Agazapado entre la vegetación, Matt estudió lo que tenía delante.
El santuario era un inmenso edificio construido a la usanza indígena, con troncos de árbol y techo de hojas de palma hábilmente dispuestas.
Se veían multitud de indígenas deambulando de un lado a otro, entre las chozas desparramadas por la ladera, alrededor del templo.
Nadie parecía tener nada concreto que hacer, como no fuera moverse sin objetivo aparente. Hombres y mujeres iban semi desnudos, hablaban en voz baja y, en general, mostraban una completa indiferencia unos con otros.
Matt dio un rodeo, buscando un lugar desde el que pudiera deslizarse hacia el templo sin ser descubierto. Si allí estaba Lekro, allí iría a cazarlo.
De pronto, desembocó en un pequeño claro en el que se alzaban cinco postes puntiagudos. De cada uno de ellos colgaba un pollo negro, muerto. La sangre de cada uno había goteado a lo largo del poste y el aire los balanceaba como péndulos.
En el centro del círculo formado por los maderos, había otro pollo degollado, pero ése de color blanco.
Sintió un escalofrío, bordeó el claro y poco después se detenía en la parte posterior del santuario.
Empuñó el revólver y corrió como un gamo hasta llegar el edificio. Se deslizó hasta la puerta, la empujó y de un salto estuvo en el interior.
Vio varias puertas que abrió con precaución. Correspondían a dependencias vacías de todo mueble y cuya utilidad no se le alcanzó.
La última que abrió sí contenía muestras de ser utilizada con alguna regularidad. Había un camastro revuelto y sucio, una mesa y una silla. En un ángulo, un estante contenía varios frascos y un tarro.
Matt entró, cerrando a sus espaldas. Reinaba una extraña pestilencia allí dentro, un olor dulzón y nauseabundo.
Dio un vistazo al estante. Los frascos contenían diferentes líquidos, pero no había etiqueta alguna. El tarro estaba lleno de una crema compacta, blanca y suave, parecida a glicerina.
Perplejo, se preguntó qué podría significar todo aquello, tantos específicos en un lugar como el santuario del vudú.
Estaba a punto de marcharse, cuando tirado en un rincón vio otro pequeño frasquito como los utilizados en farmacia.
Era un frasco de Diazona.
Matt estuvo mirándolo dándole vueltas entre sus dedos, tratando de recordar, esforzándose por localizar lo que aquella palabra despertaba en su memoria.
Diazona.
De pronto, como un rayo, la comprensión estalló en su cerebro. Instintivamente, soltó el frasco mientras la viscosa sensación del pánico y el asco se adueñaban de su voluntad.
Repentinamente, la puerta se abrió a sus espaldas.
Se volvió en redondo. El estupor le dejó mudo.
Los informes contornos del ser envuelto en un sudario se le antojaron llenos de siniestro significado. Comprendió, y el horror le paralizó unos instantes preciosos.
La aparición dejó escapar un quejido apagado, burbujeante, un sonido estremecedor que no tenía nada de humano. Y entonces se movió.
Matt retrocedió paso a paso, con un viscoso terror agarrotándole los miembros.
—¡Deténgase! —gruñó con la boca seca.
Veía las sombras del rostro casi iluminadas por el fulgor de un ojo maligno, diabólico. Y cuando aquel rostro surgió de pronto ante su vista, aureolado por guedejas de largos cabellos blancos y lacios, sintió ansias de vomitar, de echar a correr, de aullar o de darse un tiro y acabar de una vez con la pesadilla.
Porque era el rostro que viera Melanie. El rostro de un muerto viviente, con el hueso casi asomando fuera de la piel, roído, carcomido y destruido, con una cuenca vacía y purulenta, los labios inexistentes dejando al descubierto las encías y unos dientes amarillos, casi sueltos.
Vio confusamente el cuchillo que aparecía en la mano del espectro. Vio la mueca diabólica que distorsionaba los restos de aquella cara… y entonces disparó.
Apretó el gatillo dos veces y el empuje de los proyectiles lanzó al negro horror hacia atrás hasta tropezar en la mesa.
Allí se sostuvo con dificultad, basculando atrás y adelante. El cuchillo escapó de sus dedos y golpeó contra el suelo.
Poco a poco, la aparición se volvió, sosteniéndose apenas con la ayuda de la mesa. Su único ojo había perdido su fulgor y le miraba con una fijeza casi hipnótica.
Matt balbució:
—Le advertí…, pero creo que acabo de hacerle un favor.
