La señora de la plaza de Anvers
La gallina estaba en el fuego, con una hermosa zanahoria roja, una cebolla y un ramito de perejil que asomaba por el puchero. La señora Maigret se asomó para cerciorarse de que el gas, que estaba puesto al mínimo, no corría peligro de apagarse. Luego, cerró las ventanas, excepto la de la alcoba, se preguntó si no había olvidado nada, echó un vistazo al hielo y, satisfecha, salió del apartamento, cerró la puerta con llave y la guardó en su bolso. Era un poco más de las diez de la mañana, de una mañana de marzo. En París el aire era vivo, con un sol resplandeciente. Si hubiese ido andando hasta la plaza de la République, hubiese podido tomar allí un autobús que la habría llevado hasta el bulevar Barbès y habría llegado a la plaza de Anvers a tiempo para su cita de las once. A causa de la señora, bajó la escalera del metro «Richard-Lenoir», a dos pasos de su casa, e hizo todo el trayecto bajo tierra, mirando vagamente, a cada estación, los carteles familiares en las paredes cremosas. Maigret se había burlado de ella, pero no demasiado, ya que desde hacía tres semanas, tenía serias preocupaciones.
—¿Estás segura de que no hay algún buen dentista más cerca de casa? La señora Maigret no había necesitado nunca cuidarse los dientes. La señora Roblin, la inquilina del cuarto —la señora del perro—, le había hablado tanto del doctor Floresco que se había decidido a ir a verle.
—Tiene dedos de pianista. Ni siquiera sentirá usted que trabaja en su boca. Y si va de mi parte, le llevará mucho menos caro que cualquier otro. Era un rumano que tenía su consulta en el tercer piso de un inmueble situado en la esquina de la calle Turgot y de la avenida Trudaine, exactamente frente a la plaza de Anvers. ¿Era la séptima o la octava vez que la señora Maigret iba allí? Siempre tenía la cita a las once. Se había convertido en una rutina. El primer día había llegado más de un cuarto de hora antes, por su temor enfermizo de hacer esperar, y se había consumido en una habitación con una estufa de gas que calentaba demasiado. A la segunda visita también había tenido que esperar. Las dos veces, no la hicieron pasar al gabinete hasta las once y cuarto. A la tercera cita, como hacía sol en la plaza de enfrente y había un alegre ruido de pájaros, se decidió a sentarse en un banco mientras esperaba su hora. Fue así como conoció a la señora del niño. Ahora, se había acostumbrado de tal manera a ello que salía a propósito temprano y tomaba el metro para ganar tiempo. Resultaba agradable ver el césped, los capullos a medio brotar en las ramas de algunos árboles que se recortaban en el muro del liceo. Desde el banco, en el que daba el sol de pleno, se podía seguir con la mirada el movimiento del bulevar Rochechouart, los autobuses verdes y blancos, que parecían enormes animales, y los taxis que se deslizaban entre ellos. La señora estaba allí, con un traje de chaqueta azul, como las demás mañanas, con su sombrerito blanco que le sentaba tan bien y que resultaba muy primaveral. Se corrió para dejar más sitio a la señora Maigret, que se había llevado una chocolatina y se la ofreció al niño.
—Da las gracias, Charles. Tenía dos años, y lo que más chocaba eran sus grandes ojos negros de inmensas pestañas que le daban una mirada de niña. Al principio, la señora Maigret se preguntó si hablaba, si las sílabas que pronunciaba pertenecían a algún lenguaje. Luego comprendió, sin atreverse a indagar sobre su nacionalidad, que la señora y él eran extranjeros.
