Capítulo dos

Las preocupaciones de «El Gran Turenne»

Maigret tenía una manera muy suya de subir los dos pisos del Quai des Orfèvres: al principio de la escalera, cuando la luz del exterior llegaba casi pura, adoptaba un aire bastante indiferente; luego, a medida que penetraba en la oscuridad del viejo inmueble, parecía más preocupado, como si los problemas de su despacho se apoderasen de él según se iba acercando. Cuando pasaba delante del conserje, se convertía en el jefe. Aquellos últimos tiempos, había tomado la costumbre antes de empujar la puerta, tanto por la mañana como por la tarde, de dar una vuelta por el despacho de los inspectores y, sin quitarse el sombrero, con el abrigo echado sobre los hombros, entraba a ver El Gran Turenne. Era la nueva «lata» del Quai, y era reveladora de la amplitud que había tomado el asunto Steuvels. Lucas, a quien habían confiado el cargo de centralizar los informes, de confrontarlos y tenerlos al día, no tardó en verse agobiado de trabajo, ya que era también él quien recibía las llamadas telefónicas, abría el correo concerniente al asunto y recibía a los informadores. Incapaz de trabajar en el despacho de los inspectores, en el que reinaba un vaivén continuo, se había refugiado en una habitación de al lado, en cuya puerta una mano graciosa no había tardado en escribir:

El Gran Turenne

En cuánto un inspector había acabado con cualquier asunto, en cuanto alguien volvía de cumplir su misión, había un colega dispuesto a preguntarle:

—¿Estás libre?

—Sí.

—¡Vete a ver El Gran Turenne!

¡En seguida te engancha! Era verdad. Lucas nunca tenía bastante gente para sus verificaciones y probablemente no había nadie en el servicio que no hubiese ido por lo menos una vez a darse una vuelta por la calle Turenne. Todos conocían la encrucijada, junto a la casa del encuadernador, con sus tres cafés: primero, el café-restaurante, en la esquina de la calle Francs-Bourgeois, luego El Gran Turenne, enfrente, y, por último, a treinta metros, en la esquina de la plaza de Vosges, el Bar des Vosges, que los reporteros habían adoptado como cuartel general. Ya que también trabajaban en el asunto, los policías, por su parte, se reunían en El Gran Turenne, a través de cuyos cristales podía verse el taller del flamenco. Era su cuartel general, del que, en cierto modo, el despacho de Lucas se había convertido en sucursal. Lo más curioso era que el buen Lucas, ocupado con su trabajo de clasificación, era probablemente el único que aún no había puesto los pies en el taller, desde su visita del primer día. De todos, no dejaba de ser él el que mejor conocía el rincón. Sabía que después de El Gran Turenne (¡el café!) había un almacén de vinos de marca, Les Caves de Bourgogne, y conocía a los propietarios: sólo tenía que consultar una ficha para saber lo que habían contestado a cada uno de los que les interrogaron. No. Ellos no habían visto nada. Pero, el sábado por la tarde, se fueron al valle de Chevreuse, donde pasaban el fin de semana en un pabellón que habían hecho construir. Después de Les Caves de Bourgogne, estaba la tienducha de un zapatero que se llamaba señor Bousquet. Éste, por el contrario, hablaba demasiado, pero tenía el defecto de no decir lo mismo a todo el mundo. Dependía del momento del día en que le interrogaban, del número de aperitivos y de copas que había ido a beber a una de las tres esquinas indiferentemente. Luego estaba la papelería Frére, y detrás, en el patio, había una cartonería. Encima del taller de Frans Steuvels, en el primer piso del antiguo hotel particular, se fabricaban joyas en serie. Era la casa Sass y Lapinsky, que tenía empleadas a una veintena de obreras y cuatro o cinco obreros, estos últimos titulares de nombres imposibles. Todo el mundo había sido interrogado, algunos cuatro o cinco veces, por diferentes inspectores, sin hablar de las múltiples preguntas de los periodistas. En el despacho de Lucas había dos mesas de madera clara cubiertas de papeles, de planos, de apuntes en donde sólo él sabía dónde estaba cada cosa. Y, sin cansarse, Lucas ponía sus notas al día. También aquella tarde, Maigret se había colocado a su espalda y había permanecido allí, fumando su pipa. Una página titulada Motivos estaba cubierta de notas que habían tachado una tras otra. Habían buscado por el lado de la política. No en el sentido indicado por Liotard, ya que aquello no tenía ninguna base. Pero Steuvels, que vivía solitario, habría podido pertenecer a alguna organización subversiva. No había dado ningún resultado. Cuanto más se investigaba en su vida, más podía verse que no había ninguna historia. Los libros de su biblioteca, que habían sido examinados uno a uno, eran libros elegidos entre los mejores autores del mundo entero, por un hombre inteligente, particularmente cultivado. No sólo los leía y los volvía a leer, sino que hacía anotaciones al margen. ¿Los celos? Fernande nunca salía sin él, excepto para ir a la compra en el barrio y, desde donde él estaba, casi podía seguirla con la mirada y verla entrar en las tiendas en que compraba. Se habían preguntado si no existía una relación entre el supuesto asesinato y la proximidad de los establecimientos Sass y Lapinsky. No habían robado nada a los fabricantes de joyas. Ni los dueños ni los obreros conocían al encuadernador, excepto por haberle visto a través de la vitrina. Nada tampoco por el lado de Bélgica. Steuvels había salido de allí a la edad de dieciocho años y jamás había vuelto. No se ocupaba de política y no había ninguna apariencia de que perteneciera a algún partido extremista flamenco. Se había calculado todo. Lucas aceptaba las más locas sugerencias; para tranquilidad de su conciencia, abría la puerta del despacho de los inspectores y llamaba a alguno al azar. Se sabía lo que eso significa. Una nueva verificación para hacer en la calle de Turenne o en otra parte.

