Zora estaba envuelta en un salto de cama negro cuando Matt penetró en su cuarto.
Él enarcó las cejas, contemplándola aprobadoramente.
—Valía la pena venir sólo para admirarte, pequeña.
—¿De veras te gusto?
—Algo más que eso.
—Pero soy mestiza, Matt. Eso es una barrera para ti, ¿no es cierto?
Él sonrió.
—En todo caso, es una barrera tan débil que nunca podría detenerme.
Alargó las manos y la atrajo hacia sí, besándola apasionadamente.
Ella elevó los brazos enroscándolos en su cuello, aspirando aquel beso hasta el fondo de sus entrañas.
Bajo la delicada mosquitera que la cubría, Matt sentía palpitar aquel cuerpo firme y joven con el calor de una pasión súbitamente desenfrenada.
Mientras permanecieron estrechamente unidos, amándose en el silencio de aquella noche, ninguno de los dos recordó para nada el terror desencadenado que parecía envolverles.
Eso podía ser muy peligroso, por cuanto el terror negro estaba muy cerca…, aterradoramente cerca.
Cuando, más tarde, él se acordó que aún conservaba voz, dijo, apartándola de sí lo justo para poder hablar:
—Tú me prometiste una historia, pequeña.
—Lo olvidé en tus brazos.
—Pues recupera la memoria, preciosa, o perderemos toda la noche.
—¿A qué llamas tú perder la noche?
Sus voces, aunque quedas, eran lo suficiente altas como para atravesar la delgada madera de la puerta y llegar a oídos del horror negro agazapado en el pasillo.
La aparición, aún con el cuchillo en la mano, un cuchillo y una mano de los que aún caían gotas de sangre, hizo un brusco gesto al oír la voz de un hombre en aquel cuarto. Titubeó, balanceando la cabeza y un apenas audible quejido escapó del negro agujero que era su boca.
Escuchó aún. La voz de Zora le producía estremecimientos de anticipado placer.
La de Matt, le cerraba el paso hacia la consecución de sus salvajes ansias de sangre y de muerte.
Al fin, retrocediendo, abandonó la casa y se fundió en la noche.
Matt estaba diciendo:
—Tu historia, ¿tiene alguna relación con lo que está sucediendo?
—Claro que la tiene, aunque tú no la creas.
Él encendió un cigarrillo, recostándose sobre un codo.
—Está bien, preciosa, te escucho.
—Ya debes saber que esta isla fue refugio de piratas, cuando los galeones españoles navegaban cargados de oro por todo el Caribe. La historia data de aquellos tiempos.
—Sigue.
—Uno de aquellos piratas fue un renegado al que llamaban capitán Cortazar…
—Espera un momento… Ése es el nombre que el coronel le dio al tipo que yo vi vestido de gris.
—Sí. El capitán Cortazar fue uno de los más feroces piratas que asolaron el Caribe. Reunió una fortuna inmensa, tan grande que incluso despertó la codicia de los corsarios ingleses que se dedicaron a darle caza.
—Si me lo permites, te diré que eso no es nada original.
—Espera… Cortazar ocultó su tesoro en alguna parte de esta isla y después desapareció. Nadie supo nunca nada más de él. Las leyendas dicen que se estableció con nombre supuesto y que al fin fue traicionado por uno de sus viejos camaradas y descubierto. Para entonces, ya tenía mujer y un hijo, y los torturaron para arrancarle el secreto. Él no habló y fue asesinado después de espantosas torturas.
—¿Y…?
—Antes de morir juró que nadie encontraría su tesoro, y que si alguien lo descubría no viviría lo suficiente para disfrutar de él. A menos…, a menos que quien encontrara el oro fuera alguien semejante a él en valor, arrojo y resolución.
Él sacudió la cabeza.
—Es una vieja leyenda como otras muchas relacionadas con tesoros ocultos.
Sin inmutarse, Zora añadió:
—El capitán Cortazar vestía siempre una camisa y un pantalón grises y calzaba altas botas ajustadas, Matt.
—Como el tipo que yo vi.
—Como «lo que tú viste», sí.
—¿Has terminado?
—Matt, han habido otros hombres antes que tú que vieron esa aparición gris… y casi todos murieron poco después. El pánico les venció.
