, pude ver en mi retrovisor, que llamaba a otro taxi, uno de la «Urbana», cuya matrícula no pude ver.

—¿Hubiera querido hacerlo?

—Por costumbre. Ella estaba realmente sobreexcitada, y no es natural, después de haberme llevado a la Porte de Neuilly, hacerme parar en la plaza de Saint-Augustin para llamar a otro coche.

—¿Le dijo algo ella al niño durante el trayecto?

—Tan sólo dos o tres frases. Para que se estuviese quieto. ¿Hay alguna recompensa?

—Quizás. Aún no lo sé.

—Es que he perdido toda la mañana. Maigret le tendió un billete y, algunos minutos más tarde, empujaba la puerta del despacho del director de la P. J. en donde el «informe» había ya empezado. Los jefes de servicio estaban allí alrededor del despacho de caoba, hablando tranquilamente de los asuntos en curso.

—¿Y usted, Maigret? ¿Qué tal su Steuvels? Por sus sonrisas, se veía que todos habían leído el artículo de por la mañana; de nuevo, y también por complacerles, Maigret se mostró gruñón. Eran las nueve y media. El timbre del teléfono resonaba, el director contestó y tendió el aparato a Maigret diciéndole:

—Torrence quiere hablar con usted. La voz de Torrence, al otro lado del hilo, estaba excitada.

—¿Es usted, patrón? ¿No ha encontrado usted a la señora del sombrero blanco? El periódico de París acaba de llegar y he leído el artículo. Y resulta que la descripción corresponde a alguien cuya pista he encontrado aquí.

—Cuéntame eso.

—Como no hay manera de sacarle nada a esta tonta de empleada de Correos, que pretende no tener memoria, me puse a buscar por los hoteles, por los apartamentos, a preguntar a los garajistas y a los empleados de ferrocarril.

—Ya sé.

—Aún no estamos en la temporada de verano, y las personas que desembarcan en Concarneau son habitantes de la región, o personas a las que se conoce poco más o menos, viajantes de comercio, o…

—Abrevia. Porque la conversación se había interrumpido a su alrededor.

—Me dije que, si alguien había venido a París o de cualquier otra parte para mandar el telegrama…

—Figúrate que ya he comprendido.

—¡Pues bien! Hay una señora con un traje azul y sombrero blanco que llegó la misma noche en que se mandó el telegrama. Bajó del tren a las cuatro y el cable fue puesto a las cinco menos cuarto.

—¿Tenía equipaje?

—No. Espere. No durmió en el hotel. ¿Conoce usted el Hotel du Chien Jaime, al final del muelle? Pues allí cenó y después se quedó sentada en un rincón de la sala del café hasta las once. O sea que tomó el tren de las once cuarenta.

—¿Te aseguraste?

—Aún no he tenido tiempo, pero estoy seguro, ya que salió del café con el tiempo justo y además pidió un horario de los ferrocarriles en cuanto acabó de cenar en el hotel.

—¿No habló con nadie?

—Sólo a la camarera. Estuvo leyendo todo el tiempo. Incluso mientras comía.

—¿No has podido enterarte qué libro era el que leía?

—No. La camarera dice que tenía un acento extraño, pero no sabe cuál. ¿Qué hago ahora?

—Vuelve a ver a la empleada de Correos, naturalmente.

—¿Y después?

—Me telefoneas o telefoneas a Lucas si yo no estoy en el despacho y luego vuelves. Al colgar, Maigret tenía una pequeña chispa de alegría en la mirada.

—Quizás sea la señora Maigret la que nos ponga sobre la pista —dijo—. ¿Permite usted, patrón? Tengo que hacer en persona algunas verificaciones de urgencia. Lapointe, por suerte, estaba aún en el despacho de los inspectores, visiblemente inquieto.

—¡Ven conmigo, tú! Tomaron uno de los taxis que estacionaban en el Quai, y el joven Lapointe aún no estaba tranquilo ya que era la primera vez que el comisario le llevaba consigo de esa manera.

—A la esquina de la plaza Blanche y la calle Lepic, por favor. Era la hora en que, en Montmartre, y en la calle Lepic en particular, los carros de verduras y de frutas cubrían los bordes de las aceras exhalando un buen olor a tierra y a primavera. Maigret reconoció, a la izquierda, el pequeño restaurante en donde había comido el taxista, y, enfrente, el Hotel Beauséjour, del que no se veía sino una estrecha puerta entre dos tiendas, una carnicería y una tienda de ultramarinos. Habitaciones por meses, semanas o días. Agua corriente. Calefacción central. Precios económicos. Había una puerta acristalada en el fondo del pasillo y después una escalera con un cartel: Recepción. Una manaza pintada en negro, señalaba hacia lo alto de las escaleras. El despacho estaba en el entresuelo. Era una habitación estrecha que daba a la calle y donde las llaves colgaban en un tablero.