—Quizá ya haya conseguido algo —dijo esa vez a Maigret, cogiendo una hoja de entre los expedientes esparcidos sobre la mesa—. He hecho pasar una nota a todos los conductores de taxi. Ahora acaba de salir uno de aquí, un ruso nacionalizado. Haré que verifiquen. Era la palabra que estaba de moda entonces: Verificar. —Quería saber si el sábado, 17 de febrero, algún taxi había conducido una o varias personas a casa del encuadernador después de la caída de la noche. El conductor, un hombre llamado Georges Peskine, fue contratado por tres clientes, ese sábado, que le mandaron llevarles a la esquina de la calle de Turenne y de la calle de los Francs-Bourgeois. Eran, pues, más de las ocho y media cuando les dejó, lo cual no encaja demasiado mal con el testimonio de la portera en cuanto al asunto de los ruidos que oyó. El chófer no conoce a sus clientes. Sin embargo, según él, el que parecía más importante de los tres, que fue el que le habló, era un levantino.

—¿Qué idioma empleaban para hablar entre ellos?

—El francés. Otro, un rubio bastante corpulento, de una treintena de años, y dotado de un fuerte acento húngaro, daba la sensación de estar incómodo, inquieto. El tercero, un francés, menos bien vestido que sus compañeros, no parecía pertenecer al mismo medio social que los otros dos.

»Al bajar del coche, el “Levantino” pagó, y los tres subieron por la calle de Turenne en dirección a la casa del encuadernador. Sin esta historia del taxi, Maigret probablemente no hubiera pensado en la aventura de su mujer.

—Ya que estás con los chóferes de taxis, podrías quizá enterarte acerca de un pequeño suceso ocurrido esta mañana. No tiene nada que ver con el asunto, pero me intriga.

Lucas no iba a estar tan convencido de que no tenía nada que ver con su asunto, ya que estaba dispuesto a relacionar con él los acontecimientos más lejanos y más fortuitos. Desde primera hora, por la mañana, se hacía comunicar todos los informes de la policía municipal para asegurarse de que no contenían nada susceptible de entrar en su campo de actividades. Realizaba, solo en su despacho, una tarea enorme, que el público que leía los periódicos y seguía el asunto Steuvels como un serial, estaba lejos de poder imaginar. Maigret le contó en pocas palabras la historia que le había ocurrido a su esposa con la señora del sombrero blanco y el niño.

—Podrías también telefonear a la policía del distrito IX. El hecho de que estuviese sentada todas las mañanas en el mismo banco del jardincillo de Anvers, deja suponer que habita en el barrio. Que verifiquen por los alrededores, en casa de los comerciantes, en los hoteles y en los apartamentos.

¡Verificaciones! En tiempo normal se encontraban hasta diez inspectores a la vez, fumando, redactando informes, leyendo los periódicos, o incluso jugando a las cartas en el despacho de al lado. Ahora, resultaba extraño ver a dos al mismo tiempo. Apenas acababan de entrar cuando El Gran Turenne abría la puerta de su establecimiento.

