El profundo agotamiento que le vencía ganó la partida, y el sueño le venció. Su cabeza cayó hacia adelante y durmió profundamente hasta que un grito de Flanagan le devolvió a la realidad.
—¿Qué pasa? —exclamó.
—No comprendo cómo puedes dormir en estas circunstancias…
—¡Demonios! He olvidado la última vez que pude cerrar los ojos. ¿No ha vuelto nuestro amigo?
—No.
Dio un vistazo a Melanie. Respiraba plácidamente, apoyada de espaldas al muro.
—Los efectos del cloroformo están cediendo —murmuró con disgusto—. Ahora duerme normalmente. No tardará en despertar y entonces…
Flanagan sollozaba ahogadamente. El horror de su situación se le aparecía con espeluznante claridad.
Matt le miró y no supo si compadecerlo o insultarlo.
—Daría cualquier cosa por saber la hora que es. He perdido la noción del tiempo.
—Yo también…
—¡Escucha!
En la escalera se oían los monótonos pasos del engendro.
Le vieron aparecer, de pronto, moviéndose con la misma falta de emociones de costumbre.
Se detuvo al lado de Flanagan. Éste lanzó un grito cuando aquel rostro espantoso se le acercó.
El monstruo emitió una risa estremecedora. Se apartó de su víctima y fue hacia la pared.
Empujó una palanca de hierro. Se oyó un seco chirrido y una cadena se desplazó.
La horrible plancha erizada de agudas puntas de hierro comenzó a descender despacio, inexorable, sobre el indefenso Flanagan, cuya mirada desorbitada apenas podía dar crédito a lo que sucedía.
—¡Matt, Matt, ayúdame…! —rugió.
El detective miraba la plancha que descendía con ojos desorbitados, igual que hipnotizado, incapaz de apartar de allí la mirada.
El monstruo sostenía la palanca con indiferencia, moviéndola poco a poco, tomándose todo el tiempo del mundo.
Las púas llegaron a pocas pulgadas del cuerpo inmovilizado. Enloquecido, Flanagan forcejeó para librarse de las argollas, pero todo lo que consiguió fue que las que tenía bajo el cuerpo le desgarraran cruelmente la espalda.
Lanzó un alarido infrahumano, inacabable.
Bruscamente, la figura gris dio un tirón a la palanca. La plancha osciló un segundo y después cayó con todo su peso.
Se oyó un ruido espeluznante, un horrible crujido de carne y huesos aplastados, lacerados, desgarrados por mil lugares distintos por las púas de hierro. Flanagan lanzó un espantoso gemido como ninguna garganta humana es capaz de proferir…
Matt cerró los ojos, mientras la cabeza le daba vueltas.
A su lado oyó a Melanie que rebullía débilmente. Con un brusco movimiento se echó sobre ella para impedirle que viera el horror desencadenado, en caso de que recobrara el conocimiento demasiado pronto.
Los agudos alaridos de agonía le herían los oídos como cuchillos al rojo…
Después, todo fue silencio. Un silencio horroroso, más lacerante aún que los anteriores gritos.
Melanie gimió con voz tan débil como la de un corderito recién nacido.
Matt se apretó contra ella.
De la mesa del horror chorreaba la sangre como un torrente.
El monstruo dejó la palanca y estuvo unos segundos inmóvil, la demoníaca mirada fija en lo que quedaba de su primera víctima. Después, agarró una rueda y la hizo girar con enorme dificultad.
Las cadenas chirriaron y la pesada plancha comenzó a elevarse despacio. De cada una de sus púas colgaban despojos humanos y goteaba la sangre.
El pánico, el terror más absoluto se adueñó de Matt Marty al llegar al convencimiento de que la próxima víctima sería él. Y Melanie lo presenciaría, y si no se volvía loca, moriría incapaz de soportar tanto horror.