Un sordo gruñido le respondió. Después, el cadavérico cuerpo se derrumbó y quedó inerte en el sucio suelo.
Matt saltó sobre él y asomó fuera. Vio dos negros que acudían trotando, armados de machetes. Tras ellos, Lekro se aproximaba sacudiendo su sonaja.
Matt les mostró el revólver y gritó:
—¡Quietos ahí si no quieren entendérselas con mi magia!
Los dos negros vacilaron. Lekro ladró una orden y ambos se lanzaron al ataque de un modo suicida.
Realmente, se suicidaron, porque Matt disparó y su adiestramiento en los túneles de tiro de la policía quedó demostrado. Los dos voltearon en el aire, desplomándose en medio de su propia sangre.
Lekro se había detenido. Empezó a hablar precipitadamente de aquella manera incomprensible, pero Matt le atajó:
—He venido en busca del niño, fantasmón. No voy a pedírtelo dos veces. Sólo entrégamelo y vivirás. Niégate y eres hombre muerto a pesar de toda tu magia negra.
El sacerdote vudú no pareció alterarse. Dejó de parlotear. Cesó de agitar su sonaja y dijo en buen inglés:
—Nunca saldrás vivo de aquí, extranjero.
—Eso está por ver. Por el momento, quien tiene una bala casi viajando hacia la barriga eres tú.
—Nada puedes contra mí.
—El niño, fantoche. ¿Dónde está?
—No sé de qué me hablas.
—El niño de los Flanagan.
Lekro achicó los ojos.
—El niño Flanagan… ¿Raptado?
—Lo sabes bien.
—¿Por quién?
Matt tiró del martillete del revólver, que emitió un seco chasquido al quedar montado.
—Voy a volarte los escasos sesos que todavía conservas —dijo, rechinando los dientes lleno de ira—. Encontraré al niño sin tu ayuda.
—El niño no está aquí. No sé nada de él. Te digo la verdad puesto que vas a morir y no tiene objeto ocultártela.
Matt Marty se estremeció. Si Lekro no tenía al chiquillo…
—Si tú no lo tienes —dijo—. ¿Adónde lo llevó el gigante?
—¿Maximiliano?
—Sí.
—No lo sé. Maximiliano también está sentenciado.
—Deberás buscarte a otro ejecutor para los trabajos sangrientos, Lekro. El que tenías está muerto.
El brujo sacudió la cabeza con pesar.
—No debiste matarlo…
—Él estaba prácticamente muerto desde hacía tiempo. Su mal había avanzado aterradoramente.
—De modo que también sabes eso…
—Lo comprendí antes de verlo, cuando encontré un frasco vacío de Diazona. Ese pobre demente estaba en la última etapa de la lepra.
—Es cierto. Le quedaba poco de vida. Arrastraba la enfermedad consigo desde su juventud, viviendo como una bestia, en la selva, hasta que yo lo recogí.
—Por eso sus dedos carecían de huellas…, debí comprenderlo mucho antes.
—De nada va a servirte.
—Volvamos al niño…
Lekro sacudió la cabeza.
—No sé dónde está. Maximiliano debe pensar en sacrificarlo para obtener el secreto del tesoro.
—¿Y no es eso lo que tú buscas también?
Lekro hizo una mueca burlona.
—De nada te servirá averiguar más cosas. No podrás utilizar tus conocimientos cuando estés muerto. Después, me apoderaré de tu cuerpo…, serás un instrumento eficaz, extranjero.
—No me digas —la cólera, el odio, la ira, todos los sentimientos capaces de enloquecer a un ser humano se agitaban en su interior ante lo que consideraba redomado cinismo de aquel engendro—. Siguiendo tus órdenes, ese loco leproso, desquiciado, resentido o lo que fuera, cometió los más abyectos crímenes. Te llegó la hora de pagar.
Lekro ni se alteró. Levantó una mano y dijo:
—¡Matadle!
Matt se volvió un instante.
No vio a nadie, pero cuando giró hacia Lekro lo vio alejarse precipitadamente.
Disparó una vez y la bala hizo astillas la pierna izquierda del brujo, que rodó por el suelo con un alarido.
—No has comprendido aún que he venido aquí dispuesto a terminar con este asunto, Lekro —dijo.
Se acercó al caído, que se quejaba con voz aguda. Le disparó un puntapié en la cara y cesó que gemir.
—Voy a darte tu propia medicina, hijo de un chacal.