—Para mí, marzo es el mes más hermoso de París, a pesar de los chaparrones —dijo la señora Maigret—. Algunos prefieren mayo o junio, pero marzo tiene mucho más frescor. A veces se volvía para vigilar las ventanas del dentista, ya que, desde donde se encontraba, podía ver la cabeza del cliente que de costumbre pasaba antes que ella. Era un hombre de unos cincuenta años, bastante gruñón, a quien habían empezado a sacarle toda la dentadura. También le había conocido. Había nacido en Dunkerque, vivía en casa de su hija, que se había casado en el barrio, pero no quería a su yerno. Aquella mañana, el chiquillo, con un cubo rojo y una pala, jugaba con la gravilla. Siempre estaba muy limpio, muy bien arreglado.
—Creo que sólo tengo para dos visitas —suspiró la señora Maigret—. Según lo que me ha dicho el doctor Floresco, hoy empezará con la última muela. La mujer sonreía al escucharla. Hablaba un francés excelente, con un poquito de acento que le añadía cierto encanto. A las once menos seis o siete minutos aún sonreía al chiquillo, que estaba sorprendido por haberse lanzado la arena a la cara; luego, de repente, pareció mirar algo en la avenida Trudaine, pareció dudar, se levantó y dijo con viveza:
—¿No le importaría quedarse con él unos minutos? Vuelvo en seguida. De momento aquello no sorprendió demasiado a la señora Maigret. Únicamente, al pensar en su cita, deseó que la mamá volviese a tiempo y, por delicadeza, no se había vuelto para ver dónde iba. El niño no se había dado cuenta de nada. Estaba agachado y continuaba llenando su cubo rojo de piedrecitas que luego tiraba para empezar de nuevo sin cansarse. La señora Maigret no llevaba reloj. Su reloj hacía años que no andaba y nunca se acordaba de llevarlo al relojero. Un viejo fue a sentarse al banco; debía de ser de aquel barrio, ya que le había visto ya algunas veces.
—¿Podría decirme qué hora es, señor? Tampoco debía de tener reloj, ya que se contentó con decir:
—Alrededor de las once. Ya no se veía la cabeza en la ventana del dentista. La señora Maigret empezó a inquietarse. Le daba vergüenza hacer esperar al doctor Floresco, que era tan amable, tan cariñoso y que jamás se mostraba impaciente. Echó un vistazo a toda la plaza sin ver a la joven del vestido azul. ¿Acaso se había encontrado mal de repente? ¿O es que había visto a alguien con quien necesitaba hablar? Un guardia atravesó la plaza y la señora Maigret se levantó para preguntarle la hora. Eran ya las once. La señora no volvía y los minutos pasaban. El niño levantó la mirada hacia el banco, vio que su madre no estaba allí, pero no pareció preocuparse. ¡Si por lo menos la señora Maigret pudiese avisar al dentista! Sólo tenía que atravesar la calle y subir tres pisos. Estuvo a punto de pedir a su vez al viejo que guardase al chiquillo, sólo para avisar al doctor Floresco, pero no se atrevió, permaneció de pie mirando a su alrededor cada vez más impaciente. La segunda vez que preguntó la hora a un transeúnte, eran las once y veinte. El viejo se había marchado. Sólo quedaba ella en el banco. Había visto al paciente que le precedía salir de la casa de la esquina y dirigirse hacia la calle Rochechouart. ¿Qué debía hacer? ¿Le habría ocurrido algo a la mujer? Si la hubiese pillado un coche, se habría visto a la gente agruparse. ¿Ahora tal vez empezase el niño a inquietarse? Era una situación ridícula. Maigret volvería a burlarse de ella. Lo mejor sería no decirle nada. En seguida telefonearía al dentista para excusarse. ¿Se atrevería a contarle lo que había ocurrido? De repente, tenía calor por culpa de su nerviosismo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al niño. Pero éste se contentó con mirarla con sus ojos oscuros, sin contestar.
—¿Sabes dónde vives? No la escuchaba. Ya se le había ocurrido a la señora Maigret que no comprendía el francés.
—Perdón, señor. ¿Podría decirme la hora que es, por favor?