El engendro del mal terminó de elevar la cubierta de aquella máquina de pesadilla. Fue hacia el destrozado cuerpo de Flanagan, soltó las argollas y empujando el cuerpo lo echó a un lado, arrojándolo fuera de la mesa.
Matt se apartó poco a poco de Melanie, agazapándose contra la pared. No sentía las manos ni los pies, entumecidos por las apretadas cuerdas.
El monstruo avanzó hacia él, balanceándose de aquella manera pausada y torpe. Se inclinó, alargó las manos para asirle por los cabellos, y entonces él se impulsó hacia adelante. Su cabeza se hundió en el cuerpo de su enemigo. Comprobó que era un ser sólido, no un espíritu de ninguna clase.
Sonó un quejido, y el horrible individuo trastabilló hacia atrás, resbaló con la sangre de Flanagan y al fin rodó más allá de la mesa.
Matt se irguió, rugiendo como una fiera salvaje.
Vio levantarse al sanguinario verdugo, le vio avanzar de nuevo, ahora con más precauciones. Le esperó sin esperanza, porque atado como un fardo poco podría hacer para defenderse.
Y nada pudo hacer. Las manos como zarpas le apresaron, derribándole. Sintió que el engendro le pateaba una y otra vez con terrible furor hasta que estuvo de nuevo al borde de la inconsciencia.
Sólo entonces le levantó del suelo disponiéndose a depositarlo sobre el espantoso instrumento de muerte.
Inesperadamente sonaron rápidos pasos en la escalera. Los pasos de alguien pesado y ágil.
El monstruo titubeó un segundo. Después soltó a Matt, que rebotó en el suelo, y cuando se dirigía a las escaleras, Maximiliano apareció en ellas blandiendo su terrible machete.
Matt chilló:
—¡Mátalo, mátalo, no dejes que se te acerque!
No sabía de qué lado se inclinaría el negro. Pensó que era quien había raptado a Jimmy, era su última y única esperanza.
El monstruo se había detenido, y cuando Maximiliano acabó de descender los últimos peldaños él retrocedió medrosamente, encorvado hacia adelante, vigilante y tenso.
Maximiliano dijo con voz alterada:
—¿Están bien, señor?
—Flanagan ha muerto.
—¿Y la señora?
—Vive.
El negro suspiró. El machete describía lentos molinetes, relampagueando cada vez que lo hería la luz del quinqué.
Adelantó unos pasos y el fantasma gris los retrocedió.
Mientras, dijo:
—He visto el tesoro, señor…, centenares de barras de oro… y una gran bolsa con piedras preciosas. Está arriba…
Melanie emitió un largo quejido y susurró el nombre de su hijo. Maximiliano ladeó la cabeza, alegrándose de que ella se recobrase.
—¡Cuidado! —aulló Matt.
El negro saltó de costado, pero no pudo esquivar la pesada maza claveteada que rozó su cráneo llevándose parte de la piel y un puñado de cabellos y aturdiéndole, mientras la sangre inundaba su mejilla.
Trastabilló hacia atrás a punto de caer. El monstruo gris lanzó un grito y corrió hacia las escaleras.
Matt rugió:
—¡Arriba, Maximiliano, no dejes que escape!
El negro cayó de rodillas al fin, quejándose.
—Por lo menos, corta mis ligaduras, rápido —exigió el detective.
Semi inconsciente por el mazazo, el negro se valió del machete para librar a Matt. Éste comprobó que no podía valerse de las manos y comenzó a frotarlas una contra la otra un buen rato. Entonces se dirigió a la escalera.
Volvió atrás en seguida.
—El maldito… ha cerrado la puerta de arriba. Y es de sólido hierro. No sé cómo vamos a salir de aquí.
Maximiliano estaba mirando despavorido lo que quedaba de Flanagan.
—No debemos dejar que ella lo vea —gruñó Matt—. Ayúdame.
Lo levantaron entre los dos. Matt retrocedió y fue a depositar el destrozado cadáver junto al de Zora.