—¿Hay alguien? —llamó. El olor le recordó la época en que, de la edad de Lapointe poco más o menos, formaba parte de la brigada de hoteles, y pasaba sus días yendo de apartamento en apartamento. Olía al mismo tiempo a lejía y a sudor, las camas sin hacer, las palanganas para lavarse, y la cocina calentada por un hornillo de alcohol. Una mujer pelirroja, con la blusa desabrochada, se inclinó sobre la barandilla.

—¿Qué pasa? Luego, comprendiendo en seguida que se trataba de la policía, dijo de mala gana:

—¡Voy! Aún estuvo un momento andando por arriba, moviendo los sacos y los cepillos; por fin la vieron aparecer abrochándose el corsé sobre un pecho desbordante. De cerca se descubría que su cabello era casi blanco en la raíz.

—¿Qué pasa ahora? Ya me verificaron ayer y no tengo más que inquilinos tranquilos. ¿Pero ustedes no son de la brigada de hoteles, no? Sin contestar, Maigret le describió, todo lo que el testimonio del chófer se lo permitía, al compañero de la señora del sombrero blanco.

—¿Le conoce usted?

—Quizás. No lo sé. ¿Cómo se llama?

—Eso es precisamente lo que yo quiero saber.

—¿Quiere usted ver los libros?

—Quiero primero que me diga usted si tiene algún cliente que se le parezca.

—No se me ocurre más que el señor Levine.

—¿Quién es?

—No lo sé. Persona de dinero, en todo caso, pues me pagó una semana por adelantado.

—¿Sigue aquí?

—No. Se fue ayer.

—¿Solo?

—Con el niño, claro.

—¿Y la señora?

—¿La niñera?

—Un instante. Vamos a empezar por el principio y ganaremos tiempo.

—Más tarde, porque tengo prisa. ¿Qué es lo que ha hecho el señor Levine?

—Conteste a mis preguntas, ¿quiere? ¿Cuándo llegó?

—Hace cuatro días. Puede usted verificar en los libros. Le dije que no tenía habitación y era verdad. Insistió y le pregunté que para cuánto tiempo era y él contestó que pagaría una semana por adelantado.

—¿Cómo pudo usted alojarle si no tenía habitaciones? Maigret conocía la respuesta, pero quería hacérsela decir. En esos hoteles, se reserva casi siempre las habitaciones del primer piso para las parejas que las ocupan un rato o una hora.

—Siempre hay alguna habitación reservada —respondió ella.

—¿El niño estaba con él?

—No en ese momento. Fue a buscarle y volvió con él una hora más tarde. Le pregunté que cómo iba a arreglárselas con un niño tan pequeño y me dijo que una niñera que él conocía se encargaría de ello durante la mayor parte del día.

—¿Le enseñó su pasaporte, su tarjeta de identidad? Ella tenía el deber, según el reglamento, de pedir esos documentos, pero evidentemente su hotel no estaba en regla.

—Llenó él mismo su ficha. En seguida vi que era un hombre respetable. ¿No irá usted a darme la lata por eso, no?

—No es necesario. ¿Cómo iba vestida la niñera?

—Con un traje azul.

—¿Y un sombrero blanco?

—Sí. Venía por la mañana para bañar al pequeño, y luego salía con él.

—¿Y el señor Levine?

—Estaba en su habitación hasta las once o las doce. Creo que se volvía a acostar. Luego salía y no se le volvía a ver en el resto del día.

—¿Y al niño?

—Tampoco. Nunca antes de las siete de la tarde. Era ella quien le traía a casa y le acostaba. Ella se echaba en la cama vestida esperando a que llegara el señor Levine.

—¿A qué hora volvía?

—Nunca antes de la una de la madrugada.

—¿Se iba ella entonces?

—Sí.

—¿No sabe usted dónde vivía?

—No. Tan sólo sé, porque lo he visto, que tomaba un taxi al salir.

—¿Mantenía relaciones íntimas con su inquilino?

—¿Quiere usted saber si se acostaban juntos? No estoy segura, pero creo que ocurría a veces. ¿Estaban en su derecho, no cree usted?

—¿Qué nacionalidad puso el señor Levine en su ficha?

—Francesa. Me dijo que llevaba mucho tiempo en Francia y que se había nacionalizado.