—Las doce menos veinte, señora. La mamá no volvía. A mediodía, cuando se oyeron las sirenas en el barrio y que los albañiles invadieron un bar vecino, seguía sin aparecer. El doctor Floresco salió del inmueble y se metió en un cochecito negro sin que ella se atreviese a dejar al niño para ir a pedir excusas. Lo que ahora la preocupaba, era la gallina que había dejado en el fuego. Maigret le había dicho que lo más probable es que volviese a comer a la una. ¿Sería mejor avisar a la policía? También para eso tenía que alejarse del jardincillo. Si se llevaba al niño y mientras tanto volvía la madre, se inquietaría muchísimo. ¡Sabe Dios dónde estaba y dónde acabarían por encontrarse! Tampoco podía dejar a un niño de dos años solo en medio de una plazoleta, a dos pasos de los autobuses y de los coches que pasaban sin cesar.
—Perdón, señor, ¿podría decirme qué hora es?
—Las doce y media. Seguramente la gallina empezaba a quemarse; Maigret estaría a punto de volver. Sería la primera vez, después de tantos años de matrimonio, que no la encontraría en casa. También era imposible telefonearle, ya que tendría que alejarse del jardincillo y entrar en un bar. Si por lo menos volviese a ver al agente de policía de hacía un rato, o a cualquier otro guardia, le pediría que telefonease a su marido. Como si fuese hecho a propósito no había ni uno en los alrededores. Miró hacia todos los lados, se sentó, se levantó, creía ver a cada momento el sombrero blanco, pero nunca era el que esperaba. Contó más de veinte sombreros blancos en media hora, y cuatro de ellos los llevaban jóvenes con traje de chaqueta azul.
A las once, mientras la señora Maigret empezaba a inquietarse, retenida en medio de la plaza por tener que guardar a un niño del que ni siquiera sabía el nombre, Maigret se puso el sombrero, salió de su despacho, dijo unas palabras a Lucas, y se dirigió, de mal humor, hacia la puertecilla que comunica los locales de la P. J. con el Palacio de Justicia. Se había convertido en una rutina, más o menos desde hacía el mismo tiempo que la señora Maigret iba a ver a su dentista al distrito IX. El comisario llegó al pasillo de los jueces de instrucción donde siempre había extraños personajes esperando en los bancos, algunos entre dos guardias, y llamó a la puerta sobre la que estaba inscrito el nombre del juez Dossin.
—Entre. Por su estatura, el señor Dossin era el más grande magistrado de París y siempre parecía estar molesto de ser tan alto, excusarse por tener una aristocrática silueta de galgo ruso. —Siéntese, Maigret. Fume su pipa. ¿Ha leído usted el artículo de esta mañana?
—Todavía no he visto los periódicos. El juez puso uno delante suyo, con un gran titular, en la primera página, que decía:
Asunto Steuvels
Philippe Liotard se dirige a la Liga de los Derechos del Hombre
—He tenido una larga conversación con el procurador —dijo Dossin—. Es de la misma opinión que yo. No podemos poner al encuadernador en libertad. El mismo Liotard nos lo impediría por su virulencia. Unas semanas antes, aquel nombre era casi desconocido en el Palacio. Philippe Liotard, que apenas había pasado de los treinta años, nunca había defendido una causa importante. Después de haber sido durante cinco años uno de los secretarios de un abogado famoso, apenas empezaba a volar con sus propias alas y vivía aún en un pisito de soltero sin ningún prestigio, en la calle Bergère, al lado de una casa de socorro. Desde que el asunto Steuvels había estallado, los periódicos hablaban de él todos los días, ofrecía intervius resplandecientes, enviaba comunicados, incluso aparecía, con su sonrisa sarcástica, en la pantalla en las actualidades.
—¿No tiene usted nada de nuevo?
—Nada que merezca la pena señalarse, señor juez.
—¿Espera usted encontrar al hombre que puso el telegrama?