Le agarró por los largos cabellos y arrastrándolo lo llevó hacia la habitación del leproso. Allí le arrojó al suelo, junto al corroído cuerpo sin vida y anunció:
—La lepra no se contagia normalmente, Lekro. Sólo es preciso tener un poco de cuidado, Pero tú vas a verte como ese desgraciado, dentro de poco tiempo.
Los ojos desorbitados del brujo le miraron ahora con terror.
Toda su altanería se había esfumado.
Matt tomó el herrumbroso cuchillo, lleno aún de manchas de sangre seca.
—¿Comprendes, miserable? —dijo, rechinando los dientes.
Lekro se echó atrás, arrastrándose.
—¡No puedes hacer eso! —jadeó.
—Vas a ver si puedo o no.
El cuchillo describió un brusco arco y un profundo corte se abrió en la frente del caído. Cuando se revolvió locamente, Matt le hirió una vez más en un costado del cuello.
—¿Comprendes ahora? —repitió, arrojando el cuchillo a un lado.
Volvió a agarrarlo por los cabellos. El hombre pataleó, pero fue incapaz de resistir el bárbaro tirón y, de pronto, se encontró prácticamente encima del cadáver del leproso.
—¡Basta, basta! —aulló.
—Sólo te salvará el niño… si puedes entregármelo con vida.
—¡Juro que no sé nada del niño Flanagan!
—No te creo, maldito.
Desesperado, Lekro pataleó tratando de apartarse de la horrenda visión que tenía a una pulgada de su cara.
Matt empujó su cabeza hacia abajo,
—Vas a fundir tu sangre con él, Lekro…, con esa cosa podrida, descompuesta…
—¡No!
—Habla entonces. Quiero al niño.
—¡Créeme! No lo tengo…, nosotros queríamos que los Flanagan se fueran, nada más.
—¿Para eso ordenaste cometer aquella carnicería con Gina?
—Ella…, ella debía morir. Era el primer paso para sembrar el terror y alejar las sospechas de nosotros.
—¿A quién te refieres al decir nosotros?
—¡Ya basta…!
—¡Habla, condenado demonio!
—Buscaré al niño…, yo puedo encontrarlo. Los negros me obedecen ciegamente…
Matt reflexionó sobre eso. Sólo que el tiempo se deslizaba entre sus dedos aterradoramente. El niño podía haber muerto antes de ser hallado.
—No pienso fiarme de ti —resolvió al fin—. Yo lo encontraré vivo o muerto. Y si algo le ha ocurrido, arrasaré esta isla de arriba abajo.
Dio un brusco empujón hacia abajo. Las heridas abiertas del brujo aplastaron aquella cosa nauseabunda que tenían tan cerca y todos sus esfuerzos por librarse resultaron vanos.
Ningún brujo puede luchar contra el huracán de odio de un hombre al que le han arrebatado un hijo… cuando ni siquiera sabía que lo tuviera.
El alarido de Lekro se prolongó horrorosamente por espacio de largos minutos.
Cuando Matt le soltó estaba casi desvanecido y ni siquiera se movió.
Sintiendo terribles náuseas, el detective retrocedió apartando la mirada de la cara corroída del cadáver, ahora bañada de sangre que se deslizaba por ella hasta burbujear en la vacía cuenca.
Un minuto más tarde, Lekro giró sobre sí mismo. Sollozaba y empezó a frotarse salvajemente el rostro ensangrentado.
—Él te matará —jadeó—. Él es fuerte…, te vencerá…
—¿Con su magia negra?
—No, no…
—¿Quién es él, a quién te refieres?
Los ojos desorbitados de Lekro le miraron como si no le viera.
Sabía que en su sangre había penetrado un horror mucho más espantoso que la misma muerte. El fatalismo de aquel hecho era suficiente para aplastarlo, vencido definitivamente.
—¿Quién es él, Lekro?
Sacudió la cabeza.
—Te matará…
—¿El Espíritu Gris? —dijo Marty—. ¿Te refieres a él?
—Sí…
—Espera que le eche la vista encima, también. Le convertiré realmente en un espíritu, puedes estar seguro.
Se dirigió a la puerta y allí se volvió.
—Si vives, dentro de un tiempo tu carne caerá en pedazos. Mira lo que queda de ese pobre loco y piensa que no tardarás en parecerte a él.
Salió y cerró la puerta.
Entonces, las náuseas le vencieron y se avergonzó de tener que recostarse en la pared, completamente deshecho…