—¿De dónde venía?

—No lo recuerdo. Un colega de usted se llevó ayer las fichas, como todos los martes. Creo que venía de Bordeaux si no me equivoco.

—¿Qué ocurrió ayer al mediodía?

—Al mediodía no sé.

—¿Por la mañana?

—Vino alguien a buscarle hacia las diez. La señora y el niño habían salido hacía rato.

—¿Quién vino?

—No le pregunté su nombre. Un tipo no muy bien vestido, poco brillante.

—¿Francés?

—Es probable. Le di el número de la habitación.

—¿No había venido nunca?

—Nunca había venido nadie aparte de la niñera.

—¿Tenía acento del Mediodía?

—Más bien acento parisino. Ya sabe usted, uno de esos tipos que le paran a uno en el bulevar para venderle tarjetas postales transparentes, o para llevarle a ya sabe usted dónde.

—¿Se quedó mucho tiempo?

—No.

—Es decir, que se quedó solo mientras que se iba el señor Levine.

—¿Llevándose el equipaje?

—¿Cómo lo sabe usted? Me extrañó verle llevarse el equipaje.

—¿Tenía mucho?

—Cuatro maletas.

—¿Oscuras?

—Casi todas las maletas son oscuras, ¿no? De todas formas eran de buena calidad, y por lo menos dos eran de cuero verdadero.

—¿Qué le dijo a usted?

—Que debía marcharse precipitadamente. Que salía de París ese mismo día, pero que volvería para recoger las cosas del niño.

—¿Cuánto tiempo tardó en volver?

—Aproximadamente una hora. Acompañado de la señora.

—¿No le extrañó no ver al chico?

—¿También sabe usted eso? Se volvía cada vez más prudente, porque comenzaba a darse cuenta que se trataba de un asunto grave, y que la policía sabía más de lo que Maigret parecía saber.

—Se quedaron un buen rato en la habitación los tres, hablando a voz bastante alta.

—¿Como si regañasen?

—En todo caso, como si discutiesen.

—¿En francés?

—No.

—¿El parisino tomaba parte en la conversación?

—Poco. Salió de la habitación el primero, y no le volví a ver. Luego el señor Levine y la señora salieron a su vez. Como me encontré con ellos en el pasillo me dio las gracias y me dijo que pensaba volver dentro de unos días.

—¿No le pareció a usted extraño?

—Si tuviese usted desde hace dieciocho años un hotel como éste, nada le parecería ya extraño.

—¿Fue usted quien arregló después su habitación?

—Fui con la muchacha.

—¿No encontró usted nada?

—Colillas de cigarrillos por todas partes. Fumaba cincuenta por día. De una marca americana. Y también periódicos. Compraba casi todos los que salen en París.

—¿No había periódicos extranjeros?

—No. Ya pensé en ello.

—¿Así que estaba usted intrigada?

—Siempre me gusta curiosear.

—¿Qué más?

—Porquerías, como de costumbre. Un peine roto, ropa interior desgarrada…

—¿Con iniciales?

—No. Era del niño.

—¿De buena calidad?

—Bastante buena, sí. Mejor de lo que tengo costumbre de ver aquí.

—Volveré a verla.

—¿Por qué?

—Porque algunos detalles que ahora se le olvidan, le volverán seguramente a la memoria. ¿Ha estado usted siempre en buenas relaciones con la policía? ¿No la molestan demasiado?

—Ya comprendo. Pero no sé nada más.

—Hasta la vista. Se encontraron Lapointe y él, en la acera, soleada en medio del barullo.

—¿Un aperitivo? —propuso Maigret.

—Nunca bebo.

—Mejor. ¿Has pensado en lo que te dije esta mañana? El joven comprendió de lo que se trataba, en seguida.

—Sí.

—¿Y qué?

—Hablaré con ella esta noche.

—¿Sabes quién es?

—Tengo un conocido periodista, precisamente en el periódico en donde ha aparecido el artículo, pero no le vi ayer. Además nunca le hablo de lo que ocurre en el Quai des Orfèvres y siempre se está metiendo conmigo por ello.

—¿Le conoce tu hermana?

—Sí. Pero no creía que saliesen juntos. Si se lo digo a mi padre, la hará volver a Meulan.

—¿Cómo se llama el periodista?

—Bizard. Antoine Bizard. También está solo en París. Su familia vive en Gorréze. Tiene dos años menos que yo y ya firma algunos de sus artículos.

—¿Ves a tu hermana al mediodía?