—Torrence está en Concarneau. Trabaja bien. Desde hacía tres semanas que apasionaba a la gente, el asunto Steuvels había tenido varios subtítulos, como si se tratase de un folletín. Había empezado por:
El sótano de la calle Turenne
Por casualidad, todo ocurrió en un barrio que Maigret conocía muy bien, en el que incluso soñaba con vivir a menos de cincuenta metros de la plaza de Vosges. Al dejar la estrecha calle de Francs-Bourgeois, en la esquina de la plaza, y al subir por la calle Turenne hacia la République, primero se encuentra, a mano izquierda, una taberna pintada de amarillo, luego una lechería, la lechería Salmon. Pegado a ella, un taller acristalado, bajo de techo, con la vitrina llena de polvo, en la que se lee con unas letras descoloridas: Encuadernación de Arte. En la tienda siguiente, la señora Viuda Rancé tiene un comercio de paraguas. Entre el taller y la vitrina de paraguas, hay una puerta cochera, una bóveda, con la portería y al fondo del patio, un antiguo hotel particular, actualmente lleno de oficinas y viviendas.
¿Un cadáver en el calorífero?
Lo que el público ignoraba, lo que habían tenido cuidado de no decir a la prensa, es que el asunto había surgido por la mayor de las casualidades. Una mañana habían encontrado en el buzón del correo de la P. J., en el Quai des Orfèvres, un trozo de papel de envolver en el que estaba escrito:
El encuadernador de la calle de Turenne ha quemado un cadáver en su calorífero.
Estaba sin firmar, naturalmente. El papel llegó al despacho de Maigret que, escéptico, no había querido molestar a uno de sus antiguos inspectores y había enviado a Lapointe, joven que ardía en deseos de sobresalir. Lapointe había descubierto que efectivamente existía un encuadernador en la calle de Turenne, un flamenco que se había instalado en Francia desde hacía más de veinticinco años, Frans Steuvels. Haciéndose pasar por un empleado de los servicios de higiene, el inspector visitó los locales y volvió con un plano minucioso.
—Steuvels trabaja, por decirlo así, en la vitrina, señor comisario. El taller profundo, más oscuro a medida que uno se aleja de la calle, está cortado por un tabique de madera detrás del cual los Steuvels han dispuesto su alcoba.
»Una escalera conduce al sótano, donde hay una cocina, y luego una habitacioncita que hay que tener encendida durante todo el día y que sirve de comedor, y por último, una cueva.
—¿Con un calorífero?
—Sí. Un viejo modelo que no parece estar en muy buen estado.
—¿Funciona?
—Esta mañana no estaba encendido. Fue Lucas quien, hacia las cinco de la tarde, fue a la calle de Turenne para hacer un registro oficial. Menos mal que había tomado la precaución de llevar consigo una orden, ya que el encuadernador había protestado por violación de domicilio. El brigada Lucas estuvo a punto de volverse a marchar sin haber averiguado nada y casi estaban molestos con él, ahora que el asunto se había convertido en la pesadilla de la Policía Judicial, por haber triunfado parcialmente. En lo más hondo del calorífero, removiendo las cenizas, descubrió dos dientes, dos dientes humanos que en seguida llevó al laboratorio.
—¿Qué tipo de hombre es ese encuadernador? —había preguntado Maigret que, en aquel momento, sólo se ocupaba de lejos del asunto.