Entonces se encaró con el negro.
—Y ahora, dime qué hiciste con el niño.
Maximiliano murmuró:
—Tuve miedo, señor. Oí merodear a alguien, fuera. Luego, vi la figura gris. Si buscaba al niño para un sacrificio debía sacarlo de la casa y eso hice. Ahora está bien y seguro, señor.
Matt respiró profundamente. De pronto, abrazó al negro y ambos quedaron quietos una eternidad, dominados por la emoción.
Después, Melanie despertó y ya no hubo tiempo para demostraciones de afectuoso agradecimiento. Tuvieron suficiente trabajo para calmarla…
* * *
Con su fuerza hercúlea, Maximiliano atacó la puerta con una pesada barra de hierro.
La puerta ni se movió.
Matt gruñó:
—Es necesario encontrar algo que pueda insertarse en la ranura del montante o nunca saldremos de aquí.
—Ya lo busqué. No hay nada que nos sirva.
—Apártate, probar no cuesta nada.
Sacó el revólver, del que el monstruo ni siquiera le había despojado y vació toda la carga contra la cerradura.
Las balas rebotaron aullando en todas direcciones.
—No hay manera —masculló, desalentado.
Enlazó a Melanie por la cintura, sosteniéndola.
—Ten esperanza —murmuró—. Encontraremos el medio de salir.
—¿Y si él está esperándonos ahí fuera?
—Ojalá.
—Matt…
Él la miró. Una inmensa ternura le invadió, ante la angustia de aquel rostro tan delicadamente bello.
—¿Crees que debí decirte lo de Jimmy… antes?
—No lo sé. Es curioso. Han sucedido tantas cosas… y yo aún no he visto a mi hijo.
«Mi hijo».
Estas palabras repercutieron en su cerebro una y otra vez, como un eco.
—¿Qué harás ahora, cuando salgamos de aquí?
—Primero hay que abrir esta puerta. Ya nos ocuparemos de nosotros después. ¿No se te ocurre nada, Maximiliano?
El negro sacudió su gran cabeza de un lado a otro.
—Ahora debe estar llevándose el tesoro… —comentó el detective, furioso.
Estaba en lo cierto. Pacientemente, el engendro gris trasladaba las pesadas barras de oro junto a la puerta de la mansión, que había cerrado cuidadosamente.
Ya había llevado allí la gran bolsa repleta de diamantes y toda clase de gemas, y sólo le faltaban diez o doce barras.
Jadeaba de cansancio y su cuerpo chorreaba sudor.
Se detuvo un momento, llevándose las manos al cuello. Escarbó un instante y de pronto tiró hacia arriba de la máscara de goma que cubría su rostro.
La cara congestionada del coronel Ellicott, cubierta de sudor, parpadeó con alivio. Se guardó la máscara en un bolsillo y reanudó su tarea ahora con más apremio.
Las últimas barras de oro estaban junto al boquete del muro que comunicaba con la escalera del sótano. Había poca luz allí, pero era suficiente para realizar su trabajo.
Ellicott descansó otro minuto. Escuchó por si le llegaba algún rumor de los encerrados en el sótano, de los condenados a una muerte lenta y horrible, pero todo era silencio.
Agarró las dos últimas barras. La inmensa fortuna ya era suya.
Y con ella, sería suyo el mundo entero.
Entonces surgió aquella cosa frente a él y el espanto le paralizó.
Era una figura gris, vestida con una camisa deshilachada, unos pantalones desgarrados, también grises, embutidos dentro de altas botas de cuero.
—¡No es posible! —jadeó.
El rostro del aparecido tenía un color verdoso, como el de los cadáveres en descomposición. Sus ojos relampagueaban, malignos.
En su mano de pergamino empuñaba un pesado sable de abordaje.
Ellicott lanzó un grito y trató de retroceder, pero las piernas no le obedecieron.