—Oye, ¿estás libre? Ven un instante.

Y ya era uno más que partía tras una nueva pista. Se había buscado la maleta desaparecida en todas las estaciones así como en todas las tiendas de segunda mano. El joven Lapointe estaba quizás inexperimentado, pero se trataba de un chico serio, incapaz de inventar una mentira. Había, por tanto, en el taller de Steuvels, en la mañana del 21 de febrero, una maleta que ya no estaba cuando el inspector Lucas había ido a su vez a las cinco de la tarde. Y, dentro de lo que los vecinos recordaban, Steuvels no había salido de su casa ese día, y nadie había visto tampoco a Fernande alejarse con una maleta o un bulto. ¿Habían venido a recoger algún trabajo de encuadernación? Eso también había sido «verificado». La embajada de Argentina había hecho recoger un documento que Steuvels había encuadernado suntuosamente, pero no abultaba demasiado y el que lo llevaba lo había sacado de debajo del brazo. Martín, el hombre más culto de la P. J., había trabajado cerca de una semana en el taller del encuadernador, mirando sus libros, estudiando los trabajos realizados por él en los últimos meses, y poniéndose en contacto telefónico con los clientes.

—Es un hombre asombroso —había dicho—. Tiene la clientela más escogida que exista. Todo el mundo tiene plena confianza en él. Trabaja, sobre todo, para ciertas embajadas. Pero, aun por ese aspecto, tampoco había nada de misterioso. Si las embajadas le confiaban sus trabajos, era a causa de que era heraldista, y poseía los hierros de un gran número de escudos, lo que le permitía encuadernar libros o documentos, imprimiendo en ellos las armas de diversos países.

—No tiene usted aspecto alegre, patrón. Ya verá usted, sin embargo, cómo acaba por surgir algo de todo esto. Y el buen Lucas, que no se desanimaba, designaba centenares de papeles que él se dedicaba a reunir cuidadosamente.

—¿Se encontraron dientes en el calorífero, no es eso? No llegaron allí solos. Y, además, alguien puso un telegrama en Concarneau para atraer allí a la mujer de Steuvels. El traje azul colgado en el armario tenía manchas de sangre humana, que habían intentado limpiar en vano. Liotard podrá decir y hacer lo que quiera, pero a mí no me saca de esto. Pero esos papelotes, en los cuales se emborrachaba el inspector, cansaban al comisario, que los miraba con ojos glaucos.

—¿En qué piensa usted, señor comisario?

—En nada. Estoy dudando.

—¿Sobre soltarle?

—No. Eso es cosa del juez de instrucción.

—¿O sea que si se tratase de usted, le haría soltar?

—No lo sé. Estoy dudando de si empezar de nuevo el asunto desde el principio.

—Como usted quiera —replicó Lucas, un poco herido en su amor propio.

—Ello no te impide de continuar tu trabajo, sino todo lo contrario. Si tardamos demasiado, ya no sabremos a qué atenernos. Siempre ocurre lo mismo; en cuanto la prensa se mete en el asunto, todo el mundo tiene algo que decir y nosotros estamos agobiados.

—No por ello he dejado de encontrar al chófer, igual que voy a encontrar al de la señora Maigret. El comisario llenó una nueva pipa, y abrió la puerta. No había ni un solo inspector en el despacho de al lado. Todos estaban en algún sitio, ocupándose del «Flamenco».

—¿Se decide usted?

—Creo que sí. Ni siquiera entró en su despacho, salió del Quai des Orfèvres y llamó inmediatamente el primer taxi que vio.

—¡A la esquina de la calle de Turenne y la calle de los Francs-Bourgeois! Esas palabras, que se oían desde la mañana hasta la noche, resultaban ya repulsivas.