—Debe de tener alrededor de cuarenta y cinco años. Es pelirrojo, la piel marcada de viruela, con ojos azules y un aspecto bondadoso. Su mujer, aunque más joven que él, le mira como si se tratase de un niño. Ahora se sabía que Fernande, que también se había hecho célebre, había llegado a París para trabajar como criada para todo y que luego había deambulado durante varios años por el bulevar Sebastopol. Tenía treinta y seis años, vivía con Steuvels desde hacía diez años y hacía tres que, sin razón aparente, se habían casado en la alcaldía del tercer distrito. El laboratorio había enviado un informe. Los dientes pertenecían a un hombre de unos treinta años, probablemente bastante corpulento, que debía de vivir aún unos días antes. Habían llevado a Steuvels al despacho de Maigret y la «cantinela» había empezado. Estaba sentado en el sillón, cubierto de terciopelo verde, frente a la ventana que daba al Sena y, aquella noche, llovía a torrentes. Durante las diez o doce horas que duró el interrogatorio, se oía la lluvia que golpeaba los cristales y el gluglu del agua que caía por el desagüe. El encuadernador llevaba gafas de gruesos cristales y montura de acero. Su pelo fuerte, bastante largo, estaba revuelto y su corbata torcida. Era un hombre cultivado, que había leído mucho. Se mostraba tranquilo, reflexivo y su piel fina y algo pecosa se encendía con facilidad.
—¿Cómo explica usted que se hayan encontrado dientes humanos en su calorífero?
—No me lo explico.
—¿No se le ha caído a usted ningún diente en estos últimos tiempos? ¿A su mujer tampoco?
—A ninguno de los dos. Mis dientes son postizos. Retiró su dentadura y se la volvió a colocar con un gesto familiar.
—¿Puede decirme lo que hizo durante las tardes del 16, 17 y 18 de febrero? El interrogatorio tenía lugar el 21, después de las visitas de Lapointe y de Lucas a la calle Turenne.
—¿Hay un viernes entre estos días?
—El 16.
—En ese caso, fui al cine Saint-Paul, en la calle Saint-Antoine, como todos los viernes.
—¿Con su mujer?
—Sí.
—¿Y los otros dos días?
—Fue el sábado al mediodía cuando se fue Fernande.
—¿Dónde fue?
—A Concarneau.
—¿Hacía mucho tiempo que estaba decidido el viaje?
—Su madre, que está impedida, vive con su hija y su yerno en Concarneau. El sábado por la mañana recibimos un telegrama de la hermana, Louise, diciendo que su madre estaba gravemente enferma, y Fernande tomó el primer tren.
—¿Sin telefonear?
—No tienen teléfono.
—¿Su madre estaba muy mal?
—No estaba enferma en absoluto. El telegrama no era de Louise.
—¿Y entonces de quién?
—Lo ignoramos.
—¿Ha sido ya alguna vez víctima de mixtificaciones de este tipo?
—Nunca.
—¿Cuándo regresó su mujer?
—El martes. Aprovechó haber ido hasta allí para quedarse dos días con los suyos.
—¿Qué hizo usted durante ese tiempo?
—Trabajé.
—Un inquilino pretende que salía de su chimenea un humo espeso durante toda la tarde del domingo.
—Es posible. Hace frío. Era exacto. El día del domingo y el lunes habían sido muy fríos y se habían señalado grandes heladas en las afueras.
—¿Cómo iba vestido el sábado por la tarde?
—Como hoy.
—¿Nadie le visitó después de cerrar?
—Nadie, excepto un cliente que vino a buscar un libro. ¿Quiere su nombre y dirección? Era un hombre conocido, miembro de los «Cien Bibliófilos». Gracias a Liotard, iba a oírse hablar de éstos que eran casi todos personajes importantes.
—Su portera, la señora Salazar, oyó que llamaban a su puerta, aquella noche, hacia las nueve. Varias personas conversaban con animación.
—Tal vez era alguien que hablaba en la calle, pero no en mi casa. Es muy posible que si estaban animados, como pretende la señora Salazar, hayan tropezado contra la vitrina.
—¿Cuántos trajes tiene usted?
—Lo mismo que tengo un solo cuerpo y una sola cabeza, no poseo más que un traje y un sombrero, aparte de un pantalón viejo y un jersey que me pongo para trabajar. Entonces le enseñaron un traje azul marino que habían encontrado en el armario de su alcoba.
—¿Y éste?
—No me pertenece.
—¿Cómo es posible que se haya encontrado este traje en su casa?