—¿Quieres decir que había aparecido antes ya?
—Seguro…
—¿Y nadie logró cazarlo nunca?
—¿Cómo se caza un espíritu, Matt?
—Ahí es donde me has pillado —sonrió—. No lo sé.
—Todo el que lo vio fue invadido por el pánico y no vivió lo suficiente para reflexionar cómo acabar con aquella pesadilla. Tal vez no lo creas, pero por favor, querido, debes vivir prevenido. Puedes estar seguro que esa cosa gris ha sido vista antes muchas veces…
—Está bien, has conseguido impresionarme. Ahora, dime qué otra clase de aparición es el tipo que aterrorizó a Melanie, ése que ella dijo que tenía la cara destruida, un ojo vacío y todo lo demás.
Ella movió la cabeza negativamente.
—Eso no lo sé. Sólo se me ocurre que puede ser un zombie.
—¿Un muerto que anda?
Ella asintió, abrazándole estrechamente.
Empezaban a sumergirse nuevamente en los fulgores de su pasión, cuando la voz rotunda de Maximiliano gritó en el pasillo:
—¡Señor! ¿Está usted ahí?
Matt brincó, apartándose de la muchacha.
Se vistió apresuradamente y exclamó:
—¿Qué pasa, Maximiliano?
—¡Por favor, salga!
Abrió la puerta. Zora se arrebujó entre las sábanas y cuando Matt hubo salido saltó del lecho y empezó a vestirse.
—Allá fuera, señor…
En la oscuridad del pasillo, la cara del negro parecía gris.
Matt buscó la llave de la luz y le dio vuelta. Efectivamente, el gigantesco y fiel sirviente estaba aterrado, a pesar de llevar su machete en la mano.
—¿Qué hay allá fuera, otra vez esa aparición gris?
—No, no…
—¡No te muevas!
El gigante pegó un salto atrás. Matt se inclinó y contempló las oscuras manchas del suelo, estremeciéndose violentamente.
—¡Sangre! —musitó—. Y está fresca aún. ¿Estás tú herido?
Los ojos del negro parecían dos enormes globos blancos.
—¡No, señor! Debe ser de él…
—¿De quién, maldita sea?
—El policía…
—Ten cuidado de no pisar estas gotas —advirtió el detective, corriendo hacia la puerta.
Lo que vio le revolvió el estómago. El cuchillo había realizado estragos en las entrañas del desgraciado policía.
—¿Y los otros? —murmuró.
Maximiliano dijo castañeteándole los dientes:
—Si no están muertos también, deben haber huido.
—Tráeme la linterna. Forzosamente debe haber dejado un rastro tan claro como el de un elefante. ¡Vamos, date prisa!
El negro no se movió.
—¿No me oíste?
—No pretenderá usted internarse en la espesura… ahora.
—Ya lo creo que sí. Con un cuchillo sé cómo enfrentarme.
—Pero…
—No pierdas tiempo. Y recuerda que te necesito para que custodies la casa cuando yo me aleje.
—Sí, señor. Pero esa sangre ahí dentro, señor…
—¿Qué pasa con ella?
—Ese monstruo debió entrar en el pasillo después de matar a ese pobre muchacho.
—Sí…, claro. ¡Condenación! Comprendo lo que quieres decir. Las gotas de sangre están casi frente a la puerta de Zora.
—Sí, señor.
Matt sintió un frío mortal en todo el cuerpo.
—Iba a por ella… Venía por Zora, el maldito engendro…
Maximiliano cabeceó.
—Si no hubiera estado usted con ella, ahora Zora estaría muerta.
En la puerta sonó un quejido. Zora estaba allí, terriblemente pálida.
—Tranquilízate, pequeña —dijo Matt acudiendo a su lado—. Afortunadamente estás bien.
—Pero volverá. Si me ha señalado, nada podrá salvarme… ¡Oh, es horrible, Matt!
—¡Trae la linterna, rápido!
El negro fue a cumplir la orden.
Zora musitó:
—¿Vas a buscarlo en plena noche?
—Ya puedes decir que sí.
—Debes estar loco. Nadie puede vencer a la muerte durante las horas de oscuridad.