Las personas del barrio, por su parte, nunca habían tenido una fiesta igual. Todos, los unos tras los otros, habían visto su nombre en el periódico. Comerciantes, artesanos, les bastaba ir a tomar un trago en el El Gran Turenne para encontrar a los policías, y, si cruzaban la calle para entrar en el Tabac des Vosges, eran los periodistas quienes les recibían. Diez veces, veinte veces, se les había preguntado su opinión sobre los Steuvels, sobre Fernande, los detalles de sus hechos y de sus gestos. Como ni siquiera había un cadáver, en definitiva, sino tan sólo dos dientes, no resultaba en absoluto dramático, y el asunto parecía más bien un juego sin importancia. Maigret bajó del coche frente a El Gran Turenne, echó una ojeada a su interior; no viendo a nadie de la policía, avanzó un poco, y se encontró ante el taller del encuadernador, en donde, desde hacía tres semanas, la contraventana estaba cerrada, igual que la puerta. No había timbre eléctrico, y llamó con los nudillos, sabiendo que Fernande debía estar en su casa. Era por la mañana cuando ella salía. Cada día, en efecto, desde el arresto de Frans, ella salía a las diez, llevando tres pequeñas cacerolas que se encajaban las unas en las otras, sujetas por un hierro que acababa en una asa. Era la comida de su marido, que llevaba así a la cárcel, en Metro. Maigret tuvo que llamar por segunda vez, y la vio salir de la escalera que reunía el taller con el sótano. Le reconoció, se volvió para hablar a alguien que no se veía desde la puerta, y vino por fin a abrir. Estaba en zapatillas y llevaba un delantal de cuadros. Viéndola así, algo rellena, con el rostro sin maquillar, nadie hubiera reconocido a la mujer que había hecho las aceras hace tiempo en las callejuelas que rodeaban el bulevar Sebastopol. Tenía todas las apariencias de una mujer de interior, de una ama de casa meticulosa, y en tiempo normal debía de tener un carácter alegre.

—¿Es a mí a quien quiere usted ver? —preguntó con un deje de lasitud.

—¿Hay alguien en su casa? Ella no contestó y Maigret se dirigió hacia la escalera, bajó unos peldaños, se inclinó y frunció el entrecejo. Ya le habían señalado la presencia de Alfonsi, que tomaba más a gusto el aperitivo con los periodistas en el Tabac des Vosges, evitando poner los pies en El Gran Turenne. Estaba de pie, como si fuese de la casa, en la cocina donde algo hervía en la lumbre, y, aunque un poco molesto, tuvo una sonrisa irónica hacia el comisario.

—¿Qué haces tú aquí?

—Ya lo ve usted: una visita, como usted. ¿Tengo derecho, no? Alfonsi había pertenecido a la P. J., pero no a la brigada de Maigret. Durante algunos años, había pertenecido a un grupo en donde habían acabado por hacerle comprender que pese a sus protecciones políticas, era un indeseable. De baja estatura, llevaba talones muy altos para hacerse más alto, y quizás un juego de naipes en los zapatos, como algunos insinuaban, e iba vestido siempre con un rebuscamiento exagerado, con un gran diamante, falso o verdadero, en el dedo. Había abierto, en la calle de Notre-Dame-de-Lorette, una agencia de policía privada de la que era a la vez el padrón y único empleado, asistido tan sólo por una extraña secretaria que sobre todo era su querida y con quien se le encontraba por las noches en los cabarets. Cuando habían señalado a Maigret su presencia en la calle de Turenne, el comisario había creído primero que el ex inspector intentaba conseguir algunos informes para venderlos él después a los periodistas. Más tarde, Maigret había descubierto que Liotard lo tenía a sueldo. Era la primera vez que le encontraba personalmente y le gruñó:

—Estoy esperando.

—¿Y qué es lo que espera?

—Que te vayas.

—Pues lo siento, porque aún no he acabado.

—Como quieras. Maigret hizo como si se dirigiese hacia la salida.

—¿Qué va usted a hacer?

—Llamar a uno de mis hombres y ponerle a tus talones día y noche. También tengo derecho a hacerlo.

—¡Bien! ¡De acuerdo! No es necesario que se haga el malo, señor Maigret. Subió la escalera, dirigiendo antes de marcharse un guiño a Fernande.

—¿Viene a menudo? —preguntó Maigret.

—Es la segunda vez.

—Le aconsejo que no se fíe de él.

—Ya lo sé. Conozco a esos tipos. ¿Era quizás una alusión discreta a los tiempos en que dependía de la policía?

—¿Qué tal está Steuvels?

—Bien. Lee durante todo el día. Tiene confianza.

—¿Y usted? ¿Existió realmente un titubeo?

—Yo también. Se la notaba algo cansada.

—¿Qué libros le lleva usted en este momento?

—Está leyendo de nuevo a Marcel Proust de cabo a rabo.

—¿Lo ha leído usted también?

—Sí. Steuvels, por tanto, había educado a su mujer, que un día recogió en la calle.