—No lo he visto nunca. Cualquiera puede haberlo dejado allí en mi ausencia. Ya hace seis horas que estoy aquí.
—¿Quiere usted, por favor, ponerse la chaqueta? Era su talla.
—¿Ve usted estas mangas que parecen de óxido? Es sangre, sangre humana, según los expertos. Se ve que han intentado en vano quitarlas.
—No conozco esta ropa.
—La señora Rancé, la vendedora de paraguas, pretende haberle visto a menudo vestido de azul, particularmente, el viernes cuando va al cine.
—He tenido otro traje, que era azul, pero me deshice de él hace más de dos meses. Después de este primer interrogatorio, Maigret estaba apagado. Había mantenido una larga conversación con el juez Dossin y después habían ido los dos a ver al procurador. Fue éste quien tomó la responsabilidad de la detención.
—Los expertos están de acuerdo, ¿no es así? El resto, Maigret, es asunto suyo. Adelante. No podemos poner en libertad a este tipo. Desde el día siguiente, Liotard había salido de la sombra y, desde entonces, Maigret lo tenía pegado a sus talones como un perro sarnoso. Entre los titulares de los periódicos, había uno que había obtenido un pequeño éxito:
La maleta fantasma
En efecto, el joven Lapointe afirmaba que, cuando había visitado el local, haciéndose pasar por un empleado de los servicios sanitarios, había visto una maleta de un marrón rojizo debajo de una mesa del taller.
—Era una maleta corriente, barata, con la que tropecé por descuido. Me sorprendió hacerme tanto daño y lo comprendí cuando quise moverla, ya que pesaba de una manera anormal. Ahora bien, a las cinco de la tarde, cuando el registro de Lucas, la maleta ya no estaba allí. Más exactamente, seguía habiendo una maleta, también marrón, barata, pero Lapointe aseguraba que no se trataba de la misma.
—Es la maleta que he llevado a Concarneau —había dicho Fernande—. Nunca hemos tenido otra. Por decirlo así, no viajamos nunca. Lapointe se obstinaba, juraba que no se trataba de la misma maleta, que la primera era más clara y tenía el asa arreglada con un cordel.
—Si hubiese tenido que arreglar una maleta —dijo Steuvels— no habría utilizado un cordel. No olviden que soy encuadernador y que es mi oficio trabajar en cuero. Entonces, Philippe Liotard fue a solicitar el testimonio de bibliófilos, y se supo que Steuvels era uno de los mejores encuadernadores de París, tal vez el mejor, a quien los coleccionistas confiaban los trabajos delicados, particularmente la restauración de encuadernaciones antiguas. Todo el mundo estaba de acuerdo en decir que se trataba de un hombre tranquilo, que pasaba casi toda su vida en el taller y en vano la policía investigaba en su pasado para encontrar cualquier equívoco. Había la historia de Fernande. La conoció cuando ésta hacía la calle y fue él quien la había retirado de aquella vida. Pero, desde aquella época ya lejana, tampoco podía decirse nada de Fernande. Torrence llevaba cuatro días en Concarneau. En la oficina de correos se había encontrado el original del telegrama, escrito a mano, con letras de imprenta. La empleada creía recordar que era una mujer quien lo había depositado en la ventanilla, y Torrence seguía buscando, haciendo una lista de los viajeros que habían llegado de París recientemente, e interrogando a doscientas personas por día. —¡Ya estamos hartos de la llamada infalibilidad del comisario Maigret! —había declarado Liotard a un periodista. Y hablaba de una historia de elecciones parciales en el tercer distrito, que habría podido muy bien decidir a algunas personas a provocar un escándalo en el barrio por fines políticos. El juez Dossin tenía también su parte y aquellos ataques, que no siempre eran delicados, le hacían enrojecer.
—¿No tiene el menor nuevo indicio?