—Escucha, y trata de comprenderlo. Si para matar necesita valerse de un cuchillo es que no se trata de nadie inmaterial. Es alguien de carne y hueso como tú y yo. ¿Te das cuenta?
—Por favor, Matt, no vayas esta noche.
Maximiliano regresó trayendo la potente lámpara eléctrica.
Matt la probó y dijo:
—Mantén los ojos muy abiertos, Maximiliano.
—No me descuidaré.
Zora aseguró resueltamente:
—Si tú te vas yo no me quedo aquí esta noche, Matt.
—¡Demonio! ¿Y qué piensas hacer? No puedo llevarte a la población ahora.
—Iré contigo.
Él dio un respingo.
—Olvídalo. Necesito libertad de movimientos.
—No estaré segura en ninguna parte lejos de ti.
Y echó a andar atravesando el claro.
Jurando entre dientes, Matt se le unió deseando sacudirle un par de bofetadas. Sólo que no disponía de tiempo para discutir y claudicó.
La brillante luz de la linterna barrió las sombras a su alrededor.
—¡Mira, esto es sangre!
Las huellas de sangre estaban en las hojas de una palmera enana.
—Las ha apartado para pasar…
—Y aquí hay otras…, no ha adoptado precaución alguna el maldito.
Siguieron el rastro durante media milla a través de la selva.
—Se dirige a las colinas —musitó Zora—. Nunca podrás encontrarle allí.
—Lo encontraré si el rastro continúa hasta su escondrijo.
—Pero ahora ya no quedan huellas de sangre.
—Pero sí huellas de su paso…, hay ramas tronchadas, hojas pisoteadas recientemente, tan recientemente que aún rezuman.
Poco después, la espesura se aclaró y, de pronto, se encontraron en un amplio claro atravesado por un camino desigual.
A unos centenares de yardas brillaban las brasas de unas fogatas.
—No creo que con esta temperatura necesite calentarse —masculló Matt, quitándole el seguro al revólver—. No te muevas de aquí. Iré a ver quién ha encendido esos fuegos.
—No pienso separarme de ti pase lo que pase.
—Estás contagiándome el miedo, pequeña…
Avanzaron con cautela, procurando evitar todo ruido.
Las fogatas habían sido encendidas en un desvío donde el camino se bifurcaba. De ellas quedaban sólo las brasas rojas y brillantes.
Pero quedaba algo más.
En el centro de las fogatas yacía el pequeño cuerpo de un niño negro que apenas si llegó a contar dos años. El desnudo cuerpecillo reflejaba el rojo resplandor de las brasas, y esa luz demencial era suficiente para mostrar la multitud de laceraciones que lo desfiguraban.
Parecía como si una bestia salvaje le hubiera destrozado con sus agudos colmillos.
Zora no pudo contener un grito de terror y se aferró desesperadamente al brazo de Matt.
Éste se la sacudió para tener libertad de movimientos.
—¡Deja de alborotar! ¿Cómo vamos a sorprender a nadie si armas tanto ruido?
Ella temblaba y necesitó de toda su voluntad para contenerse.
—Quien haya cometido esta salvajada debe estar rematadamente loco —masculló el detective—. Aunque si uno lo piensa con calma, todo esto es un asunto de locos. ¿Qué significado puede tener torturar así a una criatura?
—Buscan el tesoro, Matt…, ahora estoy segura.
—¿El tesoro del pirata? ¡Condenación! ¿Y para eso necesitan matar a un niño?
—Y no será el último…
Él se volvió en redondo.
—¿Qué mil diablos quieres decir?
—Es otra de las supersticiones del vudú…, otra creencia de los seguidores de los brujos, Matt.
—Maldito si entiendo nada.
—Dicen los brujos que si se sacrifica un niño como ése, y se deja su cuerpo lacerado en la bifurcación de caminos, Satán lo llevará con él y, a cambio, revelará al brujo cualquier cosa que éste quiera saber.
—Otra salvajada. Vamos, regresemos. Hay que avisar al coronel Ellicott de este nuevo crimen. Ya debe haber llegado a la casa, si Maximiliano le ha notificado la muerte de su agente.
Se alejaron del horrendo despojo que en mitad de los caminos quedaba como el mudo testigo de un horror sin nombre.
Testigo del embrujo de Satán quizá.