Melanie se paseaba desesperadamente de un lado a otro del salón, agotada por el cansancio y la angustia.
Confiaba en Matt. Ahora sabía que aquel hombre capaz de matar, era su única esperanza.
Trató de pensar en el pasado, en aquellos locos, hermosos días y noches que vivió con él en la inmensa pasión que les poseyó como un torbellino…
Hasta que leyó en el periódico que Matt había matado a un hombre acribillándolo a tiros. Entonces sintió horror hacia él y ya no volvió a verle.
Poco después, se casaba con un amigo de ambos, Cyrus Flanagan.
Y ahora, Matt había debido acudir en ayuda de ella y de un hijo que ni siquiera sabía que tuviera.
El destino parecía enredarlo todo…
Se impacientó por la tardanza de Zora. Cuando estaba a punto de llamarla oyó el grito.
Fue una queja breve y aguda que se extinguió apenas iniciada.
El pánico volvió a hacer presa en sus miembros, paralizándola.
Después, oyó aquellos pasos lentos, implacables, recorriendo el pasillo más allá de la puerta.
Cuando ésta se abrió, la figura gris surgió como una aparición del infierno. El grito de Melanie murió en sus labios y todo empezó a dar vueltas a su alrededor.
El aparecido llegó a su lado. Sus manos la sujetaron brutalmente y algo viscoso se apretó contra su cara.
Aún se debatió entre las manos que la sujetaban. Después, el mundo y la vida se esfumaron en medio de una negrura espantosa y todo terminó.
* * *
Matt llegó a la casa jadeando, exhausto. Entró y gritó:
—¡Melanie! ¿No hay nadie aquí?
Recorrió el pasillo y al pasar dio un vistazo al salón. No había nadie en él y siguió adelante.
La puerta del fondo estaba abierta. Comunicaba con la cocina y al entrar casi tropezó con el cuerpo de Zora tendido en el suelo.
Había sangre a su alrededor. Una angustia mortal le atenazó.
—¡Zora, pequeña!
Ella parpadeó. Sus labios se movieron pero no pudo pronunciar ningún sonido.
Una terrible herida le desgarraba el costado izquierdo y por ella manaba la sangre a borbotones.
—¿Qué sucedió, pequeña, quién fue?
Ella le miró al fin.
—¡Matt…!
—¿Quién?
—El espíritu que anda… estuvo aquí…, yo…, yo lo vi. Es el diablo, Matt… Satán…
—Bueno. No te muevas.
Zora le miró por última vez. Su cabeza osciló, cayó a un lado y murió.
Maldiciendo en todos los tonos, el detective se irguió. Pensó en Melanie y la buscó por toda la casa, pero no pudo hallar el menor rastro de ella.
Casi se extravió por el dédalo de pasillos y recovecos de la planta baja. Cuando se orientó otra vez volvió sobre sus pasos, dio vuelta a un recodo y entonces el techo pareció desplomarse sobre su cabeza.
Sintió cómo se hundía en la nada, en un abismo sin fondo en el que sólo cabía el horror y después ya no hubo nada.
Cuando volvió a la vida no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que recibiera el tremendo golpe en la nuca. Descubrió que estaba atado de pies y manos, y al volverse vio la figura gris que manipulaba junto a la pared.
Sonó un chirrido. Parte del muro se desplazó apareciendo una oscura cavidad.
El Espíritu Gris se volvió y Matt le vio el rostro por primera vez, sólo que allí no había ningún rostro. Sólo ojos, una boca como un tajo y una nariz apenas más pronunciada que las facciones lisas e inexistentes.
A su pesar, sintió un extraño terror agarrotarle los sentidos.
El aparecido se movía con gestos pausados, sin prisa. Le agarró por los cabellos y arrastrándole atravesó la abertura.
Tras ellos, el lienzo de muro se cerró silenciosamente. Descendieron una escalera, Matt arrastrado con indiferencia por su captor, hasta desembocar en un reducido cuartucho que parecía excavado en la roca viva.
Los dedos soltaron sus cabellos y su cabeza golpeó contra el suelo.
Vio al horrible personaje abrir otra sólida puerta de metal. En la pared colgaba una pequeña lámpara de petróleo.
De nuevo, fue arrastrado hasta otra escalera que se hundía todavía más en la tierra.
Él rodó de escalón en escalón, con todo el cuerpo dolorido.
Abajo, una cámara más grande apareció ante sus ojos atónitos.
No cabía duda de que, en tiempos remotos había ido la cámara de tortura de algún engendro diabólico.
Había espantosos instrumentos de tortura por todas partes, horribles ingenios que producían escalofríos con sólo verlos. Del techo colgaban cadenas terminadas en argollas abiertas para suspender a la víctima.