—Se equivocaría usted si pensase que vengo a verla como enemigo. Conoce usted la situación tan bien como yo. Quiero comprender. Por ahora, no comprendo nada. ¿Y usted?

—Estoy segura de que Frans no ha cometido un crimen.

—¿Le quiere usted?

—Esa palabra no quiere decir nada. Haría falta otra, una palabra hecha a propósito, que no existe. Había subido de nuevo al taller en donde, en la larga mesa que estaba frente a la ventana, estaban alineadas las herramientas de encuadernador. Las prensas estaban detrás en la penumbra, y, en los estantes, unos libros esperaban su turno entre los trabajos ya empezados.

—Tenía costumbres metódicas, ¿no es eso?; me gustaría que me diese usted, lo más exactamente posible, el horario de un día suyo.

—Ya me han preguntado lo mismo.

—¿Quién?

—El señor Liotard.

—¿Se le ha ocurrido a usted que los intereses del señor Liotard no son necesariamente los mismos que los suyos? Era un desconocido hace tres semanas, y lo que busca es obtener el mayor ruido posible alrededor de su apellido. Poco le importa que su marido sea inocente o culpable.

—Perdón. Si prueba su inocencia ello le hará una publicidad inmensa y su reputación quedará establecida.

—¿Y si obtiene su libertad, sin haber probado esa inocencia de una manera irrefutable? Quedará como un astuto. Todo el mundo se dirigirá a él. Mientras que de su marido dirán:

»¡Tuvo realmente suerte que Liotard le sacase del apuro!

»O dicho de otra manera, cuanto más culpable aparezca Steuvels, más mérito tendrá el abogado. ¿Comprende usted?

—Frans, sobre todo, lo comprende.

—¿Se lo ha dicho a usted?

—Sí.

—¿No le gusta Liotard? ¿Por qué lo eligió?

—No lo eligió él. Fue el otro quien…

—Un instante. Acaba usted de decir algo importante.

—Ya lo sé.

—¿Lo ha hecho usted a propósito?

—Quizás. Estoy harta de todo este ruido alrededor nuestro y comprendo de dónde viene. No creo que perjudique a Frans diciendo lo que digo.

—Cuando el inspector Lucas vino a registrar la casa el 21 de febrero a las cinco, no se fue solo, sino que se llevó a su marido.

—Y usted lo interrogó toda la noche —dijo ella con reproche.

—Es mi trabajo. En ese momento Steuvels aún no tenía abogado, ya que no sabía que sería detenido. Y, desde entonces, no fue soltado. Volvió aquí en compañía de Lucas, y por muy poco tiempo. Y, cuando yo le pregunté si había elegido un abogado, él pronunció sin dudarlo el nombre de Liotard.

—Ya veo lo que quiere usted decir.

—¿El abogado vio aquí, por tanto, a Steuvels antes que al inspector Lucas?

—Sí.

—Por consiguiente, ¿el 21 de marzo por la tarde, entre la visita de Lapointe y la de Lucas?

—Sí.

—¿Asistió usted a la entrevista?

—No, estaba abajo, limpiando porque había estado ausente cuatro días.

—¿No sabe usted lo que dijeron? ¿No se conocían antes?

—No.

—¿No fue su marido quien le telefoneó para que viniese?

—Estoy casi segura de que no. Unos chicos del barrio habían venido a pegar las narices al cristal, y Maigret propuso:

—¿No prefiere usted que bajemos? Ella le hizo atravesar la cocina y entraron en la pequeña habitación sin ventanas que era muy bonita, muy íntima, con, alrededor de las paredes, estanterías cargadas de libros, la mesa en la que comía la pareja, y, en un rincón, otra mesita que solía hacer las veces de buró.

—Me preguntaba usted el horario de mi marido. Se levantaba cada día a las seis, en invierno como en verano, y en invierno, su primer cuidado era encender el calorífero.

—¿Por qué no estaba encendido el día 21?

—No hacía demasiado frío. Tras algunos días de helada, el tiempo volvía a ser bueno, y ninguno de los dos somos frioleros. En la cocina tengo el hornillo de gas que calienta lo bastante y en el taller hay otro que Frans utiliza para su cola y sus herramientas.

»Antes de lavarse, él iba a buscar croissants a la panadería, mientras que yo preparaba el café, y desayunábamos.