—Eso depende. Cuando estoy libre y no estoy muy lejos de la calle del Bac, voy a comer con ella en un pequeño restaurante que hay no muy lejos de su oficina.

—Vete hoy. Cuéntale todo lo que hemos sacado esta mañana.

—¿Debo hacerlo?

—Sí.

—¿Y si lo repite?

—Lo repetirá.

—¿Es eso lo que usted quiere?

—Ve. Sobre todo sé amable con ella. Haz como si no sospecharas nada.

—Sin embargo, no puedo dejarla salir con un hombre. Mi padre me recomendó…

—Ve.

Maigret, por placer, bajó a pie la calle de Notre-Dame-de-Lorette, y no tomó un taxi hasta el barrio de Montmartre, después de entrar en una cervecería para tomarse una caña.

—¿Al Quai des Orfèvres?

Luego cambió de parecer, y golpeó en el cristal.

—Pase por la calle de Turenne.

Vio la tienda de Steuvels, cuya puerta estaba cerrada, ya que Fernande debía estar como cada día en camino hacia la cárcel, con sus cacerolas debajo del brazo.

—Espere un momento.

Janvier estaba en el bar de El Gran Turenne y, al reconocerle, le dirigió un guiño. ¿De qué nueva verificación le habría encargado Lucas? Estaba charlando con el zapatero, y con dos obreros de batas blancas, y se reconocía desde lejos el color lechoso de los anisetes.

—Gire a la izquierda. Vaya por la plaza de Vosges y por la calle de Birague.

Así pasaba por delante del Tabac des Vosges, en donde estaba Alfonsi en una mesa solo, cerca de la vitrina.

—¿Baja usted?

—Sí. Espéreme un instante.

Entró en El Gran Turenne, al fin, para decirle dos palabras a Janvier.

—Alfonsi está enfrente. ¿Has visto allí periodistas esta mañana?

—Dos o tres.

—¿Los conoces?

—No a todos.

—¿Tienes mucho trabajo?

—Nada importante. Si me necesita estoy libre. Quería hablar con el zapatero.

Se habían alejado lo suficiente del grupo y hablaban en voz baja.

—He tenido una idea, después de haber leído el artículo. Evidentemente el tipo habla mucho. Quiere ser un personaje importante e inventaría cosas para conseguirlo. Sin contar que cada vez que tiene algo que contar saca un vasito de vino. Como vive justo enfrente al taller de Steuvels, y que, él también, trabaja en su ventana, le he preguntado si venía alguna mujer a ver al encuadernador.

—¿Qué ha contestado?

—No mucho. Se acuerda sobre todo de una vieja dama; debe de ser rica y viene en coche con un chófer con librea, que deposita sus libros; y también, hace un mes o así, una señora muy elegante, con abrigo de visón. ¡Espere! Insistí para saber si no había venido más que una vez. Pretende que no. Que volvió hace aproximadamente dos semanas, con un traje azul y un sombrero blanco. Era un día en que hacía muy buen tiempo, parece ser, y había en el periódico un artículo sobre el castaño de Saint Germain des Prés.

—Se puede averiguar cuándo fue.

—Eso es lo que yo pensé.

—¿Así que bajó al sótano?

—No. Pero desconfío algo. Él también ha leído el artículo, es evidente, y es posible que invente algo para hacerse el interesante. ¿Qué quiere usted que haga?

—Seguir a Alfonsi. No le sueltes en todo el día. Establecerás una lista de las personas que le han dirigido la palabra.

—¿No tiene que enterarse de que le vigilo?

—No importa que lo sepa.

—¿Y si me habla?

—Contéstale.

Maigret salió con el olor del pernod en la nariz y su taxi le dejó en el Quai, en donde encontró a Lucas ocupado en prepararse bocadillos. Había dos vasos de cerveza sobre la mesa, y el comisario tomó uno sin reparo.

—Acaba de telefonear Torrence. La empleada de Correos le ha dicho que cree recordar a una cliente de sombrero blanco, pero no puede afirmar que sea ella quien haya puesto el telegrama. Según Torrence, incluso si tuviese la certidumbre no lo diría.

—¿Vuelve para aquí Torrence?

—Llegará a París esta misma noche.

—¿Llama a la «Urbana», quieres? Hay que encontrar otro taxi. O quizás dos. ¿Acaso la señora Maigret, que aún tenía cita con su dentista, habría salido con adelanto, como los otros días para pasar unos minutos en el banco del jardincillo de Anvers?

Maigret no volvió a comer a su casa. Los bocadillos de Lucas le tentaban e hizo que subieran para él también de la Cervecería Dauphine. De costumbre ésa era buena señal.