En el centro, una mesa alargada cubierta de herrumbrosas púas de hierro carcomido semejante al lecho de un faquir. Sobre ella, una plancha del mismo tamaño que la mesa, también erizada de púas apuntando hacia abajo, completaba la terrible máquina.
En un rincón, un potro de rueda seguramente construido siglos atrás.
Y una parrilla, y multitud de otros artilugios de siniestro aspecto…
Detrás de la mesa de tortura había un oscuro agujero por el que se internó el silencioso aparecido.
Matt comenzó a luchar con las cuerdas que sujetaban sus muñecas. No tardó en comprender la inutilidad de sus esfuerzos. Jamás conseguiría librarse con sus solos medios.
El Espíritu Gris reapareció, arrastrando el cuerpo de otro hombre, éste desvanecido.
Era Cyrus Flanagan.
También estaba atado de pies y manos. Rodó sobre un costado y quedó quieto, en el suelo, cerca del detective.
De nuevo, aquella encarnación del mal entró en el oscuro agujero, para regresar llevando en brazos a Melanie, cuya cabeza colgaba inerte, oscilando,
—¡Maldita bestia! —gritó Matt—. ¡Si la has matado acabaré contigo aunque para hacerlo tenga que volver del otro mundo!
Ni siquiera le dirigió una mirada. Era una cosa aterradora la indiferencia absoluta del ser vestido de gris, su silencio, su eficiencia en cada uno de sus movimientos.
Matt le increpó en todos los tonos, dedicándole los peores epítetos que se le ocurrieron.
No podía alterarle.
Dejó a Melanie junto a la pared, tomó el cuerpo de Cyrus y, levantándolo con facilidad, lo depositó sobre el lecho de púas. Le cortó las ligaduras, para extenderle brazos y piernas a las que sujetó con las argollas de hierro cuyos pasadores aseguró antes de apartarse.
Se acercó a Matt para comprobar que estuviera bien atado. El detective disparó las piernas tratando de cazarlo, pero el otro se movió con agilidad y ni siquiera pudo rozarlo.
Pero tampoco eso le alteró. Pareció olvidarse de él y de nuevo fue en busca de Melanie, a la que ató también con extremado cuidado.
Tras esto, se dirigió a la escalera y desapareció.
La angustia corroía al detective. Se maldecía por haberse dejado capturar cuanto más necesitaba la libertad, cuando el pequeño Jimmy debía estar siendo sacrificado en alguna parte, cuando todo dependía de su libertad de movimientos…
Intentó arrastrarse y llegar hasta alguno de los instrumentos que pudiera servirle para cortar las duras cuerdas. Pronto se dio cuenta de que aquello también era inútil. No había nada factible de ser utilizado como un cuchillo.
Pero siguió arrastrándose hasta llegar junto a la inconsciente Melanie. Al aproximarle la cara a su rostro percibió el característico olor del cloroformo y eso le tranquilizó en parte. Ella estaba inconsciente a causa del anestésico.
Se recostó contra el muro húmedo y frío y esperó. Espantosas imágenes cruzaban por su mente.
Más tarde, el monstruo sin, rostro volvió a aparecer, sólo que ahora traía el cuerpo sin vida de Zora. Matt le vio dirigirse al rincón más oscuro del sótano, donde había una reja apenas visible.
La figura gris la abrió y arrojó dentro el cuerpo de la pobre muchacha. Después volvió atrás.
Durante unos instantes, los ojos de los dos se encontraron. Matt trató de penetrar más allá de aquellas pupilas diabólicas, pero su misterioso enemigo volvió a dirigirse a las escaleras y de nuevo desapareció.
Allá arriba, en el pequeño rellano que viera al bajar, empezó a oírse un ruido extraño, como el rascar del metal contra la roca.
Interminable, monótono, aquello prosiguió durante horas. De vez en cuando se oía el chasquido de una piedra al caer fuera de su engarce, y el seco estampido del hierro al romperse.
Matt perdió la noción del tiempo. No sabía si era de día o de noche, ni las horas que habían transcurrido desde su captura.
Y entonces, Flanagan empezó a gemir débilmente.
Poco a poco recobró el conocimiento y trató de moverse. Las púas de hierro desgarraron sus ropas y llegaron hasta la piel.
Lanzó un agudo grito de dolor y la comprensión estalló en su mente con la fuerza de un golpe.
Matt dijo:
—Trata de mantenerte quieto, Flanagan. No te muevas.
El cautivo ladeó la cabeza hasta descubrirle, a él y a Melanie.
—¿Qué ha sucedido? —murmuró, aterrorizado.