»Después se lavaba y se ponía inmediatamente a trabajar. Yo salía de la casa a eso de las nueve, una vez acabada la mayor parte de la limpieza, para ir a hacer la compra.

—¿No salía él nunca para entregar algún trabajo?

—Muy pocas veces. Le traían los trabajos y luego venían a recogerlos. Cuando tenía él que ir a llevarlos, yo le acompañaba, ya que eran poco más o menos nuestras únicas salidas.

»Comíamos a las doce y media.

—¿Volvía al trabajo inmediatamente?

—Casi siempre, tras pasar un momento en la puerta de la calle fumando un cigarrillo, ya que no fumaba mientras trabajaba.

»Acababa a las siete, y a veces a las siete y media. Yo nunca sabía a qué hora íbamos a cenar, ya que le gustaba acabar el trabajo que había empezado. Después cerraba las contraventanas, se lavaba las manos y, después de cenar, leíamos en esta habitación hasta las diez o las once.

»Salvo el viernes por la noche, en que íbamos al cine Saint Paul.

—¿No bebía?

—Un vaso de alcohol, cada noche, después de cenar. Lo que se dice un vasito, que bien le duraba durante una hora, ya que no hacía más que mojar los labios cada vez.

—¿Y el domingo? ¿Iban ustedes al campo?

—Nunca. Él tenía horror al campo; pasábamos toda la mañana sin vestirnos, de un lado para otro. Él hacía cosas para la casa. Fue él quien hizo todas esas estanterías y casi todo lo demás que hay en esta casa. Por la tarde, íbamos a pasearnos a pie por el barrio de los Francs-Bourgeois, en la isla de Saint-Louis, y luego cenábamos a menudo en un pequeño restaurante que está al lado del Pont-Neuf.

—¿Es avaro? Ella se sonrojó y acabó por contestar con otra pregunta, como hacen las mujeres cuando están en una situación embarazosa:

—¿Por qué me pregunta usted eso?

—¿Hace ya más de veinte años que trabaja de esta manera, no es cierto?

—Ha trabajado durante toda su vida. Su madre era muy pobre. Tuvo una infancia desgraciada.

—Por otra parte pasa por ser el encuadernador más caro de París, y más bien rechaza trabajos en vez de buscarlos.

—Es cierto.

—Con lo que gana, podrían ustedes tener una vida confortable, un apartamento moderno e incluso un automóvil.

—¿Para qué?

—Él dice que nunca ha tenido más de un traje a la vez y el guardarropa de usted no parece mejor abastecido.

—No tengo necesidad de nada. Por otra parte comemos bien.

—Deben ustedes de gastar para vivir la tercera parte de lo que él gana.

—Yo no me ocupo de las cuestiones de dinero.

—La mayoría de los hombres trabajan para un fin determinado. Unos quieren comprarse una casita en el campo, otros sueñan con retirarse, otros se dedican por entero a sus hijos. ¿Él no tenía hijos?

—Desgraciadamente yo no puedo tenerlos.

—¿Y antes de conocerla a usted?

—No. Se puede decir que él no había conocido a ninguna mujer. Se contentaba con lo que usted sabe, y gracias a eso le conocí.

—¿Qué hace con su dinero?

—No lo sé. Seguramente lo invertirá.

Se había encontrado una cuenta corriente, en el banco, a nombre de Steuvels, en la Agencia O de la «Société Genérale» en la calle de Saint-Antoine. Casi cada semana el encuadernador ingresaba cantidades poco importantes que correspondían a las sumas que él percibía de sus clientes.

—Trabajaba por placer de trabajar. Es un flamenco. Empiezo a saber lo que eso quiere decir. Podría pasarse horas con una encuadernación sólo por el placer de conseguir algo realmente notorio. Resultaba curioso: a veces ella hablaba de él en pasado, como si los muros de la prisión le hubiesen ya separado del mundo, y a veces en presente, como si fuese a aparecer de un momento a otro.

—¿Mantenía relaciones con su familia?

—No conoció jamás a su padre. Fue educado por un tío que le colocó, de muy joven, en una institución benéfica, felizmente para él, ya que es allí donde aprendió su empleo. Les trataban muy duramente, y a él no le gusta hablar de ello.