—Investigo. Somos diez, a veces más, los que estamos investigando, y hay personas que interrogamos por vigésima vez. Lucas espera encontrar al sastre que ha confeccionado el traje azul. Como siempre, cuando un asunto apasiona a la gente, recibían diariamente cientos de cartas que, casi todas, les lanzaban sobre pistas falsas, haciéndoles perder un tiempo considerable. No por eso dejaban de verificarlo todo escrupulosamente y hasta escuchaban a los locos que pretendían saber algo. A la una menos diez, Maigret bajó del autobús en la esquina del bulevar Voltaire y, lanzando, como de costumbre, una mirada a sus ventanas, quedó algo sorprendido al ver que la del comedor, a pesar del sol que daba de lleno, estaba cerrada. Subió pesadamente la escalera y torció el pestillo de la puerta que no se abrió. A veces la señora Maigret, cuando se vestía o se desnudaba, echaba la llave. Abrió con la suya, se encontró envuelto en una nube de humo azulado y se precipitó a la cocina para cerrar el gas. En la cazuela, la gallina, la zanahoria y la cebolla no eran más que una costra negruzca. Abrió todas las ventanas y, cuando la señora Maigret, agotada, empujó la puerta, media hora después, le encontró instalado delante de un pedazo de pan y un trozo de queso.
—¿Qué hora es?
—La una y media —dijo él tranquilamente. Nunca la había visto en semejante estado, con el sombrero torcido, y los labios agitados por un temblor.
—Sobre todo no te rías.
—No me río.
—Ni me regañes tampoco. No he podido evitarlo y me hubiera gustado verte en mi lugar. ¡Cuando pienso que estás tomando un pedazo de queso de comida!
—¿El dentista?
—No he visto al dentista. Estoy, desde las once menos cuarto, en el jardín de Anvers, sin poder moverme de ahí.
—¿Te encontraste mal?
—¿Acaso me he encontrado mal alguna vez en mi vida? No. Es por lo del niño. Y, al final, cuando empezó a llorar y a patalear, yo miraba a la gente como una ladrona.
—¿Qué niño?
—Ya te he hablado de la señora de azul y de su hijo, pero tú nunca me escuchas. Aquella que conocí en el banco esperando mi turno para el dentista. Esta mañana, se ha levantado precipitadamente y se alejó pidiéndome que guardase al niño por un momento.
—¿Y no volvió? ¿Qué has hecho con el chico?
—Acabó por volver, hace justo un cuarto de hora. He vuelto en taxi.
—¿Qué te dijo al volver?
—Lo mejor, es que no me ha dicho nada. Yo estaba en el centro del jardincillo, plantada como una veleta, con el chico que gritaba llamando la atención de la gente.
»Por fin vi un taxi que se paraba en la esquina de la avenida Trudaine y reconocí el sombrero blanco. Ni siquiera se tomó la molestia de bajar. Entreabrió la portezuela y me hizo una seña. El chico corrió delante de mí y tuve miedo de que le atropellase un coche. Llegó al taxi primero y la portezuela se cerraba cuando yo a mi vez pude acercarme. “Mañana —me gritó—. Ya le explicaré mañana. Perdóneme…”. Ni me dio la gracias; ya el taxi se alejaba en dirección al bulevar Rochechouart y giró a la izquierda, hacia Pigalle. Se calló, sin respiración, y se quitó el sombrero con un gesto tan brusco que su cabello quedó revuelto.
—¿Te ríes?
—Claro que no.
—Confiesa que te hace gracia. Sin embargo, eso no impide el que ella haya dejado abandonado a su hijo durante dos horas en manos de una desconocida. Ni siquiera sabe cómo me llamo.
—¿Y tú? ¿Sabes cómo se llama ella?
—No.
—¿Sabes dónde vive?
—No sé nada en absoluto, aparte de que perdí mi cita con el dentista, que la gallina se ha quemado, y que tú estás comiendo queso en un rincón de la mesa como un… como un… Entonces, no encontrando la palabra, se puso a llorar, dirigiéndose hacia el dormitorio para cambiarse.