—En lo que a mí concierne, ese engendro me sacudió con una barra de hierro o algo así. Cuando desperté, me había convertido en un fardo y estaba arrastrándome escaleras abajo.
—¿Y Melanie?
—La narcotizó. Cloroformo.
—Pero, ¿quién es, Matt?
—El Espíritu que anda, el Espíritu Gris o el Alma del capitán Cortazar. Puedes llamarlo como quieras.
Un quejido brotó de los labios de Flanagan.
—¡No es posible…!
—Espera que regrese y lo verás por ti mismo. ¿Cómo te cazó a ti?
—No lo sé… Apenas había salido de la casa para buscar a Jimmy, cuando algo me golpeó la cabeza por detrás. Todo lo que sé es que he estado inconsciente hasta ahora.
—Debió narcotizarte, también…
—Pero, Matt, ¿qué piensa hacer con nosotros?
—No creo que sea tan difícil adivinarlo.
—¿Quieres decir…?
—Eso mismo.
—¿Quiere torturarnos?
—Eso creo.
Flanagan gimió sin voz.
De pronto, descubrió la gruesa tabla erizada de agudas púas que colgaba sobre él y comprendió lo que era aquello. El pánico más atroz le dominó.
—¡No es posible que esto nos ocurra a nosotros, Matt! —chilló—. Estamos en el siglo veinte…, no en la Edad Media.
—Mejor que se lo digas a él, por si no lo recuerda.
En la escalera sonó un gran golpe, como el de una enorme roca al caer al suelo. Después, silencio.
—¿Está ahí? —jadeó Flanagan.
—Lleva horas trabajando allá arriba. Debe estar demoliendo la casa a juzgar por los ruidos.
—Debe buscar el tesoro…
—¿Pero existe ese tesoro, realmente?
—Nadie lo sabe. Únicamente los negros están convencidos de que sí existe. Pero ya sabes que esas gentes son capaces de creer cualquier cosa…
—Pues esos tipos deben haber encontrado alguna pista definitiva para haberse decidido a desencadenar todas esas muertes.
—Matt…, ¿qué sabes del pequeño?
—Nada. Fui al santuario de Lekro, pero él no lo tenía ni sabía nada de Jimmy.
—Quizá te mintió.
Una mueca feroz apareció en la cara de Matt.
—Puedo asegurarte que un hombre, en las circunstancias de Lekro, no miente. Ni siquiera un brujo.
—Entonces… no hay esperanzas…
—Mucho me temo que ninguna.
—Pobre Melanie… y pobres de nosotros también —musitó Flanagan.
A la débil luz del quinqué de petróleo, el tétrico contorno del sótano producía escalofríos. Matt gruñó:
—Apuesto que desconocías este sótano en tu propia casa, Flanagan…
—¿Quieres decir que estamos en mi casa?
—Naturalmente.
—¡Dios mío, nunca imaginé…!
—Por lo visto, lo del tesoro era cierto.
Apenas acababa de hablar cuando el espectro apareció en la escalera.
Flanagan ladeó la cabeza y le vio por primera vez. La pálida piel de aquel rostro tenía un color amarillento sucio, como la de los cadáveres y parecía distendida sobre los huesos, cubriéndolos hasta borrar todo asomo de facciones humanas.
—¡Dios mío! Es él… —jadeó Cyrus, removiéndose lleno de pánico.
Pero las puntas de hierro le recordaron cruelmente que el más mínimo movimiento significaba un sufrimiento atroz y se inmovilizó.
El aparecido llevaba algo en las manos. Las levantó y la luz del quinqué arrancó destellos a las dos barras de oro.
—¡Lo encontró! —dijo Matt, con voz sorda.
—¡Oro!
Una extraña carcajada surgió de la boca informe del monstruo, una risa que parecía venir de muy lejos, del fondo de una tumba quizá.
De nuevo, el engendro retrocedió desapareciendo en las escaleras.
Matt dijo pensativamente:
—Me pregunto para qué infiernos querrá el oro y todo lo que haya en el escondrijo un ser del otro mundo…, un fantasma, o como quieras llamarlo…
—No bromees en esta situación, Matt.
—Te aseguro que no bromeo en absoluto. Si te detienes a pensarlo, hay materia para reflexionar una semana seguida. Sólo que me temo que ese hijo de Satanás no nos va a dar tanto tiempo…
—¿No puedes hacer nada por Melanie?
—Apenas puedo mover los dedos. Tengo los brazos y las manos entumecidos a causa de las cuerdas. De todos modos, pienso que es mejor que siga inconsciente todo el tiempo posible. Eso le ahorrará el pánico y lo que sea que ese demonio nos tenga destinado.
Flanagan gimió lastimeramente.
—Nos matará —dijo.
Matt no replicó.
¿Para qué?