El Espíritu Gris, ante él, habló y su voz sonó, retumbando entre las paredes.
—Nunca debiste poner tus manos sobre mi tesoro…
Volteó el pesado sable, que zumbó al cortar el aire. El tajo dio de lleno en su objetivo y la cabeza de Ellicott saltó rodando sobre el piso.
El cuerpo sufrió unas violentas sacudidas, se derrumbó y llenó de sangre todo el pavimento.
En su encierro, Matt trataba de calmar la desesperación de Melanie, mientras el negro, sentado lo más lejos posible de la sangre de Flanagan que encharcaba el suelo, rumiaba su triste suerte.
Inesperadamente, en la cerradura chirrió la llave, allá, en la escalera.
Matt se levantó de un salto.
—¿Oíste?
Ya tenía el revólver en la mano, cargado de nuevo.
Maximiliano empuñó su terrible machete y echó a correr. Los dos llegaron a la puerta al mismo tiempo y la abrieron de un empujón.
Una figura gris subía las escaleras. Una figura gris en cuyo cinto de cuero había dos orificios de bala, lo mismo que en la espalda de su camisa.
Sólo que ahora llevaba en la mano un sable de abordaje del que escurría la sangre.
Matt rugió, levantando el revólver:
—¡Deténgase, maldito!
La aparición llegó junto al muro, volvió la cara y una extraña mueca contorsionó aquel rostro horrible.
Matt levantó el revólver.
Sólo que, de pronto, no tuvo a nadie contra quién disparar.
La figura gris se había esfumado, como si se hubiera fundido en el muro.
Los dientes del negro comenzaron a castañetear.
Matt jadeó:
—¿Viste lo mismo que yo?
—Se…, se esfumó… en el aire.
—Es imposible…
—¿Vio los agujeros, señor? Fueron sus balas quienes los abrieron cuando le disparó por la noche…
—Los vi, pero no puedo creerlo.
Melanie llegó a su lado y los tres empezaron a subir las escaleras. Allí donde la figura se había desvanecido quedaba el pesado sable de abordaje, con la hoja sucia de sangre.
Matt lo recogió, asombrado. Siguieron subiendo hasta salir arriba, en la casa.
Allí, Melanie lanzó un alarido ante el cuerpo decapitado.
El cuerpo del aparecido, de la figura gris…
Maximiliano emitió un sordo quejido. Matt descubrió la cabeza allí donde había rodado y exclamó:
—¡El coronel Ellicott!
—Pero…, ¿y el que nosotros vimos en la escalera?
El negro temblaba como un azogado.
—No me preguntes. No quiero saber nada más de este maldito asunto…
—Éste es el sable con que lo decapitó, ¿no cree? Entonces… había dos Espíritus Grises…, y uno era falso… Entonces, el otro…
Matt le miró, ceñudo.
—No creeré en aparecido, espectros ni nada semejante. ¿Está claro?
—Pero usted lo vio lo mismo que yo, señor…
—¡No quiero ni pensar en lo que vi, maldita sea! Vamos a buscar a Jimmy.
Tropezaron con el tesoro allí donde Ellicott lo dejara. Millones esperándoles…, esperando a Melanie realmente.
Después, cuando Maximiliano trajo al pequeño Jimmy, olvidó el tesoro, la sangre, el horror vivido y el espeluznante espectro que había visto desvanecerse en el aire.
Porque el chiquillo se parecía a él como una gota de agua a otra.
Melanie le miraba fijamente. Él sonrió.
—Tenías razón —murmuró él, sin voz—. Ahora ya nunca podría separarme de él…
—Nadie te ha pedido que lo hagas, Matt.
—Ésta es una manera como otra cualquiera de pasarte mi cuenta de gastos…, que tendrás que pagar.
La besó ligeramente y Maximiliano, refunfuñando, se alejó balanceando su machete como si de pronto no supiera qué hacer con él.
FIN