No había más salida del piso que la puerta del taller. Para llegar al patio, era necesario salir por la calle, y pasar por debajo de la bóveda, por delante de la portería. Era extraño en el Quai des Orfèvres oír a Lucas hacer malabarismos con todos esos nombres en los que Maigret apenas conseguía entenderse: la señora Salazar, la portera, la señorita Beguin, la inquilina del cuarto, el zapatero, la vendedora de paraguas, la lechera y su criada, todos y todas de quienes hablaba como si les conociese hace tiempo y de quien enumeraba las manías.

—¿Qué está usted preparándole para mañana?

—Un asado de cordero. Le gusta comer. Tenía usted aspecto de preguntarme antes cuál era su pasión además del trabajo. Probablemente sea la comida. Y, aunque esté sentado todo el día, y que no tome el aire ni haga ejercicio, no he visto a otro hombre tener siempre tanto apetito.

—Antes de conocerla a usted, ¿no tenía amigos?

—No creo. No me ha dicho nada.

—¿Vivía ya aquí?

—Sí. Él mismo limpiaba la casa, y tan sólo una vez por semana la señora Salazar venía a limpiar a fondo. Quizás sea porque ya no se la necesita por lo que nunca me ha querido.

—¿Saben los vecinos…?

—¿Lo que yo hacía antes? No, es decir, no lo sabían hasta la arrestación de Frans. Son los periodistas quienes han hablado de ello.

—¿Se lo han reprochado?

—Algunos. Pero Frans es tan querido que más bien nos compadecen. Era cierto. Si se hubiese hecho en la calle la cuenta de los que estaban a favor y los en contra, los primeros hubieran vencido probablemente. Pero la gente del barrio, al igual que los lectores de periódicos, no tenían gana de que el asunto acabase demasiado pronto. Cuanto más se oscurecía el misterio, y más ardua era la lucha entre la P. J. y Philippe Liotard, más contenta estaba la gente.

—¿Qué es lo que quería Alfonsi?

—No tuvo tiempo de decírmelo. Acababa de llegar cuando entró usted. No me gusta su manera de entrar aquí como en un sitio público, con el sombrero en la cabeza, ni de tutearme llamándome por mi nombre de pila. Si Frans estuviera aquí hace tiempo que le hubiera echado afuera.

—¿Era celoso?

—No le gustan las familiaridades.

—¿La quiere a usted?

—Creo que sí.

—¿Por qué?

—No sé. Quizás porque yo le quiero. Maigret no sonrió. No había, como Alfonsi, mantenido su sombrero en la cabeza. No se mostraba brutal y tampoco adoptaba un aire de astucia. Parecía realmente, en este sótano, un hombre gordo que intentaba honradamente comprender.

—No dirá usted evidentemente nada que pueda volverse contra su marido.

—Desde luego que no. Además no tengo nada que decir en ese aspecto.

—Pero no deja de ser evidente que un hombre ha sido asesinado en este sótano.

—Los expertos así lo afirman y yo no tengo autoridad para contradecirles. Pero en todo caso no ha sido Frans.

—Parece imposible que haya podido ocurrir, sin que él se enterase.

—Sé lo que va usted a decir, pero repito que él es inocente. Maigret se levantó suspirando. Se alegraba de que ella no le hubiese ofrecido nada de beber, como un montón de personas que en iguales circunstancias se creen obligadas a ello.

—Intento volver a empezar desde el principio —confesó él—. Mi intención al venir aquí era la de examinar nuevamente el lugar centímetro por centímetro.

—¿No lo hace usted? ¡Ya han revuelto todo tantas veces!

—Me falta valor. Quizás vuelva. Tendré, sin duda, más preguntas que hacerle.

—Sí, ya comprendo. Subió por la estrecha escalera, y ella le siguió al taller ya casi oscuro del que ella abrió la puerta. Ambos apercibieron al mismo tiempo a Alfonsi en la esquina de la calle.

—¿Quiere usted recibirle?

—Eso me pregunto. Estoy cansada.

—¿Quiere usted que le ordene que la deje tranquila?

—Al menos por esta noche.

—Buenas noches. Ella también le dijo buenas noches y él caminó pesadamente hacia el antiguo policía. Cuando le alcanzó en la esquina, dos jóvenes periodistas les miraban a través de los cristales del Tabac des Vosges.

—¡Lárgate!

—¿Por qué?

—Por nada. Porque ella no quiere que la molestes más hoy. ¿Comprendido?

—¿Por qué se porta usted mal conmigo?

—Sencillamente porque no me gusta tu cara. Y, volviéndole la espalda, cedió a la tradición y entró a El Gran Turenne para beber un vaso de cerveza.